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lunes, 17 de mayo de 2010

Algunas poesías-La despedida -La fuerza de la costumbre-La violeta-La hermosa noche-Johann Wolfgang Goethe

Poesía 
Algunas Poesías
Johann Wolfgang Goethe

La despedida





¡Deja que adiós te diga con los ojos,
ya que a decirlo niéganse mis labios
¡La despedida es una cosa seria
aun para un hombre, como yo, templado!
Triste en el trance se nos hace, incluso
del amor la más dulce y tierna prueba;
frío se me antoja el beso de tu boca
floja tu mano, que la mía estrecha.
¡La caricia más leve, en otro tiempo
furtiva y volandera, me encantaba!
Era algo así cual la precoz violeta,
que en marzo en los jardines arrancaba.
Ya no más cortaré fragantes rosas
para con ellas coronar tu frente.
Ella es primavera, pero otoño

para mí, por desgracia, será siempre.

La fuerza de la costumbre


¡Amé ya antes de ahora, mas ahora es cuando amo!
Antes era el esclavo; ahora el servidor soy.
De todos el esclavo en otro tiempo era;
a una beldad tan solo mi vasallaje doy;
que ella también me sirve, gustosa, a fuer de arnante,
¿cómo con otra alguna a complacerme voy?

¡Creer imaginaba, pero ahora es cuando creo!
Y aunque raro parezca y hasta vituperable,
a la creyente grey muy gustoso me adhiero;
que al través de mil fuertes duras contrariedades,
de muy graves apuros e inminentes peligros,
todo de pronto leve se me hizo y tolerable.

¡Comidas hacía antes, pero ahora es cuando como!
Buen humor y alegría bulléndome en el cuerpo,
al sentarme a la mesa todo pesar olvido.
Engulle aprisa el joven y se va de bureo;
a mí, en cambio, me place yantar en sitio alegre;
saboreo los manjares y en su olor me recreo.

¡Antaño bebí, hoy es cuando bebo a gusto!
El vino nos eleva, nos hace soberanos
y las lenguas esclavas desata y manumite.
Sí, sedante bebida no escatiméis, hermanos,
que si del rancio vino los toneles se agotan,
ya en la bodega el nuevo mosto se está enranciando.

La danza practiqué e hice su panegírico,
y en cuanto oía sonar la invitación al baile
ya estaba yo marcando mis honestas posturas.
Y aquel que muchas flores cortó primaverales,
por más que todas ellas a guardar no acertara,
siempre le queda, al menos, un ramo razonable.

¡Sus, y a la obra de nuevo!
No pienses ni caviles;
que quien amar no sabe a las floridas rosas
solo encuentra después espinas que le pinchen.
Del sol, hoy como ayer, fulge la enorme antorcha;
de las cabezas bajas aléjate prudente,
y haz que tu vida empiece de nuevo a cada hora.



La violeta




En la pradera una violeta había
encorvada y perdida entre la yerba,
con todo y ser una gentil violeta.
Una linda pastora,
con leve paso y desenfado alegre,
llegó cruzando por el prado verde,
y este canto se escapa de su boca:
—¡Ay! Si yo fuera—la violeta dice—
la flor más bella de las flores todas...,
pero tan solo una violeta soy,
¡condenada a morir sobre el corpiño
de una muchacha loca!
¡Ah, mi reinado es breve en demasía;
tan solo un cuarto de hora!
En tanto que cantaba, la doncella,
sin fijarse en la pobre violetilla,
hollóla con sus pies hasta aplastarla.
Y al sucumbir, pensó la florecilla,
todavia con orgullo:
—Es ella, al menos,
quien la muerte me da con sus pies lindos,
no me ha sido del todo el sino adverso.

La hermosa noche



Abandonar debo el chozo
donde vive mi adorada,
y con paso sigiloso
vago por la selva árida;
brilla la luna en la fronda,
alienta una brisa blanda,
y el abedul, columpiándose,
a ella eleva su fragancia.
¡Cómo me place el frescor
de la bella noche estiva!
¡Qué bien se siente aquí
lo que nos llena de dicha!
¡Trabajo cuesta decirlo!...
Y sin embargo, daría
yo mil noches como esta
por una junto a mi amiga.





Johann Wolfgang von Goethe

  • Nace:28 de agosto de 1749
  • Lugar:Frankfurt am Main, Alemania
  • Efemérides: 28 de agosto

  • Muere: 22 de marzo de 1832
  • Lugar: Weimar,Alemania
  • Efemérides:22 de marzo

Biografía

Dramaturgo alemán conocido por“Fausto”, Johann Wolfgang von Goethe es una de las grandes figuras de la historia de la literatura alemana.Estudió derecho, y en 1775 se incorporó a la corte del duque Carlos Augusto.
Durante diez años fue un ministro de alto rango del Estado de Weimar, mientras que al mismo tiempo, trabajaba en obras de teatro, poemas, ensayos, novelas y estudios científicos.
Él saltó a la fama literaria con la obra Götz von Berlichingen(1773) y Die Leiden des Werthers jungen ( 1774 Las desventuras del joven Werther ), y en 1775 comenzó a trabajar en su obra maestra, Fausto .
En la historia de Fausto vende su alma a Satanás a cambio de poder y conocimiento. 
La primera parte fue publicada en 1808 y la segunda parte fue publicada en 1832, momento en que Goethe estaba al final de una carrera literaria sensacional y un ídolo de los románticos alemanes. 
Sus otros trabajos incluyen ensayos sobre la botánica y fisiología, una autobiografía, Dichtung und Wahrheit 
(Poesía y verdad , 1811-33), el Bildungsroman prototípicas, Wilhelm Meisters Lehrjahre ( Aprendizaje de Wilhelm Meister , 1796), el poema épico Hermann y Dorothea (1798) y el drama Torquato Tasso (1790).
En 1784, Goethe descubrió de forma independiente el hueso intermaxilar humano, que había sido descubierto por otros dos científicos de varios años antes. En 1790, publicó Metamorphose der Pflanzen (metamorfosis de las plantas ), que al parecer influyó Darwin. En 1810, Goethe Farbenlehre ( Teoría del Color ) promovió la idea de que el color surge de la interacción dinámica de las tinieblas y la luz. En gran parte rechazada en los tiempos modernos, sin embargo, Goethe realizó un trabajo pionero en el área de luz y color.
Muchos de sus biógrafos han tratado de desmitificar la leyenda y arrojar más luz sobre el hombre, cuestionando todo, desde las preferencias sexuales hasta sus opiniones religiosas. Pero nadie puede negar el impacto de Goethe sobre el legado literario de Alemania.
Goethe murió inesperadamente el 22 de marzo de 1832 en Weimar
Las obras de Goethe incluyen :


-Götz von Berlichingen (1773, drama)

-Die Leiden des Werthers jungen o Las desventuras del joven Werther (1774, novela)

-Erlkönig (1782, poema)


-Iphigenie auf Tauris (1787, verso dramático)


-Faust, ein Fragment (1790, drama)


-Metamorphose der Pflanzen / Metamorfosis de las plantas (1790, tratado científico)


-Römische Elegien / Elegías romanas (1793, poemas)


-Wilhelm Meister Lehrjahre / Wilhelm Meister Años de aprendizaje (1795-1796)


-Zur Farbenlehre / Teoría del Color (1805/10, tratado científico)


-Die Wahlverwandschaften / Las afinidades electivas (1809, novela)


-Italienische Reise / Viaje a Italia (1816, 1829)> (Web, en alemán)


-West-Divan östlicher / Diván de Oriente y Occidente (1819)


-Viajes de Wilhelm Meister Wanderjahre / Wilhelm Meister (1821-1829)


-Fausto (1808) y Fausto II (1827, 1832, verso dramático)

LA SOMBRA- Hans Christian Andersen-Cuando se pierde la noción de irrealidad...

LA SOMBRA
Hans Christian Andersen
Traducción: A. Agüell



En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol!
La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros.
Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear; como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario.
Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro.
Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella.
Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable.
Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar.
Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba.
Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse.
En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza.
El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir.
 En todos los balcones de la calle –y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones– había gente asomada, porque uno tiene que respirar; por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo.
Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces –sí, más de mil había encendidas–.
Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban –¡tilín, tilín, tilín!– sonando los cascabeles.
Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban –sí, había una vida tremenda en la calle–.
Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo.
Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas –luego alguien debía haber allí–.
La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera.
De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos excepto lo referente al sol–.
Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.

–Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar; siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque.

Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta.
La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente.
Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer.
De tal forma le deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo.
De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina, pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos.
Era, sin embargo, como cosa de magia. Y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.

Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.
–Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente –dijo el sabio–. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar; mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Si, haz algo útil –dijo en broma–. ¡Vamos, entra! ¡Vamos, ahora!

Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:

–¡Anda, pero no te pierdas!


Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; por si acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada de la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de si.

A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.

–¿Qué pasa? –dijo, cuando salió al sol–. ¡Me he quedado sin sombra! Luego se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!

Y eso le enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía de la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.

Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de si, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:

–¡Ejem! ¡Ejem! –pero sin resultado.

Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol –quizá la raíz había quedado dentro–. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.

De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.

Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.

–¡Adelante! contestó, pero nadie entro.

Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.

–¿Con quién tengo el honor de hablar? –preguntó el sabio.

–¡Ah!, ya pensé que no me reconocería –dijo el hombre elegante–. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volviera, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo.

Y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello.

¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.

–No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto –dijo el sabio.

–Ya, no es nada corriente –dijo la sombra–, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverle a ver antes de que usted muera, porque usted ha de morir. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.

–¡Bueno! ¿Pero eres tú? –dijo el sabio–. ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!

–Dígame cuánto le debo –dijo la sombra–, porque no me gustaría deberle nada.

–¿Cómo puedes hablar así? –dijo el sabio–. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.


–Sí que le contaré –dijo la sombra, y se sentó–, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener a una familia.


–¡Estáte tranquilo! –dijo el sabio–. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!


–¡Palabra de sombra! –dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.


Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas –sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes–. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto lo que la hacía tan humana.


–Ahora voy a contarle –dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies.


Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.


–¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? –dijo la sombra–. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!


–¡La Poesía! –gritó el sabio–. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Si, la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?


–Me encontré en la antesala –dijo la sombra–. Lo que usted siempre veía era la antesala– No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo, como debe hacerse.


–¿Y entonces qué viste? –preguntó el sabio.


–Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte, pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones..., desearía que me llamase de usted.


–¡Dispense usted! –dijo el sabio–. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.


–¡Todo! –dijo la sombra–. Lo vi todo y lo sé todo.


–¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? –preguntó el sabio–. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?


–¡Todo estaba allí! –dijo la sombra–. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.


–¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?


–Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié (sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro), me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared (¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda!). Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi –dijo la sombra– lo que ningún hombre debe conocer; pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos; no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo; y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del Sol; y estoy siempre en casa cuando llueve.


Y la sombra se marchó.


Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.


–¿Cómo le va? –preguntó.


–¡Ay! –dijo el sabio–. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.


–Pues a mí no me ocurre igual –dijo la sombra–. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!


–¡Qué disparate! –dijo el sabio.


–¡Según como se mire! –dijo la sombra–. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.


–¡Esto ya es el colmo! –protestó el sabio.


–Pero así va todo el mundo –dijo la sombra–, y así seguirá.


Y se marchó.


Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca; hasta que al final cayó enfermo de consideración.


–¡Parece usted totalmente una sombra! –le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.


–Lo que debe hacer es tomar las aguas –dijo la sombra, que vino de visita–. No hay nada igual. Le llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario, con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera (eso es también una enfermedad), y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.


Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos: en coche, a caballo, a pie, al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:


–Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.


–En eso que dice contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor –hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, le pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando le oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto le tutearé a usted, como fórmula de compromiso.


Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.


«¡Qué absurdo –pensó éste– que yo le hable de usted y él me tutee!»


Pero no tuvo más remedio que aguantarlo.


Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.


Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.


–Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa: no tiene sombra.


Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:


–A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.


–Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente –dijo la sombra–. Sé que vuestra dolencia consiste en que veis demasiado bien, pero debe haber desaparecido; estáis curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No habéis visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar; pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Ved que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.


«¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? –pensó la princesa–. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal que no le crezca la barba y se marche.»


Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.

«Debe ser el hombre más sabio del mundo», pensó, tal era su admiración por lo que sabia. Y cuando bailaron de nuevo, la princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella le atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaba.

«Es un sabio –se dijo–, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarle.»

Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.

–¡No sabe usted la respuesta! –dijo la princesa.

–Lo aprendí de párvulo –dijo la sombra–. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.

–¡Su sombra! –dijo la princesa–. Sería en verdad extraordinario.

–Bueno, no digo que lo sepa –dijo la sombra–, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante

tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor; y debe estarlo para contestar bien, ha de ser tratado precisamente como una persona.


–Me complacerá hacerlo –dijo la princesa.

Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.

«¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabía? –pensó ella–. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.»

Y ambos estuvieron de acuerdo, la princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.

–¡Nadie, ni siquiera mi sombra! –dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.

Tras esto, fueron al país donde reinaba la princesa, una vez que ella había regresado.


Escucha, amigo mío –dijo la sombra al sabio–. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en palacio, irás conmigo en mí carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la princesa. Esta noche será la boda.

–¡No, eso es monstruoso! –dijo el sabio–. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas si eres un disfraz!

–No lo creerá nadie –dijo la sombra–. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!

–¡Iré a ver a la princesa! –dijo el sabio.

–Pero yo iré primero –dijo la sombra–, y tú irás al calabozo.

Y así fue, porque los centinelas le obedecieron, al saber que iba a casarse con la princesa.

–¡Estás temblando! –dijo la princesa, cuando la sombra fue a visitarla–. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.

–Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir –dijo la sombra–. ¡Imagínate (claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho); imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo (imagínate, si puedes), que yo soy su sombra!

–¡Qué horror! –dijo la princesa–. ¿Lo habrán encerrado, supongo?

–Sí. Me temo que nunca recupere la razón.

–¡Pobre sombra! –dijo la princesa–. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.

–Resulta cruel –dijo la sombra– porque era un buen sirviente.

Y pareció dar un suspiro.

–¡Qué nobles sentimientos! –dijo la princesa.

Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.




Hans Christian Andersen

  • Nace: 2 de abril de 1805
  • Lugar: Odense, Dinamarca
  • Efemérides: 2 de abril

  • Muere: 4 de agosto de 1875
  • Lugar:Copenhague,Dinamarca
  • Efemérides: 4 de agosto

Biografía

Escritor dinamarqués, Hans Christian Andersen nació en Odense, Dinamarca, el 2 de abril de 1805.
 El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann.
Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios.
En 1819, a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño de triunfar como dramaturgo.
La crisis que vivía el reino a raíz de las duras condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual obstaculizaron seriamente su propósito.
Tras tres largos años de penuria tuvo la suerte de que se cruzara en su camino el canciller Jonas Collin, el cual dándose cuenta de su talento le envía a una escuela de Slagelse para que reciba una instrucción formal.
Según palabras del propio Andersen, los años pasados en esta escuela fueron los más sombríos de su vida. Es en esta época cuando escribe su primera obra.
En 1827 imprime de forma anónima El niño moribundo, que reflejaba el tono romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes.
En esta misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.
El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En España).
En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras, piezas teatrales como El mulato y una autobiografía, La verdadera historia de mi vida.
Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de cuentos.
Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.
Desde entonces comienza a cosechar éxitos literarios; sus poemas se publican en algunos de los principales diarios de la época y presenta su primer trabajo en prosa - Caminata desde el canal de Holinen hasta la punta oriental de Amager- y su primera obra de teatro  Amor en la torre de San Nicolás.
Entre 1833 y 1834 visita Francia e Italia.
En 1835 publica el primer fascículo de los Cuentos de hadas, contados para los niños .
Tan grande es la aceptación que tienen los cuentos que a esta primera colección siguen otras muchas, casi una por año, con obras tan conocidas como La sirenita, La pequeña vendedora de fósforos, Pulgarcita, El Patito Feo o La Reina de las Nieves.
Sin duda, sus cuentos, traducidos a más de 120 idiomas, han dado a Hans Christian Andersen una fama universal entre niños y adultos.
Le encantaba viajar y cuando visitaba un país nuevo solía escribir un relato del viaje.
Durante 1862 y 1863 realiza un viaje a España, publicando con posterioridad el relato de su recorrido en: I Spanien ( En España ).
En 1867 es nombrado Hijo Predilecto y Ciudadano Honorario de su ciudad natal.
Su sexta y última novela, Pedro el afortunado, la escribe en 1871.
En 1872, publica la última entrega de sus cuentos de hadas.
Reconocido y admirado mundialmente murió el 4 de agosto de 1875.
A su funeral, celebrado el 11 de Agosto acudió el Rey de Dinamarca.
Los cuentos de Andersen
Sus cuentos, dedicados a niños, resultan también atractivos para los adultos por el sentido moral y filosófico que se esconde tras cada historieta.

 Obra
Algunos temas son recurrentes en los cuentos de Andersen:
Así, el tema de la muerte está presente en muchos de sus escritos.
No la presenta como algo negativo sino como una continuación de la vida o una liberación.
Aparece en La pequeña vendedora de fósforos (1845), Bajo el sauce (1853) , o en Anne-Lisbeth (1859).
Con frecuencia, en las obras de Andersen, los personajes tenían que elegir entre la razón o el sentimiento. Este tema puede encontrarse en La Reina de las Nieves (1844) , No servía para nada (1853) o La Pequeña Ondine .
Varias veces ha recurrido también este escritor danés a presentarnos personajes incómodos con el mundo que les ha tocado vivir. El patito feo (1842), La Pequeña Ondine (1835) o La Dríade (1868) son buenos ejemplos de ello.
Los protagonistas de algunas de sus obras parecen haberse perfilado a imagen y semejanza de su creador. Andersen, que provenía de una familia sin recursos ni posibilidades y logró convertirse en un escritor de enorme éxito y reconocimiento, creó diferentes personajes que inicialmente no tenían ninguna posibilidad de éxito y a los que, con posterioridad, sonrió la suerte.
En obras como Le briquet (1835) o Hans le balourd (1855) podemos verlo.
A Andersen también le gustaba contar la historia de una vida, humana, animal o vegetal.
Era incluso capaz de dar vida, lenguaje y sentimiento a un objeto.
En sus escritos la mujer ocupa un lugar preponderante, no encontrando en ocasiones rastro de presencia masculina en todo el cuento.
Con frecuencia los papeles protagonistas los ocupan personajes femeninos e incluso muchas veces, los animales son hembra.
En sus cuentos, Andersen es sensible a la belleza, sabiendo otorgársela de manera exquisita a los personajes y a las cosas que describe.
La naturaleza y los paisajes son descritos de forma poética y precisa.
Es fácil encontrar en sus cuentos momentos en que objetos mágicos son capaces de cambiar la vida de los personajes a mejor (Le briquet) , pero también a peor (Los zuecos de la felicidad ; Las zapatillas rojas) .
Como danés que fue, Andersen, recurrió con frecuencia a personajes propios del folklore de su país: duendes, trolls, hadas, brujas, elfos, driandes están presentes en sus obras, aunque también son fuentes de inspiración para él las creencias y leyendas de los países nórdicos que visita.

viernes, 14 de mayo de 2010

El diablo de la botella-Robert Louis Stevenson (Última parte)

El diablo de la botella
Robert Louis Stevenson 
(Última parte)


Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los preciosos céntimos que siempre tenían al alcance de la mano, porque es una moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.
—Buen hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?
El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró enterarse de que era viejo y pobre y un extranjero en la isla.
—¿Me haría usted un favor?—dijo Kokua—. De extranjero a extranjera y de anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?
—Ah—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada conseguirá contra mí.
—Siéntese aquí—le dijo Kokua—, y déjeme que le cuente una historia.
Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.
—Y yo soy su esposa—dijo Kokua al terminar—; la esposa que Keawe compró a cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a comprar por tres. ¡Y que el Señor dé fortaleza a una pobre muchacha!
—Si trataras de engañarme —dijo el anciano—, creo que Dios te mataría.
—¡Sí que lo haría!—exclamó Kokua—. No le quepa duda. No podría ser tan malvada. Dios no lo consentiría.
—Dame los cuatro céntimos y espérame aquí—dijo el anciano.
Ahora bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle todo su valor desapareció. El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.
Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.
—He hecho lo que me pediste—dijo al llegar junto a ella—. Tu marido se ha quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.
Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokua.
—Antes de dármela —jadeó Kokua— aprovéchese también de lo bueno: pida verse libre de su tos.
—Soy muy viejo—replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?
—¡No, no dudo!—exclamó Kokua—. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!
El anciano miró a Kokua afectuosamente.
—¡Pobre niña! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo, y, en cuanto al otro...
—¡Démela! —jadeó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para eso? Deme la botella.
—Que Dios te bendiga, hija mía—dijo el anciano.
Kokua ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos los caminos le daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación, contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.
Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokua se detuvo a contemplar su rostro.
—Ahora, esposo mío—dijo—, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás cantar y reír. Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volverá a dormir tranquila, ni a cantar ni a divertirse.
Después Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.
Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicción de Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokua lo veía y le oía como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.
Mientras tanto Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe empezó a reírse del viejo que había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.
—Parecía un anciano respetable—dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?
—Esposo mío—dijo Kokua humildemente—, su intención puede haber sido buena.
Keawe se echó a reír muy enfadado.
—¡Tonterías! —exclamó acto seguido—. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina... —dijo Keawe, estremeciéndose—. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se la llevará consigo a la tumba.
—¿No es una cosa terrible, esposo mío dijo Kokua—, que la salvación propia signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de Kokua.
—¡Tonterías! —exclamó—. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas. Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.
Luego salió y Kokua se quedó sola.
¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.
Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.
A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.
—Estoy enferma, esposo mío—dijo ella—. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me divertiría.
Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.
—¡Eso es lo que piensas de verdad—exclamó—, y ése es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por tu amor y ¡tú no tienes ganas de nada! Kokua, tu corazón es un corazón desleal.
Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.
—¡Eh, tú! —dijo el contramaestre—, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.
—Si—dijo Keawe—, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.
—Ese no es un buen sistema, compañero—dijo el contramaestre—. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.
Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el cerebro.
«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente. La pillaré in fraganti.
De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.
Kokua estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokua se retorcía las manos.
Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas
«Tengo que asegurarme de esto», pensó.
De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.
—He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día —dijo Keawe—. He encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo a por más dinero para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.
Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua estaba demasiado preocupada para darse cuenta.
—Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío —dijo ella con voz temblorosa.
—Ya sé que hago bien en todo—dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y cogiendo el dinero. Pero también miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella, pero la botella no estaba allí.
Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó; «es ella la que ha comprado la botella.»
Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si fuera agua de pozo.
—Kokua—dijo Keawe—, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros—añadió, riendo sin mucho entusiasmo—. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.
Un momento después Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! exclamó ella.
—Ojalá que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro—dijo Keawe; acto seguido volvió a marcharse.
Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de seguir bebiendo. Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra cosa.
En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.
—Mi mujer tiene la botella—dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.
—¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio?—exclamó el contramaestre.
—Pongámonos bajo el farol—dijo Keawe—. ¿Tengo aspecto de estar bromeando?
—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si vinieras de un entierro.
—Escúchame, entonces—dijo Keawe—; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará inmediatamente. Tráemela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te envía.
—Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?—quiso saber el contramaestre.
—Nada malo te sucedería aunque fuera así—respondió Keawe.
—Tienes razón, compañero—dijo el contramaestre.
—Y si dudas de mí—añadió Keawe—puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobarás en seguida el poder de la botella.
—Muy bien, kanaka—dijo el contramaestre—. Haré la prueba; pero si te estás divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con una barra de hierro.
De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokua había esperado la noche anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.
Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar mucho más borracho que antes.
El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.
—Ya veo que la has conseguido—dijo Keawe.
—¡Quietas las manos! —gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás—. Si te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no es cierto?
—¿Qué significa esto?—exclamó Keawe.
—¿Qué significa? —repitió el contramaestre—. Que esta botella es una cosa extraordinaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.
—¿Quieres decir que no la vendes?—jadeó Keawe.
—¡Claro que no!—exclamó el contramaestre—. Pero te dejaré echar un trago de ron, si quieres.
—Has de saber—dijo Keawe—que el hombre que tiene esa botella terminará en el infierno.
—Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—; y esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! —exclamó de nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.
—¿Es posible que sea verdad todo esto?—exclamó Keawe—. ¡Por tu propio bien, te lo ruego, véndemela!
—No me importa nada lo que digas—replicó el contramaestre—. Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!
Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la botella desaparece de esta historia.
Pero Keawe corrió a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.
Apia, Upolu, Islas de Samoa, 1889.