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sábado, 11 de enero de 2014

En memoria de Paulina- Adolfo Bioy Casares-Parte2

En memoria de Paulina
Parte 2
Adolfo Bioy Casares



Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo.
Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario.
Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada.
El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida.
Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor.
Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres.
De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento).
Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos.
Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados.
Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible.
Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos.
Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero.
Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta.
Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos.
¡Cómo anhelé decirle que la quería!
Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor.
Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento.
En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo.
Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford.
Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio.
Miré hacia la ventana.
Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
—Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning.
Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
—Es muy tarde. Me voy. 
Montero intervino rápidamente:
—Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
—Yo también te acompañaré—respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. 
Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. 
Le dije: 
—Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita .
Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín.
Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado.
En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió.
Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa.
En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor.
Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer.
Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria.
 Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor.
Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina.
Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono.
Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
—Estás cambiada.
—Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
—Gracias—contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas.
Confiadamente me abandoné a ese halago.
No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido.
Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
—Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
—Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara.
No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio.
No sabía qué expresión había en mi rostro.
No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
—Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
—¿Quién?—pregunté.
En seguida temí —como si nada hubiera ocurrido— que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
—Julio Montero.