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viernes, 14 de mayo de 2010

El diablo de la botella-Robert Louis Stevenson (Primera parte)

El diablo de la botella
Robert Louis Stevenson
(Primera parte)

Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.
—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa?—preguntó Keawe.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta. Aquí la tiene usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.
—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando Keawe se echó a reír, añadió—: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.
—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto se diría que es de cristal.
—Es de cristal—replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca—, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un hombre compra esta botella el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.
—Y sin embargo, ¿habla usted de venderla?—dijo Keawe.
—Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.
—Sí que es un inconveniente, no cabe duda—exclamó Keawe—. Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es condenarme.
—No vaya usted tan deprisa, amigo mío—contestó el hombre—. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla después a alguna otra persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.
—Pues yo observo dos cosas—dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella demasiado barata.
—Ya le he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud está empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barata, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando. Y segundo..., pero como eso no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que tiene que venderla por moneda acuñada.
—¿Cómo sé que todo eso es verdad? —preguntó Keawe.
—Hay algo que puede usted comprobar inmediata mente—replicó el otro—. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.
—¿No me está engañando?—dijo Keawe.
El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
—Bueno; me arriesgaré a eso—dijo Keawe—, porque no me puede pasar nada malo.
Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.
—Diablo de la botella—dijo Keawe—, quiero recobrar mis cincuenta dólares.
Y, efectivamente, apenas había terminado la frase cuando su bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.
—No hay duda de que es una botella maravillosa —dijo Keawe.
—Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡que el diablo le acompañe!—dijo el hombre.
—Un momento—dijo Keawe—, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.
—La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué —replicó el hombre, frotándose las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañará a Keawe hasta la puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado.» Lo primero que hizo fue contar el dinero, la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»
Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y después dobló una esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.
—Parece que también esto es verdad—dijo Keawe.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como al empezar.
—Este corcho es distinto de todos los demás—dijo Keawe, e inmediatamente empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.
Camino del puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.
—Ahora—dijo Keawe—he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que había llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.
—¿Qué te sucede—le preguntó Lopaka—que miras el baúl tan fijamente?
Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y se lo contó todo.
—Es un asunto muy extraño—dijo Lopaka—, y me temo que vas a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la botella porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.
—No es eso lo que me interesa—dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un jardín en la costa de Kona donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas, exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.
—Bien—dijo Lopaka—, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad, como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré una goleta.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.
—No sé por qué me estás dando el pésame—dijo Keawe.
—¿Es posible que no te hayas enterado—dijo el amigo—de que tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?
Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un poco, le habló así:
—¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?
—No—dijo Keawe—; en Kaü no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de Hookena.
—Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas?—preguntó Lopaka.
—Así es—dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.
—No—dijo Lopaka—; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la casa.
—Si es así—exclamó Keawe—, la botella me hace un flaco servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la casa con la imaginación.
—La casa, sin embargo, todavía no está construida —dijo Lopaka.
—¡Y probablemente no lo estará nunca!—dijo Keawe—, porque si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.
—Vayamos al abogado—dijo Lopaka—. Porque yo sigo pensando lo mismo.
Al hablar con el abogado se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho enormemente rico en los últimos días y que le dejaba dinero en abundancia.
—¡Ya tienes el dinero para la casa!—exclamó Lopaka.
—Si está usted pensando en construir una casa—dijo el abogado—, aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.
—¡Cada vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas sobre la mesa.
—Usted desea algo fuera de lo corriente—dijo el arquitecto—. ¿Qué le parece esto?
Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente lo que él había visto con la imaginación.
«Esta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió la pluma e hizo un cálculo; y al terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.
Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.
«Está bien claro», pensó Keawe, «que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto, y dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración, porque había jurado que no formularía más deseos, ni recibiría más favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad, relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.
—Bien —preguntó Lopaka—, ¿está todo tal como lo habías planeado?
—No hay palabras para expresarlo—contestó Keawe—. Es mejor de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.
—Sólo queda una cosa por considerar—dijo Lopaka—; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé; pero creo que no deberías negarme una prueba más.
—He jurado que no aceptaré más favores—dijo Keawe—. Creo que ya estoy suficientemente comprometido.
—No pensaba en un favor—replicó Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí mismo y después de eso te compraré la botella.
—Sólo hay una cosa que me da miedo—dijo Keawe—. El diablo puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.
—Soy una persona de palabra—dijo Lopaka—. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.
—Muy bien —replicó Keawe—. Yo también siento curiosidad. De manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan rápido como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo; luego Lopaka empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.
—Soy hombre de palabra —dijo—, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.
—Lopaka—dijo Keawe—, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o adorno de casa que te guste; después quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.
—Keawe—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la botella, y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulu; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por todas partes; la llamaban Ka-Hale Nui— la Casa Grande—en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy deprisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar; parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el baño la había revigorizado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
—Creía conocer a todo el mundo en esta zona—dijo él. ¿Cómo es que a ti no te conozco?
—Soy Kokua, hija de Kiano—respondió la muchacha—, y acabo de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?
—Te lo diré dentro de un poco—dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír esto Kokua se echó a reír.
—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, ¿está casado?
—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con el.
Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.
—Kokua—dijo Keawe—, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta favorable; así que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.
Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se lo quedó mirando, porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.
—Kokua —dijo él—, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.
—No—dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido deprisa pero también habían ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; y Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato, luego alzó la voz para preguntarle a Keawe si toda iba bien, y Keawe le respondió «Sí», y le mandó que se fuera a la cama, pero ya no se oyó cantar más en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los balcones.
Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del líquen sobre una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrantarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?
Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera, luego se levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.
«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada tan en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí, lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokua cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokua, la que me ha robado el alma! ¡Kokua, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva a verla ni a acariciarla con mano amorosa, esa es la razón, Kokua, ¡por ti me lamento!»
Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla a ningún peligro.
Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.
«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa horrible y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokua? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokua?».
Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulu. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de perder de vista.»
No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llego a Hookena y, como de costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.
—Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido—se decían unos a otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü; pero Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah, reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»
Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.
Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había convertido en propietario de una goleta—no había otra mejor en las islas—y se había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola-Pola, de manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.
La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.
—¿Qué puedo hacer por usted?—dijo el abogado.
—Usted es amigo de Lopaka—replicó Keawe—, y Lopaka me compró un objeto que quizá usted pueda ayudarme a localizar.
El rostro del abogado se ensombreció.
—No voy a fingir que ignoro de qué me habla, míster Keawe—dijo—, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga averiguar algo.
A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será mejor no repetirlo. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque, claro está, cuando alguien aludía al motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.
«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros, sabré que estoy cerca de la botella.»
Sucedió que finalmente le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño un escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.
—He venido a comprar la botella—dijo.
Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la pared.
—¡La botella!—susurró—. ¡Comprar la botella!
Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.
—A su salud—dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de marinero—. Sí—añadió—, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene ahora?
Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.
—El precio—dijo—. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?
—Por eso se lo pregunto—replicó Keawe—. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?
—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, Mr. Keawe—dijo el joven tartamudeando.
—Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
—Dos centavos—dijo.
—¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo de la botella se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno
El joven de Beritania Street se puso de rodillas.
—¡Cómprela, por el amor de Dios!—exclamó—. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido; hubiera acabado en la cárcel.
—Pobre criatura—dijo Keawe—; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.
Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokua; no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki-ao-ao, una canción que él había cantado con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo malo.»
Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible se casó con Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.
Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más deprisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe, y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.
Pero llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron menos frecuentes y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara sonriente Pero un día, andando por la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos como de un niño y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que están perdidos.
—Haces bien lamentándote en esta casa, Kokua—dijo Keawe—. Y, sin embargo, daría media vida para que pudieras ser feliz.
—¡Feliz!—exclamó ella—. Keawe, cuando vivías solo en la Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como la aurora. Después te casaste con la pobre Kokua y el buen Dios sabrá qué es lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre él?
—Pobre Kokua—dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la apartó—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. ¡Pobre niñita mía! ¡Y yo que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte.
Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.
—¿Has hecho eso por mí?—exclamó Kokua—. Entonces, ¡qué me importa nada!—y, abrazándole, se echó a llorar.
—¡Querida mía!—dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, ¡a mí sí que me importa!
—No digas eso—respondió ella—; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no moriría por salvarte?
—¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia?—exclamó él—. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi condenación.
—Tú no sabes nada—dijo ella—. Yo me eduqué en un colegio de Honolulu; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. ¡Qué lástima! —exclamó en seguida—; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío! Bésame y no te preocupes más. Kokua te defenderá.
—¡Regalo de Dios! —exclamó Keawe—. ¡No creo que el Señor me castigue por desear algo tan bueno!
Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Muy de mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.
—Porque—dijo—si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?
Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una esperanza, parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligación penosa. El terror sin embargo no andaba muy lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego abrasador del infierno.
Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu en el Hall y de allí a San Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en San Francisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.
Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kokua era más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokua fueron tema de muchas conversaciones.
Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y de Kokua, considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokua le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en rechazar sus proposiciones.
Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huído de la casa y de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la luz de la luna.
Así fue como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokua tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trataba de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.
La primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokua retrocedió, volviendo otra vez al interior de la casa.
«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se enfrenta con la condenación eterna; la maldición recayó sobre su alma y no sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto; ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca! »

martes, 11 de mayo de 2010

Mario Benedetti-Poema "En pie"-Biografía de Mario Benedetti

Poema "En pie"
Mario Benedetti 
Biografía

En pie


Sigo en pie

por latido

por costumbre

por no abrir la ventana decisiva

y mirar de una vez a la insolente

muerte

esa mansa

dueña de la espera

sigo en pie

por pereza en los adioses

cierre y demolición

de la memoria

no es un mérito

otros desafían

la claridad

el caos

o la tortura

seguir en pie

quiere decir coraje

o no tener

donde caerse

muerto.




Mario Benedetti

  • Nace: 14 de septiembre de 1920
  • Lugar:Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó, República Oriental de Uruguay
  • Efemérides: 14 de septiembre

  • Muere: 17 de mayo de 2009 poco después de las 18:00
  • Lugar: Montevideo, República Oriental de Uruguay
  • Efemérides: 17 de mayo

Biografía

Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia 
   Verdadero cronista de su ciudad (Montevideo) y de su tiempo, Benedetti fué un prolífero intelectual - aproximadamente 80 títulos publicados - que transíta la critica literaria, el ensayo prolífico, la poesía y, por supuesto, la narrativa. Como apuntó un periodista, a Benedetti sólo "le falta nada más que la ópera". Sus textos, inteligentes y cálidos, recuperan un país que ha transitado el memorioso recuerdo, el costumbrismo, pero también el dolor de las épocas difíciles de la dictadura. Su popularidad se extiende a todos los ámbitos de habla hispana donde habitualmente es best seller y su lectura de poemas emocionan a miles de espectadores.
            Mario Benedetti nació el 14 de septiembre de 1920, en Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó, República Oriental de Uruguay, pero su familia se trasladó a Montevideo cuando sólo tenía cuatro años. De ahí es que se sienta "absolutamente motevideano". No es de extrañar, entonces, que el espacio privilegiado de su obra de ficción sea Montevideo, y que sus habitantes sean los personajes que lo habitan. La literatura ciudadana es, por lo tanto, el medio que tiene Benedetti para comunicarse con sus lectores que, en la actualidad, no son sólo los hispanoparlantes, sino también de otras lenguas por las abundantes traducciones de sus obras.
            Sus estudios primarios los hizo en el Colegio Alemán de Montevideo, donde comenzó a escribir poemas y cuentos. Debido a la inestabilidad económica familiar, pronto tuvo que trabajar, de manera que sólo pudo completar sus estudios secundarios como alumno libre. Ese contacto tan temprano con el trabajo, le permitió conocer a fondo una de las constantes que registra su literatura: el mundo gris de las oficinas montevideanas. Pero no lo abrumó; siguió escribiendo, y leyendo: Maupassant, Chejov y Horacio Quiroga, primero; luego Faulkner, Hemingway, Joyce, Henry James Proust, Virginia Woolf, Italo Svevo. Más tarde literatura uruguaya y latinoamericana, además de textos políticos.
            Entre 1938 y 1941 residió casi continuamente en Buenos Aires. Allí vivió largo tiempo trabajando como taquígrafo en una editorial. Años después, en 1984, recordará: "Volver a la Argentina, después de ocho años, ha sido muy estimulante. Al segundo día fui, como cumpliendo un rito, a la Plaza San Martín, adonde iba en mi adolescencia a leer. Allí decidí ser escritor, y empecé a escribir mi primer libro de poemas que ahora lo tengo olvidado, o que trato de olvidar, porque era muy malo". Ese poemario es La víspera indeleble, que publicó en 1945, y nunca reeditado. En 1946 Benedetti se casó con Luz López Alegre. Treinta años después evocará esa duradera relación en el poema "Bodas de Perlas", recogido de La casa y el ladrillo (1977).
            De regreso a Montevideo, dirigió en 1948 la revista literaria Marginalia, que duró hasta el año siguiente, fecha en que pasa a formar parte del consejo de redacción de la revista Número, cuya primera etapa se extiende hasta 1955. Esta publicación es clave en la formación y el desarrollo de la llamada "generación del 45" o "generación crítica", integrada entre otros, además de Benedetti, por Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, Angel Rama, José Pedro Díaz, Armonía Somers, Idea Cilariño, Sarandy Cabrera, Ida Vitale, Carlos Maggi y Emir Rodriguez Monegal.
            También en 1949, Benedetti publicó su primer libro de cuentos, Esta mañana y un año más tarde los poemas de Sólo mientras tanto. Con Esta mañana obtuvo el premio del Ministerio de Instrucción Pública. Este galardón lo obtendrá varias veces en distintos géneros, pero a partir de 1958 renunció sistemáticamente a estos premios por discrepancias con su reglamentación. En cuanto a la actividad cuentística de ese momento, Benedetti dirá años después: "No había prácticamente ninguna posibilidad de publicar novelas en la época en que empezábamos a escribir los del cuarenta y cinco. En cambio, era posible publicar cuentos, en revistas, en los suplementos literarios de los diarios. Y eso tuvo influencia. A tal punto que cuando empezó a haber editoriales, empezó a haber novelistas".
            En 1953 apareció su primera novela, Quién de nosotros. Entre 1954 y 1960 ocupó tres veces la dirección literaria de Marcha, el semanario más influyente de la vida política y cultural del Uruguay y uno de los más importantes de América Latina. Fue clausurado en noviembre de 1974, después de sufrir numerosas suspensiones tras el golpe de estado de 1973. A la memoria de su fundador y director, Carlos Quijano, Benedetti dedicó el libro El desexilio y otras conjeturas (1985), conjunto de crónicas aparecidas en el diario El País de Madrid.
            Con Poemas de la oficina, publicado en 1956, Benedetti impactó en el desarrollo de la poesía uruguaya al insertarse directamente en una temática considerada, hasta ese momento, como "no poética". Testimonió allí al burócrata de clase media y lo interpretó a cabalidad. A partir de ese libro se originó la creciente popularidad y difusión de la obra de Benedetti. Su forma sencilla, directa y coloquial tiene su origen en la admiración que sentía por la poesía de Baldomero Fernández Moreno y Antonio Machado. Como experiencia personal, recoge la actividad del propio Benedetti: cajero en una casa de repuestos de automóvil, funcionario público, tenedor de libros, taquígrafo en la Facultad de Química. Sólo a partir de 1969, Benedetti podrá vivir del periodismo y de sus libros.
            En 1957 viajó por primera vez a Europa. Fue con el volumen de cuentos Montevideanos, publicado en 1959, que tomó forma la concepción urbana de su obra narrativa. También en 1959 viajó a Estados Unidos, hecho que lo conmueve porque "me muestra el verdadero rostro del imperialismo". En ese mismo año, a nivel continental se produce un acontecimiento que marcó no sólo a Mario Benedetti sino a todos los intelectuales latinoamericanos: la Revolución Cubana. Este hecho es fundamental para el desarrollo literario y político del escritor uruguayo. Como el mismo ha declarado, le hizo mirar a América Latina cuando la mayoría de los intelectuales vivían encandilados por lo europeo y también "me sirvió para comunicarme con mi país, para ver de una manera distinta el Uruguay, y frutos de eso son evidentemente ciertos cambios que se establecen en el orden literario". En 1966 visitó por primera vez Cuba y, entre 1968 y 1971, trabajó en la Casa de las Américas, institución cultural cubana.
            En 1959 publicó los ensayos El país de la cola de paja este libro es la primera reflexión de Benedetti sobre el Uruguay oficial, por eso "estalló como un trueno en el limpio cielo montevideano". Con La tregua, que apareció en 1960, Benedetti adquirió trascendencia internacional. La novela tuvo más de un centenar de ediciones, fue traducida a diecinueve idiomas y llevada al teatro, la radio, la televisión y el cine.  Ambos textos son la denuncia y toma de conciencia frente a una sociedad en crisis, cuya manifestación extrema será el golpe de estado en 1973 y su dolorosa secuela.
            La actividad posterior de Mario Benedetti se multiplicó. A su intensa labor de escritor y periodista, se sumó una cada vez más activa participación política. En 1971 fue uno de los fundadores del Movimiento de Independientes 26 de marzo, que integrará más tarde el Frente Amplio. Pero esta alternativa en desarrollo será frustrada por la fuerza.
            En 1973 debió abandonar su país por razones políticas. Etapas de sus doce años de exilio fueron la Argentina, Perú, Cuba y España. Su vasta producción literaria abarca todos los géneros, incluyendo famosas canciones, y suma mas de sesenta obras, entre las que se destacan la novela Gracias por el fuego (1965), el ensayo El escritor latinoamericano y la revolución posible (1974), los cuentos de Con y sin nostalgias (1977) y los poemas de Viento del exilio (1981). En 1987 recibió el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota. Sus libros mas recientes son Despistes y franquezas (1990), Las soledades de Babel (1991), La borra del café (1992), Perplejidades de fin de siglo (1993) y su más reciente novela Andamios (1996). Su obra poetica completa ha sido recogida en Inventario Uno (1950-1985) e Inventario Dos (1986-1991) y sus cuentos en Cuentos completos (1947-1994) los tres de la casa editora Seix Barral.
            Más de diez años vivió Benedetti en el exilio, alejado de sus montevideanos. "Sin embargo, pienso que lo único positivo que hizo la dictadura uruguaya fue desparramar a mis montevideanos por todo el mundo, y seguí escribiendo sobre ellos en las distintas geografías del exilio", afirmó en una oportunidad. Así lo hizo en Buenos Aires, Lima, La Habana y Madrid, sus ciudades de paso, pero que también dejan huellas.
El día 17 de mayo de 2009 poco después de las 18:00, Benedetti muere en su casa de Montevideo, a los 88 años de edad. El Palacio Legislativo fue designado como el sitio de su velatorio. En el marco de este hecho, el gobierno uruguayo decretó duelo nacional y dispuso que su velatorio se realizara con honores patrios en el "Salón de los Pasos Perdidos" del Palacio Legislativo desde las 9:00 del lunes 18 de mayo 


Despabilate amor-Mario Benedetti

Despabílate,amor
Mario Benedetti

Bonjour buon giorno guten morgen,

despabílate amor y toma nota,

sólo en el tercer mundo

mueren cuarenta mil niños por día,

en el plácido cielo despejado

flotan los bombarderos y los buitres,

cuatro millones tienen sida

la codicia depila la amazonia.



Buenos días good morning despabílate,

en los ordenadores de la abuela ONU

no caben más cadáveres de Ruanda

los fundamentalistas degüellan a

extranjeros,

predica el papa contra los condones,

Havelange estrangula a Maradona

bonjour monsieur le maire

forza Italia buon giorno

guten morgen ernst junger

opus dei buenos días

good morning Hiroshima,

despabílate amor

que el horror amanece.

domingo, 18 de abril de 2010

Andy Warhol: Biografía y obras destacadas

 Andy Warhol

  • Nace: 6 de agosto de 1928
  • Lugar: Pittsburgh, Pennsylvania, EEUU
  • Efemérides 6 de agosto

  • Muere: 22 de febrero de 1987
  • Lugar: Nueva York, EEUU
  • Efemérides 22 de febrero

Biografía

Dibujante, pintor, cineasta, fotógrafo, productor musical y empresario estadounidense, considerado el fundador y la figura más relevante del llamado Pop Art y el artista norteamericano más influyente de la segunda mitad del siglo XX.
De padres inmigrantes eslovacos, Andy Warhol fue el tercer hijo de la familia.
Su infancia estuvo marcada por largos periodos de convalecencia por padecer escarlatina y creó un fuerte vínculo con su madre, además de aprovechar el tiempo pintando y dibujando.
Tras la muerte del padre, la familia vivió al borde de la miseria. 
En 1945 Andy Warhol ingresa en el "Instituto Carnegie de Tecnología", donde cursa estudios de diseño y recibe una formación artística orientada hacia el comercio. 
Tras graduarse en 1949 se traslada a Nueva York y adopta el nombre que lo hizo famoso (su nombre real era Andrew Warhola), marcando el punto de partida de su carrera.

Ya instalado, Andy Warhol comienza a trabajar en revistas de moda como "Glamour", "Vogue" y "Tiffany & Co" como ilustrador comercial y logra una ansiada seguridad económica. Paralelamente comienza a desarrollar su obra, celebrando la primera exposición individual en una galería de Nueva York en el año 1952.

En 1956, Andy Warhol gana un premio por logros destacados de parte del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). 



En 1960 comenzó a pintar cuadros de productos famosos y personajes de tiras cómicas, intentando cambiar su imagen de artista comercial a artista de bellas artes.
En 1963 funda el estudio "The factory", mezclando diseño publicitario y arte de vanguardia, revolucionando el mundo del arte y popularizando su trabajo y dos años después representa al grupo musical "The Velvet Underground" liderado por Lou Reed, dejando de tener relación con ellos en 1967.

En 1968 la escritora feminista radical Valerie Solanas, a quien Andy Warhol le había prometido publicar un texto en su revista, le dispara varias veces hiriéndolo de gravedad, lo que le obligó a estar hospitalizado durante varios meses.
A partir de 1970 se consagra como estrella del arte, haciendo cuadros para artistas famosos y siendo contratado por varias fábricas de automóviles para decorar sus vehículos.
En 1980 el arte de Andy Warhol sufre un giro y se hace más abstracta, pero rica pictóricamente y con mayor complejidad visual.
Fallece en 1987 por complicaciones luego de una operación.



OBRAS DESTACADAS






















martes, 13 de abril de 2010

LA NOCHE BOCA ARRIBA-Julio Cortázar- Mi cuento favorito...

LA NOCHE BOCA ARRIBA
Julio Cortázar


Y salían en ciertas épocas a
cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.
En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.

El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y - porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo.

La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle central.
Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos.
Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado.
Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente.
Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. 
Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto.
Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho.
Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades.
Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta.
Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usé la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado."

Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto.
Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba.

El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla.

Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más.

El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte.

Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado.

Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.

Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera.

Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones.

Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía.

Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra.

El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.

Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie.

Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas.

Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.

"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando.
Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas.
Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo.
El sonido no se repitió.
Había sido como una rama quebrada. 
Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra.
Se enderezó despacio, venteando.
No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida.
Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas.
A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos.
Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado.
En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. 
Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

- Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto, amigazo -.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.

Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla.

El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.

La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta.

Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de líquido opalino.

Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa.
Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil.
Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco.

El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida.

Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse.

Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto.

"La calzada", pensó. "Me salí de la calzada."

Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.

Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar.

Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla.

La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.

Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas.

Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable.

La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches.

Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado.

La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso.

Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano.

Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.

El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho.

Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres.

Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

- Es la fiebre - dijo el de la cama de al lado - A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien -.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector.

Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.

Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla.

Había tantas cosas en qué entretenerse.

Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.

Bebió del gollete, golosamente.

Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas.

Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo.

Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.

Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? 
Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar.
 Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada.

Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.

El choque, el golpe brutal contra el pavimento.

De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo.

Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro.

Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina.

Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo.

La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.

Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas.

La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender.

Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.

Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos.

Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo.

El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas.

Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final.

Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. 
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes.
 Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.

Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio.

Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.

Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne.

Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder.

Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz.

Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio.

Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.

Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes. duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo.

Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.

Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final.

Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.

Cuando en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.

El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.


Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.

Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados.

En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.

Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.

Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada...

Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él.

Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala.

Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte.

Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar.

Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo.

Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano.

Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.
En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.







FIN