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lunes, 16 de agosto de 2010

La rebelión de los ángeles-John Milton-El Paraíso Perdido-Parte primera

La rebelión de los ángeles
El Paraíso Perdido
Parte primera
 John Milton

Di ante todo, ya que ni la celestial esfera ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista, di qué causa movió a nuestros primeros padres, tan favorecidos del cielo en su feliz estado, a separarse de su Creador e incurrir en la única prohibición que les impuso siendo señores del mundo todo. ¿quién fue el primero que los incitó a su infame rebelión? la infernal Serpiente. 
Ella con su malicia animada por la envidia y el deseo de venganza engañó a la Madre del género humano. 
Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes y con el auxilio de éstos, no bastándole eclipsar la gloria de sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo si el Altísimo se le oponía.
Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios, movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria que le fue inútil. 
El Todopoderoso lo arrojó de la etérea bóveda envuelto en abrasadoras llamas; y con horrendo estrépito y ardiendo cayó en el abismo de perdición, para vivir entre diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al Omnipotente.

Nueve veces habían recorrido el día y la noche, el espacio que miden entre los hombres desde que fue vencido por su espantosa muchedumbre, revolcándose en medio del ardiente abismo aunque conservando su inmortalidad.

Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de atormentarle el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente. 
Dirige en torno funestas miradas que revelan inmensa pena y profunda consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable; y abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible contempla aquel lugar, desierto y sombrío, aquel antro horrible cerrado por todas partes y encendido como un gran horno. 
Pero sus llamas no prestan luz y las tinieblas ofrecen cuanto es bastante para descubrir cuadros de dolor, tristísimas regiones, lúgubre oscuridad, donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni aún la esperanza, que dondequiera existe. Allí no hay más que tormentos sin fin, y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

Tal es el lugar que la Justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; y allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del más lejano polo. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre esta morada y aquella de donde cayeron!

Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina envueltos entre las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en Palestina con el nombre de Belcebú. El gran Enemigo en el cielo, rompiendo el hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:

«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que adornado de brillo deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a millones de espíritus refulgentes...! 
Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa empresa, unieron en otro tiempo conmigo como nos une ahora una misma ruina... mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser El mucho más prepotente con sus rayos. 
Pero, ¿quien había conocido hasta entonces la fuerza de sus terribles armas?
 Y a pesar de ellas a pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo propios del que ve su mérito vilipendiado y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. 
Ellos me prefirieron oponiendo a su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

«¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. 
Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha de someterse ni ceder jamás ¿cómo he de tenerme por subyugado? 
Ni su cólera ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia doblada la rodilla y acatar un poder cuyo ascendiente ha puesto en duda, poco ha, mi terrible brazo. 
Y pues según ley del destino no pueden perecer la fuerza de los dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto ejerciendo en el cielo su tiranía.»

Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en alta voz, más poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó enseguida su arrogante compañero: «¡Oh príncipe! ¡Oh caudillo de tantos tronos, que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del cielo, contrastando su soberano poder, débase éste a la fuerza, al acaso o al destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa derrota que nos arrebató el cielo. 
Todo este poderoso ejército se halla en la más horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles y el vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria y que nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. 
Pero, ¿y si el vencedor (forzoso me es ahora creerlo todopoderoso, pues a no serlo no habría conseguido avasallarnos), nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que mejor podamos sufrir y soportar las penas, para aplacar su vengativa cólera, o prestarle un servicio más rudo en el corazón del infierno, trabajando en medio del fuego, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? 
¿De qué nos ha de servir entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza, ni se ha menoscabado la eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?»

A lo que con estas breves palabras replicó el gran Enemigo: «Humillado Querubín, vileza es mostrarse débil, bien en las obras, bien en el sufrimiento. 
Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer el bien; el mal será nuestra única delicia, por ser lo que contraría la Suprema Voluntad a que resistimos. 
Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien debemos esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez lo enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen. 
Pero mira irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. 
La lluvia de azufre que lanzó contra nosotros la tempestad, ha allanado la encrespada ola que desde el principio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia, ha agotado quizá sus rayos, y no brama ya a través del insondable abismo. 
No dejemos escapar la ocasión que nos ofrece el descuido o el furor ya saciado de nuestro enemigo. ¿Ves aquella árida llanura, abandonada y agreste cercada de desolación sin más luz que la que debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? 
Salvémonos allí del embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún reposo, y reuniendo nuestras afligidas huestes, vemos cómo será posible hostigar en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida sobreponiéndonos a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podemos hallar en la esperanza, si no nos sugiere algún intento la desesperación.»

Así hablaba Satán a su más cercano compañero, con la cabeza fuera de las olas y los ojos centelleantes. 
De desmesurada anchura y longitud, las demás partes de su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. 
Era su estatura tan enorme, como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se designa en las fábulas con el nombre de Titán, hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, y cual la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que mandan en las corrientes del océano. 
Duerme tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia acaece, según dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida lo torna por una isla, echa el ancla sobre su escamosa piel, amarra a su costado, mientras las tinieblas de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. 
No menos enorme y gigantesco yacía el gran Enemigo encadenado en el lago abrasador, y nunca hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viese que toda su malicia sólo había servido para que brillase más en el hombre a quien después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia y en él resaltasen a la par su confusión, sus iras y su venganza.

Se enderezó de pronto sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con ambas manos las llamas que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando entonces las alas dirige a lo alto su vuelo y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con fuego líquido. 
Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un torbellino subterráneo se desprende una colina arrancada del Perolo o de los costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que, preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y corrompidos vapores. 
Semejante era la tierra en que puso Satán las plantas de sus pies malditos. 
Síguele Belcebú, su compañero y ambos se vanaglorian de haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses, y por haber recobrado sus propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.

«¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? 
Séalo, pues el que ahora es soberano, sólo puede disponer y ordenar es lo que justo se contempla; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. 
¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente! 
¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar alguno.
 El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. 
¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? 
Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo. 
Pero, ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido?
 ¿No hemos de invitarlos a que compartan con nosotros esta triste mansión, o intentar una vez más, con nuestras fuerzas reunidas, si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que perder en el infierno?»

Así hablaba Satán; y Belcebú le respondió así: «¡Caudillo de los ínclitos ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! 

Si otra vez oyen esa voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan aturdidos y estupefactos como ha poco lo estábamos nosotros. 
Ni esto es de extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.»

No bien había acabado de decir esto, cuando el réprobo Príncipe se dirigió hacia la orilla. Pesado escudo de etéreo temple, macizo y redondo, pendía de sus espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cima del Fiésole o en el valle del Amo, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. 

La lanza de Satán, junto a la cual parecía una caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus inseguros pasos sobre la ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada bóveda.
 Una zona tórrida, rodeada de fuego, lo martiriza con sus ardores; pero todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel inflamado mar.

Desde allí llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje; como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo; del mar cuyas olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono a los moradores de Gessén, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas, desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones asombradas al contemplar su horrible transformación.

Y Satán alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno: «¡Príncipes potentados, guerreros, esplendor del cielo que un día fue vuestro, y que habéis perdido! ¡Qué tal estupor se haya apoderado de unos espíritus eternos! 
¿O es que habéis elegido este sitio después de las fatigas de la batalla para dar reposo a vuestro valor, porque tan dulce os es dormir aquí como en los valles del cielo? ¿Habéis jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde? 
El os contempla ahora, querubines y serafines, revolcándoos en el lago con las armas y banderas destrozadas; hasta que sus alados ministros observen desde las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos tan amilanados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo. 
¡Despertad: levantaos; o permaneced para siempre envilecidos!», y avergonzados se levantaron; apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar, es sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y, soñoliento aún, procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni dejaban de experimentar acerba pena; pero todas aquellas innumerables falanges obedecen al punto a la voz de su general.

Así como, agitando al aire su poderosa vara el hijo de Amram, en días aciagos para Egipto, atrajo en alas del viento de oriente la negra nube de langostas, que cayendo como la noche sobre el reino del impío Faraón, ennegrecieron toda la tierra del Nilo; así en innumerable muchedumbre revoloteaban bajo la bóveda del infierno los ángeles protervos, cercados de llamas por todas partes hasta que, levantando su lanza el gran caudillo, como para señalarles el punto adonde habían de dirigir su vuelo, se precipitaron con movimiento uniforme sobre la tierra de endurecido azufre, y ocuparon la llanura toda. 

No salió nunca multitud tan grande de entre los hielos del populoso Norte para cruzar el Rhin o el Danubio, al arrojarse sus bárbaros hijos como un diluvio sobre el Mediodía, y extenderse desde las costas de Gibraltar hasta los arenales de  Libia.

De cada escuadrón y de cada hueste acuden al punto los guías y capitanes a donde se hallaba su supremo jefe. Asemejaban dioses por su estatura y sus formas, superiores a las humanas; príncipes reales; potestades que en otro tiempo ocupaban sus tronos en el cielo, aunque en los anales celestes no se conserve ahora memoria de sus nombres, borrados ya, por su rebelión, del libro de la vida. No habían adquirido aún denominación propia entre los hijos de Eva; pero cuando errantes sobre la tierra, con superior permiso de Dios para probar al hombre, corrompieron a la mayor parte del género humano a fuerza de imposturas, induciéndoles a que abandonaran a su Creador, a que venerasen a los demonios como deidades y a transformar con frecuencia la gloria invisible de aquel a quien debían el ser en la imagen de un bruto para tributar brillantes cultos de pomposa adoración y oro; entonces fueron conocidos con varios nombres y en el mundo pagano bajo las formas de varios ídolos.

Dime ¡oh Musa! cuáles eran; quién fue el primero, o quién el último que sacudió el sueño en aquel lago de fuego para acudir al llamamiento de su soberano; cómo los más cercanos a él en dignidad fueron presentándose en la desnuda playa, mientras la confusa multitud aún permanecía alejada.

Los principales eran aquellos que saliendo del abismo infernal para apoderarse en la tierra de su presa, tuvieron mucho después la audacia de fijar su residencia cerca de la de Dios y sus altares junto al suyo; dioses adorados entre las naciones vecinas que se atrevieron a disputar su imperio a Jehová, cuando fulminaba sus rayos desde Sión y asentaba su trono entre los querubines. Hasta en el mismo santuario llegaron no una vez sola a introducirse; y ¡oh abominación! profanaron con un culto maldito las ceremonias sagradas y las fiestas más solemnes y a la luz de la verdad osaron oponerse con sus tinieblas.

Primero Moloc, rey horrible, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y destilando lágrimas paternales aunque con el estrépito de tambores y timbales, no fueron oídos los gritos de los hijos arrojados al fuego para ser después ofrecidos al execrable ídolo.

Los Ammonitas lo adoraron en la húmeda llanura de Rabba, en Argob y en Basán hasta las extremas corrientes del Arnón; y no contento con tan dilatado imperio, indujo por medio de engaños al sabio Salomón a que le erigiera un templo frente al de Dios, en el monte del Oprobio, consagrándole luego un bosque en el risueño valle de Hinnón, llamado desde entonces Tophet y negro Gehenna, verdadero emblema del infierno.

A Moloc seguía Chamós, obsceno numen de los hijos de Moab, desde Aroax hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim; en Hesebón y Horonaim, reino de Seón; allende el floreciente valle de Sibma, tapizado de frondosas vides y en Elealé, hasta el Asfaltite. Llamábase también Péor, cuando en Sittim incitó a los israelitas que bajaban por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que tantas calamidades les produjeron. De allí propagó sus lascivas orgías hasta el monte del Escándalo, cercano al bosque del homicida Moloc, donde se unieron la disolución y el odio, hasta que el piadoso Josías los desterró al infierno.

Con estas divinidades llegaron aquellas que desde las orillas del antiguo Eúfrates hasta la corriente que separa a Egipto de las tierras sirias, son generalmente conocidas con los nombres de Baal y de Ascaro, varón el primero y la segunda hembra pues los espíritus se transforman a su antojo en uno u otro sexo, o se apropian ambos a la vez, porque su esencia es sencilla y pura, que no está enlazada ni sujeta con músculos ni nervios, ni se apoya en la frágil fuerza de los huesos como nuestra pesada carne, sino que toma la forma que más le place, ancha o estrecha, brillante u opaca, y así pueden realizar sus ilusiones y satisfacer sus afectos de amor o de odio. 

Por estas divinidades abandonaron a menudo los hijos de Israel a quien les daba vida, dejando de frecuentar su altar legítimo para prosternarse vilmente ante brutales dioses; y a esto se debió que, rendidos sus cuellos en lo más recio de las batallas, sirvieran de trofeo a la lanza del enemigo más despreciable.

Tras esta turba de divinidades apareció Astoret, a quien los Fenicios llaman Astarté reina del cielo, con una media luna por corona; a cuya brillante imagen rinden himnos y votos las vírgenes de Sidón, a la luz del astro de la noche. 

Los mismos cantos resonaban en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la iniquidad, templo que edificó el afeminado rey, cuyo corazón, aunque generoso, cedió a los halagos de idólatras hermosuras, e inclinó la frente ante su infame culto.

En seguida iba Tamuz, cuya herida, que se renueva anualmente, congrega en el Líbano a las jóvenes Sirias, para dolerse del infortunio del dios; las cuales durante todo un día de verano entonan plegarias amorosas, mientras el río Adonis deslizándose mansamente de su cautiva roca lleva al mar su purpúrea linfa, que se supone enrojecida con la sangre de Tamuz a consecuencia de su anual herida; amorosa fábula, que comunicó el mismo ardor a las hijas de Sión, cuyas lascivas pasiones condenó Ezequiel bajo el sagrado pórtico, al descubrir en una de sus visiones negras idolatrías de la infiel Judá.

Detrás estaba al que lloró amargamente cuando al pie del arca cautiva cayó su grosero ídolo mutilado, cortadas cabezas y manos, en el umbral de la puerta de su propio santuario, donde rodaron sus restos con mengua de sus adoradores. 

Dagón es su nombre, monstruo marino que tiene de hombre la mitad superior del cuerpo y de pescado la inferior; mas a pesar de ello ostentaba un alto templo en Azot, y era temido en toda la costa de Palestina, en Gata, en Ascalón y Ascarón y hasta en los límites de la frontera de Gaza,

Seguía Rimmón cuya deliciosa morada era la bella Damasco en las fértiles orillas del Ablana y del Farfar, apacibles y cristalinos ríos. 
También éste fue osado contra la casa de Dios; por el leproso que perdió una vez, se ganó un rey, a Acaz, su imbécil conquistador, a quien apartó del ara del Señor, poniendo en su lugar otra al estilo sirio, sobre la cual depositó Acaz sus impías ofrendas, adorando a los dioses a quienes había vencido.

Aparecieron después en numerosa cohorte aquellos que bajo nombres, un día famosos, Osiris, Isis, Oro y su séquito de monstruos y supersticiones, abusaron del fanático Egipto y de sus sacerdotes, los cuales se forjaron divinidades errantes, encubiertas bajo formas de irracionales, más bien que humanas.
 Ni se libró Israel de aquel contagio, cuando transformó en oro prestado el becerro de Oreb; crimen en que reincidió un rey rebelde en Bete y en Dan presentando bajo la apariencia de aquel pesado animal a su creador, Jehová, que al pasar una noche por Egipto aniquiló de un solo golpe a sus primogénitos y a sus rumiantes dioses.

El último fue Belial. 
Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni humeaba ningún altar; pero, ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí, que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? 

Reina también en los palacios, en las cortes y en las corrompidas ciudades donde el escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas torres y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. 

Testigos las calles de Sodoma y la noche de Gabaa, cuando fue menester exponer en la puerta hospitalaria a una matrona para evitar rapto más odios.

Estos eran los principales en grado y poderío; los demás sería prolijo enumerarlos aunque muy célebres en lejanas regiones: dioses de Jonia a quienes la posteridad de Javán tuvo por tales, pero reconocidos como posteriores al cielo y a la tierra, padres de todos ellos. 

Titán, primer hijo del cielo con su numerosa prole y su derecho de primogenitura usurpado por Saturno, más joven que él; del mismo modo a éste se lo arrebató el poderoso Júpiter, su propio hijo y de Rhea, que fundó en tal usurpación su imperio. 

Estos dioses conocidos primero en Creta y en el monte Ida y después en la nevada cima del frío Olimpo, gobernaron en la región media del aire, su más elevado cielo o en las rocas de Delfos o en Dodona, y en toda la extensión de la tierra Dórica. Otro huyó con el viejo Saturno por el Adriático a los campos de Hesperia, y por el país de los celtas arribó a las más remotas islas.

Todos estos y más llegaron en tropel, pero con los ojos bajos y llorosos; aunque a vueltas de su sombrío ceño, se echaba de ver un destello de alegría; que no hallaban a su caudillo desesperado ni ellos se contemplaban aniquilados, en medio de toda aquella destrucción. Se notaba esperanza en el dudoso gesto de Satán, y recobrando de pronto su acostumbrado orgullo prorrumpió en recias voces, con entereza más simulada que verdadera y poco a poco reanimó el desfallecido aliento de los suyos disipando sus temores.

De repente ordena que al bélico son de trompetas y clarines se enarbole su poderoso estandarte; Azazel, gran querubín, reclama de derecho tan envidiable honor, y desenvuelve de la luciente asta la bandera imperial, que enarbolada y tendida al aire, brilla como un meteoro, con las perlas y preciosos metales que realzan las armas y trofeos de los serafines. 

Entretanto resuenan los ecos marciales del sonoro bronce, a los que responde el ejército todo con un grito atronador, que retumbado en las concavidades del infierno lleva el espanto más allá del imperio del caos y la antigua noche.

De repente aparecen en medio de las tinieblas diez mil banderas que ondean en los aires ostentando sus orientales colores, y en derredor de ellas un bosque inmenso de lanzas y apiñados cascos. 
Se oprimen los escudos en una línea de impenetrable espesor y a poco empiezan a moverse los guerreros, formando una perfecta falange, al compás del modo dórico, que resuena en flautas y suaves oboes. 
Tales eran los acentos que inspiraban a los antiguos héroes armados para el combate, en vez de furor, una noble calma, un valor sereno, que se sobreponía al temor, a la muerte y a la cobardía de la fuga o de una vergonzosa retirada; concierto que con sus acordes religiosos bastaba a tranquilizar el ánimo turbado, a desterrar la angustia, la duda, el temor y el pesar, y a mitigar el sobresalto del corazón así en los hombres como en los dioses.

Unidas así sus fuerzas y con un pensamiento fijo, marchaban silenciosos los ángeles caídos al son de los dulces instrumentos, que hacían menos dolorosos sus pasos sobre aquel suelo abrasador; y cuando hubieron avanzado todos hasta ponerse al alcance de la vista, se detuvieron, presentando su horrible frente, de espantosa longitud. 
Brillaban sus armas como las de los antiguos guerreros y alineados con sus escudos y lanzas, esperaban la orden que debía dictarles el soberano.

Fija Satán su experta vista en las compactas filas; de una ojeada recorre toda la hueste; ve el buen orden de los combatientes, sus semblantes, su estatura como la de los dioses y calcula por último su número. 
Dilátase entonces su corazón lleno de orgullo, y se vanagloria al verse tan poderoso, pues desde que fue creado el hombre, no se había reunido fuerza tan formidable. A su lado cualquiera otra sería tan despreciable como los pigmeos de la india que guerrean con las grullas aun cuando se agregase la raza gigantesca de Flegra con la heroica que luchó delante de Tebas y de Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban dioses auxiliares; aunque se uniesen aquellos que celebran fábulas y leyendas al hablar del hijo de Utero, rodeado de caballeros de la Armórica y de Bretaña; aunque se juntaran, en fin, todos los que después, cristianos o infieles, lidiaron en Aspromonte o Montaubán, en Damasco, Marruecos o Traspisonda, o los que Biserta envió desde la playa africana cuando Carlomagno y sus pares fueron derrotados en Fuenterrabía.

Superior aquel ejército de espíritus a todos los de los mortales, observaba a su jefe, que superando a su vez a cuantos le rodeaban por su estatura y lo imperioso de su soberbio aspecto, se elevaba como una torre.
 No había perdido aún la primitiva belleza de sus formas, ni dejaba de parecer un arcángel destronado, en quien se traslucía aún la majestad de su pasada gloria; era comparable con el sol naciente cuando sus rayos atraviesan con dificultad la niebla, o cuando situado a espaldas de la luna en los sombríos eclipses difunde un crepúsculo funesto y atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones. 
Así oscurecido, brillaba más el arcángel que todos sus compañeros; pero surcaban su rastro profundas cicatrices causadas por el rayo, y en la inquietud que en sus demacradas mejillas y bajo sus cejas se retrataba, al par que en su intrepidez, e indomable orgullo, parecía anhelar el momento de la venganza. 
Cruel era su mirada, aunque en ella se descubrían indicios de remordimiento y de compasión al fijarla en sus cómplices, en sus secuaces más bien, tan distintos de lo que eran en la mansión bienaventurada, y a la sazón condenados para siempre a ser participes de su pena: millones de espíritus que por su falta se hallaban sometidos a los rigores del cielo, expulsados por su rebelión de los resplandores eternos, y que habían mancillado su gloria por permanecerle fieles. 
Asemejábanse a las encinas del bosque o a los pinos de la montaña, desnudos de su corteza por el fuego del cielo, pero cuyos majestuosos troncos, aunque destrozados, subsisten en pie sobre la abrasada tierra.

Prepárase a hablar Satán, y se inclinan de una a otra ala las dobles filas de sus guerreros, rodeándole en parte todos sus capitanes, a quienes la atención hace enmudecer. 
Tres veces intenta el Arcángel comenzar y otras tantas, con mengua de su orgullo, brotan de sus ojos lágrimas como las que pueden verter los ángeles; pero al fin se abren paso las palabras por en medio de sus suspiros.

«¡Legiones sin cuento de espíritus inmortales!
 ¡Dioses con quienes solo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuese funesto, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. 
¿Pero qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente habría temido que la fuerza unida de tantos dioses, y dioses como éstos, llegaría a ser rechazada? 
¿Quién podría creer aún después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? 
En cuanto a mí, todo el celeste ejército es testigo de que ni los pareceres al mío contrarios, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina.
De hoy más sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de suerte que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. 
El mejor partido que nos resta, es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por fuerza; para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias de su enemigo.
 Puede el espacio producir nuevos mundos; y sobre esto circulaba en el cielo ha tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. 
Contra este mundo intentaremos acaso nuestra primera agresión, siquiera sea por vía de ensayo; contra ése o cualquiera otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. 
Tales proyectos sin embargo deben madurarse en pleno consejo. 
Ya no queda esperanza de nada porque ¿quién pensaría en someterse? 
¡Guerra pues! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!»
Dijo, y en muestra de aprobación levantáronse en alto millones de flamígeras espadas que desenvainaron los poderosos querubines. 
Su repentino fulgor ilumina en torno el Infierno; lanzan los demonios gritos de rabia contra el Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpean los escudos con belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.

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