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miércoles, 2 de mayo de 2012

Aristóteles -Política - Libro octavo Teoría general de las revoluciones -Procedimientos de las revoluciones-Causas diversas de las revoluciones- De las causas de las revoluciones en las oligarquías-De las causas de las revoluciones en las aristocracias

Aristóteles
Política
Libro octavo
Teoría general de las revoluciones







Capítulo I
Procedimientos de las revoluciones
Todas las partes del asunto de que nos proponemos tratar aquí están, si puede decirse así, casi agotadas. Como continuación de todo lo que precede, vamos a estudiar, de una parte, el número y la naturaleza de las causas que producen las revoluciones en los Estados, los caracteres que revisten según las constituciones y las relaciones que más generalmente tienen los principios que se abandonan con los principios que se adoptan; de otra, indagaremos cuáles son, para los Estados en general y para cada uno en particular, los medios de conservación; y, por último, veremos cuáles son los recursos especiales de cada uno de ellos. Hemos enunciado ya la causa primera a que debe atribuirse la diversidad de todas las constituciones, que es la siguiente: todos los sistemas políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos derechos y una igualdad proporcional entre los ciudadanos, pero todos en la práctica se separan de esta doctrina. La demagogia ha nacido casi siempre del empeño de hacer absoluta y general una igualdad que sólo era real y positiva en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres se ha creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha nacido del empeño de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es real y positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres desiguales en fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el poder político con todas sus atribuciones fuera repartido por igual; los otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar sus privilegios, porque esto equivalía a aumentar la desigualdad. Todos los sistemas, bien que justos en el fondo, son, sin embargo radicalmente falsos en la práctica. Y así los unos como los ogros, tan pronto como no han obtenido, en punto a poder político, todo lo que tan falsamente creen merecer, apelan a la revolución. Ciertamente, el derecho de insurrección a nadie debería pertenecer con más legitimidad que a los ciudadanos de mérito superior, aunque jamás usen de este derecho; realmente, la desigualdad absoluta sólo es racional respecto a ellos. Lo cual no impide que muchos, sólo porque su nacimiento es ilustre, es decir, porque tienen a su favor la virtud y la riqueza de sus antepasados a que deben su nobleza, se crean en virtud de esta sola desigualdad muy por encima de la igualdad común.
Tal es la causa general, y también puede decirse el origen de las revoluciones y de las turbulencias que ellas ocasionan. En los cambios que producen proceden de dos maneras. Unas veces atacan el principio mismo del gobierno, para reemplazar la constitución existente con otra, sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la democracia, o al contrario; o la república y la aristocracia a una u otra de aquéllas; o las dos primeras a las dos segundas. Otras, la revolución, en vez de dirigirse a la constitución que está en vigor, la conserva tal como la encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedores es a gobernar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de este género son muy frecuentes en los Estados oligárquicos y monárquicos. A veces la revolución fortifica o relaja un principio; y así, si rige la oligarquía, la revolución la aumenta o la restringe; si la democracia, la fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en cualquier otro sistema. A veces, por último, la revolución sólo quiere quitar una parte de la constitución, por ejemplo, fundando o suprimiendo una magistratura dada; como cuando, en Lacedemonia, Lisandro quiso, según se asegura, destruir el reinado, y Pausanias, la institución de los éforos. De igual modo, en Epidamno sólo se alteró un punto de la constitución, sustituyendo el senado a los jefes de las tribus. Hoy mismo basta el decreto de un solo magistrado para que todos los miembros del gobierno estén obligados a reunirse en asamblea general; y en esta constitución el arconte único es un resto de oligarquía. La desigualdad es siempre, lo repito, la causa de las revoluciones, cuando no tienen ninguna compensación los que son víctimas de ella. Un reinado perpetuo entre iguales es una desigualdad insoportable; y en general puede decirse que las revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Esta igualdad tan ansiada es doble. Puede entenderse respecto del número y del mérito. Por la del número entiendo la igualdad o identidad en masa, en extensión; por la del mérito entiendo la igualdad proporcional. Y así, en materia de números, tres es más que dos, como dos es más que uno; pero proporcionalmente cuatro es a dos como dos es a uno. Dos, efectivamente, está con cuatro en la misma relación que uno con dos; es la mitad en ambos casos. Puede estarse de acuerdo sobre el fondo mismo del derecho y diferir sobre la proporción en que debe concederse. Ya lo dije antes: los unos, porque son iguales en un punto, se creen iguales de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales bajo un solo concepto, quieren ser desiguales en todos sin excepción.
De aquí procede que la mayor parte de los gobiernos son oligárquicos o democráticos. La nobleza y la virtud son el patrimonio de pocos; y las cualidades contrarias, el de la mayoría. En ninguna ciudad pueden citarse cien personas de nacimiento ilustre, de virtud intachable; pero casi en todas partes se encontrarán masas de pobres. Es peligroso pretender constituir la igualdad real o proporcional con todas sus consecuencias; los hechos están ahí para probarlo. Los gobiernos cimentados en esta base jamás son sólidos, porque es imposible que el error que se cometió en un principio no produzca a la larga un resultado funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al número con la igualdad relativa al mérito. Sea lo que fuere, la democracia es más estable y está menos sujeta a trastornos que la oligarquía. En los gobiernos oligárquicos la insurrección puede nacer de dos puntos, según que la minoría oligárquica se insurreccione contra sí misma o contra el pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la minoría oligárquica. El pueblo no se insurrecciona jamás contra sí propio, o, por lo menos, los movimientos de este género no tienen importancia. La república en que domina la clase media, y que se acerca más a la democracia que a la oligarquía, es también el más estable de todos estos gobiernos.



Capítulo II
Causas diversas de las revoluciones
Puesto que queremos estudiar de dónde nacen las discordias y trastornos políticos, examinemos, ante todo, en general, su origen y sus causas. Todas estas pueden reducirse, por decirlo así, a tres principales, que nosotros indicaremos en pocas palabras y que son: la disposición moral de los que se rebelan, el fin de la insurrección y las circunstancias determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudadanos. Ya hemos dicho lo que predispone en general los espíritus a una revolución; y esta causa es la principal de todas. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, cuando considerándose iguales se ven sacrificados por los privilegiados; ya por el deseo de la desigualdad y predominio político, cuando, no obstante la desigualdad en que se suponen, no tienen más derechos que los demás, o sólo los tienen iguales, o acaso menos extensos. Estas pretensiones pueden ser racionales, así como pueden también ser injustas. Por ejemplo, uno que es inferior se subleva para obtener la igualdad; y una vez obtenida la igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la disposición del espíritu de los ciudadanos que inician las revoluciones. Su propósito, cuando se insurreccionan, es alcanzar fortuna y honores, o también evitar la oscuridad y la miseria; porque con frecuencia la revolución no ha tenido otro objeto que el librar a algunos ciudadanos o a sus amigos de alguna mancha infamante o del pago de una multa.
En fin, en cuanto a las causas e influencias particulares que determinan la disposición moral y los deseos que hemos indicado, son hasta siete, y, si se quiere, más aún. Por lo pronto, dos son idénticas a las causas antes indicadas, por más que no obren aquí de la misma manera. El ansia de riquezas y de honores, de que acabamos de hablar, puede encender la discordia, aunque no se pretenda adquirir para sí semejantes riquezas ni honores y se haga tan sólo por la indignación que causa ver estas cosas justa o injustamente en manos de otro. A estas dos primeras causas puede unirse el insulto, el miedo, la superioridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la ciudad. También se puede, desde otro punto de vista, contar como causas de revoluciones las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y, en fin, la diversidad de origen.
Se ve sin la menor dificultad y con plena evidencia toda la importancia política que pueden tener el impulso y el interés, y cómo estas dos causas producen revoluciones. Cuando los que gobiernan son insolentes y codiciosos, se sublevan las gentes contra ellos y contra la constitución que les proporciona tan injustos privilegios, ya amontonen sus riquezas a costa de los particulares, ya a expensas del público. No es más difícil comprender la influencia que pueden ejercer los honores y cómo pueden ser causa de revueltas. Se hace uno revolucionario cuando se ve privado personalmente de todas aquellas distinciones de que se colma a los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando, sin guardar la debida proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir verdad, sólo hay justicia cuando la repartición del poder está en relación con el mérito particular de cada uno.
La superioridad es igualmente un origen de discordias civiles en el seno del Estado o del gobierno mismo, cuando hay una influencia preponderante, sea de un solo individuo, sea de muchos, porque, ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía oligárquica. Y así, en algunos Estados se ha inventado contra estas grandes fortunas políticas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso en Argos y en Atenas. Pero vale más prevenir desde su origen las superioridades de este género que curarlas con semejantes remedios, después de haberlas dejado producirse.
El miedo causa sediciones cuando los culpables se rebelan por temor al castigo, o cuando, previendo un atentado, los ciudadanos se sublevan antes de ser ellos víctimas de él. De esta manera, en Rodas los principales ciudadanos se insurreccionaron contra el pueblo para sustraerse a los fallos que se habían dictado contra ellos.
El desprecio también da origen a sediciones y a empresas revolucionarias; en la oligarquía, cuando la mayoría excluida de todos los cargos públicos reconoce la superioridad de sus propias fuerzas; y en la democracia, cuando los ricos se sublevan a causa del desdén que les inspiran los tumultos populares y la anarquía. En Tebas, después del combate de los enófitos, fue derrocado el gobierno democrático porque su administración era detestable; en Megara la demagogia fue vencida por su misma anarquía y sus desórdenes. Lo mismo sucedió en Siracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Rodas antes de la defección.
El aumento desproporcionado de algunas clases de la ciudad causa, igualmente, trastornos políticos. Sucede en esto como en el cuerpo humano, cuyas partes deben desenvolverse proporcionalmente, para que la simetría del conjunto se mantenga firme, porque correría gran riesgo de perecer si el pie aumentase cuatro codos y el resto del cuerpo tan sólo dos palmos. Hasta podría mudar el ser completamente de especie si se desenvolviese sin la debida proporción, no sólo respecto a sus dimensiones sino también a sus elementos constitutivos. El cuerpo político se compone también de diversas partes, algunas de las cuales alcanzan en secreto un desarrollo peligroso; como, por ejemplo, la clase de los pobres en las democracias y en la repúblicas. Sucede a veces que este resultado es producto de circunstancias enteramente eventuales. En Tarento, habiendo perecido la mayoría de los ciudadanos distinguidos en un combate contra los japiges, la demagogia reemplazó a la república, suceso que tuvo lugar poco después de la guerra Médica. Argos, después de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que fue destruido su ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a conceder el derecho de ciudadanía a los siervos. En Atenas, las clases distinguidas perdieron parte de su poder porque tuvieron que servir en la infantería, después de las pérdidas que experimentó esta arma en las guerras contra Lacedemonia. Las revoluciones de este género son más raras en las democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el número de los ricos crece y las fortunas aumentan, la democracia puede degenerar en oligarquía violenta o templada.
En las repúblicas, la cábala basta para producir, hasta sin movimientos tumultuosos, el cambio de la constitución. En Herea, por ejemplo, se abandonó el procedimiento de la elección por el de la suerte, porque la primera sólo había servido para elevar al poder a intrigantes.
La negligencia también puede causar revoluciones cuando llega hasta tal punto que se deja ir el poder a manos de los enemigos del Estado. En Orea fue derrocada la oligarquía sólo porque Heracleodoro había sido elevado a la categoría de magistrado, lo cual dio origen a que éste sustituyera la república y la democracia al sistema oligárquico.
A veces tiene lugar una revolución como resultado de pequeños cambios; con lo cual quiero decir que las leyes pueden sufrir una alteración capital mediante un hecho que se considera como de poca importancia, y que apenas se percibe. En Ambracia, por ejemplo, el censo, al principio, era muy moderado, y al fin se le abolió por entero, tomando como pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o casi tanto como no tener ninguno.
La diversidad de origen puede producir también revoluciones hasta tanto que la mezcla de las razas sea completa; porque el Estado no puede formarse con cualquier gente, como no puede formarse en una circunstancia cualquiera. Las más veces estos cambios políticos han sido consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a los extranjeros domiciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién llegados. Los aqueos se unieron a los trezenos para fundar Síbaris; pero habiéndose hecho éstos más numerosos, arrojaron a los otros, crimen que más tarde los sibaritas debieron expiar. Y éstos no fueron, por lo demás, mejor tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto que se les arrojó porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio, como si les hubiese pertenecido en propiedad. En Bizancio, los colonos recién llegados se conjuraron secretamente para oprimir a los ciudadanos, pero fueron descubiertos y batidos y se les obligó a retirarse. Los antiseos, después de haber recibido en su seno a los desterrados de Quíos, tuvieron que libertarse de ellos dándoles una batalla. Los zancleos fueron expulsados de su propia ciudad por los samios, que ellos habían acogido. Apolonia del Ponto Euxino tuvo que sufrir las consecuencias de una sedición, por haber concedido a colonos extranjeros el derecho de ciudad. En Siracusa, la discordia civil no paró hasta el combate, porque después de derrocar la tiranía, se habían convertido en ciudadanos los extranjeros y los soldados mercenarios. En Amfípolis, la hospitalidad dada a los colonos de Calcis fue fatal para la mayoría de los ciudadanos, que fueron expulsados de su territorio.
En las oligarquías la multitud es la que se insurrecciona; porque, como ya he dicho, se supone herida por la desigualdad política y se cree con derecho a la igualdad. En las democracias, son las clases altas las que se sublevan, porque no tienen derechos iguales, no obstante su desigualdad.
La posición topográfica basta a veces por sí sola para provocar una revolución: por ejemplo, cuando la misma distribución del suelo impide que la ciudad tenga una verdadera unidad. Y así, ved en Clazomenes la causa de la enemistad entre los habitantes de Chitre y los de la isla; y lo mismo sucede con los colofonios y los nocios. En Atenas hay desemejanza entre las opiniones políticas de las diversas partes de la ciudad; y así los habitantes del Pireo son más demócratas que los de la ciudad. En un combate basta que haya algunos pequeños fosos que salvar u otros obstáculos menores aún, para desordenar las falanges; así en el Estado una demarcación cualquiera basta para producir la discordia. Pero el más poderoso motivo de desacuerdo nace cuando están la virtud de una parte y el vicio de otra; la riqueza y la pobreza vienen después; y, por último, vienen todas las demás causas, más o menos influyentes, y entre ellas la causa puramente física de que acabo de hablar.

Capítulo V

De las causas de las revoluciones en las oligarquías

En la oligarquías, las causas más ostensibles de trastorno son dos: una es la opresión de las clases inferiores, que aceptan entonces al primer defensor, cualquiera que él sea, que se presente en su auxilio; la otra, más frecuente, tiene lugar cuando el jefe del movimiento sale de las filas mismas de la oligarquía. Esto sucedió en Naxos con Lígdamis, que supo convertirse bien pronto en tirano de sus conciudadanos.
En cuanto a las causas exteriores que derrocan la oligarquía, pueden ser muy diversas. A veces los oligarcas mismos, aunque no los que ocupan el poder, producen el cambio, cuando la dirección de los negocios está concentrada en pocas manos, como en Marsella, en Istros, en Heraclea y en otros muchos Estados. Los que estaban excluidos del gobierno se agitaban hasta conseguir el goce simultáneo del poder, primero, para el padre y el primogénito de los hermanos y, después, hasta para los hermanos más jóvenes. En algunos Estados la ley prohíbe al padre y a los hijos ser al mismo tiempo magistrados; en otros se prohíbe también serlo a dos hermanos, uno más joven y otro de más edad. En Marsella la oligarquía se hizo más republicana; en Istros, concluyó por convertirse en democracia; en Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se extendió hasta tal punto, que se componía de seiscientos miembros. En Cnido la revolución nació de una sedición provocada por los mismos ricos en su propio seno, porque el poder no salía de algunos ciudadanos, y porque el padre, como acabo de decir, no podía ser juez al mismo tiempo que su hijo, y de los hermanos sólo el mayor podía ocupar los puestos públicos. El pueblo, aprovechándose de la discordia de los ricos y escogiendo un jefe entre ellos, supo apoderarse bien pronto del poder, quedando victorioso, porque la discordia hace siempre débil al partido en que se introduce. En Eritrea, bajo la antigua oligarquía de los Basílides, a pesar de la exquisita solicitud de los jefes del gobierno, cuya falta única consistía en ser pocos, el pueblo, indignado con la servidumbre, echó abajo la oligarquía.
Entre las causas de revolución que las oligarquías abrigan en su seno debe contarse el carácter turbulento de los oligarcas, que se hacen demagogos, porque la oligarquía tiene también sus demagogos, que pueden serlo de dos maneras. En primer lugar, el demagogo puede encontrarse entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que sean; y así, en Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y Frínico hizo el mismo papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los miembros de la oligarquía hacerse jefes de las clases inferiores, como en Larisa, donde los guardadores de la ciudad se hicieron los aduladores del pueblo, que tenía el derecho de nombrarles. Esta es la suerte de todas las oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el poder exclusivo de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos cargos, sin dejar de ser privilegio de las grandes fortunas y de algunas clases, están, sin embargo, sometidos a la elección de los guerreros o del pueblo. Puede servir de ejemplo la revolución de Abidós. También es este el peligro que amenaza a las oligarquías cuando los mismos miembros del gobierno no constituyen los tribunales, porque entonces la importancia de las providencias judiciales da lugar a que se halague al pueblo y a que se eche por tierra la constitución, como en Heraclea del Ponto. En fin, esto sucede también cuando la oligarquía intenta concentrarse demasiado, porque los oligarcas, que reclaman para sí la igualdad, no tienen más remedio que llamar al pueblo en su auxilio.
Otra causa de revolución en las oligarquías puede nacer de la mala conducta de los oligarcas, que han dilapidado su propia fortuna en medio de sus excesos. Una vez arruinados, sólo piensan en la revolución, y entonces, o se apoderan por sí mismos de la tiranía, o la preparan para otros, como Hiparino la preparó para Dionisio en Siracusa. En Amfípolis, el falso Cleotino supo introducir en la ciudad colonos de Calcis, y una vez establecidos en ella, los lanzó contra los ricos. En Egina, el deseo de reparar las pérdidas de fortuna del individuo que dirigió la conspiración contra Cares, fue la causa de haber querido cambiar la forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar la constitución, los oligarcas arruinados roban el tesoro público, y entonces, o la discordia se introduce en sus filas, o la revolución sale de las de los ciudadanos, que repelen a los ladrones por la fuerza. De esta clase fue la revolución de Apolonia del Ponto.
Cuando hay unión en la oligarquía, corre ésta poco riesgo de destruirse a sí propia, y la prueba la tenemos en el gobierno de Farsalia. Los miembros de aquella oligarquía, aunque en excesiva minoría, saben, gracias a su sabia moderación, mandar sobre grandes masas.
Pero la oligarquía está perdida cuando dentro de su seno nace otra oligarquía. Esto tiene lugar cuando, estando el gobierno todo compuesto sólo de una débil minoría, los miembros de ésta no tienen todos parte en las magistraturas soberanas, de lo cual es testimonio la revolución de Elis, cuya constitución, muy oligárquica, no permitía la entrada en el senado más que a un escasísimo número de oligarcas, porque noventa de estos puestos eran vitalicios, y las elecciones, limitadas y entregadas a las familias poderosas, no eran mejores que en Lacedemonia.
La revolución lo mismo tiene lugar en las oligarquías en tiempo de guerra que en tiempo de paz. Durante la guerra, el gobierno se arruina a causa de su desconfianza respecto del pueblo del cual se ve precisado a valerse para rechazar al enemigo. Entonces, o el jefe único, en cuyas manos se pone el poder militar, se apodera de la tiranía, como Timófanes en Corinto; o si los jefes del ejército son muchos, crean para sí una oligarquía por medio de la violencia. A veces, por temor a estos dos escollos, las oligarquías han concedido derechos políticos al pueblo, cuyas fuerzas estaban precisadas a emplear.
En tiempo de paz, los oligarcas, a consecuencia de la desconfianza que recíprocamente se inspiran, encomiendan la guarda de la ciudad a soldados que ponen a las órdenes de un jefe que no pertenece a ningún partido político, pero que con frecuencia sabe hacerse dueño de todos. Esto es lo que en Larisa hizo Simo, bajo el reinado de los Aleuadas, que le habían encomendado el mando; y lo que sucedió en Abidós, bajo el reinado de las asociaciones, una de las cuales era la de Ifíades.
Muchas veces la sedición reconoce como causa las violencias que los mismos oligarcas ejercen unos sobre otros. Los enlaces y los procesos les dan ocasión bastante para trastornar el Estado. Ya hemos citado algunos hechos del primer género. En Eretria, Diágoras acabó con la oligarquía de los caballeros, por creerse desairado con motivo de sus legítimas pretensiones de matrimonio. La providencia de un tribunal causó la revolución de Heraclea; y una causa de adulterio, la de Tebas. El castigo era merecido, pero el medio fue sedicioso, lo mismo el seguido en Heraclea contra Euetion, que el empleado en Tebas contra Arquias. El encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que ambos fueron expuestos al público en la picota.
Muchas oligarquías se han perdido a causa del exceso de su propio despotismo, y han sido derrocadas por miembros del gobierno mismo, quejosos por haber sido objeto de alguna injusticia. Esta es la historia de las oligarquías de Cnido y de Quíos. A veces un hecho puramente accidental produce una revolución en la república y en las oligarquías. En estos sistemas se exigen condiciones de riqueza para entrar en el senado y formar parte de los tribunales y para el ejercicio de las demás funciones. Ahora bien, el primer censo se ha fijado con frecuencia atendiendo a la situación del momento, de lo cual ha resultado que correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía, y a las clases medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más general, como resultado de la paz o de cualquiera otra circunstancia favorable, entonces las propiedades, si bien son las mismas, aumentan mucho en valor, y pasan con exceso la renta legal o el censo, de tal manera que todos los ciudadanos concluyen por poder aspirar a todos los destinos. Esta revolución se verifica, ya por grados y poco a poco, sin apercibirse de ello, ya más rápidamente.
Tales son las causas de las revoluciones y de las sediciones en las oligarquías, debiendo añadirse que en general las oligarquías y las democracias pasan a los sistemas políticos de la misma especie con más frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y así, las democracias y las oligarquías legales se hacen oligarquías y democracias violentas, y viceversa.



Capítulo VI
De las causas de las revoluciones en las aristocracias
En las aristocracias la revolución puede proceder, en primer lugar, de que las funciones públicas son patrimonio de una minoría demasiado reducida. Ya hemos visto que esto mismo era un motivo de trastorno en las oligarquías; porque la aristocracia es una especie de oligarquía; pues en una como en otra el poder pertenece a las minorías, si bien éstas tienen en uno y otro caso caracteres diferentes. Por esta razón, a veces se considera la aristocracia como una oligarquía. El género de revolución de que hablamos se produce necesariamente sobre todo en tres casos. El primero, cuando está excluida del gobierno una masa de ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales en mérito a todos los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se llamaban partenios, y cuyos padres no valían menos que los demás espartanos. Como se descubriera una conspiración entre ellos, el gobierno les envió a fundar una colonia en Tarento. En segundo lugar, ocurre la revolución cuando hombres eminentes y que a nadie ceden en mérito se ven ultrajados por gentes colocadas por cima de ellos: esto sucedió con Lisandro, a quien ofendieron los reyes de Lacedemonia. Por último, cuando se excluye de todos los cargos a un hombre de corazón como Cinadón, que intentó tan atrevida empresa contra los espartanos bajo el reinado de Agesilao.
La revolución, en las aristocracias, nace igualmente de la miseria extrema de los unos y de la opulencia excesiva de los otros; y estas son consecuencias bastante frecuentes de la guerra. Tal fue la situación de Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo atestigua el poema de Tirteo, llamado la Eunomía; algunos ciudadanos, arruinados por la guerra, habían pedido el repartimiento de tierras. En ocasiones la revolución tiene lugar en la aristocracia porque hay algún ciudadano que es poderoso, y que pretende hacerse más con el fin de apoderarse del gobierno para sí solo. Es lo que se dice que intentaron, en Esparta, Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra Médica, y Hannon en Cartago.
Lo más funesto para las repúblicas y las aristocracias es la infracción del derecho político, consagrado en la misma constitución. Lo que causa la revolución entonces es que, en la república, el elemento democrático y el oligárquico no se encuentran en la debida proporción; y, en la aristocracia, estos dos elementos y el mérito están mal combinados. Pero la desunión se muestra sobre todo entre los dos primeros elementos, quiero decir, la democracia y la oligarquía, que intentan reunir las repúblicas y la mayor parte de las aristocracias. La fusión absoluta de estos tres elementos es precisamente lo que hace a las aristocracias diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o menos estabilidad; porque se incluyen entre las aristocracias todos los gobiernos que se inclinan a la oligarquía, y entre las repúblicas todos los que se inclinan a la democracia. Las formas democráticas son las más sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que domina, y esta igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da. Los ricos, por el contrario, cuando la constitución les garantiza la superioridad política, sólo quieren satisfacer su orgullo y su ambición. Por lo demás, de cualquier lado que se incline el principio del gobierno, degeneran siempre la república en demagogia y la aristocracia en oligarquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios, que sólo piensan en el acrecentamiento de su poder. O también sucede todo lo contrario, y la aristocracia degenera en demagogia cuando los más pobres, víctimas de la opresión, hacen que predomine el principio opuesto; y la república en oligarquía, porque la única constitución estable es la que concede la igualdad en proporción del mérito y sabe garantizar los derechos de todos los ciudadanos.
El cambio político de que acabo de hablar se verificó en Turio; en primer lugar, porque, teniendo en cuenta que las condiciones de riqueza exigidas para obtener los cargos públicos eran demasiado elevadas, fueron disminuidas éstas y aumentado el número de las magistraturas; y en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar del deseo del legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque la constitución, que era completamente oligárquica, les permitía enriquecerse cuanto quisieran. Pero el pueblo, aguerrido en los combates, se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que le oprimían y redujo las propiedades de todos los que las tenían excesivas.
Esta mezcla de oligarquía, que encierran todas las aristocracias, es precisamente lo que facilita a los ciudadanos el hacer fortunas inmensas. En Lacedemonia todos los bienes raíces están acumulados en unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos pueden conducirse allí absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia según convenga a su interés personal. Lo que perdió a la república de Locres fue el haber permitido que Dionisio se casara allí. Semejante catástrofe nunca hubiera tenido lugar en una democracia, ni en una aristocracia prudente y templada.
Las más veces las revoluciones se realizan en las aristocracias sin que nadie se aperciba de ello y mediante una destrucción lenta e insensible. Recuérdese que, al tratar del principio general de las revoluciones, dijimos que era preciso contar entre las causas que las producen, las desviaciones, hasta las más ligeras, de los principios. Se comienza por despreciar un punto de la constitución, que al parecer no tiene importancia; después se llega con menos dificultad a mudar otro, que es un poco más grave; hasta que por último se llega a mudar su mismo principio y por entero. Citaré de nuevo el ejemplo de Turio. Una ley limitaba a cinco años las funciones de general; algunos jóvenes belicosos, que gozaban de un gran influjo entre los soldados y que, mirando con desprecio a los gobernantes, creían poder suplantarlos fácilmente, intentaban ante todo reformar esta ley y obtener del sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declarara la perpetuidad de los empleos militares. Al principio, los magistrados, a quienes tocaba de cerca la cuestión, y que se llamaban cosenadores, quisieron resistirlo; mas, imaginando que esta concesión garantizaría la estabilidad de las demás leyes, cedieron, como todos; y cuando más tarde quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes, y la república se convirtió bien pronto en una oligarquía violenta en manos de los que habían intentado la primera innovación.
Puede decirse en general de todos los gobiernos que sucumben, ya por causas internas de destrucción, ya por causas exteriores; como, por ejemplo, cuando tienen a sus puertas un Estado constituido conforme a un principio opuesto al suyo, o bien cuando este enemigo, por distante que esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre Esparta y Atenas; los atenienses destruían por todas partes las oligarquías, mientras que hacían lo mismo los lacedemonios con todas las constituciones democráticas.
Tales son, sobre poco más o menos, las causas de los trastornos y de las revoluciones en las diversas especies de gobiernos republicanos.