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jueves, 7 de julio de 2011

EL EXPULSADO -SAMUEL BECKETT

EL EXPULSADO
SAMUEL BECKETT
Traducción de Álvaro del Amo
No era alta la escalinata. 
Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria.
Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar.
Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. 
En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. 
No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. 
Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.
Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria.
Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos.
E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. 
No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos.
Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria.
Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. 
Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. 
Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. 
¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. 
Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. 
Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. 
Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. 
Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida.
Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. 
Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. 
Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. 
Lo cogí y me lo puse. 
Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. 
Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? 
¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. 
Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí.
Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. 
Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. 
Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. 
Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. 
Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar.
No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. 
Ya está. 
Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. 
Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. 
Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta.
Era justo el momento de la limpieza a fondo. 
En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. 
Los conozco. 
A gusto moriría en esta casa. 
Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. 
Pero les conocía. 
Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro.
¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. 
Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. 
De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. 
Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces.
El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. 
Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. 
Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. 
El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. 
He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. 
Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. 
Decidí abandonarme. 
Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. 
Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. 
La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. 
De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. 
Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. 
Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. 
Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias.
Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos.
Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto.
Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo.
Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría.
 ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio.
Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima.
Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó.
Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. 
Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos.
El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. 
Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. 
Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. 
De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. 
A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. 
A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche.
Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. 
Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? 
Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. 
Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. 
Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. 
La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron.
Muy pronto me quedé sin nada. 
 Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. 
El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. 
Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. 
No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. 
No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. 
De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto.
No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida.
En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad.
Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades.
Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. 
Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. 
Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. 
Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. 
Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. 
Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. 
Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. 
Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. 
Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. 
Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. 
Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. 
Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse.
No, se paró en seco. 
Esperaba. El coche vibraba. 
El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. 
No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. 
Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. 
Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo.
El cochero bajó del pescante echando pestes. 
Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. 
La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. 
Respondió que tenía un entierro a las tres. 
Ah los muertos. 
Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije.
Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. 
Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. 
Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. 
A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. 
Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos.
Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. 
Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar.
Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. 
Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. 
Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. 
Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. 
Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. 
El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. 
Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. 
a corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. 
Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. 
Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. 
Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. 
A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. 
Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. 
Cantaba. 
Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío.
Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo.
Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche.
Empecé a hartarme del cochero. 
Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. 
Se detuvo. 
Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. 
Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. 
Encendía las linternas. 
Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí.
Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. 
Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. 
Tuve esta alegría. 
No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien.
Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo.
Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. 
Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. 
Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. 
El caballo no había bebido ni comido en todo el día. 
Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. 
Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. 
Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. 
Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos.
Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. 
Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado.
Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. 
Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo.
La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. 
No había razones para que acabara o continuara. 
Pues que acabe entonces.
Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. 
El cochero protestó.
Insistí. 
Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. 
Hay que procurar quitar eso, dijo ella. 
El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. 
Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. 
El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. 
Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. 
Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. 
Me levanté en la noche y encendí una. 
Su breve llama me permitió descubrir el coche. 
Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera.
Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo.
Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. 
Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. 
Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. 
Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. 
Fui a la puerta pero no pude abrirla. 
El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. 
Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. 
No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. 
Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. 
En cuanto salí del patio pensé en algo. 
La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. 
El caballo estaba en la ventana. 
Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete.
Dejé las cerillas, no eran mías. 
El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. 
El alba asomaba débilmente. 
No sabía dónde estaba. 
Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. 
Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. 
Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos.
No sé por qué he contado esta historia. 
Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.


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Samuel Bareluy Beckett nació el 13 de abril de 1906 en Foxrock, Dublín (Irlanda), en el seno de una adinerada familia de creencias protestantes.

Su carrera como literato se inició en el ámbito de la poesía, escribiendo “Whoroscope” (1930). Su primera novela sería “Belacqua en Dublín” (1934). A finales del decenio, en 1938, es apuñalado por un delincuente parisino lo cual le cambió profundamente su visión de la vida y lo convenció del absurdo de la existencia, sobre todo cuando preguntó al delincuente por qué lo había apuñalado y éste le respondió: “No tengo la más mínima idea”.

A partir de mediados de los años 40 Beckett escribiría preferentemente en idioma francés. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Francia fue ocupada por el ejército nazi, Samuel apoyó la Resistencia Francesa y fue perseguido por la Gestapo. En esta época escribió la novela “Watt”, un libro que no vería la luz hasta los años 50.

Su texto revelación fue la obra teatral “Esperando a Godot” (1952), su segundo escrito teatral tras “Eleutheria” (1947), con la cual el escritor irlandés se erigía, junto al rumano Eugene Ionesco, como puntal del teatro del absurdo, reflejando la alienación y angustia del individuo, el pesimismo vital y la soledad existencial con una disposición ilógica y grotesca que rompía los cánones previos de la escena tradicional.

El 5 de enero de 1953 la obra fue representada por primera vez por Roger Blin. Con posterioridad aparecerían trabajos como “Final de partida” (1957), “La última cinta” (1959), “Los días felices” (1961) o “Acto sin palabras” (1962).

En 1969 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura pero Beckett no acudió a recibir el galardón. Después de este premio el autor irlandés escribió títulos como “No yo” (1973), “Mercier y Camier” (1974), “That time” (1976), “Footfall” (1976) o “Compañía” (1980).

Además de novelas, ensayos y obras de teatro, Samuel Beckett, quien padecía la enfermedad de Parkinson en los últimos años de su vida, escribió libros de poesía.

Murió en París (Francia), el 22 de diciembre de 1989 a causa de una insuficiencia respiratoria. Tenía 83 años.

miércoles, 15 de junio de 2011

El Misterio del «Mary Celeste»-Alfonso Álvarez Villar


El Misterio del «Mary Celeste»
Alfonso Álvarez Villar


Se alzó una calma chicha.
Sólo los sobrejuanetes se hinchaban un poco.
Pendían como higos pasos las blancas túnicas del trinquete y del palo mayor. La señora
Smithsons se desabrochó subrepticiamente un botón del corpiño y se abanicó nerviosamente.
Toda la tripulación se hallaba en cubierta.
Algunos pasajeros jugaban a las cartas convirtiendo en mesa un barril.
Otros se paseaban de proa a popa.
La señora Smithsons y su esposo salieron del camarote y se apoyaron en la barandilla del puente de proa, allí donde los foques latían aún como corazones moribundos.
La señora Smithsons era una bonita rubia nacida en Carolina del Sur.
Recién casada con el propietario de una extensa plantación de algodón y de tabaco en Virginia, había decidido hacer el viaje de luna de miel en Europa y visitar, sobre todo, París.
El sol era ya una oblea sangrienta en el horizonte.
Bandadas de peces voladores festoneaban el agua alrededor del bergantín Mary Celeste.
—¡Una serpiente de mar, capitán! —chilló, de repente, la anciana señora Mary Yerby, calándose aún con más fuerza sus antiparas.
—¡Señora! ¡Sólo es una manada de delfines! —se burló el capitán Thomas Hopkins.

Durante unos minutos corrieron por el puente una serie de chascarrillos a costa de la credulidad de la anciana.
Había caído la noche. Minúsculas olas hacían «chap-chap» sobre la obra viva del bergantín.

—Esta calma nos va a retrasar la llegada a Funchal —comentó, fastidiado, el capitán a su piloto.

—Nunca había conocido una calma así durante esta época —contestó el piloto.

—Sí, es muy raro.
El ron y el whisky corrían generosamente entre los veinte pasajeros y los diez marineros. Se habían encendido varios quinqués para iluminar sendas timbas.
Un neoyorquino atacaba una polka con su violín y varias parejas, entre ellas los Smithsons, bailaban jaleándose y riendo.

—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a un ponche! —gritó el capitán, y todos aplaudieron.

Brotó una llama azul de la gigantesca olla y el líquido fue repartido mediante unos cacillos.

Sólo el reverendo John Moore paseaba huraño por el puente, mostrando su desagrado ante tanto libertinaje.

—¿No os dais cuenta que esta calma chicha nos la envía el Maligno? —sermoneaba.

Los Smithsons, fatigados del baile, se retiraron unos instantes.
Con las manos entrelazadas se dirigieron a popa.
Un hato de maromas les sirvió de asiento.
Comenzaban a chirriar los estays; buena señal indicando que iba a desaparecer la calma chicha.
—¡Mira hacia allí! ¿Qué puede ser eso?
—Quizá un volcán.

—Pero el único volcán que se halla en esta zona del Atlántico es el Teide, y las Canarias se hallan a muchos cientos de millas de aquí.

—Corramos a avisar al capitán.

Un punto luminoso, como una cerilla, se había encendido en el horizonte.

Thomas Hopkins, el piloto, y el contramaestre, ya estaban enfocando aquel punto con largos catalejos.

Había dejado de sonar el violín. Los pasajeros se arracimaban en la banda de estribor.
—Sería interesante, capitán, que echásemos un vistazo —dijo uno.

—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a visitar un volcán! —bromeó el señor Bronston, que estaba medio borracho.

Se alzó una potente brisa y las velas se hincharon como buñuelos.

—¡Caña a estribor! —rugió el capitán.

La nave empezó a cabecear.
La proa iba cortando un camino de vidrio negro.

—Nos acercaremos hasta una prudente distancia. Luego viraremos a babor e informaremos a las autoridades portuguesas —comentó con el piloto, que controlaba el timón.
—Señor, ¿y los maremotos?

—Es un riesgo que corremos, pero muy poco probable. Creo que vale la pena.
La cabeza de la cerilla se había transformado en una roja cereza. Una senda de sangre llegaba hasta el Mary Celeste.
—Debe ser una fisura submarina —argumentó el profesor Thorndike, agregado de la Universidad de Harvard.

—De todas maneras, una vista apasionante —añadió una dama algo achispada.

Hopkins volvió a utilizar el catalejo. Lo dejó caer. Las manos le temblaban.
—¡Santo Dios! ¡No es un volcán! Parece una cara, una cara gigantesca que nos está mirando.

—Viremos en redondo, capitán. Esto me da muy mala espina.

—Desgraciadamente, ya no nos es posible. La cara, o lo que sea, se está acercando a nosotros.
La cereza era ahora, en efecto, una mandarina.
Parecía hervir el agua en torno a ella.
A simple vista se divisaban dos horrendos ojos, una boca contenida en un rictus sarcástico y una nariz de la que brotaba un chorro de humo azulado.
Los tripulantes gemían de terror.
Se habían disipado de los cerebros las brumas etílicas.
El reverendo John Moore declamaba en voz alta trozos enteros de su Biblia.

—Su rostro es el de un ser que sufre una condenación eterna —comentó la señora Smithsons a su marido.

—Sí, es un rostro infinitamente bello e infinitamente feo a la par.

El sacerdote llegó hasta el arranque del botalón e hizo la señal de la cruz.
La faz rojiza del fantasma le hacía brillar la cruz de plata como una chispa de meteoro.

Se oyó una gigantesca carcajada que sonó como un trueno y que encrespó las olas. Después, la cara explotó en una pirotecnia de fuegos fatuos que caían al mar, iluminándolo.
Las aguas se alzaban ahora formando figuraciones fúngicas.
Era un mar de setas, de rosas, de pétalos congelados y luciendo la panoplia toda de la paleta de un pintor.
Eran castillos de robustos matacanes, puentes aéreos que se comunicaban con palacios de ensueño. Bajaban y subían ríos de espuma, corrientes de lava ígnea.

El Mary Celeste había quedado atrapado por una de esas corrientes y se deslizaba como un vagón de tobogán, rompiendo con la cofa del palo mayor sépalos de orquídea, techumbres de palosanto y de blanca yesería taraceada.
El río de espuma volvió a desembocar en el mar abierto.
Sólo que no se veía el mar.
Se divisaba, a varios kilómetros de altura, el fondo submarino con sus mesetas y sus montañas.
Entre medias, sombras de monstruos pelágicos: ictiosaurios largos como un convoy de tren, ballenas tapizadas de algas y arrastrándose como moles rocosas.
El agua brillaba como un rubí infinitamente translúcido.
El capitán dejó caer un barrilete unido a una maroma y la madera no se hundió: flotaba sobre una superficie invisible, como la de los lagos de las cavernas profundas.
Chispas de oro se alzaban a lo largo de los costados del bergantín goleta.
Descargas de color azul trazaban trayectos varicosos en torno al trinquete y al palo mayor. La gavia alta quedó, una vez más, transfigurada como el sudario de Cristo.
El pastor presbiteriano seguía conjurando a los espíritus infernales.
—¡Arriad las velas! —ordenó el capitán, aprovechando el momento de calma.

Y es que el barómetro comenzaba a descender vertiginosamente.
En cuanto a la brújula, había enloquecido y un nubarrón más negro que la misma noche comenzaba a velar las constelaciones.
—¡Todos a sus camarotes! —volvió a gritar el capitán con su megáfono.

Sólo él quedó sobre cubierta, atado al pivote del timón con gruesas amarras.

Un soplo huracanado tensó como cuerdas de violín los obenques.
Se alzó una ola de diez metros y barrió el navío de punta a punta.
Se desencadenó el poema dodecafónico de la tormenta.
El barco subía y bajaba como el corcho de un pescador.
La espuma dejaba amargas hebras en los mostachos del capitán.

El bergantín subió a lomos de una ola, pero en vez de volver a bajar fue catapultado hacia arriba, salvando el valle que separaba una ola de la siguiente.

El Mary Celeste entró como un cuchillo en la carne fofa de otra muralla líquida.
Fue un solo instante, que le dejó a Hopkins la impresión que una montaña había estado gravitando, un par de segundos, sobre sus hombros.
El barco no parecía haber sufrido desperfectos.
Volaba ahora el Mary Celeste muy por encima de la superficie del mar.
Hopkins se desató de su maroma y miró hacia abajo.
Las olas parecían ser más pequeñas que los círculos que traza en su estanque la pedrada de un niño.
Veía sus coronas de espuma y sentía bajo la carena del bergantín la ira del huracán.
El navío seguía ascendiendo.
Atravesó primero el denso nubarrón que descargaba toda su agua hacia el mar.
Vio rayos rojos y azules que caían a babor y estribor del Mary Celeste.
Luego, la paz. La Luna brillaba hacia el nadir.
Los tripulantes empezaban a aparecer en cubierta.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Simplemente, que volamos en vez de navegar.
Ya nadie se extrañaba de nada. El absurdo se había adueñado del barco.

—¿Y hacia dónde nos dirigimos?

—Parece que hacia la Luna.

—Pero moriremos por privación de oxígeno.

—En teoría, sí. Pero están ocurriendo cosas que escapan a las leyes científicas...
Y no estaba exenta de terror aquella aseveración.

La corriente aérea les empujaba cada vez con más fuerza.
Las velas se habían desplegado solas y el barco aceleraba más.
Se veía ahora la Tierra como un globo azul oscuro teñido de rosa en cuarto menguante.
El asombro entumecía las lenguas.
La Luna era ya un mascarón de yeso o el rostro de la momia de un muerto de viruela.

—Copérnico, Tycho Brahe... —mostraba el profesor de Harvard a su compañera y a los señores Smithsons, prestándoles un pequeño catalejo.
Volcanes hasta entonces no hollados por pies humanos, llanuras grises y desoladas aparecían ahora como al alcance de la mano.
—Mar de la Serenidad, Mar de la Tranquilidad, Mar de las Lluvias... —seguía indicando el joven profesor.
Pero se detuvo y todos miraron con terror unos torbellinos de fuego que salían de los volcanes lunares.

Los torbellinos se iban transformando en gigantescos guerreros de rostro sombrío que blandían espadas de acero.

—¡De nuevo los espíritus malignos! ¿No se apiadará el Señor de su grey? —volvió a gemir el sacerdote.
—¡Todos de rodillas! —ordenó el capitán—. ¡Rezad con el padre Moore!

Los versículos del Libro de Job brotaban del bergantín como la música de las esferas.
Pero los demonios no parecían haber reparado en el barco.
Pasaban a varios miles de kilómetros de distancia y se dirigieron hacia el Sol, que se destacaba como una bola de oro en el dosel negro y cubierto de estrellas de la noche sideral.
Pero no llegaron muy lejos.
Porque del Astro Rey surgieron unos puntos luminosos que al acercarse se transformaron en hoplitas de dorada cabellera, loriga de púrpura y yelmo radiante.
Empuñaban espadas de oro y eran tan bellos que todos los corazones humanos se pararon en diástole.
—¡Son los ángeles! ¡Dios ha escuchado, por fin, nuestras preces! —exclamó el reverendo.
Se trabó una espantosa batalla.

Al chocar las espadas salía despedido un rosario de meteoros.
Cada tajo en la carne se convertía en polvo cósmico del color de la leche.
Se oía como los rugidos de una tormenta.
Por fin, los guerreros demoníacos se consideraron vencidos y volvieron a sus volcanes lunares.
Bajo la dirección del pastor, los tripulantes estaban cantando un Hosanna.
Uno de los ángeles se acercó al Mary Celeste. Su rostro resplandecía como el propio Sol. Quedaron agarrotadas las gargantas.
Tendió el Espíritu Superior su espada como un puente de oro y, con un gesto, les invitó a abandonar el barco.
Saltó primero el sacerdote, danzando como el rey David en su primera entrada triunfal en Jerusalén. Le seguía el resto de la tripulación, exceptuando al capitán.

—¡Véngase con nosotros, Thomas Hopkins! —le suplicó la señora Smithsons, que reía como una adolescente.
—No debo, señora. Tengo que llevar el barco a Génova.

En aquellas alturas, la palabra «Génova» sonaba a lugar irreal.
Retumbó un trueno y el Mary Celeste fue cayendo como una gaviota herida hasta posarse en la superficie del mar.
Cuando Hopkins despertó, habían pasado dos días. 
El barco, con todas sus velas desplegadas, navegaba hacia las azores. 
El cargamento, de mil setecientos litros de alcohol, estaba intacto... Sólo faltaban los marineros y el pasaje.
—Bien. Diremos que todos han perecido en una tempestad. Destrozaremos algún velacho o juanete para que me crean. Porque me tomarían por loco si les dijese la verdad. Añadiré también que el resto de la gente abandonó el barco en una chalupa al presentarse a bordo un caso de cólera.
Rompió, pues, las amarras de la chalupa y la dejó caer al mar, con el fondo agujereado y lastrado.
El barco estaba atravesando el Mar de los Sargazos, una extensa franja del Atlántico en la que crecen algas de, a veces, docenas de metros de longitud.
Era de noche y el timón chirriaba. 
Dormiría allí mismo, con la rueda bien trabada.
Sintió un latigazo en la mejilla derecha. 
Se levantó de un salto y vio, aterrado, como se bamboleaban sobre cubierta cientos de tallos de algas que parecían dedos de una criatura racional.
—Se ve que este barco está endemoniado. Ahora yo soy la última víctima.
Y atenazó el machete que llevaba consigo.
Luchó como un energúmeno contra las sierpes vegetales que intentaban asirle.
Las algas cambiaron de táctica: empezaron a tirar del bergantín hacia abajo. 
Eran miles de maromas las que hacían fuerza. El Mary Celeste ahora se hundía...
—Espero que ahí abajo también pueda respirar —comentó para sí el capitán.
Bogaba ahora a través de un domo de cristal.
Bandadas de peces doblaban las múltiples ramificaciones de las algas.
Vio también a numerosos ahogados cubiertos de pólipos y crustáceos, carcazas de barcos de todas las épocas.
Las algas, que hacían el papel de cables tractores, arrastraron al Mary Celeste a una planicie en donde reposaba, escorado, otro bergantín.
Y Hopkins se estremeció: era el Mary Celeste, cuyo nombre, grabado en cobre sobre la proa, reconoció. 
Y vio una fecha, la de 1885, es decir, ocho años en el futuro.
Es decir, el Mary Celeste, el barco por cuya salvaguardia él había renunciado a la gloria, yacería dentro de ocho años en algún lugar del océano.
Pero él había sido un hombre honrado: intentó devolver el importe de la carga y el barco a sus propietarios.
Algún día Dios tendría en cuenta ese gesto.
La nave volvió a emerger como un rápido pez de las profundidades.
El sol brillaba ahora con más fuerza.
Funchal distaba tan sólo unas cien millas.
Aquella noche comenzó a delirar.
Se sentía ya en Funchal.
Bajó la pasarela y cayó al mar.
Sólo se dio cuenta de su error cuando empezó a notar los primeros síntomas de la asfixia.
Unas manos le alzaron.
Abrió los ojos y se admiró de la extraña forma de la embarcación que le había recogido.
No era ni siquiera un vapor, sino un pequeño navío de difícil clasificación que ronroneaba como un gato, enfilando las olas a gran velocidad.

—¿Y el Mary Celeste? —preguntó a un individuo vestido con pequeños pantalones cortos y camiseta a rayas.

—¿El Mary Celeste? No hemos visto a ningún barco que se llame así. Le recogieron a usted abrazado a un tonel. Estuvo a punto de morir ahogado.

Y era inútil discutir con aquel hombre, que ese año era 1872 y no 1975 como alegaba el otro; que debían distar pocas millas de las Azores y no de las costas de Alicante. Era inútil porque él, el capitán del Mary Celeste, que fue hallado desierto entre las aguas de las Azores y España en el año 1872, y que luego se hundió cerca de Cuba en 1885 (según se enteró unos cien años después), estaba loco de remate.

En efecto, diagnosticado de esquizofrenia paranoica, murió en Nueva York en el año 1980.

SOBRE LOS ÁNGELES-Rafael Alberti


SOBRE LOS ÁNGELES
Rafael Alberti



Madrigal sin remedio

Porque al fin te perdieron fuegos tristes
y humos lentos velaron
velaron el castillo, nívea cárcel.
donde la rosa olvida sus fantasmas,

mi corazón, sin voz, ni batallones,
viene solo al asalto
de esas luces, espejos de ceniza
llevadoras a un muerto sur de muertes.

Ve su pecho ascendido en dos arroyos
de agua y sangre, hacia el tuyo
quemado ya por huecos tizos fáciles,
falsos, flor, pena mía, sin remedio.




Los ángeles mohosos

Hubo luz que trajo
por hueso una almendra amarga.

Voz que por sonido,
el fleco de la lluvia,
cortado por un hacha.

Alma que por cuerpo,
la funda de aire
de una doble espada.

Venas que por sangre,
Y el de mirra y de retama.

Cuerpo que por alma,
el vacío, nada.

Los ángeles vengativos


No, no te conocieron
las almas conocidas.
Sí la mía.

¿Quién eres tú, dinos, que no te recordamos
ni de la tierra ni del cielo?

Tu sombra, dinos, ¿de qué espacio?
¿Qué luz la prolongó, habla,
hasta nuestro reinado?

¿De dónde vienes, dinos,
sombra sin palabras,
que no te recordamos?
¿Quién te manda?
Sí relámpago fuiste en algún sueño,
relámpagos se olvidan, apagados.

Y por desconocida
las almas conocidas te mataron.
No la mía.


El ángel tonto



Ese ángel,
ése que niega el limbo de su fotografía
y hace pájaro muerto
su mano.

Ese ángel que terne que le pidan las alas,
que le besen el pico,
seriamente,
sin contrato.

Si es del cielo y tan tonto,
¿por qué en la tierra?  Dime.
Decidme.

No en las calles, en todo,
indiferente, necio,
me lo encuentro.

¡El ángel tonto!

¡Si será de la tierra!
- Sí, de la tierra sólo.


El ángel del misterio


Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.

Sé que habitan los pozos frías voces,
que son de un solo cuerpo o muchos cuerpos,
de un alma sola o muchas almas.
No sé.
Decídmelo.

Que un caballo sin nadie va estampando
a su amazona antigua por los muros.
Que en las almenas grita, muerto, alguien
que yo toqué, dormido, en un espejo,
que yo, mudo, le dije...
No sé.
Explicádmelo.

Los ángeles mudos

Inmóviles, clavadas, mudas mujeres de los zaguanes
y hombres sin voz, lentos, de las bodegas,
quieren, quisieran, querrían preguntarme:
- ¿Cómo tú por aquí y en otra parte?

Querrían hombres, mujeres, mudos, tocarme,
saber si mi sombra, si mi cuerpo andan sin alma
por otras calles.
Quisieran decirme:
- Si eres tú, párate.

Hombres, mujeres, quieren, querrían ver claro,
asomarse a mi alma,
acercarle una cerilla
por ver si es la misma.
Quieren, quisieran...
- Habla

Y van a morirse, mudos,
sin saber nada.

El ángel de arena


Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.
Duérmete.  Ciérralos.

Vi que el mar verdadero era un muchacho que saltaba desnudo,
invitándome a un plato de estrellas y a un reposo de algas.
¡Sí, sí!  Ya mi vida iba a ser, ya lo era, litoral desprendido.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.



El ángel falso

Para que yo anduviera entre los nudos de las raíces
y las viviendas óseas de los gusanos.
Para que yo escuchara los crujidos descompuestos del mundo
y mordiera la luz petrificada de los astros,
al oeste de mi sueño levantaste tu tienda, ángel falso.

Los que unidos por una misma corriente de agua me veis,
los que atados por una traición y la caída de una estrella me escucháis,
acogeos a las voces abandonadas de las ruinas.
Oíd la lentitud de una piedra que se dobla hacia la muerte.

No os soltéis de las manos.

Hay arañas que agonizan sin nido
y yedras que al contacto de un hombro se incendian y llueven sangre.
La luna transparenta el esqueleto de los lagartos.
Si os acordáis del cielo,
la cólera del frío se erguirá aguda en los cardos
o en el disimulo de las zanjas que estrangulan
el único descanso de las auroras: las aves.
Quienes piensen en los vivos verán moldes de arcilla
habitados por ángeles infieles, infatigables:
los ángeles sonámbulos que gradúan las órbitas de la fatiga.

¿Para qué seguir andando?
Las humedades son íntimas de los vidrios en punta
y después de un mal sueño la escarcha despierta clavos
o tijeras capaces de helar el luto de los cuervos.

Todo ha terminado.
Puedes envanecerte, en la caída marchita de los cometas que se hunden,
de que mataste a un muerto,
de que diste a una sombra la longitud desvelada del llanto,
de que asfixiaste el estertor de las capas atmosféricas.


Los ángeles muertos


Buscad, buscadlos:
en el insomnio de las cañerías olvidadas,
en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras.
No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,
unos ojos perdidos,
una sortija rota
o una estrella pisoteada.

Porque yo los he visto:
en esos escombros momentáneos que aparecen en las neblinas.
Porque yo los he tocado:
en el destierro de un ladrillo difunto,
venido a la nada desde una torre o un carro.
Nunca más allá de las chimeneas que se derrumban
ni de esas hojas tenaces que se estampan en los zapatos.


En todo esto.
Mas en esas astillas vagabundas que se consumen sin fuego,
en esas ausencias hundidas que sufren los muebles desvencijados,
no a mucha distancia de los nombres y signos que se enfrían en las paredes.


Buscad, buscadlos:
debajo de la gota de cera que sepulta la palabra de un libro
o la firma de uno de esos rincones de cartas
que trae rodando el polvo.



Cerca del casco perdido de una botella,
de una suela extraviada en la nieve,
de una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio.



Los ángeles feos


Vosotros habéis sido,
vosotros que dormís en el vaho sin suerte de los pantanos
para que el alba más desgraciada os reanime en una gloria de estiércol,
vosotros habéis sido la causa de ese viaje.

Ni un solo pájaro es capaz de beber en una alma
cuando sin haberlo querido un cielo se entrecruza con otro
y una piedra cualquiera levanta a un astro una calumnia.

Ved.

La luna cae mordida por el ácido nítrico
en las charcas donde el amoníaco aprieta la codicia de los alacranes.

Si os atrevéis a dar un paso,
sabrán los siglos venideros que la bondad de las aguas es aparente
cuantas más hoyas y lodos ocultan los paisajes.
La lluvia me persigue atirantando cordeles.
Será lo más seguro que un hombre se convierta en estopa.

Mirad esto:
ha sido un falso testimonio decir que una soga al cuello no es agradable
y que el excremento de la golondrina exalta al mes de mayo.

Pero yo os digo:
una rosa es más rosa habitada por las orugas
que sobre la nieve marchita de esta luna de quince años.

Mirad esto también, antes que demos sepultura al viaje:
cuando una sombra se entrecoge las uñas en las bisagras de las puertas
o el pie helado de un ángel sufre el insomnio fijo de una piedra,
mi alma sin saberlo se perfecciona.

Al fin ya vamos a hundimos.
Es hora de que me dierais la mano
y me arañarais la poca luz que coge un agujero al cerrarse
y me matarais esta mala palabra que voy a pinchar sobre las tierras que se derriten.


El ángel superviviente


Acordaos.
La nieve traía gotas de lacre, de lomo derretido
y disimulos de niña que ha dado muerte a un cisne.
Una mano enguantada, la dispersión de la luz y el lento asesinato.

La derrota del cielo, un amigo.

Acordaos de aquel día, acordaos
y no olvidéis que la sorpresa paralizó el pulso y el color de los astros.
En el frío, murieron dos fantasmas.
Por un ave, tres anillos de oro
fueron hallados y enterrados en la escarcha.
La última voz de un hombre ensangrentó el viento.
Todos los ángeles perdieron la vida.
Menos uno, herido, alicortado.







Rafael Alberti Merello

  • Nace: 16 de diciembre de 1902
  • Lugar:Puerto de Santa María, Cádiz
  • Efemérides:

  • Muere:28 de octubre de 1999
  • Lugar: Puerto de Santa María, Cádiz,
  • Efemérides: 28 de octubre de 1999

Biografía



Poeta español de la Generación del 27. 
Empieza el bachillerato en el Colegio de los Jesuitas del Puerto de Santa María. 

En 1917 se traslada a Madrid, donde abandona el bachillerato por la pintura, que ejerce una gran influencia en su obra; en 1922 realiza una exposición en el Ateneo. 

Por motivos de salud se traslada, poco después, a vivir en las sierras de Guadarrama y Rute, donde empieza a escribir sus primeras poesías, recogidas bajo el título de Marinero en tierra. 

Con este libro obtiene el Premio Nacional de Literatura (1924-25), otorgado por un jurado que integraban Antonio Machado, Menéndez Pidal y Gabriel Miró. 
A esta obra siguieron La Amante (1925) y El alba de alhelí (1925-26). 
En sus primeros libros se aprecia claramente la influencia de Gil Vicente, del Cancionero y Romancero españoles y de otros autores como Garcilaso, Góngora, Lope, Bécquer, Baudelaire, Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado.

Su poesía es "popular" -según Juan Ramón Jiménez-, "pero sin acarreo fácil, personalísima, de tradición española, pero sin retorno innecesario, nueva, fresca y acabada a la vez, rendida, ágil, graciosa, parpadeante: andalucísima". 

La etapa neogongorista y humorista de Cal y canto (1926-1927) marca la transición de este autor a la fase superrealista de Sobre los ángeles (1927-1928)

A partir de entonces, y tras afiliarse al partido comunista, su obra adquiere tono político. 

Este giro le lleva a considerar su obra anterior como un cielo cerrado y una contribución irremediable a la poesía burguesa.

La poesía de Alberti cobra cada vez más un tono irónico y desgarrado, como los poemas burlescos Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), Sermones y moradas (1929-1930) y la elegía cívica Con los zapatos puestos tengo que morir (1930). 

A partir de 1931 aborda el teatro, estrenando El hombre deshabitado y El adefesio. 

Posteriormente recorre  varios países de Europa, pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios, para estudiar las nuevas tendencias del teatro.

En 1933 escribe Consignas y Un fantasma recorre Europa, y en 1935, 13 bandas y 48 estrellas. 

En 1939, al terminar la Guerra Civil española, emigra a la República Argentina, desde donde se traslada a Roma en 1962. 

En 1945 publica, en Buenos Aires, A la pintura: poema del color y la línea, y además un volumen que abarca la casi totalidad de su obra lírica, Poesía, donde se muestra cierta nostalgia por la patria. 

Regresa finalmente a España en 1977.
Su producción poética continúa con la misma intensidad en estos años, prolongándose sin fisuras hasta muy avanzada edad.

A su vuelta a España es elegido diputado por el Partido Comunista de España, pero renuncia a su escaño para proseguir su tarea literaria y dar recitales por toda España. 

Sus libros de memorias cosechan grandes éxitos en las distintas ediciones, cada vez más completas, de los diferentes volúmenes de su Arboleda perdida. 

Entre las numerosas distinciones y homenajes que se le dedican destaca el Premio Miguel de Cervantes, que le es concedido en el año 1983.