Carta que se encontró a un ahogado
Parte III
Guy de Maupassant
Creí se enfadaría, mas no fue así.
—¡Qué verdad es eso! —murmuró.
Quedéme estupefacto. ¿Habría comprendido?
Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la detuvo.
Tomando a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a su cuello.
Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo:
—¡Suélteme! ¡Es usted un grosero!
Procuré atraerla.
Ella se defendía y, agarrándose al árbol; por poco vamos al agua.
Juzgué prudente desistir de mis pretensiones.
Entonces ella dijo:
—Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable!
Después, con un poco de ironía en el acento, añadió:
—¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar?
Era justo. Callé.
—Vamos, reme usted —me dijo, y cogí de nuevo los remos.
Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud.
Mi compañera me preguntó:
—¿Quiere usted hacerme una promesa?
—Sí. ¿Cuál?
—Permanecer tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo...
—¿Qué?
—Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las estrellas.
—Comprendo —exclamé.
—No, no comprende usted —replicó ella—. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...
Prometí. Entonces ella advirtió:
—Si hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca.
Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro.
Los vagos balanceos de la canoa nos mecían.
Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos.
¡ Sentía crecer en mí una extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser!
Mi compañera murmuró como en un sueño:
—¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Si me amara usted... un poco.
El corazón me latía con violencia.
Nada pude responder; me pareció que la amaba.
No sentía ningún deseo violento.
Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me parecía suficiente aquello.
Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles.
Nos habíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin tocarse.
¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizá?