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miércoles, 2 de mayo de 2012

Aristóteles Política Libro cuarto Teoría general de la ciudad perfecta


Aristóteles
Política
Libro cuarto
Teoría general de la ciudad perfecta



Capítulo I
De la vida perfecta
Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. 
Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los
ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. 
Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. 
Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. 
Un primer punto, que nadie puede negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. 
No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. 
Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. 
Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.
A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto mismo. 
Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. 
Respecto a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante todo, esencialmente bellas. 
En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos.
Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. 
Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bienes. 
Por tanto, estimaremos como punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. 
Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. 
Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. 
La felicidad no puede acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo, sabio y templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado.
Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. 
En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado.

Capítulo II
De la felicidad con relación al Estado
Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por elementos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico el Estado será tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el más afortunado. 
Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra atención. 
En primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que, haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? 
Esta última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan, dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. 
Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque todo individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende que la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en todas partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación. 
Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino para la guerra.
Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. 
En Cartago, por ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún enemigo. 
Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había muerto a alguno en el combate. 
En fin, los iberos, raza belicosa, plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las costumbres.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado pueda nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo. 
¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confunde el poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes. 
En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella. 
Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se realice. 
El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. 
Esta materia se tratará más adelante como ella merece, cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.


Capítulo III
De la vida política
Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la vida.
Examinemos las dos opiniones contrarias. 
De un lado, se condenan todas las funciones políticas y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da una gran preferencia, difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénticas. 
Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas.
Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. 
Pero es un error creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. 
La que se ejerce sobre hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como ya hemos demostrado en el principio de esta obra. 
Pero se incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: «un poder absoluto es el mayor de los bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones.
Así, siempre que pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de la amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado, porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo». Esta objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pero como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno.
Pero si hay un mortal que sea superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso, además, poder para ponerla en acción.
Luego, si este principio es verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, el asunto capital de la vida. 
No quiere decir esto que la vida activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como consecuencia de la acción misma. 
Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y las meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la inacción. 
Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras.
Otro tanto puede
decirse de todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos.
Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general.

 
Capítulo XIII
De la igualdad y de la diferencia entre los ciudadanos en la ciudad perfecta
Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. 
Si algunos hombres superasen a los demás, como según la común creencia los dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. 
Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que, según Escilax, sobrepujan por completo a los súbditos que les obedecen.
Es, por tanto, evidente que por muchos motivos la alternativa en el mando y en la obediencia debe, necesariamente, ser común a todos los ciudadanos. 
La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad. 
Los facciosos que hubiese en el país encontrarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los miembros del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos reunidos.
Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los subordinados. 
¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver el legislador. 
Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la misma prerrogativa. 
Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas, y, por consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando.
Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres.
Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que se han dictado como por los resultados mismos que producen. 
Muchos servicios que se consideran exclusivamente como domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción misma como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido que el ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna. 
El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos, de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual es tan evidente en las producciones del arte como en las de la naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del alma.
Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa. Como es consiguiente, la división que
aplicamos a esta parte del alma se aplica igualmente a los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos de la parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado.
La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. 
De los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo bello.
En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. 
Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. 
Es preciso saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. 
En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes.
Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. 
Autores más modernos han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. 
Basta la razón para condenar estos principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los hombres en general a la conquista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No es cosa extraordinaria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo, sin obstáculo, atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin que le sirviera de defensa toda su gloria. 
Semejantes principios y las leyes que de ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. 
El legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del público como de los particulares. 
Si se ejercitan en los combates, no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los destinados a obedecer como esclavos. 
El legislador debe hacer de manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. 
La guerra, mientras ha durado, ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro, han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad.
Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen, por necesidad, un fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo.
Las virtudes que afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que durante el trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio: «No hay reposo para los esclavos». Cuando no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando se está a la cima de la prosperidad y se goza de todo lo que excita la envidia de los demás hombres. 
Sucede lo que con los bienaventurados que los poetas nos representan en las islas Afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. 
Estas virtudes, evidentemente, no son menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. 
Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. 
No debe entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud especial, la virtud guerrera. 
Pero como hay bienes que son superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce mismo, es preferible al de los otros. 
Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos bienes inapreciables.
Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. 
Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos deben haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores. 
En esto, como en lo demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la generación se remonta a un origen cuyo objeto es completamente diferente.
En el hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. 
Así como el alma y el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. 
Si el nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte irracional es anterior a la de la parte racional. 
Es fácil convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. 
Es de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en definitiva no se forme el instinto sino para servir a la inteligencia ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.



Capítulo XIV
De la educación de los hijos en la ciudad perfecta
Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para contraerlos. 
Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. 
Esto importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. 
Tampoco conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. 
Como la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal.
Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen.
En toda clase de animales, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces hembras y de formas raquíticas. 
La especie humana está necesariamente sometida a la misma ley. 
Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. 
De esto también resulta otro peligro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. 
Así se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían dar».
La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. 
Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los hombres.
Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. 
De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. 
Tales son nuestros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. 
En cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos resultados de su propia experiencia, creen que la época más favorable es el invierno. 
Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación.
Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. 
En general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del Mediodía.
No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. 
Estos pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. 
Aquí podremos ocuparnos de él en pocas palabras. 
No hay necesidad de que el temperamento sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio entre estos extremos. 
El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. 
Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. 
Estas condiciones me parecen igualmente aplicables a las mujeres que a los hombres.
Las madres, durante el embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. 
El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden a los nacimientos. 
Pero si su cuerpo necesita la actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más perfecta.
Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay que educar, convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. 
El carácter criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá cesar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad irremediable. 
Se debe cesar de engendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide generalmente con los cincuenta años. 
Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por consideraciones no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad que merece.