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lunes, 16 de agosto de 2010

La rebelión de los ángeles-John Milton-El Paraíso Perdido-Parte primera

La rebelión de los ángeles
El Paraíso Perdido
Parte primera
 John Milton

Di ante todo, ya que ni la celestial esfera ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista, di qué causa movió a nuestros primeros padres, tan favorecidos del cielo en su feliz estado, a separarse de su Creador e incurrir en la única prohibición que les impuso siendo señores del mundo todo. ¿quién fue el primero que los incitó a su infame rebelión? la infernal Serpiente. 
Ella con su malicia animada por la envidia y el deseo de venganza engañó a la Madre del género humano. 
Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes y con el auxilio de éstos, no bastándole eclipsar la gloria de sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo si el Altísimo se le oponía.
Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios, movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria que le fue inútil. 
El Todopoderoso lo arrojó de la etérea bóveda envuelto en abrasadoras llamas; y con horrendo estrépito y ardiendo cayó en el abismo de perdición, para vivir entre diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al Omnipotente.

Nueve veces habían recorrido el día y la noche, el espacio que miden entre los hombres desde que fue vencido por su espantosa muchedumbre, revolcándose en medio del ardiente abismo aunque conservando su inmortalidad.

Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de atormentarle el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente. 
Dirige en torno funestas miradas que revelan inmensa pena y profunda consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable; y abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible contempla aquel lugar, desierto y sombrío, aquel antro horrible cerrado por todas partes y encendido como un gran horno. 
Pero sus llamas no prestan luz y las tinieblas ofrecen cuanto es bastante para descubrir cuadros de dolor, tristísimas regiones, lúgubre oscuridad, donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni aún la esperanza, que dondequiera existe. Allí no hay más que tormentos sin fin, y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

Tal es el lugar que la Justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; y allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del más lejano polo. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre esta morada y aquella de donde cayeron!

Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina envueltos entre las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en Palestina con el nombre de Belcebú. El gran Enemigo en el cielo, rompiendo el hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:

«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que adornado de brillo deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a millones de espíritus refulgentes...! 
Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa empresa, unieron en otro tiempo conmigo como nos une ahora una misma ruina... mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser El mucho más prepotente con sus rayos. 
Pero, ¿quien había conocido hasta entonces la fuerza de sus terribles armas?
 Y a pesar de ellas a pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo propios del que ve su mérito vilipendiado y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. 
Ellos me prefirieron oponiendo a su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

«¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. 
Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha de someterse ni ceder jamás ¿cómo he de tenerme por subyugado? 
Ni su cólera ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia doblada la rodilla y acatar un poder cuyo ascendiente ha puesto en duda, poco ha, mi terrible brazo. 
Y pues según ley del destino no pueden perecer la fuerza de los dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto ejerciendo en el cielo su tiranía.»

Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en alta voz, más poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó enseguida su arrogante compañero: «¡Oh príncipe! ¡Oh caudillo de tantos tronos, que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del cielo, contrastando su soberano poder, débase éste a la fuerza, al acaso o al destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa derrota que nos arrebató el cielo. 
Todo este poderoso ejército se halla en la más horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles y el vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria y que nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. 
Pero, ¿y si el vencedor (forzoso me es ahora creerlo todopoderoso, pues a no serlo no habría conseguido avasallarnos), nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que mejor podamos sufrir y soportar las penas, para aplacar su vengativa cólera, o prestarle un servicio más rudo en el corazón del infierno, trabajando en medio del fuego, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? 
¿De qué nos ha de servir entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza, ni se ha menoscabado la eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?»

A lo que con estas breves palabras replicó el gran Enemigo: «Humillado Querubín, vileza es mostrarse débil, bien en las obras, bien en el sufrimiento. 
Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer el bien; el mal será nuestra única delicia, por ser lo que contraría la Suprema Voluntad a que resistimos. 
Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien debemos esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez lo enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen. 
Pero mira irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. 
La lluvia de azufre que lanzó contra nosotros la tempestad, ha allanado la encrespada ola que desde el principio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia, ha agotado quizá sus rayos, y no brama ya a través del insondable abismo. 
No dejemos escapar la ocasión que nos ofrece el descuido o el furor ya saciado de nuestro enemigo. ¿Ves aquella árida llanura, abandonada y agreste cercada de desolación sin más luz que la que debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? 
Salvémonos allí del embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún reposo, y reuniendo nuestras afligidas huestes, vemos cómo será posible hostigar en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida sobreponiéndonos a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podemos hallar en la esperanza, si no nos sugiere algún intento la desesperación.»

Así hablaba Satán a su más cercano compañero, con la cabeza fuera de las olas y los ojos centelleantes. 
De desmesurada anchura y longitud, las demás partes de su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. 
Era su estatura tan enorme, como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se designa en las fábulas con el nombre de Titán, hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, y cual la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que mandan en las corrientes del océano. 
Duerme tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia acaece, según dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida lo torna por una isla, echa el ancla sobre su escamosa piel, amarra a su costado, mientras las tinieblas de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. 
No menos enorme y gigantesco yacía el gran Enemigo encadenado en el lago abrasador, y nunca hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viese que toda su malicia sólo había servido para que brillase más en el hombre a quien después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia y en él resaltasen a la par su confusión, sus iras y su venganza.

Se enderezó de pronto sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con ambas manos las llamas que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando entonces las alas dirige a lo alto su vuelo y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con fuego líquido. 
Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un torbellino subterráneo se desprende una colina arrancada del Perolo o de los costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que, preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y corrompidos vapores. 
Semejante era la tierra en que puso Satán las plantas de sus pies malditos. 
Síguele Belcebú, su compañero y ambos se vanaglorian de haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses, y por haber recobrado sus propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.

«¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? 
Séalo, pues el que ahora es soberano, sólo puede disponer y ordenar es lo que justo se contempla; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. 
¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente! 
¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar alguno.
 El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. 
¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? 
Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo. 
Pero, ¿dejaremos a nuestros fieles amigos, a los partícipes y compañeros de nuestra ruina, yacer anonadados en el lago del olvido?
 ¿No hemos de invitarlos a que compartan con nosotros esta triste mansión, o intentar una vez más, con nuestras fuerzas reunidas, si hay todavía algo que recobrar en el cielo, o más que perder en el infierno?»

Así hablaba Satán; y Belcebú le respondió así: «¡Caudillo de los ínclitos ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos! 

Si otra vez oyen esa voz, seguro vaticinio de su esperanza en medio de sus temores y peligros, esa voz que ha resonado con tanta frecuencia en los trances más apurados, ya en el crítico momento del combate, o cuando arreciaba la lucha, y que era en todos los conflictos la señal indudable de la victoria, recobrarán de pronto nuevo valor y vida, aunque ahora giman lánguidos y postrados en el lago de fuego, y tan aturdidos y estupefactos como ha poco lo estábamos nosotros. 
Ni esto es de extrañar, habiendo caído desde tan funesta altura.»

No bien había acabado de decir esto, cuando el réprobo Príncipe se dirigió hacia la orilla. Pesado escudo de etéreo temple, macizo y redondo, pendía de sus espaldas, cubriéndolas con su inmenso disco, semejante a la luna, cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cima del Fiésole o en el valle del Amo, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. 

La lanza de Satán, junto a la cual parecía una caña el más alto pino cortado en los montes de Noruega para convertirlo en mástil de un gran navío almirante, le ayuda a sostener sus inseguros pasos sobre la ardiente arena, pasos muy diferentes de aquellos con que recorría la azulada bóveda.
 Una zona tórrida, rodeada de fuego, lo martiriza con sus ardores; pero todo lo sufre, hasta que llega por fin a la orilla de aquel inflamado mar.

Desde allí llama a sus legiones, especie de ángeles degenerados, que yacen en espeso montón, como las hojas de otoño de que están cubiertos los arroyos de Valleumbrosa, donde los bosques de Etruria forman elevados arcos de ramaje; como los juncos flotan dispersos por el agua, cuando Orión, armado de impetuosos vientos, combate las costas del mar Rojo; del mar cuyas olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, que perseguía con pérfido encono a los moradores de Gessén, los cuales vieron desde la segura orilla cubiertas las aguas de enemigas aljabas y ruedas de sus destrozados carros. Así esparcidas, desalentadas y abyectas, llenaban el lago aquellas legiones asombradas al contemplar su horrible transformación.

Y Satán alzó su voz, de modo que resonó en todos los ámbitos del infierno: «¡Príncipes potentados, guerreros, esplendor del cielo que un día fue vuestro, y que habéis perdido! ¡Qué tal estupor se haya apoderado de unos espíritus eternos! 
¿O es que habéis elegido este sitio después de las fatigas de la batalla para dar reposo a vuestro valor, porque tan dulce os es dormir aquí como en los valles del cielo? ¿Habéis jurado acaso adorar al vencedor en esa actitud humilde? 
El os contempla ahora, querubines y serafines, revolcándoos en el lago con las armas y banderas destrozadas; hasta que sus alados ministros observen desde las puertas del cielo su ventajosa posición, y bajen para afrentarnos, viéndonos tan amilanados, o para confundirnos con sus rayos en el fondo de este abismo. 
¡Despertad: levantaos; o permaneced para siempre envilecidos!», y avergonzados se levantaron; apoyándose sobre un ala, como el centinela que debiendo velar, es sorprendido al dejarse vencer del sueño por su severo jefe, y, soñoliento aún, procura parecer despierto. No ignoraban cuán desgraciada era su situación, ni dejaban de experimentar acerba pena; pero todas aquellas innumerables falanges obedecen al punto a la voz de su general.

Así como, agitando al aire su poderosa vara el hijo de Amram, en días aciagos para Egipto, atrajo en alas del viento de oriente la negra nube de langostas, que cayendo como la noche sobre el reino del impío Faraón, ennegrecieron toda la tierra del Nilo; así en innumerable muchedumbre revoloteaban bajo la bóveda del infierno los ángeles protervos, cercados de llamas por todas partes hasta que, levantando su lanza el gran caudillo, como para señalarles el punto adonde habían de dirigir su vuelo, se precipitaron con movimiento uniforme sobre la tierra de endurecido azufre, y ocuparon la llanura toda. 

No salió nunca multitud tan grande de entre los hielos del populoso Norte para cruzar el Rhin o el Danubio, al arrojarse sus bárbaros hijos como un diluvio sobre el Mediodía, y extenderse desde las costas de Gibraltar hasta los arenales de  Libia.

De cada escuadrón y de cada hueste acuden al punto los guías y capitanes a donde se hallaba su supremo jefe. Asemejaban dioses por su estatura y sus formas, superiores a las humanas; príncipes reales; potestades que en otro tiempo ocupaban sus tronos en el cielo, aunque en los anales celestes no se conserve ahora memoria de sus nombres, borrados ya, por su rebelión, del libro de la vida. No habían adquirido aún denominación propia entre los hijos de Eva; pero cuando errantes sobre la tierra, con superior permiso de Dios para probar al hombre, corrompieron a la mayor parte del género humano a fuerza de imposturas, induciéndoles a que abandonaran a su Creador, a que venerasen a los demonios como deidades y a transformar con frecuencia la gloria invisible de aquel a quien debían el ser en la imagen de un bruto para tributar brillantes cultos de pomposa adoración y oro; entonces fueron conocidos con varios nombres y en el mundo pagano bajo las formas de varios ídolos.

Dime ¡oh Musa! cuáles eran; quién fue el primero, o quién el último que sacudió el sueño en aquel lago de fuego para acudir al llamamiento de su soberano; cómo los más cercanos a él en dignidad fueron presentándose en la desnuda playa, mientras la confusa multitud aún permanecía alejada.

Los principales eran aquellos que saliendo del abismo infernal para apoderarse en la tierra de su presa, tuvieron mucho después la audacia de fijar su residencia cerca de la de Dios y sus altares junto al suyo; dioses adorados entre las naciones vecinas que se atrevieron a disputar su imperio a Jehová, cuando fulminaba sus rayos desde Sión y asentaba su trono entre los querubines. Hasta en el mismo santuario llegaron no una vez sola a introducirse; y ¡oh abominación! profanaron con un culto maldito las ceremonias sagradas y las fiestas más solemnes y a la luz de la verdad osaron oponerse con sus tinieblas.

Primero Moloc, rey horrible, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y destilando lágrimas paternales aunque con el estrépito de tambores y timbales, no fueron oídos los gritos de los hijos arrojados al fuego para ser después ofrecidos al execrable ídolo.

Los Ammonitas lo adoraron en la húmeda llanura de Rabba, en Argob y en Basán hasta las extremas corrientes del Arnón; y no contento con tan dilatado imperio, indujo por medio de engaños al sabio Salomón a que le erigiera un templo frente al de Dios, en el monte del Oprobio, consagrándole luego un bosque en el risueño valle de Hinnón, llamado desde entonces Tophet y negro Gehenna, verdadero emblema del infierno.

A Moloc seguía Chamós, obsceno numen de los hijos de Moab, desde Aroax hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim; en Hesebón y Horonaim, reino de Seón; allende el floreciente valle de Sibma, tapizado de frondosas vides y en Elealé, hasta el Asfaltite. Llamábase también Péor, cuando en Sittim incitó a los israelitas que bajaban por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que tantas calamidades les produjeron. De allí propagó sus lascivas orgías hasta el monte del Escándalo, cercano al bosque del homicida Moloc, donde se unieron la disolución y el odio, hasta que el piadoso Josías los desterró al infierno.

Con estas divinidades llegaron aquellas que desde las orillas del antiguo Eúfrates hasta la corriente que separa a Egipto de las tierras sirias, son generalmente conocidas con los nombres de Baal y de Ascaro, varón el primero y la segunda hembra pues los espíritus se transforman a su antojo en uno u otro sexo, o se apropian ambos a la vez, porque su esencia es sencilla y pura, que no está enlazada ni sujeta con músculos ni nervios, ni se apoya en la frágil fuerza de los huesos como nuestra pesada carne, sino que toma la forma que más le place, ancha o estrecha, brillante u opaca, y así pueden realizar sus ilusiones y satisfacer sus afectos de amor o de odio. 

Por estas divinidades abandonaron a menudo los hijos de Israel a quien les daba vida, dejando de frecuentar su altar legítimo para prosternarse vilmente ante brutales dioses; y a esto se debió que, rendidos sus cuellos en lo más recio de las batallas, sirvieran de trofeo a la lanza del enemigo más despreciable.

Tras esta turba de divinidades apareció Astoret, a quien los Fenicios llaman Astarté reina del cielo, con una media luna por corona; a cuya brillante imagen rinden himnos y votos las vírgenes de Sidón, a la luz del astro de la noche. 

Los mismos cantos resonaban en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la iniquidad, templo que edificó el afeminado rey, cuyo corazón, aunque generoso, cedió a los halagos de idólatras hermosuras, e inclinó la frente ante su infame culto.

En seguida iba Tamuz, cuya herida, que se renueva anualmente, congrega en el Líbano a las jóvenes Sirias, para dolerse del infortunio del dios; las cuales durante todo un día de verano entonan plegarias amorosas, mientras el río Adonis deslizándose mansamente de su cautiva roca lleva al mar su purpúrea linfa, que se supone enrojecida con la sangre de Tamuz a consecuencia de su anual herida; amorosa fábula, que comunicó el mismo ardor a las hijas de Sión, cuyas lascivas pasiones condenó Ezequiel bajo el sagrado pórtico, al descubrir en una de sus visiones negras idolatrías de la infiel Judá.

Detrás estaba al que lloró amargamente cuando al pie del arca cautiva cayó su grosero ídolo mutilado, cortadas cabezas y manos, en el umbral de la puerta de su propio santuario, donde rodaron sus restos con mengua de sus adoradores. 

Dagón es su nombre, monstruo marino que tiene de hombre la mitad superior del cuerpo y de pescado la inferior; mas a pesar de ello ostentaba un alto templo en Azot, y era temido en toda la costa de Palestina, en Gata, en Ascalón y Ascarón y hasta en los límites de la frontera de Gaza,

Seguía Rimmón cuya deliciosa morada era la bella Damasco en las fértiles orillas del Ablana y del Farfar, apacibles y cristalinos ríos. 
También éste fue osado contra la casa de Dios; por el leproso que perdió una vez, se ganó un rey, a Acaz, su imbécil conquistador, a quien apartó del ara del Señor, poniendo en su lugar otra al estilo sirio, sobre la cual depositó Acaz sus impías ofrendas, adorando a los dioses a quienes había vencido.

Aparecieron después en numerosa cohorte aquellos que bajo nombres, un día famosos, Osiris, Isis, Oro y su séquito de monstruos y supersticiones, abusaron del fanático Egipto y de sus sacerdotes, los cuales se forjaron divinidades errantes, encubiertas bajo formas de irracionales, más bien que humanas.
 Ni se libró Israel de aquel contagio, cuando transformó en oro prestado el becerro de Oreb; crimen en que reincidió un rey rebelde en Bete y en Dan presentando bajo la apariencia de aquel pesado animal a su creador, Jehová, que al pasar una noche por Egipto aniquiló de un solo golpe a sus primogénitos y a sus rumiantes dioses.

El último fue Belial. 
Nunca cayó del cielo espíritu más impuro ni más torpemente inclinado al vicio por el vicio mismo. No se elevó en su honor templo alguno ni humeaba ningún altar; pero, ¿quién se halla con más frecuencia en los templos y los altares, cuando el sacerdote reniega de Dios, como renegaron los hijos de Elí, que mancharon la casa divina con sus violencias y prostituciones? 

Reina también en los palacios, en las cortes y en las corrompidas ciudades donde el escandaloso estruendo de ultrajes y de improperios se eleva sobre las más altas torres y cuando la noche tiende su manto por las calles, ve vagabundear por ellas a los hijos de Belial, repletos de insolencia y vino. 

Testigos las calles de Sodoma y la noche de Gabaa, cuando fue menester exponer en la puerta hospitalaria a una matrona para evitar rapto más odios.

Estos eran los principales en grado y poderío; los demás sería prolijo enumerarlos aunque muy célebres en lejanas regiones: dioses de Jonia a quienes la posteridad de Javán tuvo por tales, pero reconocidos como posteriores al cielo y a la tierra, padres de todos ellos. 

Titán, primer hijo del cielo con su numerosa prole y su derecho de primogenitura usurpado por Saturno, más joven que él; del mismo modo a éste se lo arrebató el poderoso Júpiter, su propio hijo y de Rhea, que fundó en tal usurpación su imperio. 

Estos dioses conocidos primero en Creta y en el monte Ida y después en la nevada cima del frío Olimpo, gobernaron en la región media del aire, su más elevado cielo o en las rocas de Delfos o en Dodona, y en toda la extensión de la tierra Dórica. Otro huyó con el viejo Saturno por el Adriático a los campos de Hesperia, y por el país de los celtas arribó a las más remotas islas.

Todos estos y más llegaron en tropel, pero con los ojos bajos y llorosos; aunque a vueltas de su sombrío ceño, se echaba de ver un destello de alegría; que no hallaban a su caudillo desesperado ni ellos se contemplaban aniquilados, en medio de toda aquella destrucción. Se notaba esperanza en el dudoso gesto de Satán, y recobrando de pronto su acostumbrado orgullo prorrumpió en recias voces, con entereza más simulada que verdadera y poco a poco reanimó el desfallecido aliento de los suyos disipando sus temores.

De repente ordena que al bélico son de trompetas y clarines se enarbole su poderoso estandarte; Azazel, gran querubín, reclama de derecho tan envidiable honor, y desenvuelve de la luciente asta la bandera imperial, que enarbolada y tendida al aire, brilla como un meteoro, con las perlas y preciosos metales que realzan las armas y trofeos de los serafines. 

Entretanto resuenan los ecos marciales del sonoro bronce, a los que responde el ejército todo con un grito atronador, que retumbado en las concavidades del infierno lleva el espanto más allá del imperio del caos y la antigua noche.

De repente aparecen en medio de las tinieblas diez mil banderas que ondean en los aires ostentando sus orientales colores, y en derredor de ellas un bosque inmenso de lanzas y apiñados cascos. 
Se oprimen los escudos en una línea de impenetrable espesor y a poco empiezan a moverse los guerreros, formando una perfecta falange, al compás del modo dórico, que resuena en flautas y suaves oboes. 
Tales eran los acentos que inspiraban a los antiguos héroes armados para el combate, en vez de furor, una noble calma, un valor sereno, que se sobreponía al temor, a la muerte y a la cobardía de la fuga o de una vergonzosa retirada; concierto que con sus acordes religiosos bastaba a tranquilizar el ánimo turbado, a desterrar la angustia, la duda, el temor y el pesar, y a mitigar el sobresalto del corazón así en los hombres como en los dioses.

Unidas así sus fuerzas y con un pensamiento fijo, marchaban silenciosos los ángeles caídos al son de los dulces instrumentos, que hacían menos dolorosos sus pasos sobre aquel suelo abrasador; y cuando hubieron avanzado todos hasta ponerse al alcance de la vista, se detuvieron, presentando su horrible frente, de espantosa longitud. 
Brillaban sus armas como las de los antiguos guerreros y alineados con sus escudos y lanzas, esperaban la orden que debía dictarles el soberano.

Fija Satán su experta vista en las compactas filas; de una ojeada recorre toda la hueste; ve el buen orden de los combatientes, sus semblantes, su estatura como la de los dioses y calcula por último su número. 
Dilátase entonces su corazón lleno de orgullo, y se vanagloria al verse tan poderoso, pues desde que fue creado el hombre, no se había reunido fuerza tan formidable. A su lado cualquiera otra sería tan despreciable como los pigmeos de la india que guerrean con las grullas aun cuando se agregase la raza gigantesca de Flegra con la heroica que luchó delante de Tebas y de Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban dioses auxiliares; aunque se uniesen aquellos que celebran fábulas y leyendas al hablar del hijo de Utero, rodeado de caballeros de la Armórica y de Bretaña; aunque se juntaran, en fin, todos los que después, cristianos o infieles, lidiaron en Aspromonte o Montaubán, en Damasco, Marruecos o Traspisonda, o los que Biserta envió desde la playa africana cuando Carlomagno y sus pares fueron derrotados en Fuenterrabía.

Superior aquel ejército de espíritus a todos los de los mortales, observaba a su jefe, que superando a su vez a cuantos le rodeaban por su estatura y lo imperioso de su soberbio aspecto, se elevaba como una torre.
 No había perdido aún la primitiva belleza de sus formas, ni dejaba de parecer un arcángel destronado, en quien se traslucía aún la majestad de su pasada gloria; era comparable con el sol naciente cuando sus rayos atraviesan con dificultad la niebla, o cuando situado a espaldas de la luna en los sombríos eclipses difunde un crepúsculo funesto y atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones. 
Así oscurecido, brillaba más el arcángel que todos sus compañeros; pero surcaban su rastro profundas cicatrices causadas por el rayo, y en la inquietud que en sus demacradas mejillas y bajo sus cejas se retrataba, al par que en su intrepidez, e indomable orgullo, parecía anhelar el momento de la venganza. 
Cruel era su mirada, aunque en ella se descubrían indicios de remordimiento y de compasión al fijarla en sus cómplices, en sus secuaces más bien, tan distintos de lo que eran en la mansión bienaventurada, y a la sazón condenados para siempre a ser participes de su pena: millones de espíritus que por su falta se hallaban sometidos a los rigores del cielo, expulsados por su rebelión de los resplandores eternos, y que habían mancillado su gloria por permanecerle fieles. 
Asemejábanse a las encinas del bosque o a los pinos de la montaña, desnudos de su corteza por el fuego del cielo, pero cuyos majestuosos troncos, aunque destrozados, subsisten en pie sobre la abrasada tierra.

Prepárase a hablar Satán, y se inclinan de una a otra ala las dobles filas de sus guerreros, rodeándole en parte todos sus capitanes, a quienes la atención hace enmudecer. 
Tres veces intenta el Arcángel comenzar y otras tantas, con mengua de su orgullo, brotan de sus ojos lágrimas como las que pueden verter los ángeles; pero al fin se abren paso las palabras por en medio de sus suspiros.

«¡Legiones sin cuento de espíritus inmortales!
 ¡Dioses con quienes solo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuese funesto, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. 
¿Pero qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente habría temido que la fuerza unida de tantos dioses, y dioses como éstos, llegaría a ser rechazada? 
¿Quién podría creer aún después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? 
En cuanto a mí, todo el celeste ejército es testigo de que ni los pareceres al mío contrarios, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina.
De hoy más sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de suerte que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. 
El mejor partido que nos resta, es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por fuerza; para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias de su enemigo.
 Puede el espacio producir nuevos mundos; y sobre esto circulaba en el cielo ha tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. 
Contra este mundo intentaremos acaso nuestra primera agresión, siquiera sea por vía de ensayo; contra ése o cualquiera otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. 
Tales proyectos sin embargo deben madurarse en pleno consejo. 
Ya no queda esperanza de nada porque ¿quién pensaría en someterse? 
¡Guerra pues! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!»
Dijo, y en muestra de aprobación levantáronse en alto millones de flamígeras espadas que desenvainaron los poderosos querubines. 
Su repentino fulgor ilumina en torno el Infierno; lanzan los demonios gritos de rabia contra el Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpean los escudos con belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.

ROBIN HOOD-Anónimo

ROBIN HOOD
 Anónimo


Las hazañas de Robin Hood se narran en una serie de baladas que fueron transmitiéndose de forma oral, durante siglos y siglos.
La balada es el género medieval de la literatura inglesa equi­valente a los romances de nuestra literatura. En ellas se conta­ban las distintas aventuras de un héroe.
Las baladas son anónimas y fueron concebidas para ser can­tadas o recitadas por los juglares. Por eso, debido a la transmi­sión oral y a la intervención de numerosos juglares, las baladas presentan diversas versiones sobre un mismo hecho.
En el caso de Robin Hood, sus hazañas se narran en más de treinta baladas. Éstas fueron recogidas en un verdadero poema épico: The gest of Robin Hood. La obra, impresa alrededor del año 1500, agrupa los distintos episodios sobre la vida del héroe.
A lo largo del tiempo, las andanzas de Robin Hood han ins­pirado obras literarias ‑como es el caso de Ivanhoe (I8I9), de Walter Scott.
Asimismo, la vida del héroe de Shervvood ha sido llevada al cine. Robin Hood ha sido protagonista de numerosas películas, algunas de ellas de dibujos animados.
A este personaje también se le conoce en España con el nombre de Robin de los Bosques.


ROBIN HOOD

CAPÍTULO UNO
NORMANDOS Y SAJONES

Hace cientos de años, los vikingos realizaron continuas campañas de conquista
por toda Europa.

Estos audaces guerreros —daneses, noruegos o suecos—, tuvieron
atemorizado a medio mundo durante tres siglos.

Sus aventuras parecían no tener límites geográficos: Alemania, Francia,
España, Portugal o Rusia fueron visitados por los feroces vikingos.

Su ansia de expansión, apoyada en una gran preparación militar, les llevó a
emprender arriesgadas expediciones por mares y ríos.

Las poderosas embarcaciones con las que contaban, únicas en la época, y su
extraordinaria pericia como navegantes les permitían arribar a cualquier costa y
penetrar por cualquier río. Su superioridad naval se hizo incontestable.

Adquirieron una gran experiencia en los ataques por sorpresa, y sus terribles y
sangrientos saqueos llegaron a sertristemente célebres en toda Europa.

Uno de estos pueblos vikingos, asentado desde hacía años en Normandía,
emprendió la invasión de la vecina Inglaterra.

Este país, no muy lejano de las costas normandas, resultaba muy vulnerable
por mar. La longitud de su litoral no permitía ni una vigilancia completa, ni una
concentración rápida de las tropas para rechazar un desembarco.

Todo esto no pasó inadvertido a los ojos del duque normando Guillermo que,
movido por su ambición y deseo de gloria, decidió preparar a conciencia el ataque
a la isla.

—¡Venceremos a los sajones! —arengaba Guillermo a sus tropas—. Con la
conquista de Inglaterra, nuestro poder se extenderá a otros reinos.

—¡Viva el duque Guillermo! —gritaban exaltados los caballeros normandos.

Guillermo de Normandía, animado por el apoyo de los suyos, continuó
diciendo:

—Los sajones vencieron a nuestros antepasados muchas veces. Fueron más
fuertes, más decididos, más inteligentes... Pero ahora no lo serán. Ha llegado por
fin nuestro momento y. . . ¡ha llegado su hora!

Los aplausos y los vivas al duque Guillermo cesaron al acabar aquella
multitudinaria reunión. Pero el fervor y la entrega de su ejército lo acompañarían
de forma permanente durante toda la expedición.

Meses después, las naves capitaneadas por el duque Guillermo eran avistadas
en las costas inglesas.


—Señor, se acercan barcos normandos —comunicó un vigía al monarca sajón.

Los sajones no estaban preparados para competir contra un peligro que
procedía del mar.

—¡Disponed todas las fuerzas posibles en tierra! —ordenó el rey inglés—.
Debemos evitar el desembarco.

Una pequeña guarnición intentó impedir que los normandos tomaran tierra.
Pero no lo consiguió.

Así, Guillermo de Normandía desembarcó en las costas inglesas, y con sus
valerosos guerreros avanzó hacia el interior.

Los sajones, en clara inferioridad numérica, se habían visto obligados a
improvisar la decisiva batalla en Hastings. Poco duró el combate. El soberano
inglés cayó mortalmente herido y el ejército sajón se rindió incondicionalmente.

Las tropas del duque Guillermo siguieron avanzando hasta Londres, donde se
libró una última batalla con la que desapareció la débil resistencia sajona. La
expedición normanda había sido un rotundo éxito.

En recuerdo de su victoria, el ya nuevo rey de Inglaterra, Guillermo I el
Conquistador, tras ser coronado, mandó construir la célebre torre de Londres. Esta
torre serviría de cárcel para numerosos y destacados personajes a lo largo de
muchos años de la historia inglesa.

Guillermo I, tras su victoria, dedicó sus esfuerzos a pacificar el país, y tomó
algunas medidas para proteger a los sajones.

—Os aconsejo prudencia —recomendaba el rey a sus nobles—. Debemos ser
respetuosos con los vencidos. Sólo así conseguiremos la prosperidad en todas
nuestras tierras. Sólo así lograremos una pacífica convivencia.

Desgraciadamente, no todos los seguidores del rey Guillermo pensaban como
él.

Aprovechando una larga estancia del rey Guillermo en sus posesiones de
Francia, los nobles normandos, Ilevados por su soberbia y ambición, no cesaron de
causar humillaciones a los derrotados. Las cargas tributarias se hicieron cada vez
más angustiosas, insoportables para los pobres súbditos.

Los sajones se sublevaron en masa contra los opresores. Campesinos, artesanos
y nobles unieron sus esfuerzos contra el enemigo común: los normandos.

—¡Ya está bien! —decía indignado un caballero sajón—. No podemos seguir
tolerando las injusticias de los normandos. Quieren hacer de nosotros sus esclavos.

—¡Debemos combatirlos y ser capaces de librarnos de ellos para siempre!

—¡Hay que quitarles el poder! ¡Tenemos que ser gobernados por un rey sajón!

El rey Guillermo, que había estado ausente de Inglaterra, encontró a su vuelta
un país levantado en armas.

Los sajones se mostraban más rebeldes de lo que en un principio se podía
suponer.

Los nobles normandos decían a su rey:

—Señor, Ilevado por vuestra bondad y magnanimidad, habéis tratado
demasiado bien a los sajones. Mirad cómo os lo agradecen.

—Majestad, habéis respetado a vuestros súbditos, no les habéis expropiado sus
tierras y, en cambio, ellos se sublevan contra vos. Son unos desagradecidos.

El rey Guillermo, ajeno a los desmanes de sus nobles y desconociendo las
razones por las que sus súbditos sajones se rebelaban contra él, creyó las
acusaciones de sus barones.

—Caballeros, creí que los ánimos se apaciguarían. Creí que, poco a poco, los
sajones olvidarían la derrota de Hastings y acabarían aceptándonos. Ahora creo
que no lo harán nunca —dijo el rey en tono de lamento.

Así, tomó la decisión de actuar de inmediato y con contundencia contra los
sajones.

Despojó a muchos nobles de sus posesiones bajo acusación de haber
promovido o respaldado la rebelión, y aplastó cruelmente a los rebeldes.

Pese a todo, los sajones continuaron organizándose. Crearon un verdadero
ejército clandestino que, en forma de guerrilla, hostigaba sin tregua a los
normandos. Los focos de resistencia contra los colonizadores se hicieron
constantes.

La anhelada paz en Inglaterra se veía cada vez más lejana, y los normandos,
aun ricos y poderosos, no podían vivir tranquilos a causa de las frecuentes
insurrecciones de los sajones.

Murió Guillermo I el Conquistador en guerra contra Francia y sus inmediatos
sucesores, durante años y años, tampoco conseguirían apaciguar Inglaterra.

La desconfianza de los sajones hacia los normandos estaba ya tan arraigada
que se había convertido en un obstáculo insalvable entre los dos pueblos.

Los planes de pacificación de los distintos reyes fallaban estrepitosamente y las
revueltas continuaban. Éstas eran contestadas con absoluta represión. Lo que daba
lugar a nuevos enfrentamientos, cada vez más sangrientos. La espiral de violencia
parecía no tener fin.

El rey Enrique de Plantagenet, nieto de Guillermo I, subió al trono y se
propuso, como principal objetivo de su reinado, acabar con aquellas luchas sin
sentido.

Para este propósito, pensó que debía atraerse, en primer lugar, a algunos
influyentes nobles sajones. Para conseguirlo,, no escatimó tiempo y esfuerzo el
ilusionado rey.

CAPÍTULO DOS

DOS NOBLES FAMILIAS SAJONAS


En un majestuoso castillo cercano a la bulliciosa ciudad de Nottingham vivía
Edward Fitzwalter, conde de Sherwood, y su esposa Alicia de Nhoridon.

Los dos eran sajones. El matrimonio mantenía escasas relaciones sociales y
permanecía alejado de las intrigas de la época.

El conde de Sherwood no había participado en ninguna sublevación contra los
normandos y éstos, aun de mala gana, se habían visto obligados a respetar al conde
y sus posesiones. Aunque no fue atacado nunca frontalmente, Edward Fitzwalter
tampoco era mirado con buenos ojos por la nobleza normanda, en la que existía
cierto recelo.

Dentro de los planes apaciguadores que llevaba acariciando durante largo
tiempo el rey Enrique de Plantagenet, entraba precisamente ganarse la confianza
del noble sajón Edward Fitzwalter

—Hablaré con Edward Fitzwalter —comunicó el rey Enrique a uno de sus más
estrechos colaboradores—. Si consigo la adhesión del conde, tal vez otros nobles
sajones lo secunden y poco a poco logremos el respaldo de todos. ¿Qué pensáis?

—Es una buena idea, señor —contestó el barón normando a su rey—. El conde
de Sherwood goza de gran respeto entre la nobleza sajona. Respeto sin duda
merecido, ya que es todo un caballero. La mayoría de los normandos comparten
también esta opinión.

El rey Enrique de Plantagenet deseaba con sinceridad que finalizaran los
enfrentamientos entre sajones y normandos, y centró sus esfuerzos en conseguirlo.

Así, pocos días después de esta conversación, fue a reunirse con el conde de
Sherwood. Le tendió su mano y de sus labios salieron algunas promesas
impensables en años anteriores.

—Señor, os agradezco la confianza que habéis depositado en mí —contestó el
conde,

—Entonces, conde de Sherwood, ¿puedo contar de verdad con vos ? —
preguntó el rey con impaciencia,

—Majestad, no dudo de que os guían buenos deseos y de que sois sensible al
sufrimiento del pueblo sajón —comenzó a decir el conde—. Pero vuestras
promesas no son suficientes para paliar los daños que vuestro pueblo ha causado al
mío...

—Pero es necesario que todos hagamos el esfuerzo de salvar nuestras
diferencias, conde de Sherwood. La batalla de Hastings pertenece ya al pasado.

—Es cierto, señor Pero es pronto aún para confiar en vos. Es posible que sean
nuestros hijos los que vivan la reconciliación entre nuestros pueblos, los que
puedan vivir en paz.

—¿Tenéis hijos, conde? —preguntó el rey asintiendo.

—Espero uno, majestad.

—Conde de Sherwood, os prometo que haré cuanto pueda por acabar con los
problemas del pueblo sajón, que intentaré borrar los errores de mis antepasados y
que me esforzaré por apaciguar esta tierra.

—Por mi parte, majestad —contestó el conde—, os aseguro que no participaré
en ningún levantamiento contra vos. Actuaré como he venido haciéndolo hasta
ahora. Pero tampoco conseguiréis mi adhesión hasta que no exista una completa
igualdad entre sajones y normandos.

El rey Enrique y el conde de Sherwood estrecharon sus manos y se despidieron
amistosamente.

No mucho tiempo después, Edward Fitzwalter tuvo ocasión de comprobar que
los buenos propósitos del rey Enrique quedaban olvidados ante una nueva revuelta
sajona.

La sublevación fue castigada con terrible dureza. Sajones y normandos seguían
siendo enemigos irreconciliables.

En esta triste situación vino al mundo el heredero del conde de Sherwood.

La alegría reinaba en todos los rincones del castillo del conde. Amigos y
vecinos acudieron a conocer al pequeño recién nacido.

Un precioso niño había venido al mundo para felicidad de Alicia de Nhoridon
y Edward Fitzwalter, sus padres.

—Se llamará Robert —dijo el conde a todos los presentes sin disimular su
alegría—. Será un valeroso sajón y confío en que le toque vivir tiempos mejores.

—¡Ojalá pueda ser más feliz que nosotros! —dijo levantando su copa uno de
los allí reunidos.

Y todos brindaron porque así fuera.

El conde de Sherwood era íntimo amigo del también noble sajón Richard At
Lea, conde de Sulrey. Y éste y su esposa tuvieron, no mucho tiempo después, una
preciosa niña, a la que pusieron por nombre Mariana.

Los dos nobles sajones se reunían con frecuencia y mantenían interminables
conversaciones sobre la compleja situación del reino.

—Las sublevaciones no cesan, querido amigo —dijo Richard At Lea—. Pero
el poder normando permanece inalterable a lo largo de los años.

—Sí, Richard, nuestro pueblo está extenuado por las luchas y por las
humillaciones de los barones normandos. Los reyes intentan apaciguar esta tierra,
pero fracasan. No son capaces de contrarrestar el poder de sus nobles.

—Y mientras tanto, ¿por qué luchamos ya los sajones, después de tanto
tiempo? Todo parece ser una locura colectiva que no tiene fin. . .

—Ojalá Inglaterra tenga pronto un rey poderoso y justo que haga posible la
igualdad entre sajones y normandos —contestó con tristeza Edward Fitzwalter

Pero los dos nobles sajones también aprovechaban su compañía para sonar, al
calor de la chimenea de uno a otro castillo. El sueño que compartían era que
Robert y Mariana, Ilegado el momento, se unieran en matrimonio.

—Nuestra amistad, conde de Sulrey, quedaría coronada por la unión de
nuestros hijos.

—Nada me agradaría más, Edward, que emparentar con vos. Y estoy seguro
además de que mi hija sería muy feliz con Robert.

Pasaron unos años y murió el rey Enrique de Plantagenet.

Pocos meses antes, el conde de Sherwood había perdido a su querida esposa
Alicia. La única satisfacción de Edward Fitzwalter era tener cerca a su hijo Robin,
como le llamaban todos cariñosamente, convertido ya en un apuesto joven.

—¿Qué pasará ahora, padre, que el rey ha muerto? —preguntó Robin ante la
reciente noticia.

—Subirá al trono su hijo Ricardo, Robin.

—¿Será un buen rey? ¿Lo conoces? —preguntaba con avidez Robin.

—Lo conozco poco, hijo. Pero deseo que consiga hacer de Inglaterra un gran
reino en el que se viva en paz.

CAPÍTULO TRES

UN NUEVO REY:
RICARDO CORAZON DE LEON

Como estaba previsto, tras la muerte del rey Enrique de Plantagenet subió al
trono su hijo mayor, Ricardo I, conocido con el sobrenombre de Corazón de León
por su nobleza y valentía.

El nuevo rey era muy sensible a la miseria en la que vivían los súbditos
sajones. Conocía también los intentos que sus antepasados y, en especial, su padre,
habían hecho por cambiar esa situación, sin conseguirlo. Pero él estaba decidido a
dar un giro definitivo al curso de los hechos. Deseaba ser el rey de un país en el
que, de una vez por todas, no existieran ni vencedores ni vencidos.

—Debemos construir una nueva Inglaterra. Pacífica, respetada en el exterior,
poderosa... —decía ilusionado el nuevo rey—. Para ello se necesita la colaboración
de todos por igual: sajones y normandos, nobles y plebeyos. Todos tendrán un
lugar en el nuevo reino.

El rey Ricardo empezó a captar muy pronto la confianza de sus súbditos, ya
fueran sajones o normandos. Entre sus más entusiastas seguidores estaban su
esposa Berengaria; lady Edith Plantagenet, su prima, y la reina madre, Leonor

Entre las primeras medidas que tomó Ricardo Corazón de León, en aras de una
mayor igualdad entre sus súbditos, estaba la estricta prohibición de infligir castigos
corporales a los siervos, tratados como verdaderos esclavos, y la libertad de caza
en los bosques, hasta ahora privilegio de los normandos.

El rey Ricardo, con su bondad y su carácter conciliador, hizo cicatrizar las
heridas abiertas entre los dos pueblos. Todos lo aceptaron para que fuera el rey de
todos. Odios y rencillas parecieron quedar adormecidos en un profundo sueño.

Pero Ricardo Corazón de León pasaría poco tiempo en su país. Así, tuvo que
acudir a la llamada del papa Clemente III para participar en la Tercera Cruzada,
con el fin de liberar Jerusalén, en manos del musulmán Saladino.

El rey, antes de su partida, tuvo grandes dudas.

—¿Cómo voy a ausentarme de Inglaterra durante tanto tiempo, y precisamente
ahora, cuando más me necesitan mis súbditos? —se lamentaba.

Mas su deber como rey cristiano, su deseo de lucha contra los infieles y el
sincero mensaje recibido del Papa ofreciéndole la dirección de la Cruzada, hicieron
que Ricardo tomara finalmente la decisión de partir hacia Tierra Santa.

—¡Conquistaré Jerusalén. Se la arrebataré a los infieles! —decía con absoluta
seguridad el rey

Durante su ausencia ocuparía el trono su hermano Juan I, conocido como Juan
sin Tierra.

—Partid tranquilo, hermano mío. Aquí me encontraréis a vuestra vuelta y aquí
encontraréis vuestro amado reino —dijo Juan sin Tierra a Ricardo en el momento
de su marcha.

—Gracias, hermano. Sé que puedo confiar en vos. Sé que gobernaréis como yo
lo haría y que cuidaréis de nuestros súbditos. Me voy tranquilo porque sé que
Inglaterra queda en buenas manos.

Y, seguido de su séquito, Ricardo Corazón de León abandonó, quién sabe por
cuántos años, su querida Inglaterra.

Juan sin Tierra, en muy poco tiempo, acabó con los importantes logros de su
hermano. Sembró de nuevo la desconfianza y resurgió la discordia. Su crueldad y
avaricia volvieron a abrir el abismo entre sajones y normandos.

Estaba convencido de que los normandos eran una clase superior y de que sólo
a ellos les correspondía el poder.

La sed de venganza parecía el único móvil que empujaba a quien regentaba el
destino de Inglaterra.

—No podemos seguir tolerando las continuas revueltas de los sajones —dijo
Juan sin Tierra.

—Así se hará, majestad. No lo dudéis —asintieron sus colaboradores más
allegados.

—Pero, señor, vivimos por primera vez una larga época de paz. Los sajones
están ahora muy tranquilos —intervino un barón normando allí presente.

—¡Qué ingenuo sois, caballero! —contestó con desprecio el príncipe—.
¿Acaso creéis que los sajones han dejado de tramar conspiraciones contra mi
persona? ¿Pensáis tal vez que se resignan a estar bajo una dinastía normanda?
¡Estúpido!

El barón que había manifestado públicamente su disconformidad con las
palabras del príncipe era sir Percy Oswald, quien abandonó la sala inmediatamente.

Sir Percy Oswald no estaba de acuerdo con las ideas del príncipe Juan.
Pensaba que lo peor para Inglaterra era volver a los tiempos de crueldad y
enfrentamientos que, afortunadamente, habían sido ya superados.

Pero Juan sin Tierra no estaba dispuesto a aceptar ninguna opinión que no
coincidiera con la suya. Y por ese motivo, sir Percy Oswald quedó
automáticamente fuera de su círculo de confianza.

Durante uno de los frecuentes encuentros entre Edward Fitzwalter y Richard
At Lea, los dos nobles se confesaron su preocupación por los rumores que corrían
acerca del príncipe Juan.

—No parece que vaya a seguir los pasos de su hermano —dijo Richard At Lea
a su amigo.

—El rey Ricardo fue demasiado bondadoso al confiar en su hermano —repuso
Edward Fitzwalter—. De todas formas, el príncipe Juan no se atreverá a ir contra
las medidas adoptadas por el rey.

—Ojalá que así sea, Edward. Pero se me ocurre una cosa. El príncipe no ignora
que no simpatizamos con él. Quiero proponerte que, si a ti o a mí nos ocurriera
algo, el otro iría a hacérselo saber al rey a Tierra Santa.

—De acuerdo, Richard.

No transcurrió mucho tiempo sin que se confirmaran los temores que se habían
confesado los dos nobles sajones.

El príncipe Juan, apoyado por un grupo de incondicionales normandos,
comenzó a romper las normas que había dictado su hermano.

Inglaterra parecía dirigirse hacia un trágico destino en el que sólo se oyera el
lenguaje de las armas.

Un desgraciado día, el conde de Sherwood apareció muerto en el campo. Había
salido por la mañana a visitar a un vecino. De regreso a su castillo, un grupo de
encapuchados lo atacó y lo dejó muerto en el camino.

El fiel Richard At Lea acompañó a Robin en tan duros momentos. Estuvo con
él durante el entierro de su querido amigo y alentó al desconsolado hijo.


—No dejes que la pena inunde tu corazón. Eres el heredero de Sherwood y
debes hacer honor a tu apellido —dijo Richard a Robin, sin poder contener su
emoción.

El conde de Sulrey no quiso comunicar, ni siquiera a Robin, sus sospechas de
que el propio príncipe Juan podría estar implicado en la muerte de su amigo, de
que todo hubiera sido una acción preparada por él y sus secuaces.

Pero Richard At Lea supo inmediatamente lo que tenía que hacer: poner los
hechos en conocimiento del rey. Para ello debía encaminarse hacia Tierra Santa.

CAPÍTULO CUATRO

UN VIAJE FRUSTRADO

Llevado por el deseo de que se hiciera justicia por la muerte de su amigo y
tratando de evitar males peores para Inglaterra, Richard At Lea se dispuso a
realizar los preparativos para su viaje a Tierra Santa.

Había asuntos importantes que tenía que resolver: conseguir dinero para poder
fletar un barco y pagar a los hombres armados que lo acompañarían, y dejar a
alguien encargado de la custodia de su hija.

At Lea, después de pensar en quién podría ser la persona más idónea, decidió
acudir a un amigo a quien hacía tiempo que no veía: Hugo de Reinault.

Este noble caballero sajón debía algunos favores a Richard At Lea. Ahora era
muy rico y, sin duda, estaría dispuesto a ayudarle.

Pero, a veces, el tiempo hace cambiar a los hombres, y lo que no podía
imaginar Richard At Lea es que Hugo de Reinault fuera en ese momento partidario
de Juan sin Tierra.

El príncipe Juan comenzaba a contar con un buen número de adeptos, muchos
de ellos sajones. La mayoría de los caballeros reclutados lo había sido a cambio de
dinero contante y sonante, o bien con la promesa de ser fuertemente
recompensados con tierras y privilegios.

Éste era el caso de los hermanos Robert y Hugo de Reinault, Guy de Gisborne,
Arthur de HiIls y tantos otros. Todos ellos fueron capaces de traicionar a su
legítimo rey, a su pueblo, a sus amigos y compañeros, incluso a sí mismos,
exclusivamente por dinero y poder

A un hombre de esta calaña, a Hugo de Reinault, fue a quien se dirigió el noble
Richard At Lea en busca de ayuda.

—¿Qué os trae por aquí, querido amigo? ¡Cuánto tiempo sin veros! —saludó
de forma efusiva Hugo de Reinault al recién Ilegado.


—Yo también me alegro de veros, Hugo, aunque hubiera deseado que no fuera
en esta ocasión —dijo con tristeza Richard At Lea.

—Hablad presto, Richard. ¿Qué sucede?

—¿Puedo confiar en vos? Lo que quiero contaros no lo he hablado con nadie
—dijo tomando precauciones Richard At Lea.

—Soy vuestro amigo, Richard. No he olvidado cuando me ayudasteis y si hay
algo que esté en mi mano, no dudéis en que podéis contar con ello. Además, soy
sajón hasta la médula.

—Hace unos días murió el conde de Sherwood a manos de seguidores del
príncipe Juan —dijo bajando la voz Richard At Lea.

—¿Estáis seguro? ¿Cómo lo habéis descubierto?

—No tengo pruebas, Hugo. Pero tengo la más absoluta certeza de ello. Mira lo
que está ocurriendo en Inglaterra.

—Y bien, ¿qué podemos hacer, querido amigo?

—Yo debo ir a Tierra Santa a poner los hechos en conocimiento del rey. Así lo
decidimos Edward Fitzwalter y yo si a alguno de nosotros le sucedía algo.

—Entonces, ¿para qué me necesitáis?

—Preciso fletar un barco a ir acompañado de un grupo de soldados. En este
momento no tengo el dinero necesario. Para eso he venido a veros, para que me
prestéis, si podéis, ese dinero.

—Ahora mismo no dispongo de la cantidad que necesitáis. Tendría que pedirlo
yo y cobraros los intereses correspondientes.

—No importa, Hugo. Hagámoslo como decís. No estoy en condiciones de
poder elegir ni de poder esperar.

—Mañana tendréis el dinero, Richard. Ahora, tomemos una copa de vino y
brindemos por vuestro viaje.

—Gracias, amigo. Necesito aún pediros otro favor, quizá más importante que
el anterior. Como sabéis tengo una hija. Deseo que, durante el tiempo que yo esté
fuera, ella permanezca en un convento y vos seáis su tutor.

—Os agradezco la confianza que depositáis en mí, Richard. Seré un verdadero
padre para vuestra hija mientras estéis ausente.

—Por supuesto que os dejaré el poder legal correspondiente y os compensaré
por las molestias que todo esto os cause.

Unos días después, tras firmar todos los documentos, Richard At Lea se hacía a
la mar con el barco y la tripulación proporcionados por Hugo de Reinault.

Nada más zarpar Richard At Lea, Hugo se dirigió al palacio de Juan sin Tierra.
Allí le esperaba el nutrido grupo de caballeros adeptos al príncipe y el propio
príncipe en persona.

De Reinault contó a sus amigos lo ocurrido con At Lea.


—Pero... ¿le habéis dejado partir a Tierra Santa? —preguntó con indignación y
la voz temblorosa el príncipe Juan.

—Tranquilo, señor. Los hombres que lo acompañan llevan órdenes muy claras.
Si no me fallan los cálculos, a estas horas ya se habrán amotinado contra el conde
de Sulrey, y estarán de vuelta dentro de muy poco en el puerto del que salieron. De
ahí, el conde pasará a la más oscura mazmorra de mi castillo.

—Sois muy listo, Hugo —afirmaron todos.

—Pero hay más, señores. Tengo documentos legales firmados de puño y letra
por Richard At Lea por los que sus bienes pasarán a mis manos y, como tutor de su
hija, también me pertenecerán los de ella. Así, no sólo me he deshecho de un
enemigo de vos, príncipe, sino que además nos repartiremos la apreciable fortuna
de los At Lea.

La reunión acabó con aplausos dirigidos al astuto Hugo de Reinauf y con un
brindis dedicado al talento y la sagacidad del noble.

Pocos días después, tal y como había previsto el traidor sajón, Richard At Lea
era llevado ante él.

—Hugo, ha sido una terrible experiencia. Los soldados se amotinaron . . .

—¿Quién sois? —interrumpió bruscamente Hugo de Reinault a Richard, que
presentaba un aspecto lamentable.

—¿No me reconocéis, Hugo? Soy Richard At Lea, vuestro amigo:

—¡Imposible! Richard At Lea salió hace unos días hacia Tierra Santa. Yo
mismo le proporcioné el barco y la tripulación. Vos debéis de ser un impostor.
¡Guardias, encerradle!

En ese mismo momento, Richard At Lea comprendió que había sido víctima de
un engaño; más que eso, de una terrible traición.

A quien había considerado un amigo no era más que un traidor, un vendido a la
causa de Juan sin Tierra.

Pero ahora, su triste realidad es que estaba en manos de un hombre sin
escrúpulos. Pero no sólo él, sino también su querida hija y todos sus bienes.

Richard At Lea lloró amargamente en su celda. Un triste Ilanto derramado por
quien se sentía el ser más infeliz y solo de la Tierra. Nunca unas lágrimas habían
sido muestra de un dolor tan hondo, de una desesperación tan profunda.

CAPÍTULO CINCO

LA PRIMERA ACCIÓN DE ROBIN


Tras la muerte de su padre, el joven Robin se vio sumido en la tristeza y en la
desolación. Aun sin sospechar la verdad, el heredero de Sherwood se sentía solo y
desgraciado, sin el padre con el que tanto compartía y del que tanto había
aprendido.

Intentando hacer algo por cambiar su triste estado de ánimo, decidió buscar la
compañía de las dos personas en las que más confiaba y a las que más cariño tenía:
Richard At Lea y su hija Mariana.

Se dirigió al castillo de los At Lea y, allí, uno de los sirvientes le informó de
que el conde había partido a Tierra Santa y que Mariana se encontraba en el
castillo de Hugo de Reinault, su tutor por decisión paterna.

Robin, extrañadísimo, comentó:

—¡En el castillo de Hugo de Reinault! ¡Qué raro! Ese caballero tiene fama de
ser un cruel prestamista que ha ido despojando de sus tierras a medio condado.
Además es el hermano de Robert, corregidor de Nottingham.

—¡Pero, señor, son sajones! –le dijo el sirviente de los At Lea.

—Aun siéndolo, no me fío de ellos —contestó Robin.

Robin abandonó el castillo del que fuera gran amigo de su padre y decidió
visitar a Hugo de Reinault para entrevistarse con Mariana.

—¿Qué os trae por aquí, señor Fitzwalter?

—Creo que vos sabéis dónde se encuentra el señor At Lea.

—Efectivamente. Mi amigo Richard At Lea —habló Hugo poniendo mucho
énfasis en las palabras "mi amigo"— me pidió prestado dinero para ir a Tierra
Santa. Y hacia allí se dirige gracias a mi ayuda.

—¿Y Mariana? ¿Podría hablar con ella? —preguntó Robin.

—Soy legalmente el tutor de Mariana y en este momento no podéis verla.

—¿Acaso tenéis miedo de que hable con ella? ¿Ocultáis algo, señor Hugo de
Reinault? —dijo Robin con tono acusador.

—¡No tengo nada que ocultar, señor Fitzwalter! Es mi palabra de caballero.
Ahora, váyase. No puedo perder más tiempo. ¡Soldados, acompañen al señor!

Y rodeado de un grupo de hombres armados, Robin abandonó el castillo de
Hugo de Reinault.

El señor de Reinault tuvo la impresión de que el joven Robin sospechaba algo.
Y lo mismo parecía ocurrir con Mariana. La joven había pronunciado algunas
palabras, en la conversación que los dos mantuvieron, que denotaban cierta
desconfianza hacia él y cierta extrañeza de que su padre hubiera tomado las
decisiones que parecía haber tomado.

Hugo de Reinault se tranquilizó a sí mismo. ¿Qué peligro podían suponer tanto
Robin como Mariana? Y al fin y al cabo, en el peor de los casos, serían sólo unas


pequeñas molestias a cambio de los grandes beneficios que iba a obtener de esta
operación.

Robin, desde su conversación con el señor de Reinault, no conseguía olvidarse
del asunto. Estaba cabizbajo, meditabundo, no hablaba con nadie y vagaba por los
caminos a lomos de su caballo.

Un día, en uno de esos paseos sin rumbo, Robin encontró a un grupo de
campesinos. Discutían airadamente y oyó voces de protesta contra los normandos.
Robin se acercó a ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó bajando de su caballo.

Uno de los siervos de Robin explicó a su señor que Feldon, un hombre al
servicio de Guy de Gisborne, había sufrido un terrible castigo por un hecho sin
importancia. Este castigo había consistido en dejarle sin comer, durante más de una
semana, a él y a su familia. El desgraciado Feldon, sumido en la más absoluta
desesperación, había cazado un ciervo para dar de comer a los suyos. Enterado
Guy de Gisborne, lo había apresado y condenado a muerte. Su mujer y sus dos
hijos serían azotados.

—¡Esto es intolerable! —gritó con indignación Robin—. Las leyes están para
cumplirlas. Feldon tiene derecho a cazar. El mismo derecho que el señor de
Gisborne. Iré a pedir cuentas a ese mezquino caballero.

—No lo hagáis, señor —le pidió con preocupación el campesino que le había
contado la triste historia de Feldon—. Guy de Gisborne está respaldado por el
príncipe Juan y no conseguiréis nada. Irá contra vos también. Es muy poderoso. No
vayáis.

—No os preocupéis, os lo ruego. No tengo ningún miedo a ese caballero que se
salta las leyes a su capricho. Avisa a todos mis soldados, que se queden en el
castillo y me esperen allí —dijo Robin mientras se alejaba con su caballo.

Robin se dirigió al castillo del señor de Gisbome dispuesto a todo por
conseguir que la ley se cumpliera. No podía consentir que un señor dispusiera de la
vida de un hombre. Daba igual que fuera normando o sajón. Era una vida humana
y, como tal, merecía respeto.

Estas enseñanzas de respeto y amor al prójimo las había recibido Robin de su
padre. "¡Ay, cuánto le echo de menos! ¡Cuánto podría haberme ayudado mi padre
en estas circunstancias y en otras que sin duda me deparará la vida! ¡Ni siquiera
cuento con el buen consejo del señor At Lea! ¡Qué solo estoy!" —pensaba Robin
mientras se dirigía a ver al señor de Gisborne.

Poco después llegaba a las puertas del castillo y pedía ser recibido por el señor
Mientras tanto, observó los preparativos que se realizaban para llevar a cabo la
ejecución de Feldon.


—Señor Fitzwalter, no sé qué hace un noble sajón bajo mi techo. Ya sé que
visitasteis a Hugo de Reinault, pero...

—Que, por cierto, también es noble sajón —le interrumpió irónicamente
Robin.

—¡Basta de bromas, joven! —dijo con crispación Guy de Gisborne—. Yo no
sé nada de Richard At Lea ni de su hija.

—No es ése el motivo de mi visita Vengo a impedir la muerte de su siervo, ese
pobre desdichado al que pensáis ejecutar por hacer uso de su derecho a cazar
¿Acaso habéis olvidado que la caza no es un privilegio normando según las leyes
de nuestro rey?

—¿Qué rey? —preguntó cínicamente Guy de Gisborne—. Yo sólo tengo un
rey, y es el príncipe Juan.

—Si es el príncipe Juan el que está detrás de esto, vos y él estáis violando las
leyes. No podéis matar a ese hombre ni torturar a su familia. ¡Que se suspenda la
ejecución! —gritó Robin.

—Meteos en vuestros asuntos, jovencito. La ejecución se Ilevará a cabo, ¡por
encima de vos si es preciso!

Robin se fue sin siquiera despedirse. Se dirigió a su castillo. Allí le aguardaban
sus hombres, preparados para lo que él dispusiera. La orden de Robin fue atacar la
fortaleza del señor de Gisborne para liberar a su vasallo Feldon.

Robin y sus hombres no tuvieron en cuenta ni su inferioridad numérica ni el
peligro que corrían. La sed de justicia a igualdad les hacía enfrentarse
valerosamente al enemigo.

Guy de Gisborne y sus soldados no esperaban el ataque. Fue un verdadero
asalto por sorpresa. Casi no hubo respuesta: no les dio tiempo a reaccionar, ni
siquiera a llegar a las armas.

Robin, con sus propias manos, liberó al desdichado Feldon, que no podía creer
lo que estaba viendo.

Una vez alcanzado su objetivo, Robin y Feldon en el mismo caballo, seguidos
por los hombres que habían hecho posible la victoria, se alejaron al galope. Más
tarde, pudieron respirar tranquilos en los aposentos del castillo de Sherwood.

Sólo había una cosa que entristecía a Robin: no haber podido salvar también a
la esposa y los dos hijos de Feldon de la crueldad del señor de Gisborne.

CAPÍTULO SEIS

EN EL BOSQUE DE SHERWOOD


Durante varios días, la calma y la paz reinaron en el castillo del conde de
Sherwood. La satisfacción por el deber cumplido era el sentimiento que compartía
Robin con sus hombres. El constante agradecimiento de Feldon era lo único que
hacía ensombrecer la alegría de Robin. Le hacía recordar los tormentos que podía
estar sufriendo la familia del que era ahora su más incondicional vasallo.

Pero Guy de Gisborne no había olvidado la terrible acción cometida por Robin.
Convocó una reunión con el príncipe Juan y sus más fieles seguidores, y allí
expuso los hechos ocurridos.

—Caballeros, nos hemos librado de Edward Fitzwalter y también de Richard
At Lea. Pero mientras ande suelto Robin, no nos dejará vivir tranquilos. Ese joven
es muy peligroso —dijo Guy de Gisborne.

—Estoy de acuerdo —intervino Hugo de Reinault—. Estoy seguro de que
sospecha algo sobre lo ocurrido con At Lea, y no cejará en su empeño hasta
averiguarlo. Conozco muy bien a ese joven sajón.

—Entonces, Guy de Gisborne, atacad su castillo —dijo el príncipe Juan—.
Todos colaboraremos con nuestros soldados. Además, ese joven es muy rico. Nos
quedaremos con su castillo, con sus tierras y con sus bienes. Nos repartiremos
todo.

Tomada la decisión, los caballeros se dispersaron. Pocos días después, según lo
convenido, un numeroso ejército, nutrido con hombres de diversa procedencia,
rodeaba el castillo de Sherwood, preparado para el asalto.

Por su parte, los hombres de Robin de Fitzwalter permanecían en sus puestos
día y noche. Todos ellos mantenían alto el ánimo. Estaban dispuestos a todo en
defensa de la ley, y con la seguridad y tranquilidad de espíritu que produce estar
cargado de razón.

Después de un mes de asedio al castillo de Sherwood, las frecuentes
escaramuzas no supusieron ninguna rotunda victoria para los atacantes ni ninguna
sonada derrota para los atacados.

Aparte del agotamiento que empezaba a hacer mella en las tropas atacantes,
esta expedición empezó a ser duramente criticada por numerosos nobles, tanto
sajones como normandos. Todos sospechaban que el príncipe respaldaba tal
acción. Todos sabían perfectamente quiénes eran Guy de Gisborne y el pequeño a
influyente grupo que rodeaba a Juan sin Tierra.

Se convocó una nueva reunión para discutir qué era lo más conveniente, dadas
las actuates circunstancias.

Como en otras ocasiones, Hugo de Reinault fue el que aportó la idea más
diabólica para acabar con aquella situación.

—Señores, creo que se debe enviar un mensajero que anuncie el perdón a
Feldon y a los que, como él, se refugiaron en el castillo. . .


—¡Pero estáis loco, Hugo! —interrumpió con furia Guy de Gisborne.

—¡Calma, escuchadme! Debéis ordenar el perdón de Feldon y de todos
vuestros vasallos que han ido engrosando las filas de Robin. Mandad que todas las
mujeres a hijos de los rebeldes sean llevados a las murallas del castillo. Si esos
rebeldes no aceptan el perdón que les concedéis, sus familias serán ejecutadas. Os
aseguro que las esposas convencerán por sí mismas a sus maridos.

—Sois un verdadero genio, Hugo —exclamó Guy de Gisborne.

Los acontecimientos se desarrollaron tal y como había previsto el astuto Hugo
de Reinault. Un mensajero anunció las condiciones a las puertas del castillo de
Sherwood.

Cuando los desertores del señor de Gisborne vieron a sus esposas y a sus hijos
pidiéndoles que depusieran su actitud para salvarse, no tuvieron fuerza moral para
mantener la lucha.

El primero en enternecerse fue Feldon.

—Señor Fitzwalter, he de ir con los míos. Aunque todo sea una patraña,
aunque luego me maten, debo intentar salvarlos.

—Nosotros lo seguiremos —dijeron otros.

Robin intentó convencerlos de que no lo hicieran, de que sin duda era una
trampa.

—No sólo ajusticiarán a vuestras familias, sino a vosotros mismos. El señor de
Gisborne no olvida. Nunca os perdonará —les decía Robin.

Todo fue inútil. Los hombres no podían dejar de oír las voces de sus esposas.
Se les rompía el corazón.

Pronto, los primeros en salir pudieron estrechar a los suyos sin que les
ocurriera nada. Muchos siguieron su ejemplo.

Robin se quedó con un puñado de hombres. Así no podían seguir resistiendo
en el castillo sitiado.

—Tenemos que salir de aquí para salvar nuestras vidas —les dijo a sus
hombres—. Pero no nos entregaremos al enemigo. Iremos al bosque de Sherwood.
Lo conozco como la palma de mi mano. No se atreverán a internarse en él. Os lo
aseguro.

Aprovecharon la noche para salir sigilosamente por la puerta trasera del
castillo. A los pocos minutos entraban en el bosque, un refugio seguro.

A la mañana siguiente, los hombres de Guy de Gisborne descubrieron lo
sucedido.

—¡Han escapado! —gritó uno de los soldados.

Las huellas les condujerron hasta el cercano bosque de Sherwood.

La noticia fue comunicada rápidamente al señor Guy de Gisborne, que se
encontraba acompañado de Hugo de Reinault


—¡Maldito sea! ¡Ha conseguido escapar! ¿Qué podemos hacer para darle su
merecido, Hugo?

—Nada por el momento. Ahora, Robin ya no es un peligro. Está recluido en el
bosque. Sherwood es su prisión. Si sale de ahí, caerá en nuestras manos.

—Es cierto, Hugo. Ya no hay nada que temer: Pediremos al principe que lo
declare proscrito, un ciudadano fuera de la ley. A él y a sus hombres, por supuesto.

—Brindemos, amigo, por las ganancias obtenidas: tierras, dinero, un castillo...
Hay mucho para repartir entre todos —dijo el interesado Reinault.

Mientras tanto, Robin reflexionaba en Sherwood sobre todo lo que había
ocurrido. No se arrepentía de nada. Volvería a actuar de la misma manera otra vez.
Pero estaba preocupado: ¿Cuánto tiempo pasaría sin que pudieran salir del bosque
de Sherwood? ¿Qué les habría ocurrido a Feldon y a los demás?

A los pocos días recibieron la visita de un pastor que había descubierto un
camino sin vigilancia por el que llegar al bosque.

El pastor les contó que Feldon y cinco hombres más habían sido ejecutados.
Todos los demás habían recibido crueles castigos y sus familias se morían de
hambre.

—¡Lo sabía! No deberían haber creído al mensajero del señor de Gisborne —
se lamentó Robin.

—Todos los que viven están arrepentidos de lo que hicieron, Robin —dijo el
pastor—. La gente de la comarca admira vuestro comportamiento y quiere
ayudaros. ¿Qué podemos hacer?

—Necesitamos más hombres y comida —dijo Robin—.

El pastor cumplió su promesa. Fue reclutando hombres jóvenes y les hizo
llegar alimentos.

El grupo del bosque de Sherwood era ya bastante numeroso. Todos sus
miembros juraron lealtad a Robin y se sentían orgullosos de estar a las órdenes del
hombre más íntegro y justo del reino: Robin Hood —así apodado por la
característica capucha que siempre lucía en su cabeza—. El hijo de Edward
Fitzwalter

CAPÍTULO SIETE

LA ORGANIZACIÓN EN SHERWOOD

Poco a poco, el asentamiento en el bosque de Sherwood fue adecuándose a las
necesidades de los que allí se encontraban. Primero construyeron chozas que les
servían de cobijo y, cuando los días se hicieron más fríos, bien entrado el otoño, se
vieron obligados a dotarlas de chimeneas para proporcionarse calor

Aun así, las ropas de Robin y sus hombres fueron convirtiéndose en auténticos
harapos, y carecían de mantas con las que abrigarse durante la noche.

Robin decidió que había que solucionar este grave problema. Para ello era
necesario ir a la ciudad y conseguir lo que necesitaban. Ninguno de los hombres de
Robin estaba dispuesto a correr ese riesgo. Preferían seguir soportando el frío y las
calamidades que padecían.

—Yo iré a Nottingham —dijo Robin—. Me disfrazaré de mendigo y traeré lo
que necesitamos.

A pesar de que todos intentaron disuadirle, Robin estaba decidido y se puso en
camino.

Llegó a Nottingham muy cansado. Sólo contaba con un puñado de monedas de
escaso valor que había ido consiguiendo como limosna por el camino.

Entró en la tienda de un mercader y allí eligió ropa y calzado para todos. No
sabía cómo arreglárselas para pagan Siguió mirando y mirando para darse tiempo
hasta que se le ocurriera algo. De pronto descubrió una alfombra que le resultó
familiar. Era una gran alfombra del castillo de su padre.

Un montón de recuerdos de su infancia se agolparon en su mente: su madre, su
padre. . . Él y Mariana jugando sobre aqueIla preciosa alfombra... No pudo evitar
que se le hiciera un nudo en la garganta y que sus ojos se llenaran de lágrimas.

—A ver, joven, son cuarenta libras —dijo el mercader con brusquedad.

Esas palabras sacaron a Robin de su ensimismamiento.

—Le doy estas monedas. Son todo cuanto tengo. Dentro de unos días le pagaré
el resto.

—De ninguna manera. Yo sólo vendo al contado. No me fío de nadie.

—De alguien habrá tenido que fiarse, señor, cuando tiene una alfombra que
perteneció a una familia a la que yo conocí hace tiempo. Sus bienes están
confiscados y, portanto, esa alfombra ha tenido que ser robada—dijo Robin
pícaramente.

AI mercader no le gustó nada lo que acababa de oír. Pensó que aquel
muchacho podía ser un enviado del príncipe Juan. Si lo denunciaban, lo ahorcanán.
Era mucho lo que tenía que ocultar

—Si esto queda entre nosotros —propuso el mercader a Robin—, te dejo que
te lleves lo que has elegido y te regalo esa alfombra

Robin no abrió la boca, y el mercader se vio obligado a seguir ofreciendo cosas
intentando satisfacerle:

—Te daré también dos toneles de vino... y... dos sacos de harina.

—¿Cómo podré transportar todas esas cosas? —preguntó por fin Robin.

—Te llevarás ese caballo que está ahí. Pero no me denuncies, por Dios.


—Ándate con cuidado, mercader. La próxima vez puedes correr peor suerte.

Y Robin se fue con un caballo nuevo y con toda la mercancía.

En Sherwood, la alegría desbordó a todos cuando lo vieron aparecer sano y
salvo y con aquel cargamento.

Robin colocó la preciosa y lujosa alfombra en su pobre choza. Ahora tendría
un recuerdo de su feliz infancia.

Los días transcurrían plácidamente en Sherwood. Cazaban venados y
recolectaban frutos pares alimentarse, recogían leña para procurarse calor y, de vez
en cuando, recibían la visita de alguna persona del lugar que les traía algo de
comida a veces como muestra de simpatía, o pidiendo su ayuda para que
intervinieran ante los frecuentes abusos de poder que cometían algunos caballeros.

Cada vez se hicieron más frecuentes las acciones de Robin y sus hombres fuera
del refugio del bosque de Sherwood. Se trataba siempre de actos en defensa de
vasallos perseguidos por los barones normandos o incluso en ayuda de caballeros
sajones, despojados constantemente de tierras y bienes por los ambiciosos secuaces
del príncipe Juan.

Dado que Robin y sus hombres se veían obligados a intervenir en numerosas
ocasiones, debían organizarse. Aun fuera de la ley, era necesario que todos
tuvieran claro cómo actuar en cada caso y qué propósitos perseguían.
Para ello, Robin creyó conveniente poner unas normas que todos cumplieran
por igual.
Movido por este deseo, un día Robin reunió a sus hombres y les comunicó sus
planes:
—Compañeros, cada día son más las personas que acuden a nosotros en busca
de auxilio. Como sabéis, estamos declarados proscritos. Efectivamente, no
acatamos las normas del príncipe Juan, ni nunca lo haremos. En cambio, sí
acatamos las leyes divinas y las tendremos siempre presentes. Serán nuestra
verdadera guía. Nuestro fin ha de ser hacer el bien: socorrer a pobres y necesitados,
luchar contra cualquier injusticia, respetar a mujeres, niños y ancianos, y atacar
sólo en defensa propia.

Tras los calurosos aplausos con los que mostraron su total adhesión a las
palabras de Robin, todos los hombres juraron cumplir aquellos principios.

Paulatinamente, el número de miembros de la banda de Robin había ido
aumentando de manera considerable. Unas veces se unía a ellos algún joven que
había presenciado una gloriosa acción; en otras ocasiones eran personas que
penetraban en el bosque y pedían ser admitidas y, en todos los casos, eran gentes
orgullosas de poder pertenecer al valeroso ejército de Robin Hood.

Entre los numerosos compañeros de Robin, había dos con los que se sentía
especialmente identificado: John Mansfield y Much.


John Mansfield, al que todos llamaban Johnny, era un gran hombretón, alto y
robusto. Estaba dotado de una fuerza sobrehumana y el mismo Robin había tenido
oportunidad de comprobarlo en sus propias carnes.

Fue el día en que se conocieron. Robin, seguido de sus hombres en fila india,
atravesaba un angosto puente sobre un río. Por el otro extremo avanzaba un
desconocido. Como era imposible pasar a la vez en less dos direcciones, Robin le
gritó que retrocediera. El bravo desconocido se negó a ser él quien lo hiciera, y se
enzarzaron en una pelea. Robin fue derribado por aquella fuerza de la naturaleza.
Aquel hombre era John Mansfield. Huía de los normandos, que le habían
despojado de sus tierras, a iba en busca de Robin Hood para unirse a su banda. Su
sorpresa fue mayúscula al descubrir que tenía a Robin ante él: el mismo al que
había hecho besar el suelo.

Much, el otro hombre de confianza de Robin, era de baja estatura y escasa
corpulencia. Lo contrario de lo que significa su nombre en inglés: "mucho".

Robin conoció a Much ante las ruinas de un molino. El hombre estaba con la
cabeza agachada y la mirada perdida Robin se presentó. AI oír su nombre, el
desconocido reaccionó y, entre lágrimas, le contó que soldados de Ralph de
Bellamy llegaron en busca de trigo. Les dio cuanto tenía. Pero les pareció poco y le
acusaron de estar guardando alguna cantidad para los proscritos. Quemaron el
molino con su mujer y sus dos hijos dentro.

Much se sumó a la banda, donde encontró una nueva families

CAPÍTULO OCHO

DIVERTIDAS AVENTURAS
DE ROBIN ROOD

A pesar de los tristes acontecimientos que desencadenaron la existencia del
grupo refugiado en Sherwood, la vida allí había ido normalizándose. Muchas
familias habían logrado reunirse. Incluso muchos niños habían venido al mundo en
aquel bosque.Además, todos se sentían miembros de una gran familia y todos se
ocupaban de todos.

Recientemente se había incorporado a la banda el padre Tuck. Era un fraile que
había vivido siempre solo, retirado en el campo. Muchas personas, tanto nobles
como plebeyas, acudían a él con frecuencia a pedirle consejo. Su influencia en las
gentes y su apoyo personal a los principios que defendían los proscritos de
Sherwood, hicieron que las autoridades del príncipe Juan dictaran orden de captura
contra él. Esto obligó al buen fraile a refugiarse también en Sherwood. Allí, sus
aportaciones fueron muy importantes. No sólo celebraba misa todos los domingos,


sino que unió a varias parejas en matrimonio, bautizó a muchos niños, se ocupaba
de la educación de pequeños y mayores y, como tenía conocimientos de medicina,
cuidaba de la salud de todos.

Aunque la vida cotidiana en Sherwood no era fácil, también había momentos
para la diversión. Uno de ellos, quizá el más célebre, fue el día en el que Robin y
algunos de sus hombres acudieron a un torneo de tiro con arco que se celebraba en
una ciudad próxima.

Robin y los suyos se habían convertido en verdaderos expertos en el manejo
del arco: única arma disponible en su refugio del bosque.

Todos los premios del torneo los acaparó el grupo de Sherwood. Finalmente, la
última prueba, recompensada con una bolsa de monedas de oro, la superó sin
dificultad Robin Hood para asombro de todos los presentes.

Cuando el alcalde de la ciudad entregó el premio al vencedor, le preguntó su
nombre. Robin, vestido como un caballero y sin su típica capucha, contestó:

—Mi nombre es Robin Hood.

La carcajada fue general. Cuando las risas cesaron, el alcalde volvió a
preguntar al ganador por su nombre.

—Señor, ya os lo he dicho. Mi nombre es Robin Hood.

El alcalde comprendió entonces que el desconocido no estaba bromeando.
Llamó a gritos a sus soldados para que lo apresaran. Pero era demasiado tarde.
Robin y los suyos habían huido a todo galope en sus caballos.

Otra de las más famosas y animadas aventuras de Robin, que demuestra su
afán de diversión y su buen humor, comenzó un día cuando encontró en un camino
a un anciano alfarero que iba a la ciudad de Nottingham a vender su mercancía

El anciano se mareó y cayó al suelo. Robin se acercó a reanimarlo. Le dijo
quién era y le ofreció quedarse en el bosque de Sherwood. Mientras, él mismo iría
al mercado y le traería el dinero de la mercancía que vendiese.

—Gracias, Robin. Puedo confirmar que lo que he oído sobre vos es cierto.
Necesito el dinero para la boda de mi hija, pero está claro que no puedo continuar
hasta Nottingham. Acepto vuestro favor y descansaré en Sherwood. Os advierto
que hay una vajilla de oro muy valiosa entre los objetos de la carreta.

Robin llegó a la ciudad y pronto consiguió vender todo, ya que tanto la
mercancía como los precios resultaron muy atractivos para las gentes. Sólo se
reservó la vajilla de oro porque le rondaba una idea en la cabeza.

El interés de los objetos ofrecidos por el mercader llegó a oídos del corregidor
Robert de Reinault, quien lo llamó a su palacio. Eso era, precisamente, lo que
Robin tenía previsto.

Cuando el mercader traspasó las puertas de la mansión del corregidor ya nada
quedaba de su mercancía, salvo la valiosa vajilla. Así se lo comunicó al señor, a
quien por respeto al cargo que ostentaba se la ofreció como regalo.


Robert de Reinault, con ojos codiciosos, aceptó el obsequio e invitó al
generoso mercader a cenar en su palacio aquella noche.

Hugo de Reinault, huésped de su hermano por aquellos días, también estaría
presente en el banquete.

Robin obtuvo interesante información, que era lo que pretendía, en el palacio
de Robert de Reinault. Supo que el precio por su captura o muerte era ya
elevadísimo. Supo también que se preparaba una incursión a Sherwood, dirigida
por Guy de Gisbome.

Tras la cena y el insistente agradecimiento, el humilde mercader se despidió de
los hermanos Reinault y abandonó la ciudad. Por la mañana, los sirvientes del
corregidor encontraron un pergamino con el siguiente mensaje:

"Robin Hood da sus más sinceras gracias al corregidor
y a su ilustre hermano.
Y queda a la espera de poderles corresponder de la
misma forma en el bosque de Sherwood!”


La cólera de los hermanos Reinault fue mayúscula. Los dos juraron odio eterno
a Robin Hood y no descansar hasta verle muerto.

Robin llegó a Sherwood muy satisfecho por haber quedado al corriente de lo
que se tramaba contra ellos y, así, tener tiempo para prepararse.

El pobre alfarero había muerto. Había dejado el nombre y la dirección de su
hija, a la que poco después le fue entregado el dinero obtenido por la mercancía.

Unos días más tarde, los vigías de Sherwood vieron avanzar a los soldados de
Guy de Gisbome. Corrieron a avisar a Robin Hood y éste dio las órdenes
convenientes: se trataba de que todos permanecieran escondidos pacientemente en
la espesura. No debían hacer ningún ruido

Los soldados se internaron en el bosque, pero ni rastro de Robin Hood y los
suyos. El más absoluto silencio los acompañaba en la búsqueda. Llegó la noche y
se detuvieron en un claro. Allí hicieron una gran hoguera y establecieron los turnos
de vigilancia.

AI amor del fuego, los hombres empezaron a charlar de forma animada.
Cuando callaban, oían sobrecogidos los ruidos del bosque. Aquello les hacía seguir
despiertos a pesar del cansancio que sentían tras la dura jornada.

La conversación iba decayendo y muchos empezaban a quedarse adormecidos,
rendidos por el sueño. Era ya bien entrada la madrugada.

De pronto empezaron a oírse extraños ruidos, y los intranquilos hombres de
Gisborne se despertaron sobresaltados. AI poco vieron entre los árboles unas
sombras blancas semejantes a duendes o fantasmas. Espantosas carcajadas, que
parecían salir de ultratumba, acompañaban estas terron'ficas visiones.


Los hombres, bien juntos, con los pelos de punta y temblando de pavor,
tuvieron que sufrir aún que un grupo de estos fantasmas se abalanzaran sobre ellos
y empezaran a molerles a palos.

Los confundidos soldados huyeron despavoridos en medio de la oscuridad de
la noche y deambularon por el bosque hasta que, al amanecer, lograron alcanzar la
salida.

Sobra explicar que los fantasmas venidos del otro mundo eran Robin y sus
hombres. Todo había sido una genial idea del héroe de Sherwood.

El suceso corrió como la pólvora por toda la comarca. Y la expedición de
Gisborne fue motivo de burla para las gentes del lugar.

CAPÍTULO NUEVE

LLEGAN NOTICIAS SOBRE EL REY

Había pasado mucho tiempo desde que Ricardo Corazón de León partiera a las
Cruzadas. Inglaterra había cambiado mucho bajo la regencia del príncipe Juan y no
se tenían noticias del rey

Cuando todos pensaban que habría muerto en la lucha contra los infieles, se
supo que el legítimo rey de Inglaterra estaba vivo, aunque prisionero del rey
Enrique de Alemania.

Ricardo Corazón de León fue detenido por soldados de Leopoldo de Austria y
posteriormente entregado al rey alemán. En el momento de su detención iba
acompañado de su buen amigo el príncipe David de Huntington, futuro rey de
Escocia, conocido como sir Kenneth.

Sir Kenneth intentó defender a su rey y cayó gravemente herido. Los soldados
austríacos prendieron a Ricardo y abandonaron a su amigo, dándolo por muerto.

Sin embargo, sir Kenneth se salvó gracias a un campesino que lo encontró y lo
llevó a su choza, donde se restableció por completo.

Consciente de la gravedad del asunto, sir Kenneth, nada más recuperarse,
centró todos sus esfuerzos en conseguir la liberación del rey Ricardo. Por ello, se
dirigió a Roma para interceder ante el Sumo Pontífice.

Allí se enteró de que Ricardo no estaba en Austria, sino en Alemania, y que el
rey Enrique había pedido un fuerte rescate por su liberación.

En efecto, a la corte inglesa había llegado un mensaje del rey alemán en el que
se daba cuenta del cautiverio de Ricardo Corazón de León y de la suma exigida
para su puesta en libertad.

Juan sin Tierra, ante la reina madre y la esposa de su hermano, declaró que
pondría todo su empeño en recaudar fondos, por medio de más impuestos, para


salvar a Ricardo, ya que las arcas del reino no disponían de esa exorbitante
cantidad.

—Yo venderé mis joyas, Juan —dijo la reina madre—, para restituir en su
trono al legítimo rey de Inglaterra. En cuanto a la recaudación de impuestos, sólo
te pido que no se haga recaer todo el esfuerzo sobre los humildes. Son los señores,
normandos y sajones, los que más deben y pueden aportar

Toda Inglaterra condenó sin reservas la acción del rey alemán. En general, la
gente del pueblo fue la que se sintió más afectada. Veía alejarse la posibilidad de
que cambiara su situación con la vuelta del buen rey.

Comenzó por todo el país la recaudación de impuestos en favor de Ricardo
Corazón de León. Era la gente humilde la que pagaba con mayor satisfacción.
Sentía que colaboraba con una causa justa. Tenía la certeza de que su suerte
cambiaría si se conseguía la liberación del rey.

Se logró recoger una suma respetable entre los impuestos y la venta de las
joyas de la reina. Aun así, no se alcanzaba la cantidad exigida por el rey Enrique.

Juan sin Tierra, reunido con sus incondicionales, no tenía dudas sobre los
pasos que se habían de dar.

—Se seguirán recaudando impuestos en favor de mi hermano, pero ese dinero
jamás llegará al rey alemán. Ricardo no conseguirá nunca su libertad.

Pasó el tiempo y la gente empezó a cansarse de pagar tributos bajo el pretexto
de liberar al rey. Había un hecho claro: el rey seguía cautivo. El príncipe Juan no
daba explicaciones a nadie y existían serias dudas sobre sus verdaderas
intenciones.

La reina madre comenzó a dudar de la labor que estaba realizando el príncipe
para liberar al rey. Algunos rumores que habían llegado a sus oídos y su propia
intuición le decían que Juan sin Tierra prestaría un flaco servicio al desdichado
Ricardo.

Así pues, mandó a lady Edith que viajara a Escocia y esperara allí a su
prometido David de Huntington, del que desconocían su paradero.

—Quizá desde Escocia tengáis que prestarnos ayuda si Juan Ilega a usurpar la
corona a su hermano —dijo la reina madre—. Berengaria permanecerá conmigo a
la espera de acontecimientos.

Mientras tanto, David de Huntington, sir Kenneth, consiguió que el Papa
mediara ante el rey Enrique para que Ricardo Corazón de León fuese liberado.

El rey alemán recibió una dura reprimenda del Pontífice y no pudo negarse a
obedecer El rey de Inglaterra quedó libre a pesar de que su propio hermano había
intentado evitarlo.

A los pocos días, Ricardo y sir Kenneth se reunían emocionados en Roma.


Tras un efusivo abrazo, el rey pidió a su amigo que le contara todo lo que
supiera de Inglaterra,

—Majestad, envié a un mensajero y tengo noticias recientes. La reina madre y
vuestra esposa se encuentran bien. Vuestra prima Edith me espera en Escocia. . .

—Espléndido. Todo son buenas noticias —interrumpió Ricardo.

—Siento, señor, tener que daros otras no tan buenas. Nada, nada buenas —dijo
sir Kenneth con tristeza—. Habréis de saber que vuestro hermano se ha repartido
con sus hombres de confianza el dinero recaudado para vuestro rescate.

—Entonces, ¿he sido liberado sin haber satisfecho las condiciones que exigía
el rey Enrique?

—En efecto, así es. Gracias a la intervención papal.

—Continuad, sir Kenneth, os lo ruego. Me interesa saber todo lo que ocurre en
mi añorada Inglaterra.

—Majestad, en todo este tiempo que lleváis fuera, los abusos del príncipe y sus
barones han hecho que proliferen de nuevo las revueltas. Incluso existe una banda
de proscritos que ataca constantemente a los intereses de vuestro hermano. Se
oculta en el bosque de Sherwood y el jefe es conocido como Robin Hood.

—¿Robin Hood? ¿No será Robin Fitzwalter? —preguntó el rey extrañado.

—Creo que es él, señor.

—¡El hijo del conde de Sherwood! ¡El amigo de Richard At Lea! ¡Dos
caballeros de gran lealtad hacia mi persona! ¿Qué puede haber ocurrido para que
Robin esté actuando fuera de la ley?

—La ley, señor, ha dejado de existir en Inglaterra. Lo único que importa es el
interés personal del príncipe y sus hombres de confianza.

—Sir Kenneth, nadie debe saber que he sido liberado. Regresaré a Inglaterra
de incógnito para conocer por mí mismo lo que está ocurriendo.

—Me parece una sabia decisión, majestad. Os acompañaré.

—Gracias, amigo. Pero vos iréis a Escocia y seréis coronado rey. Tal vez
necesite de vuestra ayuda.

—Podéis contar conmigo para lo que preciséis en todo momento, señor.

Los dos amigos se despidieron fundiéndose en un fuerte abrazo. Muy pronto,
cada uno de ellos estaría en su respectivo país.

CAPÍTULO DIEZ

MARIANA

Había pasado mucho tiempo desde que Mariana At Lea fuera trasladada al
castillo de Hugo de Reinault. Ella no había sabido nada de la visita de Robin. Sólo


sabía que su padre había ido a Tierra Santa y que, en la actualidad, el señor de
Reinault era su tutor.

Aunque no gozaba de sus simpatías, Mariana pensaba que si su padre había
confiado en él, tendría razones para ello. Por eso se limitó a esperar. Pasaba sus
días leyendo y realizando alguna labor, recluida en sus aposentos, sin contacto con
nadie.

Una tarde, el señor Hugo de Reinault subió a verla y le dio la triste noticia de
que el barco de su padre había naufragado. Nada se sabía de él.

Mariana enjugó sus lágrimas y recibió el pésame del señor de Reinault.

—Gracias, señor. Sé que apreciabais a mi padre. Él también os quería y
confiaba mucho en vos.

Hugo de Reinault creyó conveniente aprovechar la oportunidad para hablar con
Mariana de su futuro. La joven estaba a punto de ser mayor de edad y, cuando esto
sucediera, él perdená la ocasión de poder influir en sus decisiones y seguir
administrando sus bienes.

—Querida Mariana, ya sé cómo os sentís. Pero tenéis que reponeros. La vida
sigue. Debéis ir pensando en casaros. . .

—¿Casarme? No pienso hacerlo de momento. Además, en los documentos que
me habéis mostrado, mi padre pedía que yo ingresara en un convento hasta que él
volviera.

—Vuestro padre no volverá, Mariana... Bueno, es improbable que vuelva. Yo
soy vuestro tutor y, entre mis obligaciones, entiendo que está el preocuparme por
vuestro futuro.

—Gracias, señor de Reinault. Pero, por ahora, el matrimonio no entra en mis
planes —dijo Mariana con gran seguridad.

"Ya haré yo que cambies esos planes, joven estúpida" —se fue pensando el
ambicioso caballero.

Hugo de Reinault tenía ya todo decidido en relación con Mariana. La casaría
con el señor Ralph de Bellamy, barón adepto a Juan sin Tierra.

Pocos días después de producirse la conversación con la joven At Lea, Hugo
visitaba al barón de Bellamy en su castillo y le comunicaba sus proyectos.

Ralph de Bellamy, tan codicioso como su amigo, consideró que era una
magnífica oportunidad para negociar las condiciones de este interesante
ofrecimiento. No estaba dispuesto a aceptar una esposa sin obtener unos buenos
beneficios. Además, las propiedades y bienes de los At Lea no eran nada
despreciables.

Tras un largo regateo, como si de una mera transacción comercial se tratara,
los dos caballeros llegaron, por fin, a un acuerdo. Ralph de Bellamy recibiría dos
tercios del patrimonio de la joven. El otro tercio quedaría en manos de Hugo.


Por su parte, Ralph de Bellamy quedaba comprometido a colaborar, con un
gran número de hombres armados, en la nueva expedición al bosque de Sherwood
que estaban preparando los hermanos Reinault y Guy de Gisborne.

A pesar del gran sigilo con que fueron llevadas estas negociaciones, Robin,
que tenía amigos dispuestos a informarle por todas partes, consiguió enterarse de lo
que se tramaba. Sólo tenía que esperar a entrar en acción para salvar a Mariana y
dar su merecido a esos caballeros sin escrúpulos que actuaban como auténticos
bribones.

Hugo de Reinault decidió que fuera Guy de Gisborne el encargado de trasladar
a Mariana hasta el castillo de Ralph de Bellamy, donde se celebraría el
matrimonio. Irían protegidos por una fuerte escolta. Todo había de hacerse con
rapidez, ya que faltaban apenas dos meses para que la joven llegara a su mayoría
de edad. Nada podia fallar.

Llegó el día señalado, y Guy de Gisborne y Hugo de Reinault entraron en las
dependencias reservadas a la joven.

—Marian y, hoy iréis a conocer a vuestro pretendiente: el barón Ralph de
Bellamy

—iCómo? ¿El señor de Bellamy? —preguntó incrédula—.Nunca será mi
esposo. No me interesa conocerlo. Su fama en toda la comarca es suficiente pares
mí. No quiero casarme, ¡y menos con ese cruel caballero! Ingresaré en un
convento. Ése es mi deseo.

—Os casaréis con Ralph de Bellamy, queráis o no queráis —gritó con
violencia el señor de Reinault.

—Vamos, Mariana— intervino Guy de Gisborne—. Yo os conduciré al castillo
de vuestro prometido. Conmigo estaréis a salvo.

—La bodas se celebrará dentro de tres días —anunció Hugo de Reinault—. Yo
saldré mañana. Seré vuestro padrino, como me corresponde.

Mariana no pudo oponerse más. Se vio obligada a obedecer. En ese momento
entendió quién era en realidad el señor de Reinault Su amistad con Guy de
Gisbome despejaba cualquier duda Éste siempre había sido un claro partidario del
príncipe Juan. Seguramente, su padre desconocía este importante detalle. Ahora
estaba segura de que ese caballero estaba implicado también en su muerte.

Mariana era conducida sin remedio a casarse con un miembro de este grupo.
Para ella era terrible por lo que significaba de traición a su padre y al legítimo rty
de Inglaterra, Ricardo Corazón de León.

Comenzaba ya a atardecer cuando la comitiva de Guy de Gisbome se vio
interceptada por un grupo de hombres. El caballero dio orden de retroceder hasta la
aldea que acababan de dejar atrás. Unos metros más allá, otro grupo, encabezado
por Robin Hood, le aguardaba Lleno de furia se dirigió, lanza en ristre y a todo


galope, contra él. Robin esquivó la embestida y Guy de Gisbome rodó por el suelo.
Se incorporó con rapidez y, empuñando su espada, se acercó con paso decidido
hasta el héroe de Sherwood. Robin le esperaba pacientemente blandiendo su
poderosa arma.

El duelo fue un verdadero espectáculo para todos los presentes. Ambos eran
hábiles y valientes luchadores y utilizaron todos sus recursos.

Guy de Gisborne combatía en mejores condiciones, ya que su armadura lo
hacía prácticamente invulnerable. Pero, precisamente, de esto logró sacar partido
Robin. Él estaba más desprotegido, pero tenía mayor libertad de movimientos. Con
su gran destreza consiguió acertar con su espada en los escasos flancos sin
guarecer que presentaba su enemigo.

Robin hirió gravemente a Guy de Gisborne. ÉI, en cambio, sólo sufrió
pequeños rasguños.

Cuando los hombres de Gisborne vieron a su jefe tendido en el suelo y con
heridas tan considerables, lo recogieron y emprendieron la huida, sin ocuparse de
Mariana At Lea, principal objetivo de su misión.

Mariana, después de tanto tiempo, no había reconocido a Robin durante el
combate. Grande fue su sorpresa al reconocer al amigo de su infancia en aquel
paraje.

Los dos se abrazaron con cariño y se encaminaron a Sherwood. Allí tuvieron
una larguísima conversación. Los jóvenes se contaron todo lo que sabían sobre los
sucesos ocurridos en el país durante los últimos años y se confesaron sus sospechas
y certezas.

Mariana se quedó a vivir en el bosque de Sherwood. Empezó a ayudar al padre
Tuck. En poco tiempo se ganó el corazón de los niños y de todos los allí
refugiados.

CAPÍTULO ONCE

UNA DOBLE LIBERACION

Robin y Mariana aprovechaban los ratos libres para pasear por el bosque, a pie

o a caballo, y disfrutar de las maraviIlas de la naturaleza. Mariana también
practicaba con el arco y logró convertirse en una experta tiradora. Pero una noticia
vino a cambiar la tranquilidad de Sherwood.
Una persona de la ciudad de Nottingham vino a informar a Robin de que se
preparaba un nuevo ataque contra él. La expedición estaba organizada por los
hermanos Reinault y en ella participarían Ralph de Bellamy, el frustrado
pretendiente de Mariana, y Guy de Gisborne, ya restablecido de sus heridas.


Robin hizo sonar inmediatamente el cuerno de caza con el que convocaba a sus
hombres bajo el roble centenario. Era necesario que conocieran detalles sobre esta
ofensiva. Sabía que esta vez sus enemigos prepararían a conciencia la incursión en
Sherwood. Ellos tendrían que organizarse y repeler la agresión. Estaba claro que
los atacantes no habrían olvidado las numerosas humiIlaciones y querrían vengarse
de una vez por todas. Robin y los suyos sabían que la situación era delicada.

Robin decidió que uno de los suyos debería infiltrarse en el castillo de Hugo de
Reinault para obtener información de primera mano. El elegido para esta misión
fue Much, hombre de absoluta confianza de Robin y que, por su aspecto, bien
podná hacerse pasar por sirviente en la casa del noble.

Much llegó a la ciudad y se presentó en el castillo del señor de Reinault bajo el
pretexto de ser sobrino de uno de los cocineros, que a la sazón se encontraba
realizando compras en una feria cercana. Todo salió a la perfección y Much
consiguió llegar hasta las cocinas del caballero sin obstáculo alguno.

El impostor se movió sin problemas por el castillo. Entabló conversación con
todos los sirvientes y logró sonsacarles valiosos datos. Además, tuvo la gran suerte
de ser el encargado de retirar la vajilla de la cena de gala que ofrecía Hugo de
Reinault aquella noche a sus distinguidos invitados.

Aunque Much sólo podía oír retazos de conversación, los datos que obtenía
eran una preciosa información para él y los suyos.

—Yo aportaré cien hombres —dijo el señor de Bellamy.

—Yo, unos noventa —añadió Robert de Reinault.

Much entraba y salía. Tenía que actuar con cautela para no dar lugar a ninguna
sospecha que pudiera dar al traste con sus planes. Estaba retirando las copas,
cuando oyó el plan que exponía el señor Hugo de Reinault a sus amigos.

—Dividiremos el bosque en distintas zonas. Cada grupo de hombres realizará
la batida en la parte que le corresponde. Todos nos encontraremos posteriormente
en lo más intrincado del bosque, donde se supone que Robin Hood tiene su
campamento. Así, quedará completamente rodeado.

Mientras Guy de Gisborne oía con atención a Hugo de Reinault, reparó en la
presencia de Much, que en ese momento seguía retirando las copas de vino de la
mesa.

"¿A quién me recuerda este criado?" —pensó el caballero—. "¡Ya lo tengo!
¡Es él! Es uno de los hombres de Robin. Lo recuerdo con claridad. Estaba allí el
día de nuestro duelo. Lo recuerdo por su pequeña estatura. Es inconfundiblé”.

Guy de Gisborne tomó uná rápida decisión. Aprovechó la salida de Much para
llamar a los dos centinelas apostados en la puerta de la sala, a los que murmuró
unas palabras al oído. Much volvió con unas grandes fuentes de fruta y las dispuso
sobre la mesa. Después abandonó la sala dispuesto a huir del castillo. No quería
tentar más a la suerte.


Cuando se disponía a atravesar las puertas del castillo, Much fue apresado y
conducido ante la presencia de los caballeros.

—¡Un espía de Robin ante nuestros propios ojos! ¡No volverás a ver la luz,
enano! —dijo con verdadero odio Guy de Gisborne.

Much, ensangrentado por la cruel paliza que recibió de unos y de otros, fue
arrastrado a las lóbregas mazmorras del castillo. Allí, el carcelero lo arrojó de un
empujón a una de las celdas.

Pasaron varias horas hasta que el desdichado Much recobró el sentido. Cuando
sus ojos se acostumbraron a aquella oscuridad, pudo distinguir una silueta en un
rincón. No podía saber de quién se trataba, pero al menos no estaba solo.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué os han recluido? —preguntó Much.

—Soy Richard At Lea. Un día confié en el que creí que era un amigo. Le pedí
ayuda y fui traicionado. Desde ese día me pudro en sus cárceles. No recuerdo ya ni
la fecha en que eso ocurrió.

Much no podía creer lo que estaba oyendo. Muy nervioso, tartamudeando,
explicó al anciano que era amigo de Robin. Tuvo que ponerle también al corriente
de que el heredero del conde de Sherwood había tenido que refugiarse en el bosque
huyendo de los secuaces del príncipe Juan. También le tranquilizó sobre la suerte
de su querida hija, que se hallaba a salvo, junto a Robin.

El pobre Richard At Lea no pudo contener las lágrimas al oír aquellos nombres
y aquellas penosas circunstancias. Pero por tristes que fueran aquellas noticias, las
prefería al terrible aislamiento al que éstaba sometido.

—Nunca saldremos de aquí —dijo Richard al que consideraba ya un auténtico
confidente y amigo.

—No debemos perder la esperanza, señor —contestó Much intentando
mostrarse animado.

Mientras tanto, Robin ya había sido informado de que el leal Much había caído
prisionero en el castillo de Hugo de Reinault. Preocupado, convocó con urgencia a
todos sus hombres.

Robin expuso los hechos, así como su decisión de asaltar el castillo del señor
de Reinault. Era la única forma de liberar a Much y, a la vez, intentar frenar el
ataque que se preparaba contra ellos.

—Robin, nunca he dicho a nadie que conozco muy bien ese castillo —dijo uno
de sus hombres—. Trabajé en él como albañil y cerrajero durante su construcción.
Su anterior propietario mandó realizar un pasadizo secreto desde los sótanos hasta
una casa situada a unas leguas. Esa casa es hoy un molino. Sus dueños ignoran
todo esto. Debemos hallar una fórmula para alejar de allí al molinero y su familia.
Yo os conduciré hasta las celdas.


Se preparó minuciosamente la arriesgada operación. Tres de ellos, haciéndose
pasar por mercaderes, Ilegaron al molino y pidieron que les dejaran descansar antes
de proseguir su largo viaje. Fue tal la hospitalidad brindada por aquellas gentes,
que los falsos mercaderes les invitaron a distraerse un poco en una taberna
próxima.

Robin, el cerrajero y cuatro hombres más se internaron en el pasadizo.
Cubrieron la larga distancia que separaba el molino del castillo, hasta llegar ante
una puerta que el hábil cerrajero forzó con una ganzúa. La herrumbrosa cerradura
saltó y se encontraron junto a la antesala de las mazmorras. Allí dormía el
carcelero ajeno a todo. Rápidamente lo ataron y amordazaron. Le arrebataron el
manojo de llaves de las celdas y, con gran sigilo, las fueron recorriendo hasta
localizar al desdichado Much.

El prisionero estaba tan débil que no podía andar por sí mismo. Robin lo sujetó
con sus brazos y Much, antes de perder el sentido, pudo decir a su jefe con un hilo
de voz:

—Ocúpate de mi compañero de celda. Te sorprenderás.

El anciano al que liberaron tampoco podía dar un paso por sí solo. Cargaron
con él y recorrieron de vuelta el largo pasadizo.

Much recuperó la consciencia y explicó a su jefe quién era el anciano
caballero.

Llegaron a Sherwood. Robin se adelantó para anunciar a su amiga la feliz
noticia. Mariana, sin poder contener el llanto, se acerró a su padre. Los dos, entre
lágrimas, se fundieron en un gran abrazo. Fue la escena más conmovedora que se
había vivido en Sherwood.

CAPÍTULO DOCE

EL RAPTO DE MARIANA

Pasaron varios meses hasta que Richard At Lea se restableció del desgaste
sufrido en el cautiverio. Su hija y el padre Tuck desempeñaron un papel
fundamental en su recuperación. Los años de encierro, en el reducido espacio de la
celda, habían provocado en el caballero un debilitamiento tal de sus músculos, que
le impedía andar. Poco a poco, gracias al tesón de Mariana y del fraile, Richard At
Lea consiguió volver a caminar

Durante su recuperación, el noble caballero fue informado de todos los
pormenores que habían arrastrado al hijo de su inolvidable amigo Edward
Fitzwalter, así como al resto de las personas que lo respaldaban, a la situación de
proscritos en la que se hallaban desde hacía tiempo.


A pesar de sus más profundas convicciones, Richard At Lea comprendió al
joven Robin. Tal vez, él habría hecho lo mismo ante aquellos acontecimientos. Y
más, como era el caso, si la fuerza de la juventud le hubiera hecho hervir la sangre
ante las flagrantes injusticias.

Los días transcurrían tranquilos en Sherwood. Pero los enemigos de Robin
Hood no descansaban. Habían abandonado el plan de la incursión en el bosque tras
ser liberado Much. Esa acción, si fallaba el factor sorpresa, estaba condenada al
fracaso.

—Señores, debemos emplear la astucia para capturar a Robin Hood. No
debemos entrar en Sherwood, sino intentar que ese bandolero salga de allí —dijo
Hugo de Reinault.

—Ha salido muchas veces y no hemos conseguido nada —dijo Ralph de
Bellamy—. Debemos llevar a cabo nuestro proyecto.

—Escuchadme, caballeros. Tengo una idea que puede dar frutos. Como sabéis,
Mariana vive ahora en ese bosque. Si logramos apoderamos de ella, él saldrá a
buscarla y caerá en nuestras manos. Son amigos desde niños y tal vez lleguen a
casarse pronto.

—Debemos evitarlo a toda costa —dijo De Bellamy indignado.

Así es, amigo —continuó Hugo de Reinault . Tengo a dos hombres que
simularán unirse a la banda de Robin. Después de un tiempo, aprovecharán
cualquier descuido para raptar a la joven y traerla hasta aquí. Robin atacará el
castillo para intentar liberarla y nosotros podremos vencerlo. Todas nuestras
fuerzas estarán concentradas aquí. ¡No fallaremos! Seremos más que ellos.

Todos los caballeros se convencieron del plan urdido por Hugo.

A los pocos días, los vigilantes de Robin encontraron, en uno de los caminos
lindantes al bosque, a dos hombres tendidos en el suelo. Los recogieron y los
llevaron ante el padre Tuck para que los reanimara Cuando se recobraron, los
desconocidos contaron que habían sido torturados por hablar bien de Robin Hood.

—Aceptadnos en vuestra banda, señor —suplicaron los dos hombres—. El
señor Robert de Reinault nos matará si volvemos.

Los desconocidos fueron aceptados. Se les advirtió que durante un mes
estarían sometidos a vigilancia y, si su comportamiento era satisfactorio, acabarían
siendo miembros de pleno derecho.

La conducta de los hombres durante ese tiempo fue intachable. Según lo
previsto, dejaron de ser observados y comenzaron a moverse libremente por el
campamento.

Un día que Mariana volvía con el padre Tuck de una aldea cercana de ver a un
enfermo, los dos traidores se abalanzaron sobre ellos. Ataron y amordazaron al
padre Tuck, y raptaron a Mariana


La traición produjo un gran dolor entre las gentes de Sherwood. Nunca les
había sucedido nada igual. Pero estaba claro que los enemigos de Robin utilizarían
cualquier arma contra él. Además, eran muy ricos y podían pagar a gente que
actuara por dinero.

Robin reunió a todos sus hombres. Ya sabía que Mariana se hallaba en el
castillo de Hugo de Reinault, como antes había sucedido con Much y Richard At
Lea. Debían trazar minuciosamente el plan que les permitiera conseguir su
liberación.

Estaban discutiendo cómo realizar el ataque al castillo, cuando los vigilantes
advirtieron que un caballero se acercaba al galope.

A los pocos minutos, un misterioso caballero apareció ante ellos. Robin sujetó
las bridas del caballo.

—¿Quién eres que te interpones en mi camino? —preguntó.

—¿Acaso no sabéis que en Sherwood no se puede entrar sin mi autorización?
¿Por qué habéis elegido este camino?

—¿Me encuentro frente a Robin Hood y los suyos? Me habían advertido sobre
este peligro, pero deseaba conocerlos y conocer las razones que les han llevado a
enfrentarse a los normandos.

—Pero vos lleváis escudo y armas normandas —dijo Robin, muy
impresionado por la misteriosa figura y por la seguridad de su tono.

—Lo soy, joven. Pero no debes considerarme un enemigo por el momento.
Deseo conocer los motivos que os han Ilevado a enfrentaros al príncipe Juan. Si me
parecen razonables, podéis contar conmigo. Si no es así, os combatiré.

Durante algunas horas, Robin contó su historia al desconocido. Éste escuchó
con gran atención y después pidió a Robin que le dejara descansar un rato para
meditar su decisión.

—Os ayudaré —anunció el caballero poco después—. Vuestras razones me
han convencido. Estoy a vuestras órdenes.

Todos aplaudieron calurosamente y Robin expuso el plan que había ideado
para liberar a Mariana.

—Algunos entraremos en el castillo por el pasadizo secreto. Desde el sótano
subiremos hasta la habitación en la que se encuentra Mariana, y Much será el
encargado de ponerla a salvo. A continuación, haremos bajar el puente levadizo
para que entréis en el castillo todos los demás. Debemos conseguir prender fuego
al castillo y dispersar a todos los soldados. Sólo así viviremos tranquilos y en paz
durante algún tiempo.

Esa misma noche iniciaron la arriesgada operación. Robin, Much y algunos
hombres más entraron por el pasadizo hasta Ilegar a los sótanos del castillo. Pero el
carcelero se puso a gritar y dio la voz de alarma. Lograron amordazarle y subieron
al piso superior. Allí encontraron a cuatro guardias, alertados por las voces. Se


inició un breve combate, suficiente para que los ruidos llegaran a oídos de Guy de
Gisborne. Éste corrió a la habitación de Mariana y se encerró con ella dentro.

El contratiempo hizo que Robin tuviera que improvisar un nuevo plan. Dos
hombres quedarían ante la puerta. Much trataría de alcanzar la ventana del
aposento de Mariana para intentar entrar. Él y los demás hombres se dirigirían
hasta el puente levadizo.

AI cruzar el patio, Robin y los suyos tuvieron que enfrentarse a veinte soldados
bien armados. Los redujeron con bastante rapidez y comenzaron a hacer descender
el puente para permitir la entrada de los demás. En ese mismo momento
aparecieron ante ellos los hermanos Reinault y Ralph de Bellamy escoltados por un
grupo de soldados. Todas las fuerzas del castillo estaban allí concentradas.

Se libró un encarnizado combate en el que murieron los tres caballeros y
muchos de sus soldados. Otros emprendieron la huida ante el arrojo de Robin y sus
hombres.

Faltaba ahora la liberación de Mariana. Se dirigieron hasta la estancia en la que
Guy de Gisborne se mantenía pertrechado. A través de la puerta, Robin pidió al
caballero su rendición.

—¡Dejadme salir o acabaré con Mariana! —dijo.

Pero, en ese momento, Robin era informado de que Much estaba a punto de
introducirse en la habitación. Dio la orden de que lo hiciera justo cuando De
Gisborne abriera la puerta.

—Está bien. Nada podemos hacer. Vos ganáis —dijo Robin.

Se abrió la puerta. Apareció De Gisborne escudado tras la joven. Entonces,
Much hizo prisionero al cruel barón.

La alegría de todos fue inmensa. Pero entonces, De Gisborne se revolvió
contra Much, y éste no tuvo más remedio que utilizar su espada. El caballero
quedaba mortalmente herido.

CAPÍTULO TRECE

DÍAS DE ALEGRÍA EN EL BOSQUE
DE SHERWOOD

EI asalto al castillo de Hugo de Reinault había sido un rotundo éxito. Una vez
puestos en fuga sirvientes y soldados, los hombres de Robin cargaron con todo lo
valioso que había dentro y provocaron el incendio de la fortaleza. Así no volvería a
ser utilizada contra ellos por otros adeptos del príncipe Juan.

Había algo, no obstante, que asombraba a Robin. Cuando abandonaron el
castillo en llamas, había buscado al misterioso caballero que se había unido a la
arriesgada expedición. Ni rastro de él. Nadie recordaba haberlo visto en los últimos
momentos.

La tranquilidad era absoluta en Sherwood; los principales enemigos de los allí
refugiados habían sido eliminados. Aun así, Robin Hood y los suyos sabían que no
podían bajar la guardia. Sin duda, el príncipe Juan, ayudado por otros barones
fieles, seguiría cargando contra ellos.

Robin se preguntaba cuándo acabariá esa lucha sin cuartel. Cuándo podrían
vivir en paz, sin tener que esconderse, sin ser considerados ciudadanos fuera de la
ley.

Un buen día, Robin y los suyos recibieron una visita sorprendente. En medio
de la espesura apareció el misterioso caballero del que nada habían vuelto a saber
desde el asalto al castillo del señor de Reinault.

Tras el efusivo recibimiento del que fue objeto el noble visitante y sus
muestras de sincero agradecimiento, se alejó con Robin hasta la cabaña de éste.

—Espero que hayas resuelto unirte a nosotros —dijo Robin.

—No es así exactamente, Robin. Escúchame ahora con mucha atención. Yo
soy el rey Ricardo Corazón de León.

Robin quedó estupefacto al oír aquellas palabras. Hincó sus rodillas en el suelo
y emocionado besó la mano de su añorado rey.

—Ahora soy yo el que necesita vuestra ayuda, Robin. Convoca a tus hombres.

Robin salió de su choza y llamó a los suyos. AI momento, todos rodearon a
Robin y su acompañante.

Robin tomó la palabra y, conteniendo su excitación, dijo:

—Amigos, hoy es un gran día. El día más feliz de todos los que llevamos aquí.
Tenéis ante vosotros al gran rey Ricardo.

La multitud estalló en aplausos. Los vítores a Ricardo I de Plantagenet
parecían no tener fin. Las lágrimas en los rostros manifestaban el hondo sentir de
todos los presentes.

—He tenido la oportunidad de comprobar lo que todos habéis sacrificado por
mí y os aseguro que, cuando recupere mi trono, dejaréis de ser proscritos y se os
restituirá lo que hayáis perdido. Ahora tengo que pediros un último favor: que me
acompañéis a Londres a recuperar lo que me pertenece. El rey de Escocia está en
camino y se unirá a nosotros allí. Yo iré con vosotros.

—Será un gran honor acompañaros, majestad —dijo Robin.

AI día siguiente, Robin Hood y sus hombres, con el rey Ricardo a la cabeza,
emprendieron la marcha hacia Londres.

El príncipe Juan había sido advertido de que las tropas escocesas se acercaban
a la ciudad. Todo estaba dispuesto para repeler la ofensiva del rey escocés David
de Huntington, sir Kenneth.

Cuando los dos ejércitos estaban a punto de enfrentarse en combate, Juan sin
Tierra observó que su retaguardia se veía amenazada por un numeroso grupo de
hombres armados.

—Señor, es la banda de Robin Hood —dijo uno de los vigías.

—Nos dividiremos. Atacaremos a la vez en los dos frentes. Somos suficientes
para obtener la victoria —dijo el príncipe Juan.

El gran ejército de Juan sin Tierra se separó en el acto, dispuesto a librar la
batalla. Pero, apenas unos minutos después, el príncipe Juan observó que de las
filas de los soldados de Sherwood se adelantaba un caballero perfectamente
armado.

—¡Detened el combate! —gritó el extraño caballero.

—¿Por qué tenemos que obedecer esa orden? —preguntó indignado Juan sin
Tierra.

—Porque soy el rey Ricardo. Vuestro hermano.

En ese momento, en medio de un silencio sepulcral, Ricardo Corazón de León
desmontó de su caballo y, despojándose del casco, dejó al descubierto su
inconfundible rostro.

Todos lanzaron vivas al rey, unidos en un único clamor que se elevaba hasta el
cielo.

—Perdonadme, hermano —dijo el príncipe Juan—. Cómo iba yo a sospechar
que vos. . . Pensé que se trataba de otro ataque de Robin Hood... Que el rey de
Escocia lo apoyaba...

—¡Cuántos errores habéis cometido, Juan! Os dejé un reino en paz. Confié en
vos... Me legáis un país insatisfecho, enfrentado. Desde este instante quedáis
desterrado.

A Ricardo Corazón de León se le humedecieron los ojos. Se sentía
decepcionado, traicionado por su propio hermano. Nunca debió dejar el reino en
sus manos.

Juan sin Tierra, acompañado de un reducido séquito, partió hacia sus
posesiones en Bretaña. Pensaba que ya nunca volvería a Inglaterra, que en ese
momento terminaba su papel en la monarquía inglesa.

El rey Ricardo abrazó y felicitó a Robin y sir Kenneth, ya rey de Escocia. Con
ellos y junto a hombres sajones, normandos y escoceses desfiló triunfal por las
calles de Londres. Poco después abrazaba a su querida esposa y a la reina madre.

Todo el país festejó la vuelta de su rey. Ricardo Corazón de León proclamó la
igualdad entre normandos y sajones, y reintegró sus bienes a los desposeídos. Los
barones normandos aprobaron estas medidas, cansados ya de tantos años de lucha.

Robin Hood fue nombrado conde de Nottingham y le fue restituido el título y
la herencia legados por su padre.

Los miembros de la banda de Robin volvieron a las tareas que un día tuvieron
que abandonar en pos de la justicia y de una existencia pacífica. Algo que habían
logrado, después de tanto tiempo, gracias a la vuelta del buen rey.

Richard At Lea y su hija Mariana, tras los sufrimientos pasados, volvían a vivir
juntos y en paz en el castillo familiar. Los sucesos vividos perdurarían por siempre
en su memoria.

Poco tiempo después, Robin planteaba a su querido Richard At Lea una
importante cuestión:

—Señor, deseo pediros la mano de vuestra hija.

—Sólo el cielo sabe lo que siento al escuchar tu petición, hijo. Erais unos niños
cuando tu padre y yo soñábamos con ello –dijo conmovido el anciano caballero
abrazando a Robin.

Dos meses más tarde se celebró la boda de Mariana y Robin. La ceremonia fue
oficiada por el emocionado padre Tuck. Asistieron el rey y su esposa Berengaria,
la reina madre, el rey de Escocia y su esposa, los principales barones ingleses y
todos los miembros de la banda de Sherwood.

El rey Ricardo aprovechó la ocasión para recordar la importancia de las
acciones llevadas a cabo por aquellos hombres y mujeres, y volvió a reiterar
públicamente su reconocimiento.

La alegría reinó durante los tres días que duró el banquete. Los invitados
brindaron por la felicidad de los recién desposados, a los que todos querían como a
sus propios hijos.

CAPÍTULO CATORCE

LA ÚLTIMA FLECHA DE ROBIN

EI rey Ricardo nombró consejero de la corona a Robin Hood. Muy pronto
necesitó oír sus opiniones sobre un grave asunto: una posible declaración de guerra
a Francia. El rey francés no cesaba en sus instigaciones, y el buen rey inglés había
presentado ya una protesta formal en la corte francesa. Si Felipe de Francia se
disculpaba, el asunto quedaría olvidado. Si no era así, Ricardo Corazón de León,
por dignidad personal y de su monarquía, no tendná más remedio que luchar contra
el país vecino.

Las gestiones diplomáticas ante el rey Felipe fracasaron y Ricardo I se vio en
la obligación de declararle la guerra.

Robin quería acompañar a su rey en aquella campaña. Pero el rey no aceptó el
ofrecimiento.

—Permaneceréis aquí, Robin. Mi esposa será la regente, y vos, su consejero
más cercano. Necesito que me proporcionéis todos los hombres que podáis para
nutrir mi ejército.

—Lo que ordenéis, majestad.

Pocos días después, Ricardo Corazón de León partía hacia Francia. Aquella
guerra inspiraba a Robin muchos temores. Sentía miedo por la vida del rey de
Inglaterra.

Las primeras noticias sobre la campaña fueron esperanzadoras. Se cosecharon
grandes victorias. Las tropas inglesas estaban eufóricas. En Inglaterra, la alegría
era desbordante.

Pero los avatares del destino hicieron que una flecha hiriera mortalmente al rey
Ricardo en el asalto a una fortaleza. Los soldados ingleses retiraron el cuerpo de su
rey del campo de batalla y emprendieron la retirada. La trágica noticia sumió en el
más profundo dolor a todo el pueblo de Inglaterra.

Tras los funerales del rey Ricardo, se reunió el consejo de la corona. La línea
dinástica tenía continuidad en el hermano del rey, en Juan sin Tierra, ya que
Ricardo I no había tenido descendencia. A pesar de las pocas simpatías con las que
contaba el príncipe Juan dentro del consejo, ninguno de sus miembros manifestó
voluntad por cambiar el orden sucesorio. Así, Juan sin Tierra fue proclamado rey
de Inglaterra.

La primera medida del nuevo rey fue cesar de forma fulminante a todos los
miembros del consejo de la corona. Precisamente a aquellos hombres que, por
lealtad a la monarquía, lo habían entronizado. Éstos fueron sustituidos por sus
amigos más íntimos.

Apenas un mes después de su coronación, Juan sin Tierra abolía todos los
privilegios y libertades decretados por su hermano. Deseaba un poder sin límites.

Esto provocó fuertes protestas. La mayoría de los nobles se rebeló contra las
medidas del rey, quien sólo favorecía a sus adeptos más cercanos.

A causa de las revueltas y para que fuera acatada su autoridad, el nuevo rey
decidió confiscar los feudos de la nobleza y publicar una larga lista de proscritos.
Entre ellos se encontraba, por supuesto, el conde de Nottingham.

—Tendremos que volver a Sherwood, Mariana —dijo Robin.

El bosque de Sherwood volvió a convertirse en un lugar de encuentro para los
descontentos con el poder autoritario de Juan sin Tierra. Pero en esta ocasión,
Robin Hood fue seguido no sólo por campesinos, artesanos y servidores, sino por
un gran número de caballeros, tanto sajones como normandos.

El acoso a los refugiados en Sherwood volvió a ser la principal ocupación de
Juan sin Tierra. De la misma forma, Robin Hood tuvo que volver a organizar su
banda, ahora bien numerosa, para repeler los continuos ataques enemigos.


Pero el rey Juan y sus seguidores tenían a Robin en el punto de mira. Pensaban
que si acababan con él, acabarían con la mitad de los problemas.

Un día llegaron al bosque dos buhoneros. Entre sus variadas mercancías había
preciosas telas. Los vigilantes realizaron el estricto control acostumbrado y no
encontraron nada sospechoso. Sabían que las mujeres tenían problemas para
adquirir tejidos con los que confeccionar sus ropas, así que los dejaron pasar
Pensaron, sobre todo, en lo feliz que se pondría Mariana.

Y así fue. Mariana y el resto de las mujeres de Sherwood rodearon a los
buhoneros que mostraban aquellas maravillosas telas y las extendían sobre otros
valiosos objetos.

De repente, uno de los mercaderes tomó en sus manos una cimitarra
artísticamente labrada. Todos admiraban la extraña arma oriental cuando, en un
santiamén, el desconocido la desenfundó y la clavó varias veces en el cuerpo de
Mariana. Ésta cayó al suelo mortalmente herida.

El pánico cundió entre todos los presentes. Los que pudieron entrar en acción
persiguieron al buhonero que echó a correr por la espesuna. Robin acudió en
primer lugar a auxiliar a su esposa y, al ver el estado en el que se encontnaba,
decidió ir tras el asesino. Lo alcanzó con una de sus flechas cuando estaba
acurrucado bajo un árbol. La flecha atravesó el hombro del buhonero y lo dejó
clavado al tronco. Allí lo capturaron. Robin miró su cara y lo reconoció de
inmediato: era John de Bellamy el hermano de Ralph.

Todo Sherwood veló esa noche el cadáver de Mariana. Robin, arrodillado ante
su esposa, no paraba de llorar No había consuelo para él.

AI día siguiente, Mariana recibió cristiana sepultura. El padre Tuck fue el
encargado de realizar el oficio religioso, como lo había hecho también en la
ceremonia de su boda. El dolor y la consternación de los proscritos de Sherwood
era inmensa.

Tras el triste acontecimiento, algunos de los hombres de Robin trasladaron a
los dos prisioneros hasta el pie de la muralla del castillo de Ralph de Bellamy
donde, desde la muerte de éste, vivía John. Allí, los dos falsos buhoneros fueron
ahorcados.

Desde aquel funesto día, Robin no volvió a ser el mismo. La melancolía que
inundaba su alma se apoderó también de su cuerpo. Estaba tan débil, que su fiel
Johnny le propuso acompañarle hasta algún lugar donde pudiera descansar.

Robin aceptó pedir cobijo a su tía Margaret, abadesa de un monasterio. En
aquel lugar estaría seguro y podría recuperar su salud. Aunque el dolor que sentía
en el alma fuera incurable.


En las jornadas que duró el viaje, Robin agotó sus escasas fuerzas. A partir de
ahí quedó postrado en el lecho de una celda, vigilado día y noche por su leal
amigo. De nada sirvieron las pócimas que le fueron administradas. Su estado no
mejoraba.

Un día llegó a las puertas del monasterio un médico que pidió posada para
pasar la noche. La tía de Robin le rogó que visitara a su sobrino, que se hallaba
inconsciente desde hacía varios días.

El desconocido, al ver al enfermo, aseguró que el único remedio para acabar
con su mal era efectuar una sangría.

La abadesa y Johnny aceptaron el consejo del médico, sin sospechar que éste
era un enviado del rey para acabar con Robin.

Así, el falso médico realizó la sangría, pero no vendó con fuerza la herida del
brazo y el enfermo fue desangrándose lentamente.

Media hora más tarde, Robin, como en sueños, pidió a su amigo que le
incorporara en el lecho y le acercara su arco y sus flechas. Johnny obedeció sin
poder contener las lágrimas.

—Amigo mío, voy a reunirme con mi dulce Mariana —decía Robin con un
hilo de voz—. Entiérrame donde caiga esta flecha.

Y con un gran esfuerzo, Robin tensó el arco y disparó su última flecha, Ésta
salió a través de la ventana de la celda y fue a clavarse en el prado que rodeaba el
monasterio.

Johnny llorró horas y horas la muerte de su amigo. Después cavó la fosa en el
lugar en el que había caído la flecha y lo enterró.

Así acabó sus días Robert Fitzwalter, conocido como Robin Hood, héroe de los
proscritos del bosque de Sherwood.