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jueves, 7 de julio de 2011

EL EXPULSADO -SAMUEL BECKETT

EL EXPULSADO
SAMUEL BECKETT
Traducción de Álvaro del Amo
No era alta la escalinata. 
Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria.
Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar.
Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. 
En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. 
No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. 
Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.
Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria.
Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos.
E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. 
No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos.
Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria.
Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. 
Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. 
Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. 
¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. 
Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. 
Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. 
Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. 
Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida.
Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. 
Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. 
Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. 
Lo cogí y me lo puse. 
Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. 
Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? 
¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. 
Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí.
Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. 
Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. 
Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. 
Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. 
Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar.
No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. 
Ya está. 
Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. 
Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. 
Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta.
Era justo el momento de la limpieza a fondo. 
En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. 
Los conozco. 
A gusto moriría en esta casa. 
Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. 
Pero les conocía. 
Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro.
¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. 
Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. 
De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. 
Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces.
El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. 
Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. 
Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. 
El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. 
He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. 
Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. 
Decidí abandonarme. 
Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. 
Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. 
La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. 
De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. 
Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. 
Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. 
Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias.
Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos.
Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto.
Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo.
Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría.
 ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio.
Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima.
Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó.
Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. 
Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos.
El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. 
Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. 
Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. 
De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. 
A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. 
A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche.
Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. 
Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? 
Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. 
Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. 
Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. 
La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron.
Muy pronto me quedé sin nada. 
 Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. 
El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. 
Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. 
No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. 
No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. 
De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto.
No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida.
En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad.
Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades.
Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. 
Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. 
Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. 
Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. 
Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. 
Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. 
Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. 
Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. 
Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. 
Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. 
Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. 
Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse.
No, se paró en seco. 
Esperaba. El coche vibraba. 
El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. 
No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. 
Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. 
Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo.
El cochero bajó del pescante echando pestes. 
Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. 
La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. 
Respondió que tenía un entierro a las tres. 
Ah los muertos. 
Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije.
Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. 
Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. 
Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. 
A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. 
Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos.
Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. 
Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar.
Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. 
Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. 
Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. 
Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. 
Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. 
El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. 
Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. 
a corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. 
Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. 
Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. 
Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. 
A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. 
Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. 
Cantaba. 
Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío.
Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo.
Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche.
Empecé a hartarme del cochero. 
Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. 
Se detuvo. 
Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. 
Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. 
Encendía las linternas. 
Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí.
Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. 
Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. 
Tuve esta alegría. 
No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien.
Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo.
Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. 
Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. 
Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. 
El caballo no había bebido ni comido en todo el día. 
Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. 
Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. 
Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. 
Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos.
Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. 
Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado.
Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. 
Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo.
La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. 
No había razones para que acabara o continuara. 
Pues que acabe entonces.
Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. 
El cochero protestó.
Insistí. 
Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. 
Hay que procurar quitar eso, dijo ella. 
El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. 
Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. 
El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. 
Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. 
Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. 
Me levanté en la noche y encendí una. 
Su breve llama me permitió descubrir el coche. 
Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera.
Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo.
Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. 
Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. 
Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. 
Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. 
Fui a la puerta pero no pude abrirla. 
El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. 
Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. 
No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. 
Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. 
En cuanto salí del patio pensé en algo. 
La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. 
El caballo estaba en la ventana. 
Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete.
Dejé las cerillas, no eran mías. 
El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. 
El alba asomaba débilmente. 
No sabía dónde estaba. 
Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. 
Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. 
Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos.
No sé por qué he contado esta historia. 
Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.


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Samuel Bareluy Beckett nació el 13 de abril de 1906 en Foxrock, Dublín (Irlanda), en el seno de una adinerada familia de creencias protestantes.

Su carrera como literato se inició en el ámbito de la poesía, escribiendo “Whoroscope” (1930). Su primera novela sería “Belacqua en Dublín” (1934). A finales del decenio, en 1938, es apuñalado por un delincuente parisino lo cual le cambió profundamente su visión de la vida y lo convenció del absurdo de la existencia, sobre todo cuando preguntó al delincuente por qué lo había apuñalado y éste le respondió: “No tengo la más mínima idea”.

A partir de mediados de los años 40 Beckett escribiría preferentemente en idioma francés. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Francia fue ocupada por el ejército nazi, Samuel apoyó la Resistencia Francesa y fue perseguido por la Gestapo. En esta época escribió la novela “Watt”, un libro que no vería la luz hasta los años 50.

Su texto revelación fue la obra teatral “Esperando a Godot” (1952), su segundo escrito teatral tras “Eleutheria” (1947), con la cual el escritor irlandés se erigía, junto al rumano Eugene Ionesco, como puntal del teatro del absurdo, reflejando la alienación y angustia del individuo, el pesimismo vital y la soledad existencial con una disposición ilógica y grotesca que rompía los cánones previos de la escena tradicional.

El 5 de enero de 1953 la obra fue representada por primera vez por Roger Blin. Con posterioridad aparecerían trabajos como “Final de partida” (1957), “La última cinta” (1959), “Los días felices” (1961) o “Acto sin palabras” (1962).

En 1969 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura pero Beckett no acudió a recibir el galardón. Después de este premio el autor irlandés escribió títulos como “No yo” (1973), “Mercier y Camier” (1974), “That time” (1976), “Footfall” (1976) o “Compañía” (1980).

Además de novelas, ensayos y obras de teatro, Samuel Beckett, quien padecía la enfermedad de Parkinson en los últimos años de su vida, escribió libros de poesía.

Murió en París (Francia), el 22 de diciembre de 1989 a causa de una insuficiencia respiratoria. Tenía 83 años.