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domingo, 23 de mayo de 2010

EL PRESIDENTE DEL JURADO -Charles Dickens

EL PRESIDENTE DEL JURADO
Charles Dickens

Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública.
En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad.  Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate.
Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre.
Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna-  del hombre que después fue procesado.
Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal.
Es esencial que se recuerde este hecho.
Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención.
Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos.
 El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio.
 Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba.
Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street.
Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas.
A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.
Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada.
 Soplaba un fuerte viento.
Al asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espiral.
Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este.
Iban uno tras otro.
El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro.
El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente.
Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención; pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos.
Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, les rozaba, les miraba o les abría paso.
Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí.
Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte: no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer.
 Trabajo en la filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone.
 Lo digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente.
No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien.
 El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y "ligeramente dispépsico".
Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enfermedad, ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.
A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales.
 Supe que se había dictado un veredicto previo de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva.
Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa.
Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.
Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso.
  La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio.
 Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada.
Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada.
 Mi criado daba la espalda a la puerta.
Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal.
Era el segundo de los dos que caminaba aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin refinar.
Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo.
Rápidamente, me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré.
Yo tenía en la mano una vela encendida.  No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.
Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
- ¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver... ?
Al hablar, apoyé mi mano en su hombro.  Con un repentino sobresalto, él exclamó:
- ¡Oh, Dios mío, sí!  Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo le tocase.
 Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel contacto.
Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra.
No le dije ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente.
 Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no volvería.
Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con un papel en la mano.
Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente.
Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia.
Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía.
  Él opinaba -aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no quise, en consecuencia, aceptar la citación.
  El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad.
Dijo que mi asistencia o no-asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación.
Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no.
No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sentido.
Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando.
  Por último, resolví asistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre.
En Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas.
La sala estaba alumbrada de igual modo.
Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día.
 Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra.
 Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente.
Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor de niebla y vaho de respiraciones que constituía su atmósfera.
Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle.
 Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido.
Poco después entraron los magistrados, que era dos, y ocuparon sus asientos.
 Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado.
 En el mismo instante en que se presentó, le reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder.  Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: "¡Presente!".
Y, ahora, lector, fíjese en lo que sigue.
Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular, experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado.
Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido, moviendo la cabeza.
 Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas:  "Haga sustituir a ese hombre como sea".
Pero, al no alegar razón alguna para ellos, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo.
Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos.
  Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé.  Es en este aspecto, y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.

Me designaron presidente del jurado.  En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia -, habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos.  Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad.  En resumen, contaba uno de más.
Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:
- Hágame el favor de contarnos.
Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos.
- ¡Pero si somos trece! -exclamó -.  No, no es posible.  Uno, dos... Somos doce.
A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto.  Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con persistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron en la London Tavern.  Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un funcionario.  No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel funcionario.  Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado.  Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada.  Se llamaba Harker.
Nos acostamos en nuestros lechos respectivos.  El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta.  La segunda noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofrecí un poco de rapé.  Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó:
- ¿Qué es eso?
Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly.  Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a Harker.  Éste ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad, riendo:
- Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama.  Pero es un efecto de la luz de la luna.
Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos un paseíto de un extremo a otro de la habitación.  Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura.  Ésta se detenía por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada.  Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente.  Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban.  No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta.  Aquella figura desapareció como por una escalera aérea.  Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión "hombre"- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo.  Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado.
El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa.  Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado.  Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
- Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora.
Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder.  Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición.
Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodio del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba.  El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.
Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia.  Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos.  Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volví a ver al hombre asesinado.  Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal.  Al acercarme a aquellos hombres e intervenir en su conversación, le perdí de vista.  Éste fue el principio de una serie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido.  En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado.  Siempre que los comentarios le desfavorecían, hacían imperiosos e irresistibles signos para que le defendiera.
Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio.  Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la defensa.  En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos.  La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento.  El asesinato se había cometido mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio.  En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a accionar la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima.
 La segunda novedad consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino. 
Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad.
No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la consideración del lector.
Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito.
Parecíame que a aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus mentes.
Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo.
Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado.
 Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más.

El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces.

Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de sí los magistrados estaban ya en sus sitiales o no.

Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala.
Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso.

Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado.
En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar:

- Perdónenme unos momentos, señores.  Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión...

No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.
A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos.

No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión "el hombre asesinado" no fijó ni una vez la vista en el criminal.
Yo me preguntaba repetidamente:  "¿Por qué no le mira?"
Pero no lo miró.


Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa.

Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche.

El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor.

Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón.

Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez.

Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala.  Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento.

El examen pareció dejarle satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez.

Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se desdibujó, todo desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.

El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de "breves frases titubeantes, incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él".
Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad fue ésta:
- Señoría; me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su puesto al presidente del jurado.  Me constaba Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello.

AINULINDALE LA MUSICA DE LOS AINUR-John Ronald Reul Tolkien-

AINULINDALE 
LA MUSICA DE LOS AINUR

John Ronald Reul Tolkien

En el principio estaba Eru, el Unico, que en Arda es llamado Ilúvatar; y primero hizo a 1os Ainur, los Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento, y estuvieron con él antes que se hiciera alguna otra cosa. y les habló y les propuso temas de música; y cantaron ante él y él se sintió complacido. 

Pero por mucho tiempo cada uno de ellos cantó solo, o junto con unos pocos, mientras el resto escuchaba; porque cada uno sólo entendía aquella parte de la mente de Ilúvatar de la que provenía él mismo, y eran muy lentos en comprender el canto de sus hermanos.
 Pero cada vez que escuchaban, alcanzaban una comprensión más profunda, y crecían en unisonancia y armonía.

Y sucedió que Ilúvatar convocó a todos los Ainur , y les comunicó un tema poderoso, descubriendo para ellos cosas todavía más grandes y más maravillosas que las reveladas hasta entonces; y la gloria del principio y el esplendor del final asombraron a los Ainur, de modo que se inclinaron ante Ilúvatar y guardaron silencio.

Entonces les dijo Ilúvatar: -Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agradó que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción.

Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y e1 eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. 

Nunca desde entonces hicieron los Ainur una música como ésta aunque se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. 

Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Unico para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto.

Pero ahora Ilúvatar escuchaba sentado, y durante un largo rato le pareció bien, pues no había fallas en la música. Pero a medida que el tema prosperaba, nació un deseo en el corazón de Melkor: entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con el tema de Ilúvatar, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada. 

A Melkor, entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, y tenía parte en todos los dones de sus hermanos. Con frecuencia había ido solo a los sitios vacíos en busca de la Llama Imperecedera; porque grande era el deseo que ardía en él de dar ser a cosas propias, y le parecía que Ilúvatar no se ocupaba del Vacío, cuya desnudez le impacientaba. 

No obstante, no encontró el Fuego, porque el Fuego está con Ilúvatar. Pero hallándose solo, había empezado a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos.
Melkor entretejió algunos de estos pensamientos en la música, e inmediatamente una discordancia se alzó en torno, y muchos de los que estaban cerca se desalentaron, se les confundió el pensamiento, y la música vaciló; pero algunos empezaron a concertar su música con la de Melkor más que con el pensamiento que habían tenido en un principio. 

Entonces la discordancia de Melkor se extendió todavía más, y las melodías escuchadas antes naufragaron en un mar de sonido turbulento. 
Pero Ilúvatar continuaba sentado y escuchaba, hasta que pareció que alrededor del trono había estallado una furiosa tormenta, como de aguas oscuras que batallaran entre sí con una cólera infinita que nunca sería apaciguada.

Entonces Ilúvatar se puso de pie y los Ainur vieron que sonreía; y levantó la mano izquierda y un nuevo tema nació en medio de la tormenta, parecido y sin embargo distinto al anterior, y que cobró fuerzas y tenía una nueva belleza. 
Pero la discordancia de Melkor se elevó rugiendo y luchó con él, y una vez más hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó. 

Otra vez se incorporó entonces Ilúvatar, y los Ainur vieron que estaba serio; e Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. 

Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. 
La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. 
La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. 
E intentó ahogar a la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de a1gún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura.
En medio de esta batalla que sacudía las estancias de Ilúvatar y estremecía unos silencios hasta entonces inmutables, Ilúvatar se puso de pie por tercera vez, y era terrible mirarlo a la cara. 
Levantó entonces ambas manos y en un acorde más profundo que el Abismo, más alto que el Firmamento, penetrante como la luz de los ojos de Ilúvatar, la Música cesó.
Entonces Ilúvatar habló, y dijo: -Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los Ainur que yo soy Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mi su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. 
Porque aquel que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado.
Entonces los Ainur tuvieron miedo aunque aún no habían comprendido qué les decía Ilúvatar; y llenóse Melkor de vergüenza, de la que nació un rencor secreto. 
Pero Ilúvatar se irguió resplandeciente, y se alejó de las hermosas regiones que había hecho para los Ainur; y los Ainur lo siguieron.
Pero cuando llegaron al Vacío, Ilúvatar les dijo: -¡Contemplad vuestra música!-. y les mostró una escena, dándoles vista donde antes había habido sólo oído; y los Ainur vieron un nuevo Mundo hecho visible para ellos, y era un globo en el Vacío, y en él se sostenía, aunque no pertenecía al Vacío. y mientras lo miraban y se admiraban, este mundo empezó a desplegar su historia y les pareció que vivía y crecía. y cuando los Ainur hubieron mirado un rato en silencio, volvió a hablar Ilúvatar: -¡Contemplad vuestra música! Este es vuestro canto y cada uno de vosotros encontrará en él, entre lo que os he propuesto, todas las cosas que en apariencia habéis inventado o añadido. y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de su gloria.

Y muchas otras cosas dijo Ilúvatar a los Ainur en aquella ocasión, y por causa del recuerdo de sus palabras y por el conocimiento que cada uno tenía de la música que él mismo había compuesto, los Ainur saben mucho de lo que era, lo que es y lo que será, y pocas cosas no ven. 
Sin embargo, algunas cosas hay que no pueden ver, ni a solas ni aun consultándose entre ellos; porque a nadie más que a sí mismo ha revelado Ilúvatar todo lo que tiene él en reserva y en cada edad aparecen cosas nuevas e imprevistas, pues no proceden del pasado y así fue que mientras esta vision del Mundo se desplegaba ante ellos, los Ainur vieron que contenía cosas que no habían pensado antes. y vieron con asombro la llegada de los Hijos de Ilúvatar y las estancias preparadas para ellos, y advirtieron que ellos mismos durante la labor de la música habían estado ocupados en la preparación de esta morada, pero ignorando que tuviese algún otro propósito que su propia belleza. 

Porque sólo él había concebido a los Hijos de Ilúvatar; que llegaron con el tercer tema, y no estaban en aquel que Ilúvatar había propuesto en un principio, y ninguno de los Ainur había intervenido en esta creación. 
Por tanto, mientras más los contemplaban, más los amaban, pues eran criaturas distintas de ellos mismos, extrañas y libres, en las que veían reflejada de nuevo la mente de Ilúvatar; y conocieron aun entonces algo más de la sabiduría de Ilúvatar , que de otro modo habría permanecido oculta aun para los Ainur.

Ahora bien, los Hijos de Ilúvatar son Elfos y Hombres, los Primeros Nacidos y los Seguidores. 
Y entre todos los esplendores del Mundo, las vastas salas y los espacios, y los carros de fuego, Ilúvatar escogió como morada un sitio en los Abismos del Tiempo y en medio de las estrellas innumerables. 
Y puede que esta morada parezca algo pequeña a aquellos que sólo consideran la majestad de los Ainur y no su terrible sutileza; como quien tomara toda la anchura de Arda para levantar allí una columna y la elevara hasta que el cono de la cima fuera mas punzante que una aguja; o quien considerara sólo la vastedad inconmensurable del Mundo, que los Ainur aún están modelando, y no la minuciosa precisión con que dan forma a todas las cosas que en él se encuentran.
 Pero cuando los Ainur hubieron contemplado esa morada en una visión y luego de ver a los Hijos de Ilúvatar que allí aparecían, muchos de los más poderosos de entre ellos se volcaron en pensamiento y deseo sobre ese sitio. y de éstos Melkor era el principal, como también había sido al comienzo el más grande de los Ainur que participaran en la Música. y fingió, aun ante sí mismo al comienzo, dominando los torbellinos de calor y de frío que lo habían invadido, que deseaba ir allí y ordenarlo todo para beneficio de los Hijos de Ilúvatar. 
Pero lo que en verdad deseaba era someter tanto a Elfos como a Hombres, pues envidiaba los dones que Ilúvatar les había prometido; y él mismo deseaba tener súbditos y sirvientes, y ser llamado Señor, y gobernar otras voluntades.
Pero los otros Ainur contemplaron esa habitación puesta en los vastos espacios del Mundo; que los EIfos llaman Arda, la Tierra, y los corazones de todos se regocijaron en la luz, y los ojos se les alegraron en la contemplación de tantos colores, aunque el ruído del mar los inquietó sobremanera. y observaron los vientos y el aire y las materias de que estaba hecha Arda, el hierro y la piedra, la plata y el oro, y muchas otras sustancias, pero de todas ellas el agua fue la que más alabaron. y dicen los Eldar que el eco de la Música de los Ainur vive aún en el agua, más que en ninguna otra sustancia de la Tierra; y muchos de los Hijos de Ilúvatar escuchan aún insaciables las voces del Mar, aunque todavía no saben lo que oyen.
Ahora bien, aquel Ainur a quien los Elfos llaman Olmo, volvió sus pensamientos al agua y de todos fue a él a quien Ilúvatar dio más instrucción en música. Pero sobre aires y vientos quien más había reflexionado era Manwe, noble de nobles entre los Ainur. En la materia de la Tierra había pensado Aule, a quien Ilúvatar había concedido una capacidad y un conocimiento apenas menores que los de MeIkor; aunque lo que deleita y enorgullece a Aule es la tarea de hacer y las cosas hechas, y no la posesión ni su propia maestría; por tanto da y nos atesora, y está libre de cuidados, emprendiendo siempre nuevas tareas.
E Ilúvatar habló a Olmo, y dijo: -¿No ves cómo aquí, en este pequeño reino de los Abismos del Tiempo, Melkor ha declarado la guerra contra tu provincia? Ha concebido un frío crudo e inmoderado, y sin embargo no ha destruido la belleza de tus fuentes, ni la de tus claros estanques. ¡Contempla la nieve y la astuta obra de la escarcha! Melkor ha concebido calores y fuegos sin restricción, y no ha podido marchitar tu deseo ni apoyar por completo la música del mar. ¡Contempla más bien la altura y la gloria de las nubes, y las nieblas siempre cambiantes! ¡Y escucha la caída de la lluvia sobre la Tierra! Y en estas nubes eres llevado cerca de Manwe, tu amigo, a quien amas.

Respondió entonces Olmo: -En verdad, mi corazón no había imaginado que el agua llegara a ser tan hermosa, ni mis pensamientos secretos habían concebido el copo de nieve, ni había nada en mi música que contuviese la caída de la lluvia. Iré en busca de Manwe; ¡y juntos haremos melodías que serán tu eterno deleite!- Y Manwe y Olmo fueron desde el principio aliados, y en todo cumplieron con fidelidad los propósitos de Ilúvatar.

Pero mientras Olmo hablaba todavía y los Ainur miraban absortos, la visión se apagó y se ocultó a los ojos de todos, y les pareció que en ese momento percibían algo distinto, la Oscuridad, que no habían conocido antes excepto en pensamiento. 
Pero se ha bían enamorado de la belleza de la visión que allí cobraba ser, y les colmaba la mente; porque la historia no estaba todavía completa ni los ciclos del tiempo del todo cumplidos cuando la visión les fue arrebatada. y han dicho algunos que la visión cesó antes de que culminara el Dominio de los Hombres y la desaparición de los Primeros Nacidos, por tanto, aunque la Música lo ocupaba todo, los Valar no vieron con los ojos las Eras Posteriores ni el fin del Mundo.

Entonces hubo inquietud entre los Ainur; pero Ilúvatar los llamó y dijo: -Sé lo que vuestras mentes desean: que aquello que habéis visto sea en verdad, no sólo en vuestro pensamiento, sino como vosotros sois, y aun otros. Por tanto, digo: ¡Ea! ¡Que sean estas cosas! Y enviaré al Vacío la L1ama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo Será; y aquellos de entre vosotros que lo deseen, podrán descender a él.
Y de pronto vieron los Ainur una luz a lo lejos como si fuera una nube con un viviente corazón de llamas; y supieron que no era sólo una visión, sino que Ilúvatar había hecho algo nuevo: Ea, el Mundo que Es.
Así sucedió pues que de los Ainur algunos siguen morando con Ilúvatar más allá de los confines del Mundo; pero otros, y entre ellos muchos de los más grandes y más hermosos, se despidieron de Ilúvatar y descendieron al Mundo. 
Ilúvatar les impuso esta condición, quizá también necesaria para el amor de ellos: que desde entonces en adelante los poderes que él les había concedido se limitaran y sujetaran al Mundo, por siempre, hasta que el Mundo quedase completado, de modo tal que ellos fuesen la vida del Mundo y el Mundo la vida de ellos. 
Y por esto mismo se los llama los Valar, los Poderes del Mundo.
Pero al principio, cuando los Valar entraron en Ea, se sintieron desconcertados, y perdidos, pues les pareció que nada de lo que hablan visto en su visión estaba hecho todavía, y que todo estaba a punto de empezar y aún informe y a oscuras. 
Porque la Gran Música no había sido sino el desarrollo y la floración del pensamiento en los Palacios Intemporales, y lo que habían visto, sólo una prefiguración; pero ahora habían entrado en el principio del Tiempo, y advertían que el Mundo había sido sólo precantado y predicho, y que ellos tenían que completarlo. 
De modo que empezaron sus grandes trabajos en desiertos inconmensurables e inexplorados, y en edades incontables y olvidadas, hasta que en los Abismos del Tiempo y en medio de las vastas estancias de Ea, hubo una hora y un lugar en los que fue hecha la habitación de los Hijos de Ilúvatar.

Y en estos trabajos Manwe y Aule y Ulmo se empeñaron más que otros; pero Melkor estuvo también allí desde el principio, y se mezclaba en todo lo que se hacía, cambiándolo si le era posible según sus propios deseos y propósitos; y animó grandes fuegos. 

Por tanto, mientras la Tierra era todavía joven y estaba toda en llamas, Melkor la codició y dijo a los otros Valar: -Este será mi reino, y para mí lo designo.

Pero Manwe era el hermano de Melkor en la mente de Ilúvatar y el primer instrumento en el Segundo tema que Ilúvatar había levantado contra la discordancia de Melkor; y convocó a muchos espíritus, tanto mayores como menores, que bajaran a los campos de Arda a ayudar a Manwe, temiendo que Melkor pudiera impedir para siempre la culminación de los trabajos, y que la tierra se marchitara antes de florecer. 

Y Manwe dijo a Melkor: -Este reino no lo tomarás para ti injustamente, pues muchos otros han trabajado en él no menos que tú.

Y hubo lucha entre Melkor y los otros Valar; y por esa vez Melkor se retiró y partió a otras regiones donde hizo lo que quiso; pero no se quitó del corazón el deseo de dominar e Reino de Arda.

Ahora bien, los Valar tomaron para sí mismos forma y color; y porque habían sido atraídos al Mundo por el amor de los Hijos de Ilúvatar, en quienes habían puesto tantas esperanzas, tomaron formas que se asemejaban a lo que habían contemplado en la Visión de l1úvatar, excepto en majestad y en esplendor. 

Además esas formas proceden del conocimiento que ellos tenían del Mundo visible más que del Mundo en sí; y no las necesitan, salvo como necesitamos nosotros el vestido, pues podríamos ir desnudos sin desmedro de nuestro ser. 
Por tanto los Valar pueden andar, si así les place, sin atuendo, y entonces ni siquiera los Eldar los perciben con claridad, aunque estén presentes.
Pero cuando deciden vestirse, algunos Valar toman forma de hombre y otros de mujer; porque esa diferencia de temperamento la tenían desde el principio, y se encarna en la elección de cada uno,. no porque la elección haga de ellos varones o mujeres, sino como el vestido entre nosotros, que puede mostrar al varón o a la mujer pero no los hace. 
Mas las formas con que los Grandes se invisten no son en todo momento como las formas de los reyes y de las reinas de los Hijos de l1úvatar; porque a veces se visten de acuerdo con sus propios pensamientos, hechos visibles en formas de majestad y temor.

Y los Valar convocaron a muchos compañeros, algunos menores, otros tan poderosos como ellos, y juntos trabajaron en el ordenamiento de la Tierra y en el apaciguamiento de sus tumultos. 

Entonces Melkor vio lo que se había hecho, y que los Valar andaban por la Tierra como poderes Visibles, vestidos con las galas del Mundo, y eran agradables y gloriosos de ver, y bienaventurados, y la Tierra estaba convirtiéndose en un jardín de deleite, pues ya no había torbellinos en ella. La envidia de Melkor fue entonces todavía mayor y él también tomó forma visible, pero a causa del temple de Melkor y de la malicia que ardía en él, esa forma era terrible y oscura. y descendió sobre Arda con poder y majestad más grandes que los de ningún otro Valar, como una montaña que vadea el mar y tiene la cabeza por encima de las nubes, vestida de hielo y coronada de fuego y humo; y la luz de los ojos de Melkor era como una llama que marchita con su calor y traspása con un frío mortal.

Así empezó la primera batalla de los Valar con Melkor por el dominio de Arda; y de esos tumultos los Elfos conocen muy poco. 
Porque lo que aquí se ha declarado procede de los Valar mismos, con quienes los Eldalie hablaron en la tierra de Valinor y de quienes recibieron instrucción; pero poco contaron los Valar de las guerras anteriores al advenimiento de los Elfos. 
Se dice no obstante entre los Eldar que los Valar se esforzaron siempre, a pesar de MelKor, por gobernar la Tierra y prepararla para la llegada de los Primeros Nacidos; y construyeron tierras y Melkor las destruyó; cavaron valles y Melkor los levantó; tallaron montañas y Melkor las derribó; ahondaron mares y Melkor los derramó; y nada podía conservarse en paz ni desarrollarse, pues no bien empezaban los Valar una obra, Melkor la deshacía o corrompía. 
Y, sin embargo, no todo era en vano; y aunque la voluntad y el propósito de los Valar no se cumplían nunca, y todas las cosas tenían un color y una forma distintos de como ellos los habían pensado, no obstante la Tierra iba cobrando forma y haciéndose más firme. 
Y así la habitación de los Hijos de Ilúvatar fue establecida al fin en los Abismos del Tiempo y entre las estrellas innumerables. 


jueves, 20 de mayo de 2010

LA CENICIENTA o la zapatilla de cristal -Charles Perrault

LA CENICIENTA O LA ZAPATILLA DE CRISTAL 
Charles Perrault

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.
El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.
Junto con realizarse la boda, la madrasta dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.
La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.
Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.
—Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.
—Yo, dijo la menor, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.
Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:
— Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
—Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.
—Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.
Otra que Cenicienta las habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección.
Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo.
Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.
—Me gustaría... me gustaría...
Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:
—¿Te gustaría ir al baile, no es cierto?
—¡Ay, sí!, dijo Cenicienta suspirando.
—¡Bueno, te portarás bien!, dijo su madrina, yo te haré ir.
La llevó a su cuarto y le dijo:
—Ve al jardín y tráeme un zapallo.

Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el zapallo se convirtió en un bello carruaje todo dorado.
En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. 
Le dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris ratón. 
Como no encontraba con qué hacer un cochero:
—Voy a ver, dijo Cenicienta, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero.
—Tienes razón, dijo su madrina, anda a ver.
Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le dijo:
—Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.
Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta:
—Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada?
—Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?
Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo.
Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en zapallo, sus caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad.
El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor:
—¡Ah, qué hermosa es!
El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un motivo más de admiración.
Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa.
Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir.
—¡Cómo habéis tardado en volver! les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se separaron.
—Si hubieras ido al baile, le dijo una de las hermanas, no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones.
Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:
—¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días.
—Verdaderamente, dijo la señorita Javotte, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo Culocenizón tendría que estar loca.
Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido.
Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. 
El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía que no eran ni las once. 
Se levantó y salió corriendo, ligera como una gacela. 
El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo cuidado.
Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas, igual a la que se le había caído.
Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita.
Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama. 
Dijeron que si, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. 
Y era verdad, pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.
Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo:
—¿Puedo probar si a mí me calza?
Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. 
El gentilhombre que probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. 
Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso.
 En esto llegó la madrina que, habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los anteriores.
Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían infligido. 
Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran.
Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. 
Él la encontró más bella que nunca, y pocos días después se casaron. 
Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.


MORALEJA

En la mujer rico tesoro es la belleza,
el placer de admirarla no se acaba jamás;
pero la bondad, la gentileza
la superan y valen mucho más.

Es lo que a Cenicienta el hada concedió
a través de enseñanzas y lecciones

tanto que al final a ser reina llegó
(Según dice este cuento con sus moralizaciones).

Bellas, ya lo sabéis: más que andar bien peinadas
os vale, en el afán de ganar corazones
que como virtudes os concedan las hadas
bondad y gentileza, los más preciados dones.


OTRA MORALEJA

Sin duda es de gran conveniencia
nacer con mucha inteligencia,
coraje, alcurnia, buen sentido
y otros talentos parecidos,

Que el cielo da con indulgencia;
pero con ellos nada ha de sacar
en su avance por las rutas del destino
quien, para hacerlos destacar,
no tenga una madrina o un padrino.

NIDO DE AVISPAS -Agatha Christie

NIDO DE AVISPAS

Agatha Christie



John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreir, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba Hécules Poirot, el sagaz detective.

-Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre -.¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sirvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían -. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón -. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.

-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?

Poirot asintió gravemente.

-Si, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que si. No solo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía alli un asunto de importancia.

-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?

-Uno de los más graves delitos.

-¿Acaso un ...?

-Asesinato -completó Poirot.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento le invadió. Al fin pudo articular:

-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.

-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.

-¿Quién es?

-De momento, nadie.

-¿Qué?

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Si, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Si, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.

-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted - y con voz más despreocupada añadió -: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-¡Ah! -exclamó Poirot -. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mio.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot -. Por ejemplo, cianuro de potasio.

Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Si; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitó -: Un veneno mortal.

-Util para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-Segurísimo. ¿Por qué?

-Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esta sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues si, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot -. ¿Y usted es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.

-¿Puede decirme si usted es de su gusto?

-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca monsieur Poirot. Le aseguro que esta equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.
-No le comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rio.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañar a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o evenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?

-Langton jamás...

-¿A qué hora? -le atajó.

-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...

-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirle Poirot.

Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:

-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido le pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
- No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.

-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.

Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.

-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.

-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?

Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.

-Una de las ventajas, o desventajas del detective, radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.

Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.


-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.

Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.

Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.

-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que habia comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.

-Usted no me vió, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio amigo mío. No se moleste en negarlo.

-Siga -apremió Harrison.

-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!

-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. El compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.

Harrison gimió al repetir:

-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!

-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Le aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Digame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?

Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:

-Fue una suerte que viniera usted.

LA PUERTA CONDENADA - Julio Cortázar

LA PUERTA CONDENADA
Julio Cortázar
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. 
Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. 
Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. 
Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. 
Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.

El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. 
Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. 
El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. 
En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. 
El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se abría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. 
Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. 
Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. 
Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. 
Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. 
El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. 
Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobras de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban, el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida -y eran muchos- las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño - un varón, no sabía por qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
"Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó" pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
-¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. "A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar", pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
-Habré soñado -dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado -aunque tan discreto- consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
―¿Durmió bien anoche? ―le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia. Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
―De todas maneras ahora va a estar más tranquilo ―dijo el gerente, mirando las valijas― La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
―Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
―No ―dijo Petrone―. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.