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lunes, 18 de julio de 2011

El elixir de larga vida-Honoré de Balzac

El elixir de larga vida.
(Honoré de Balzac);



En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de
invierno a un príncipe de la casa de Este.
En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que únicamente un gran señor podía disponer. 
Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. 
Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas.
No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada, algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos,
melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
–Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
–Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos
que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
–En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo
al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
–¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del
pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida
de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba
silencio.
–¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!
–después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro
milagrosamente esculpida.
–¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de
alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
–¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de
flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita
acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
–¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–.
¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo
quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe
lanzaron un grito de horror. 
Doscientos años más tarde y bajo Luis XV las gentes
de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de
una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. 
A pesar de la luz de las
velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de
los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás
había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas
humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de
un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los
ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las
sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el
festín de Belsasar(4), Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de
un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró
con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas
bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros
sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las
mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con
voz cavernosa estas sombrías palabras:
–Señor; vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse
por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días».
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los
esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es
tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más
fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría
como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su
papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era
negra.

 El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria
alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el
silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas
reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó
pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había
pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con
frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas
riquezas y una sabiduría más valiosa, decía, que el oro y los diamantes, que
ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
–Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber –exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su
juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
–Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno
engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la
edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de
belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero.
Desde hacía quince años, este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus
numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las
extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio,
salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su
padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por
el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le
faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con
una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio
retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y
los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete
onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los
huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido.
Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los
perros le sorprendían, se limitaba a decir: «¡ah, es don Juan que vuelve!».
Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven
Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de
un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un
viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen
humor; y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de
sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta
la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su
corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero
por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo
modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un
millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los
aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda,
respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y
armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano,
ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara,
situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos
desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro
del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las
ventanas mal cerradas; y la nieve, azotando las vidrieras, producía un ruido
sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de
abandonar; que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al
acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento
iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada
a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que
reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor; la boca
entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre
energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos
de destrucción, brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un
espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad
guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada
moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada,
fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una
inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos.
Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los
miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los
ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre
moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume
de la fiesta y el olor del vino.
–¡Te divertías! –exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los
invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba,
dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso
oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
–No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre
semejante puñalada de bondad.
–¡Qué remordimientos, padre! –dijo hipócritamente.
–¡Pobre Juanito! –continuó el moribundo con voz sorda–, ¿tan bueno he sido para
ti que no deseas mi muerte?
–¡Oh! –exclamó don Juan–, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte
de la mía! («cosas así pueden decirse siempre, ¡es como si ofreciera el mundo a
mi amante!»).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella
voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido
comprendido por el perro.
–Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo –exclamó el moribundo–, viviré.
Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un sólo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
–Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en
mi corazón.
–No se trata de esa vida –dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas
para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en
la cabecera de los moribundos–. Escúchame, hijo –continuó con la voz debilitada
por este último esfuerzo–, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir
de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y
besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
–Pero –continuó en voz alta–, padre, padre querido, hay que someterse a la
voluntad de Dios.
–Dios soy yo –replicó el anciano refunfuñando.
–No blasfeméis –dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos
de su padre–. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría
hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
–¿Quieres escucharme? –exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la
nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un
día naciente. El moribundo sonrío.
–Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta!,
mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la
vida, haz que se queden. Voy a renacer.
–Es el colmo del delirio –dijo don Juan.
–He descubierto el medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa;
podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
–Ya está, padre.
–Bien, toma un pequeño frasco de cristal de roca.
–Aquí está.
–He empleado veinte años en... –en aquel instante, el anciano sintió próximo el
final y reunió toda su energía para decir–: Tan pronto como haya exhalado el
último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.
–Pues hay bastante poco –replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar; tenía aún la facultad de oír y de ver, y
al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de
escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de
mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus
ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto
perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo
encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus
muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror; y su mirada
convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir
venganza a Dios.
–¡Vaya!, se acabó el buen hombre –exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un
bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el
ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su
amo muerto y el elixir; del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora
al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la
viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre.
Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo
modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de
otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De
repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el
silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus
poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera
pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de
esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para
sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las
ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de
pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia
Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes,
mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no
arriesgarse a perder el misterioso licor; el escéptico don Juan volvió a
colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto
sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce
de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se
abrió y el príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las
cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas
sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego
palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de
costumbre.
–¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? –dijo el
príncipe al oído de la Brambilla.
–Su padre era un buen hombre –le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían impreso a sus rasgos
una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo.
Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos
por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron
a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor; las
alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que
es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la
vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión
era un exceso, y los excesos una religión. El príncipe estrechó afectuosamente
la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el
mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría
desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida.
Mientras bajaban las escaleras le dijo el príncipe a la Rivabarella:
–Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!
–¿Os habéis fijado en el perro negro? –preguntó la Brambilla.
–Ya es inmensamente rico –dijo suspirando Blanca Cavatolino.
–¡Y eso qué importa! –exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la
bombonera.
–¿Cómo que qué importa? –exclamó el duque–. ¡Con sus escudos él es tan príncipe
como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias
decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a
la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a
toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser
expuesto al día siguiente el difunto señor; en medio de una soberbia capilla
ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo
un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
–Dejadme solo aquí –dijo con voz alterada– y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron
débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de
su soledad exclamo:
–¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a
los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud
extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían
colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella
especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia,
dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía
ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el
embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al
destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor
estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente
corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un
pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva
curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que
resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!». Tomó un paño y, después de haberlo
empapado con parsimonia en el precioso licor; lo pasó lentamente sobre el
párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
–¡Ah! ¡Ah! –dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en
sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz
temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba
como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las
noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don
Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía.
Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la
cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la
mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del
patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan
retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo,
que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de
puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban
ojos que ladraban a su alrededor.
–¡Bien podría haber vivido cien años! –exclamó sin querer cuando, llevado ante
su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente,
como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí! », don
Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco.
Sus esfuerzos fueron vanos.
–¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? –se preguntaba.
–Sí –dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
–¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! –exclamó don Juan, y se acercó al ojo para
reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver; y cayó en la
mano de Belvídero–. ¡Está ardiendo! –gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como
Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser
cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido
inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre
un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres
de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua
paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa,
en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su
corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas
riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no
tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y
escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo,
puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para
terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el
Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones.
Tomó el alma y la materia, las arrojó en un crisol, no encontró nada, y desde
entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida,
despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser
una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable
calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas
cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y,
sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para
degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión
humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que,
imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a
intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras
ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la
cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un
labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí
por donde pasaba devoraba todo sin pudor; queriendo un amor posesivo, un amor
oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres,
hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de
un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis
embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un
estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada
decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre
era lo bastante fuerte como para hacerle creer que era un joven colegial que
dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía
enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores.
Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como
una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del
pecho».
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en
circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres,
es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una
ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un
espíritu seductor; amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose
llevar; sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó.
Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la
prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la
delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad
singular; se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas,
generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los
hombres. «¡Qué broma tan absurda!» –se dijo–. «No procede de un dios.» Y
entonces, renunciando a un mundo mejor; jamás se descubrió al oír pronunciar un
nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte.
Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no
contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el
verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan
bien expresados en su escena con el Señor Dimanche(5). Fue, en efecto, el tipo
de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth
de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las
que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles
imagenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual
se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones
humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio
como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais;
o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el
mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas
como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió
de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e
ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media
hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo;
el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal
.
–Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
–¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? –respondió Belvídero–. ¡Pues bien!,
tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi
primera vida.
–¡Ah! si es así como entiendes la vejez –exclamó el papa– corres el riesgo de
ser canonizado.
–Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que estaban construyendo la inmensa basílica
consagrada a San Pedro.
–San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder –dijo
el papa a don Juan–, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso
que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír; se habían entendido bien. Un necio habría
ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la
deliciosa Villa Madame(6), pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente
para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovera hubiera
podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a
aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada
a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra
como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España.
Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como
lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no
somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos.
Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de
Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y
devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate
largamente una pasión antes de ceder; y por ello pensó poder conservarla
virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar
para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su
padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su
vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De
este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su
palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna
estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida,
la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado.
Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven
Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente
religioso como impío era su padre, quizás en virtud del proverbio: a padre
avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la
duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo,
admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al
estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y
diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizás esperaba el
anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida.
Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan,
bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le
otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un
viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si
encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les
exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de
Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de
Sanlúcar; a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin
embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona,
llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de
impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos
de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más
alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los
que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizás. Aquel modelo
de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil
para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce
una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una
molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al
igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando
el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas
piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas
y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la
dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos
cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en
rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y
doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa
para decirles:
«Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco.
¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes
criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad». De este modo les
encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de
impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre
nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó
infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que
manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de
la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento
sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un
confesor; los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con
ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir?
Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras
las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El
cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire,
las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le
daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le
contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel
cándido ser.
–Felipe –le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y
llorar de felicidad al joven.
Nunca antes había pronunciado así «Felipe» aquel padre inflexible.
–Escúchame, hijo mío –continuó el moribundo–. Soy un gran pecador. Durante mi
vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa
Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos
me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir
los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las
rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de
la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo
mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha
estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún,
querido Felipe. Júrame por tu salvación eterna que ejecutarás puntualmente mis
órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los
sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella
mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
–Tú merecías otro padre –continuó don Juan–. Me atrevo a confesarte, hijo mío,
que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el
viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el
de Dios.
–¡Oh, padre!
–Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el
perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue.
Iré, pues al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
–¡Oh, decídmela pronto, padre!
–Tan pronto como haya cerrado los ojos –continuó don Juan–, unos minutos
después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en
medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas
deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y
avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con esta agua
santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los
miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no
deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
–Toma  bien el frasco.
Y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron
su rostro irónico y pálido.
Era cerca de medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su
padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises
cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna
cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever
indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El
joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente
aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos
indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los
árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso
le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó
caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo
acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final
hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de
gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el
poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa
sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan
bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca
bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al
que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
–¡Milagro! –Y todos los españoles repitieron–: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia,
mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos
el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para
aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin
ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento, que en lo sucesivo se
llamaría, dijo, San–Juan–de–Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto
jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no
resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de
Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia.
Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta
resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de
cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos
en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con
antorchas. 

La antigua mezquita del convento de Sanlúcar; una maravillosa
edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres
siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la
multitud que acudía a ver la ceremonia.

 Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo
 y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de
las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban
allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas,
daban su brazo a ancianos de cabellos blancos. 

Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. 
Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. 
Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. 
Las amplias puertas de la iglesia se abrieron.
 Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de
lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la
que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. 

Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su
honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que
concedieron un mágico aspecto al monumento. 

Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes
 de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas,
 los más delicados trazos de tan delicada
escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se
forman en un brasero al rojo. 

Era un océano de fuego, dominado al fondo de la
iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria
habría podido rivalizar con la de un sol naciente. 

En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las  borlas, de los santos y de los exvotos,
 palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan.
 El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores,
cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y
sustituía en el altar a un retablo de Cristo. 

A su alrededor brillaban numerosos  cirios que lanzaban al aire ondas llameantes.
 El abad de Sanlúcar, adornado con
los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su
roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo
imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos
plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos
confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. 

El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes 
insignias de sus vanidades  eclesiásticas, iban y venían
 en el seno de las nubes formadas por el incienso,
semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. 

Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron
 los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea
lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum.
¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a
las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas,
que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. 

Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de
algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en
este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de
amor.
–Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres
arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió
el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes
de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías
maravillosas de la arquitectura. 
Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el
instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el
altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado
espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se
acomodó en su relicario. 
Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría
de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón.
Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del
infierno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus
antiguos cimientos.
–Te Deum laudamus! –decía la asamblea.
–¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! Dios!, ¡carajos demonios(7)!,
¡animales, sois unos estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una
erupción del Vesubio.
–Deus sabaoth, sabaoth! –gritaron los cristianos.
–¡Insultáis la majestad del infierno! contestó don Juan con un rechinar de
dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la
asamblea con gestos de desesperación e ironía.
–El santo nos bendice –dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios,
gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. 
El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
–Sancte Johannes, ora pro nobis –entendió claramente:
–Oh, coglione!
–¿Qué pasa ahí arriba? –exclamó el deán al ver moverse el relicario.
–El santo dice diabluras –respondió el abad. Entonces, aquella cabeza viviente
se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo
amarillo del oficiante.
–¡Acuérdate de doña Elvira! –gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia. Todos los sacerdotes
corrieron y rodearon a su soberano.
–¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? –gritó la voz en el momento en que el abad,
mordido en su cerebro, expiraba.