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domingo, 2 de septiembre de 2012

Carta que se encontró a un ahogado Parte I- Guy de Maupassant


CARTA QUE SE ENCONTRÓ A UN AHOGADO
Guy de Maupassant




“ ¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor?
Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.
¿De qué depende eso?
No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor.
Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo.
En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes.
Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer.
No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan.
No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.
Jamás he amado.
Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien.
Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.
Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos.
Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré.
Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.
Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás.


Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.
La inteligencia que tenemos el derecho de exigir a una mujer para amarla no tiene nada de común con la inteligencia viril.
Es más y es menos.
Es menester que una mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sensible, fino, impresionable
No necesita dominio ni iniciativa en el pensamiento, pero es menester que tenga bondad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asimilación que en poco tiempo la hace semejante al hombre, cuya vida comparte.
Su primerísima cualidad debe ser la sutileza, ese delicado sentido que es para el alma lo que el tacto es para el cuerpo.
La revelan mil cosas insignificantes: los contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.

Las mujeres bonitas, en general, no tienen una inteligencia en consonancia con su persona.
A mí, el menor defecto de concordia me hiere la vista al primer momento.
Esto no tiene importancia en la amistad, que es un pacto en el cual se transige con los defectos y las cualidades.
Se puede, al juzgar a un amigo o a una amiga, dándose cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de las malas y apreciar con exactitud su valor, abandonándose a una simpatía íntima, profunda y encantadora.
Para amar, hay que ser ciego, entregarse completamente, no ver nada, no razonar, no comprender. 
Hay que hallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto como las bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia.
Soy incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebelde a la seducción no razonada.
Pero no es esto todo.
Tengo tan elevado concepto de la armonía, que nada realizará nunca mi ideal.
¡Va usted a tacharme de loco!
Escúcheme.
Una mujer, a mi juicio, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que su alma y su cuerpo estén perfectamente de acuerdo.


Quiero decir que las personas que tienen la nariz de una forma especial no pueden pensar de cierto modo.
Los gruesos no tienen el derecho de usar las mismas palabras que los delgados.
Señora: usted, que tiene los ojos azules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas y los acontecimientos como si tuviera los ojos negros.
Los matices de su mirada deben corresponder fatalmente con los matices de su pensamiento.
Para comprender todo esto tengo el olfato de un perro perdiguero.
Ríase si le place, pero es tal como lo digo.
Creí, sin embargo, haber amado un día durante una hora.
Me dejé dominar tontamente por la influencia de las circunstancias que nos rodeaban.
Me había dejado seducir por un espejismo boreal.
¿Quiere usted que le refiera esta historia?