User-agent: * Allow: / Wonalixia Arte©

Páginas

jueves, 20 de mayo de 2010

LA CENICIENTA o la zapatilla de cristal -Charles Perrault

LA CENICIENTA O LA ZAPATILLA DE CRISTAL 
Charles Perrault

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.
El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.
Junto con realizarse la boda, la madrasta dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.
La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.
Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.
—Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.
—Yo, dijo la menor, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.
Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:
— Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
—Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.
—Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.
Otra que Cenicienta las habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección.
Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo.
Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.
—Me gustaría... me gustaría...
Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:
—¿Te gustaría ir al baile, no es cierto?
—¡Ay, sí!, dijo Cenicienta suspirando.
—¡Bueno, te portarás bien!, dijo su madrina, yo te haré ir.
La llevó a su cuarto y le dijo:
—Ve al jardín y tráeme un zapallo.

Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el zapallo se convirtió en un bello carruaje todo dorado.
En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. 
Le dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris ratón. 
Como no encontraba con qué hacer un cochero:
—Voy a ver, dijo Cenicienta, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero.
—Tienes razón, dijo su madrina, anda a ver.
Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le dijo:
—Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.
Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta:
—Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada?
—Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?
Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo.
Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en zapallo, sus caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad.
El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor:
—¡Ah, qué hermosa es!
El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un motivo más de admiración.
Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa.
Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir.
—¡Cómo habéis tardado en volver! les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se separaron.
—Si hubieras ido al baile, le dijo una de las hermanas, no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones.
Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:
—¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días.
—Verdaderamente, dijo la señorita Javotte, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo Culocenizón tendría que estar loca.
Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido.
Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. 
El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía que no eran ni las once. 
Se levantó y salió corriendo, ligera como una gacela. 
El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo cuidado.
Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas, igual a la que se le había caído.
Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita.
Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama. 
Dijeron que si, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. 
Y era verdad, pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.
Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo:
—¿Puedo probar si a mí me calza?
Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. 
El gentilhombre que probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. 
Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso.
 En esto llegó la madrina que, habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los anteriores.
Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían infligido. 
Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran.
Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. 
Él la encontró más bella que nunca, y pocos días después se casaron. 
Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.


MORALEJA

En la mujer rico tesoro es la belleza,
el placer de admirarla no se acaba jamás;
pero la bondad, la gentileza
la superan y valen mucho más.

Es lo que a Cenicienta el hada concedió
a través de enseñanzas y lecciones

tanto que al final a ser reina llegó
(Según dice este cuento con sus moralizaciones).

Bellas, ya lo sabéis: más que andar bien peinadas
os vale, en el afán de ganar corazones
que como virtudes os concedan las hadas
bondad y gentileza, los más preciados dones.


OTRA MORALEJA

Sin duda es de gran conveniencia
nacer con mucha inteligencia,
coraje, alcurnia, buen sentido
y otros talentos parecidos,

Que el cielo da con indulgencia;
pero con ellos nada ha de sacar
en su avance por las rutas del destino
quien, para hacerlos destacar,
no tenga una madrina o un padrino.

NIDO DE AVISPAS -Agatha Christie

NIDO DE AVISPAS

Agatha Christie



John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreir, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba Hécules Poirot, el sagaz detective.

-Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre -.¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sirvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían -. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón -. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.

-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?

Poirot asintió gravemente.

-Si, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que si. No solo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía alli un asunto de importancia.

-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?

-Uno de los más graves delitos.

-¿Acaso un ...?

-Asesinato -completó Poirot.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento le invadió. Al fin pudo articular:

-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.

-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.

-¿Quién es?

-De momento, nadie.

-¿Qué?

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Si, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Si, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.

-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted - y con voz más despreocupada añadió -: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-¡Ah! -exclamó Poirot -. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mio.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot -. Por ejemplo, cianuro de potasio.

Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Si; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitó -: Un veneno mortal.

-Util para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-Segurísimo. ¿Por qué?

-Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esta sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues si, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot -. ¿Y usted es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.

-¿Puede decirme si usted es de su gusto?

-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca monsieur Poirot. Le aseguro que esta equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.
-No le comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rio.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañar a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o evenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?

-Langton jamás...

-¿A qué hora? -le atajó.

-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...

-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirle Poirot.

Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:

-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido le pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
- No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.

-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.

Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.

-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.

-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?

Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.

-Una de las ventajas, o desventajas del detective, radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.

Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.


-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.

Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.

Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.

-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que habia comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.

-Usted no me vió, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio amigo mío. No se moleste en negarlo.

-Siga -apremió Harrison.

-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!

-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. El compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.

Harrison gimió al repetir:

-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!

-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Le aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Digame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?

Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:

-Fue una suerte que viniera usted.

LA PUERTA CONDENADA - Julio Cortázar

LA PUERTA CONDENADA
Julio Cortázar
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. 
Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. 
Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. 
Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. 
Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.

El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. 
Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. 
El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. 
En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. 
El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se abría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. 
Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. 
Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. 
Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. 
Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. 
El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. 
Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobras de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban, el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida -y eran muchos- las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño - un varón, no sabía por qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
"Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó" pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
-¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. "A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar", pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
-Habré soñado -dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado -aunque tan discreto- consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
―¿Durmió bien anoche? ―le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia. Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
―De todas maneras ahora va a estar más tranquilo ―dijo el gerente, mirando las valijas― La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
―Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
―No ―dijo Petrone―. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

lunes, 17 de mayo de 2010

Algunas poesías-La despedida -La fuerza de la costumbre-La violeta-La hermosa noche-Johann Wolfgang Goethe

Poesía 
Algunas Poesías
Johann Wolfgang Goethe

La despedida





¡Deja que adiós te diga con los ojos,
ya que a decirlo niéganse mis labios
¡La despedida es una cosa seria
aun para un hombre, como yo, templado!
Triste en el trance se nos hace, incluso
del amor la más dulce y tierna prueba;
frío se me antoja el beso de tu boca
floja tu mano, que la mía estrecha.
¡La caricia más leve, en otro tiempo
furtiva y volandera, me encantaba!
Era algo así cual la precoz violeta,
que en marzo en los jardines arrancaba.
Ya no más cortaré fragantes rosas
para con ellas coronar tu frente.
Ella es primavera, pero otoño

para mí, por desgracia, será siempre.

La fuerza de la costumbre


¡Amé ya antes de ahora, mas ahora es cuando amo!
Antes era el esclavo; ahora el servidor soy.
De todos el esclavo en otro tiempo era;
a una beldad tan solo mi vasallaje doy;
que ella también me sirve, gustosa, a fuer de arnante,
¿cómo con otra alguna a complacerme voy?

¡Creer imaginaba, pero ahora es cuando creo!
Y aunque raro parezca y hasta vituperable,
a la creyente grey muy gustoso me adhiero;
que al través de mil fuertes duras contrariedades,
de muy graves apuros e inminentes peligros,
todo de pronto leve se me hizo y tolerable.

¡Comidas hacía antes, pero ahora es cuando como!
Buen humor y alegría bulléndome en el cuerpo,
al sentarme a la mesa todo pesar olvido.
Engulle aprisa el joven y se va de bureo;
a mí, en cambio, me place yantar en sitio alegre;
saboreo los manjares y en su olor me recreo.

¡Antaño bebí, hoy es cuando bebo a gusto!
El vino nos eleva, nos hace soberanos
y las lenguas esclavas desata y manumite.
Sí, sedante bebida no escatiméis, hermanos,
que si del rancio vino los toneles se agotan,
ya en la bodega el nuevo mosto se está enranciando.

La danza practiqué e hice su panegírico,
y en cuanto oía sonar la invitación al baile
ya estaba yo marcando mis honestas posturas.
Y aquel que muchas flores cortó primaverales,
por más que todas ellas a guardar no acertara,
siempre le queda, al menos, un ramo razonable.

¡Sus, y a la obra de nuevo!
No pienses ni caviles;
que quien amar no sabe a las floridas rosas
solo encuentra después espinas que le pinchen.
Del sol, hoy como ayer, fulge la enorme antorcha;
de las cabezas bajas aléjate prudente,
y haz que tu vida empiece de nuevo a cada hora.



La violeta




En la pradera una violeta había
encorvada y perdida entre la yerba,
con todo y ser una gentil violeta.
Una linda pastora,
con leve paso y desenfado alegre,
llegó cruzando por el prado verde,
y este canto se escapa de su boca:
—¡Ay! Si yo fuera—la violeta dice—
la flor más bella de las flores todas...,
pero tan solo una violeta soy,
¡condenada a morir sobre el corpiño
de una muchacha loca!
¡Ah, mi reinado es breve en demasía;
tan solo un cuarto de hora!
En tanto que cantaba, la doncella,
sin fijarse en la pobre violetilla,
hollóla con sus pies hasta aplastarla.
Y al sucumbir, pensó la florecilla,
todavia con orgullo:
—Es ella, al menos,
quien la muerte me da con sus pies lindos,
no me ha sido del todo el sino adverso.

La hermosa noche



Abandonar debo el chozo
donde vive mi adorada,
y con paso sigiloso
vago por la selva árida;
brilla la luna en la fronda,
alienta una brisa blanda,
y el abedul, columpiándose,
a ella eleva su fragancia.
¡Cómo me place el frescor
de la bella noche estiva!
¡Qué bien se siente aquí
lo que nos llena de dicha!
¡Trabajo cuesta decirlo!...
Y sin embargo, daría
yo mil noches como esta
por una junto a mi amiga.





Johann Wolfgang von Goethe

  • Nace:28 de agosto de 1749
  • Lugar:Frankfurt am Main, Alemania
  • Efemérides: 28 de agosto

  • Muere: 22 de marzo de 1832
  • Lugar: Weimar,Alemania
  • Efemérides:22 de marzo

Biografía

Dramaturgo alemán conocido por“Fausto”, Johann Wolfgang von Goethe es una de las grandes figuras de la historia de la literatura alemana.Estudió derecho, y en 1775 se incorporó a la corte del duque Carlos Augusto.
Durante diez años fue un ministro de alto rango del Estado de Weimar, mientras que al mismo tiempo, trabajaba en obras de teatro, poemas, ensayos, novelas y estudios científicos.
Él saltó a la fama literaria con la obra Götz von Berlichingen(1773) y Die Leiden des Werthers jungen ( 1774 Las desventuras del joven Werther ), y en 1775 comenzó a trabajar en su obra maestra, Fausto .
En la historia de Fausto vende su alma a Satanás a cambio de poder y conocimiento. 
La primera parte fue publicada en 1808 y la segunda parte fue publicada en 1832, momento en que Goethe estaba al final de una carrera literaria sensacional y un ídolo de los románticos alemanes. 
Sus otros trabajos incluyen ensayos sobre la botánica y fisiología, una autobiografía, Dichtung und Wahrheit 
(Poesía y verdad , 1811-33), el Bildungsroman prototípicas, Wilhelm Meisters Lehrjahre ( Aprendizaje de Wilhelm Meister , 1796), el poema épico Hermann y Dorothea (1798) y el drama Torquato Tasso (1790).
En 1784, Goethe descubrió de forma independiente el hueso intermaxilar humano, que había sido descubierto por otros dos científicos de varios años antes. En 1790, publicó Metamorphose der Pflanzen (metamorfosis de las plantas ), que al parecer influyó Darwin. En 1810, Goethe Farbenlehre ( Teoría del Color ) promovió la idea de que el color surge de la interacción dinámica de las tinieblas y la luz. En gran parte rechazada en los tiempos modernos, sin embargo, Goethe realizó un trabajo pionero en el área de luz y color.
Muchos de sus biógrafos han tratado de desmitificar la leyenda y arrojar más luz sobre el hombre, cuestionando todo, desde las preferencias sexuales hasta sus opiniones religiosas. Pero nadie puede negar el impacto de Goethe sobre el legado literario de Alemania.
Goethe murió inesperadamente el 22 de marzo de 1832 en Weimar
Las obras de Goethe incluyen :


-Götz von Berlichingen (1773, drama)

-Die Leiden des Werthers jungen o Las desventuras del joven Werther (1774, novela)

-Erlkönig (1782, poema)


-Iphigenie auf Tauris (1787, verso dramático)


-Faust, ein Fragment (1790, drama)


-Metamorphose der Pflanzen / Metamorfosis de las plantas (1790, tratado científico)


-Römische Elegien / Elegías romanas (1793, poemas)


-Wilhelm Meister Lehrjahre / Wilhelm Meister Años de aprendizaje (1795-1796)


-Zur Farbenlehre / Teoría del Color (1805/10, tratado científico)


-Die Wahlverwandschaften / Las afinidades electivas (1809, novela)


-Italienische Reise / Viaje a Italia (1816, 1829)> (Web, en alemán)


-West-Divan östlicher / Diván de Oriente y Occidente (1819)


-Viajes de Wilhelm Meister Wanderjahre / Wilhelm Meister (1821-1829)


-Fausto (1808) y Fausto II (1827, 1832, verso dramático)

LA SOMBRA- Hans Christian Andersen-Cuando se pierde la noción de irrealidad...

LA SOMBRA
Hans Christian Andersen
Traducción: A. Agüell



En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol!
La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros.
Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear; como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario.
Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro.
Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella.
Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable.
Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar.
Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba.
Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse.
En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza.
El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir.
 En todos los balcones de la calle –y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones– había gente asomada, porque uno tiene que respirar; por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo.
Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces –sí, más de mil había encendidas–.
Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban –¡tilín, tilín, tilín!– sonando los cascabeles.
Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban –sí, había una vida tremenda en la calle–.
Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo.
Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas –luego alguien debía haber allí–.
La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera.
De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos excepto lo referente al sol–.
Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.

–Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar; siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.

Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta.
La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente.
Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer.
De tal forma le deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo.
De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina, pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos.
Era, sin embargo, como cosa de magia. Y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.

Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
–Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente –dijo el sabio–. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar; mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Si, haz algo útil –dijo en broma–. ¡Vamos, entra! ¡Vamos, ahora!

Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:

–¡Anda, pero no te pierdas!


Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; por si acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada de la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de si.

A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.

–¿Qué pasa? –dijo, cuando salió al sol–. ¡Me he quedado sin sombra! Luego se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!

Y eso le enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía de la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.

Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de si, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:

–¡Ejem! ¡Ejem! –pero sin resultado.

Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol –quizá la raíz había quedado dentro–. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.

De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.

Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.

–¡Adelante! contestó, pero nadie entro.

Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.

–¿Con quién tengo el honor de hablar? –preguntó el sabio.

–¡Ah!, ya pensé que no me reconocería –dijo el hombre elegante–. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volviera, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo.

Y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello.

¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.

–No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto –dijo el sabio.

–Ya, no es nada corriente –dijo la sombra–, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverle a ver antes de que usted muera, porque usted ha de morir. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.

–¡Bueno! ¿Pero eres tú? –dijo el sabio–. ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!

–Dígame cuánto le debo –dijo la sombra–, porque no me gustaría deberle nada.

–¿Cómo puedes hablar así? –dijo el sabio–. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.


–Sí que le contaré –dijo la sombra, y se sentó–, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener a una familia.


–¡Estáte tranquilo! –dijo el sabio–. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!


–¡Palabra de sombra! –dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.


Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas –sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes–. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto lo que la hacía tan humana.


–Ahora voy a contarle –dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies.


Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.


–¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? –dijo la sombra–. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!


–¡La Poesía! –gritó el sabio–. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Si, la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?


–Me encontré en la antesala –dijo la sombra–. Lo que usted siempre veía era la antesala– No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo, como debe hacerse.


–¿Y entonces qué viste? –preguntó el sabio.


–Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte, pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones..., desearía que me llamase de usted.


–¡Dispense usted! –dijo el sabio–. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.


–¡Todo! –dijo la sombra–. Lo vi todo y lo sé todo.


–¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? –preguntó el sabio–. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?


–¡Todo estaba allí! –dijo la sombra–. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.


–¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?


–Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié (sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro), me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared (¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda!). Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi –dijo la sombra– lo que ningún hombre debe conocer; pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos; no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo; y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del Sol; y estoy siempre en casa cuando llueve.


Y la sombra se marchó.


Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.


–¿Cómo le va? –preguntó.


–¡Ay! –dijo el sabio–. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.


–Pues a mí no me ocurre igual –dijo la sombra–. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!


–¡Qué disparate! –dijo el sabio.


–¡Según como se mire! –dijo la sombra–. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.


–¡Esto ya es el colmo! –protestó el sabio.


–Pero así va todo el mundo –dijo la sombra–, y así seguirá.


Y se marchó.


Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca; hasta que al final cayó enfermo de consideración.


–¡Parece usted totalmente una sombra! –le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.


–Lo que debe hacer es tomar las aguas –dijo la sombra, que vino de visita–. No hay nada igual. Le llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario, con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera (eso es también una enfermedad), y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.


Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos: en coche, a caballo, a pie, al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:


–Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.


–En eso que dice contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor –hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, le pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando le oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto le tutearé a usted, como fórmula de compromiso.


Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.


«¡Qué absurdo –pensó éste– que yo le hable de usted y él me tutee!»


Pero no tuvo más remedio que aguantarlo.


Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.


Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.


–Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa: no tiene sombra.


Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:


–A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.


–Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente –dijo la sombra–. Sé que vuestra dolencia consiste en que veis demasiado bien, pero debe haber desaparecido; estáis curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No habéis visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar; pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Ved que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.


«¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? –pensó la princesa–. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal que no le crezca la barba y se marche.»


Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.

«Debe ser el hombre más sabio del mundo», pensó, tal era su admiración por lo que sabia. Y cuando bailaron de nuevo, la princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella le atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaba.

«Es un sabio –se dijo–, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarle.»

Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.

–¡No sabe usted la respuesta! –dijo la princesa.

–Lo aprendí de párvulo –dijo la sombra–. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.

–¡Su sombra! –dijo la princesa–. Sería en verdad extraordinario.

–Bueno, no digo que lo sepa –dijo la sombra–, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante

tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor; y debe estarlo para contestar bien, ha de ser tratado precisamente como una persona.


–Me complacerá hacerlo –dijo la princesa.

Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.

«¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabía? –pensó ella–. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.»

Y ambos estuvieron de acuerdo, la princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.

–¡Nadie, ni siquiera mi sombra! –dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.

Tras esto, fueron al país donde reinaba la princesa, una vez que ella había regresado.


Escucha, amigo mío –dijo la sombra al sabio–. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en palacio, irás conmigo en mí carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la princesa. Esta noche será la boda.

–¡No, eso es monstruoso! –dijo el sabio–. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas si eres un disfraz!

–No lo creerá nadie –dijo la sombra–. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!

–¡Iré a ver a la princesa! –dijo el sabio.

–Pero yo iré primero –dijo la sombra–, y tú irás al calabozo.

Y así fue, porque los centinelas le obedecieron, al saber que iba a casarse con la princesa.

–¡Estás temblando! –dijo la princesa, cuando la sombra fue a visitarla–. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.

–Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir –dijo la sombra–. ¡Imagínate (claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho); imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo (imagínate, si puedes), que yo soy su sombra!

–¡Qué horror! –dijo la princesa–. ¿Lo habrán encerrado, supongo?

–Sí. Me temo que nunca recupere la razón.

–¡Pobre sombra! –dijo la princesa–. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.

–Resulta cruel –dijo la sombra– porque era un buen sirviente.

Y pareció dar un suspiro.

–¡Qué nobles sentimientos! –dijo la princesa.

Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.




Hans Christian Andersen

  • Nace: 2 de abril de 1805
  • Lugar: Odense, Dinamarca
  • Efemérides: 2 de abril

  • Muere: 4 de agosto de 1875
  • Lugar:Copenhague,Dinamarca
  • Efemérides: 4 de agosto

Biografía

Escritor dinamarqués, Hans Christian Andersen nació en Odense, Dinamarca, el 2 de abril de 1805.
 El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann.
Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios.
En 1819, a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo.
La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito.
Tras tres largos años de penuria tuvo la suerte de que se cruzara en su camino el canciller Jonas Collin, el cual dándose cuenta de su talento le envía a una escuela de Slagelse para que reciba una instrucción formal.
Según palabras del propio Andersen, los años pasados en esta escuela fueron los más sombríos de su vida. Es en esta época cuando escribe su primera obra.
En 1827 imprime de forma anónima El niño moribundo, que reflejaba el tono romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes.
En esta misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.
El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En España).
En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras, piezas teatrales como El mulato y una autobiografía, La verdadera historia de mi vida.
Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de cuentos.
Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.
Desde entonces comienza a cosechar éxitos literarios; sus poemas se publican en algunos de los principales diarios de la época y presenta su primer trabajo en prosa - Caminata desde el canal de Holinen hasta la punta oriental de Amager- y su primera obra de teatro  Amor en la torre de San Nicolás.
Entre 1833 y 1834 visita Francia e Italia.
En 1835 publica el primer fascículo de los Cuentos de hadas, contados para los niños .
Tan grande es la aceptación que tienen los cuentos que a esta primera colección siguen otras muchas, casi una por año, con obras tan conocidas como La sirenita, La pequeña vendedora de fósforos, Pulgarcita, El Patito Feo o La Reina de las Nieves.
Sin duda, sus cuentos, traducidos a más de 120 idiomas, han dado a Hans Christian Andersen una fama universal entre niños y adultos.
Le encantaba viajar y cuando visitaba un país nuevo solía escribir un relato del viaje.
Durante 1862 y 1863 realiza un viaje a España, publicando con posterioridad el relato de su recorrido en: I Spanien ( En España ).
En 1867 es nombrado Hijo Predilecto y Ciudadano Honorario de su ciudad natal.
Su sexta y última novela, Pedro el afortunado, la escribe en 1871.
En 1872, publica la última entrega de sus cuentos de hadas.
Reconocido y admirado mundialmente murió el 4 de agosto de 1875.
A su funeral, celebrado el 11 de Agosto acudió el Rey de Dinamarca.
Los cuentos de Andersen
Sus cuentos, dedicados a niños, resultan también atractivos para los adultos por el sentido moral y filosófico que se esconde tras cada historieta.

 Obra
Algunos temas son recurrentes en los cuentos de Andersen:
Así, el tema de la muerte está presente en muchos de sus escritos.
No la presenta como algo negativo sino como una continuación de la vida o una liberación.
Aparece en La pequeña vendedora de fósforos (1845), Bajo el sauce (1853) , o en Anne-Lisbeth (1859).
Con frecuencia, en las obras de Andersen, los personajes tenían que elegir entre la razón o el sentimiento. Este tema puede encontrarse en La Reina de las Nieves (1844) , No servía para nada (1853) o La Pequeña Ondine .
Varias veces ha recurrido también este escritor danés a presentarnos personajes incómodos con el mundo que les ha tocado vivir. El patito feo (1842), La Pequeña Ondine (1835) o La Dríade (1868) son buenos ejemplos de ello.
Los protagonistas de algunas de sus obras parecen haberse perfilado a imagen y semejanza de su creador. Andersen, que provenía de una familia sin recursos ni posibilidades y logró convertirse en un escritor de enorme éxito y reconocimiento, creó diferentes personajes que inicialmente no tenían ninguna posibilidad de éxito y a los que, con posterioridad, sonrió la suerte.
En obras como Le briquet (1835) o Hans le balourd (1855) podemos verlo.
A Andersen también le gustaba contar la historia de una vida, humana, animal o vegetal.
Era incluso capaz de dar vida, lenguaje y sentimiento a un objeto.
En sus escritos la mujer ocupa un lugar preponderante, no encontrando en ocasiones rastro de presencia masculina en todo el cuento.
Con frecuencia los papeles protagonistas los ocupan personajes femeninos e incluso muchas veces, los animales son hembra.
En sus cuentos, Andersen es sensible a la belleza, sabiendo otorgársela de manera exquisita a los personajes y a las cosas que describe.
La naturaleza y los paisajes son descritos de forma poética y precisa.
Es fácil encontrar en sus cuentos momentos en que objetos mágicos son capaces de cambiar la vida de los personajes a mejor (Le briquet) , pero también a peor (Los zuecos de la felicidad ; Las zapatillas rojas) .
Como danés que fue, Andersen, recurrió con frecuencia a personajes propios del folklore de su país: duendes, trolls, hadas, brujas, elfos, driandes están presentes en sus obras, aunque también son fuentes de inspiración para él las creencias y leyendas de los países nórdicos que visita.