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martes, 3 de diciembre de 2013

La consecuencia Borrador para un relato de ciencia-ficción- Michael Ende

La consecuencia
Borrador para un relato de ciencia-ficción
Michael Ende

El profesor Karl-Ludwig Ehwald, premio Nobel por sus trascendentales descubrimientos en el campo de la fisiología cerebral, se queda un día dormido, en un súbito e inexplicable ataque de sueño, sobre su mesa de trabajo.
Al despertar se encuentra en un futuro no muy lejano, más o menos en el año 2237. 
El lugar sigue siendo su estudio, que no ha sufrido ningún cambio, pero que se halla ahora en el Museo Karl-Ludwig Ehwald. Es saludado por algunos científicos que se presentan a él como sus hijos espirituales. 
Le explican que no está viviendo en absoluto un sueño. 
Hasta le demuestran, en la medida en que ello es posible, que lo que le rodea es realidad. 
Tales experiencias de saltos en el tiempo se deben a un corrimiento temporal en los paralajes, que para entonces ya se puede calcular previamente pero todavía no generar a voluntad.
 Se trata de un fenómeno, por así decir, natural, que ya antes era conocido, pero mal interpretado. 
En cualquier caso -le explican- el viajar a voluntad a través de los tiempos no es posible. 
El periodo de tiempo que dura el fenómeno y del cual, por consiguiente, dispone él asciende a sesenta y dos horas y treinta y ocho minutos. 
Pasado este tiempo, deberá regresar, pero eso sucede por sí solo, le dicen, por eso no tiene que preocuparse. Ehwald decide conocer lo más a fondo posible ese para él mundo futuro y sus progresos. 
Se le da, con la mayor gentileza, toda libertad, se le procura vestimenta adecuada a los tiempos y todo lo necesario y hasta se le pone a disposición una joven intérprete (germanista), pues el lenguaje ha sufrido lógicamente grandes cambios, y muchas palabras le resultan desconocidas.
El nuevo mundo que descubre le resulta casi paradisíaco. 
Todas las personas que encuentra son de una extraordinaria mansedumbre y amabilidad, para el gusto de Ehwald todo lo más un poquito aletargadas. 
Se entera de que ya no hay criminalidad, agresiones o comportamiento inmoral, o sea, nada que haga daño a los demás o a uno mismo. 
Tampoco son posibles los accidentes de tráfico, pues para entonces todas las máquinas son de una seguridad absoluta y se adelantan a cualquier decisión de las personas. 
Tampoco existe el suicidio, y las guerras son totalmente inimaginables. 
Incluso el matar a los animales para la poca carne que se necesita (casi todos los hombres son vegetarianos) se hace por medio de máquinas que, con absoluta garantía, no causan ningún género de dolor. 
Tampoco hay combates de boxeo ni otros deportes violentos, que exciten las agresiones, sólo bailes en grupo y juegos de destreza.
Una vez, sin embargo, observa Ehwald a un grupo de jóvenes que están en un patio retirado y que con los torsos desnudos parecen entregados a un extraño juego: uno está de pie, sonriente, y grita algo, tras lo cual otro joven, igualmente sonriente, le amenaza con un afiladísimo cuchillo.  
La discusión parece que reduce un poco su inercia, finalmente el segundo joven alza el cuchillo como para clavarlo, pero en el mismo instante cae al suelo como tocado por el rayo. 
Ahora, el primero recoge el cuchillo y amenaza con él a un tercero: el mismo efecto. 
Al final todos yacen por tierra, inconscientes pero sonrientes aún, y muy lentamente van reanimándose. Algunas personas mayores observan con gesto de enfado el juego, uno murmura: «¡Qué infantilismo!». La intérprete explica que el juego es completamente inofensivo. 
En su voz, Ehwald cree notar un cierto pesar.  
Ahora, el viajero comienza a interesarse por la cultura de ese mundo: ¿cómo es el arte, cómo está conformada la ética, la religión de esos hombres?
 En primer lugar, es llevado a un concierto y sufre un shock. 
Lo que allí escucha le pone los pelos de punta. 
La llamada música es un infierno de agresividad, en comparación con la cual los más salvajes ritmos de rock actuales resultan ser canciones infantiles. 
En segundo lugar, lo llevan a un holo, lo que corresponde más o menos a nuestros cines actuales, sólo que las proyecciones son tridimensionales y completamente realistas.
 El espectador se encuentra en medio de ellas. 
Nunca hasta entonces había visto Ehwald tal acumulación de cosas repugnantes, de violencia, sadismo y brutalidad. 
Al final tiene que vomitar, pero los demás espectadores, incluida la joven intérprete, parecen habérselo pasado, muy bien.
Finalmente, Ehwald se refugia en una iglesia, esperando encontrar, al menos allí, algo distinto. 

Pero esas instituciones del futuro no tienen nada en común con las que él conoce. 
Allí tampoco encuentra sino representaciones de las más espantosas torturas y tormentos; el ritual al que asiste le parece una pura blasfemia, un ensalzamiento de la infamia y el mal. 
Completamente trastornado, Ehwald regresa a su museo.
 No entiende cómo se ha podido llegar a tal estado de cosas, qué ha sucedido.
En el tiempo que aún le queda busca respuesta en los colegas, quienes, con la amabilidad que los caracteriza, le dan todas las informaciones: no depende ya de la voluntad de los hombres -eso le explican- sino que a éstos les es literalmente imposible hacerse daño unos a otros, más aún, les es imposible obrar el mal.
 El mal existe sólo en la ficción, allí donde, por así decir, sólo puede surgir de una forma irreal, no pudiendo por eso hacer daño a nadie. 
Es sólo imaginable -y por eso como un deseo soñado-, pero no puede ser llevado a la práctica. 
Los hombres son físicamente incapaces de ello. 
En cuanto uno decide de verdad hacer algo que pudiera dañar a otro, pierde el conocimiento. 
Y justamente porque está fuera del alcance, el mal es venerado y adorado. 
A este proceso han contribuido en alto grado -le explican ahora a él- los descubrimientos de Ehwald en el campo de la fisiología cerebral. 
Ellos hicieron posible la manipulación del llamado «hielo negro» en el cerebelo, una estructura celular molecular en la que tienen lugar las decisiones morales. 
A principios del siglo XXI se supo que la recién descubierta radiación de Kelber ejerce en ese centro una influencia que imposibilita los actos criminales e inmorales pues, cuando se presenta un caso así, tiene lugar una especie de efecto retroactivo que lleva a la pérdida del conocimiento en la persona correspondiente. 


Al principio, el tratamiento se aplicó a los delincuentes. 
Su capacidad de cometer delitos pudo ser eliminada mediante una radiación continua sin secuelas de enfermedad, como pasaba antes con la lobotomía.
Justamente ellos se convirtieron después en miembros especialmente útiles de la sociedad humana.

- Bueno, sí -grita Ehwald-, con los delincuentes, pase, pero ¿qué ocurre con los otros? La humanidad no consta únicamente de delincuentes.


Indudablemente, le responden, pero de eso, en definitiva, ya no se podía uno fiar. 

Con el tiempo, el progreso científico y técnico había traído inevitablemente consigo que todos sus logros estuviesen más a disposición de todo el mundo. 
Era un proceso imparable. En los tiempos de Ehwald todavía se mantenía un cierto secreto -para mencionar esto sólo a manera de ejemplo- en lo concerniente a las armas genocidas. 
Había acuerdos sobre la prohibición de armas nucleares y cosas semejantes. 
Pero eso, lógicamente, no podía ser efectivo a largo plazo. 
Llegó un momento en que cualquier estudiante de bachillerato podía elaborar, con la técnica de los genes, su propia plaga de la humanidad, cualquier reyezuelo megalómano podía construir su propia bomba atómica con la que eliminar toda vida en la tierra. 
La humanidad estaba así sometida al chantaje de cualquier suicida celoso que quisiera vengarse del mundo injusto o de su amante infiel exigiendo cosas absurdas. 
Los secuestros de aviones en la época de Ehwald fueron sólo un inofensivo comienzo, pero cuanto más complejo era el sistema y más disponible estaba, tanto más se iba exponiendo éste a todo género de abusos. 
Por eso no quedó otra solución que ser consecuente, a la vista de ese proceso irreversible, y eliminar radicalmente cualquier posibilidad de abuso para garantizar la supervivencia de la especie humana. 
Y eso fue decidido, hace más de una generación, por el Consejo superior de Seguridad Mundial y puesto en práctica por los científicos. 
Entretanto existe ya una emisora de rayos, que se procura a sí misma energía y que por vía satélite envuelve a la tierra entera en la radiación de Kelber. 
Desde entonces, la cuestión del bien y del mal ya no existe, sólo se interesan por ella algunos historiadores.

- ¡Hay que destruir sin falta esa emisora! -tartamudea Ehwald.


Eso, le dicen, es completamente imposible. 

Se han tomado medidas preventivas para evitar de todas todas ser otra vez objeto de chantaje.
 Ningún ser vivo puede alcanzar, y menos aún desconectar, esa emisora. 
La propia radiación de Kelber lo impide. 
Y eso está bien, opinan unánimemente los colegas. 
Sólo hay que pensar, dicen, en lo que sucedería, dada la disposición de ánimo que se ha generalizado entre los hombres, dada su adoración de la violencia y de la brutalidad imaginaria, si fuese posible desconectar la emisora. 
Sería, con toda seguridad, el final de la historia humana y de todo el globo terráqueo.

- Y usted, respetado profesor Ehwald, tendrá que opinar con nosotros que una humanidad viva sin libertad de decisión moral es mejor que una humanidad que, con toda seguridad, se exterminaría a sí misma, pues para ello seria ya suficiente un único criminal, loco o falto de escrúpulos.

 El profesor Dr. Karl-Ludwig Ehwald es catapultado a su propio tiempo. 
Aquella misma tarde reduce a cenizas, en la chimenea de su estudio, los resultados, esperados por todo el mundo, de su trabajo de investigación de cuarenta años sobre el complejo celular del cerebro humano que en siglos posteriores recibiría el nombre de «hielo negro».
No sabe que en la universidad de Heidelberg un joven investigador, basándose en las publicaciones anteriores de Ehwald, descubre en ese mismo instante las mismas células.

Michael Ende
Carpeta de apuntes

sábado, 23 de noviembre de 2013

EL ASESINO INFINITO por Greg Egan (Tercera y última parte)

EL ASESINO INFINITO
por Greg Egan
(Tercera y última parte)

Choco con un muro donde solía haber una puerta, doy un paso atrás, lo vuelvo a intentar, y esta vez la atravieso.
Corriendo a través de la calle, un coche abandonado se materializa ante mí; lo rodeo, me echo al suelo tras él y me cubro la cabeza.
Dieciocho. Dicienueve. Veinte. Veintiuno. ¿Veintidós?
Ni un ruido. 
Alzo la mirada. 
El coche se ha desvanecido. 
El edificio sigue en pie... y sigue parpadeando.
Me incorporo, aturdido. Algunas bombas pueden haber - deben haber - fallado... pero debería haber estallado un número suficientemente grande de ellas como para interrumpir la corriente.
Bueno, ¿y qué ha pasado?
Quizá la soñadora ha sobrevivido en una parte de la corriente pequeña pero contigua, y ésta se ha cerrado en un bucle... del que formo parte por pura mala suerte.
¿Sobrevivido?¿Cómo?
Los mundos en los que la bomba explotó deberían haber estado dispersos al azar, uniformemente, de forma suficientemente densa como para ser eficaces... pero quizá un extraño fenómeno de agrupación ha creado un hueco.
O quizá he acabado deslizándome fuera de parte de la corriente.
Las condiciones teóricas para que esto suceda siempre me han parecido demasiado extraordinarias como para que se cumplan en la vida real... pero, ¿qué sucedería si ha pasado?
Un hueco en mi presencia, corriente abajo respecto a mí, habría dejado un conjunto de mundos sin ninguna bomba, que luego hubieran seguido fluyendo y me hubieran atrapado, una vez que me alejé del edificio y mi ritmo de cambio descendió.
«Vuelvo» al hueco de la escalera.
No hay ninguna bomba sin estallar, ni ningún rastro de que alguna de mis versiones haya estado aquí.
 Pongo el artefacto de reserva y corro.
Esta vez no busco ningún refugio en la calle, sino que simplemente me tiro al suelo.
De nuevo, nada.
Intento calmarme y visualizar las posibilidades.
Si el hueco sin bombas no hubiera pasado completamente el hueco sin mí cuando las primeras bombas explotaron, entonces aún faltaría yo de una parte de la corriente superviviente... permitiendo que el mismo fenómeno se repitiese una y otra vez.
Miro al edificio intacto, incrédulo.
Soy los que alcanzan la meta.
Eso es todo lo que me define.
Pero, ¿quién falló, exactamente?
 Si yo estaba ausente de una parte de la corriente, no había versiones de mí en esos mundos que pudieran fallar.
¿Quién es el culpable? ¿A quién repudio? ¿A aquellos que consiguieron poner la bomba, pero «deberían haberla puesto» en otros mundos? ¿Estoy yo entre ellos? No tengo forma de saberlo.
Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuán grande es el hueco? ¿Cuán cerca estoy de él? ¿Cuántas veces puede derrotarme?
Tengo que seguir matando a la soñadora, hasta conseguirlo.
Vuelvo al hueco de la escalera.
Hay unos tres metros entre piso y piso.
Para subir, uso un pequeño garfio atado a una cuerda corta; el garfio dispara una escarpia propulsada por explosivos contra el suelo de hormigón. 
Una vez que la cuerda se desenrolla, sus posibilidades de acabar en trozos separados en diferentes mundos se magnifican; es esencial moverse rápidamente.
Inspecciono sistemáticamente el primer piso, siguiendo el procedimiento al pie de la letra, como si nunca hubiera oído hablar de la habitación 522.
Un borrón de tabiques alternativos, mobiliario espartano y fantasmal, montones temporales de tristes posesiones.
Cuando he terminado, me paro hasta que el reloj alojado en mi cráneo alcanza el siguiente múltiplo de diez minutos.
Es una estrategia imperfecta: algunos rezagados se retrasarán más de diez minutos... pero eso sería cierto por mucho que esperase.
El segundo piso también está vacío.
Pero es un poco más estable; no hay duda de que me estoy acercando al corazón del torbellino.
La arquitectura del tercer piso es casi sólida.
El cuarto, si no fuera por las pertenencias abandonadas que parpadean en las esquinas de las habitaciones, podría pasar por normal.
El quinto...
Abro las puertas a patadas, una tras otra, moviéndome sin pausa a lo largo del pasillo. 502. 504. 506.
Pensé que podría sentirme tentado de olvidar la disciplina cuando llegase a una distancia tan escasa, pero en cambio encuentro más fácil que nunca el seguir los movimientos previstos, sabiendo que no tendré más oportunidades para reagruparme.
516. 518. 520.
En el extremo más alejado de la puerta de la habitación 522 hay una joven tumbada en la cama.
Su pelo es un halo diáfano de posibilidades, su ropa una neblina traslúcida, pero su cuerpo parece sólido
y permanente, el punto cuasifijo alrededor del cual ha girado todo el caos de esta noche.
Entro en la habitación, apunto a su cráneo y disparo.
La bala cambia de mundos antes de poder alcanzarla, pero matará a otra versión, corriente abajo.
Disparo una y otra vez, esperando a que la bala de uno de mis hermanos asesinos la alcance ante mis ojos... o a que la corriente se pare, a que las soñadoras con vida sean demasiado poco numerosas, y estén demasiado dispersas, para mantenerla.




Ninguna de estas cosas sucede.
- Has tardado.
Me giro.
La mujer de pelo azul está ante la puerta.
 Vuelvo a cargar la pistola; no hace ningún movimiento para detenerme.
Mis manos tiemblan.
Me vuelvo hacia la soñadora y la mato otras dos docenas de veces. La versión ante mí permanece intacta, la corriente imperturbable.
Vuelvo a cargar y agito la pistola ante la mujer de pelo azul.
- ¿Qué coño me habéis hecho? ¿Estoy solo? ¿Habéis matado a todos los demás? - Pero eso es absurdo... y si fuera verdad, ¿cómo podría ella verme? Yo no sería más que un destello momentáneo e imperceptible para cada versión de ella, y nada más; ni siquiera sabría que yo estoy ahí.
Niega con la cabeza, y dice suavemente:
- No hemos matado a nadie. Os hemos distribuido en un Polvo de Cantor, eso es todo.
Cada uno de vosotros está aún vivo... pero ninguno puede detener el torbellino.

Polvo de Cantor.
 Un conjunto fractal, inconmensurablemente infinito, pero de medida cero. 
No hay sólo un hueco en mi presencia; hay un número infinito, una serie interminable de agujeros cada vez más pequeños, en todas partes. Pero...
- ¿Cómo? Me tendiste una trampa, me entretuviste hablando, pero, ¿cómo pudisteis coordinar los retrasos? ¿Y calcular los efectos? Para eso se necesitaría...
- ¿Capacidad de computación infinita? ¿Un número infinito de personas? - Sonríe débilmente -. Soy un número infinito de personas. Todas sonámbulas con un chute de S. Todas soñando la una con la otra. Podemos actuar al unísono, sincronizadamente, como una sola, o podemos actuar de forma independiente. O de forma intermedia, como ahora: mis versiones que pueden verte y oírte en cualquier momento están compartiendo sus datos sensoriales con el resto.
Me volví hacia la soñadora.
- ¿Por qué defenderla? Nunca conseguirá lo que quiere. Está desgarrando la ciudad, y nunca alcanzará su meta.
- Quizás aquí no.
- ¿Aquí no? ¡Está cruzando todos los mundos en los que vive! ¿Qué otro lugar hay?
La mujer niega con la cabeza.
- ¿Qué es lo que crea todos esos mundos? Las posibilidades alternativas de los procesos físicos ordinarios. Pero el fenómeno no se detiene ahí; la posibilidad de movimiento entre los mundos produce exactamente el mismo efecto. El propio superespacio se bifurca en diferentes versiones, versiones que contienen todas las posibles corrientes entre los mundos. Y puede haber corrientes de nivel superior entre esas versiones del superespacio, de forma que la estructura completa vuelve a bifurcarse. Una y otra vez.
Cierro los ojos, ahogándome en el vértigo. Si este ascenso interminable hacia infinitos cada vez mayores es cierto..
- ¿En alguna parte, la soñadora siempre triunfa? ¿Haga lo que haga yo?
- Sí.
- ¿Y en algún sitio, siempre gano? ¿En alguna parte, no has podido derrotarme?
- Sí.
¿Quién soy? Soy aquellos que alcanzan la meta.
Entonces, ¿quién soy yo?
No soy nada en absoluto.
Un conjunto de medida cero.
Dejo caer la pistola y doy tres pasos hacia la soñadora.
Mis ropas, ya en jirones, se dividen en mundos distintos y desaparecen.
Doy otro paso y me paro, sorprendido por una súbita calidez.
Mi pelo y las capas exteriores de mi piel se han desvanecido; estoy cubierto en un fino sudor de sangre. Noto, por primera vez, la sonrisa congelada en la cara de la soñadora.
Y me pregunto: ¿en cuántos conjuntos infinitos de mundos daré un paso más? ¿Y cuántas innumerables versiones de mí preferirán volverse y salir de esta habitación? ¿A quién exactamente estoy salvando de la vergüenza, cuando viviré y moriré de todas las formas posibles?
A mí mismo.

FIN