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lunes, 28 de febrero de 2011

El Kybalion,los Misterios de Hermes-Los Tres Iniciados

El Kybalion,los Misterios de Hermes
Los Tres Iniciados

CAPÍTULO I

LA FILOSOFÍA HERMÉTICA

«Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el
oído capaz de comprender.» (El Kybalion.)


Desde el antiguo Egipto han venido las enseñanzas fundamentales y secretas que tan fuertemente han influido en los sistemas filosóficos de todas las razas y de todos los pueblos, durante centurias enteras.
El Egipto, la patria de las pirámides y de la Esfinge, fue la cuna de la Sabiduría Secreta y de las doctrinas místicas.

Todas las naciones han sacado las suyas de sus doctrinas esotéricas, La India, Persia, Caldea, Medea, China, Japón, Asiria,la antigua Grecia y Roma, y otros no menos importantes países, se aprovecharon, libremente de las doctrinas formuladas por los hierofantes y Maestros de la tierra de Isis, conocimientos que sólo eran transmitidos a los que estaban preparados para participar de lo oculto.

Fue también en el antiguo Egipto donde vivieron los tan grandes adeptos y Maestros que nadie después ha sobrepasado, y que rara vez han sido igualados en las centurias que han transcurrido desde los tiempos del Gran Hermes.

El Egipto fue la residencia de la Gran Logia de las fraternidades místicas. 
Por las puertas de su templo entraron todos los neófitos que, convertidos más tarde en Adeptos, Hierofantes y Maestros, se repartieron por todas partes, llevando consigo el precioso conocimiento que poseían y deseando hacer partícipe de él a todo aquel que estuviera preparado para recibirlo.

Ningún estudiante de ocultismo puede dejar de reconocer la gran deuda que tiene contraída con aquellos venerables Maestros de Egipto.
Pero entre esos grandes maestros existió uno al que los demás proclamaron«el Maestro de los Maestros».
Este hombre, si es que puede llamarse «hombre» a un ser semejante, vivió en Egipto en la más remota antigüedad y fue reconocido bajo el nombre de Hermes Trismegisto.

Fue el padre de la sabiduría, el fundador de la astrología, el descubridor de la alquimia.
Los detalles de su vida se han perdido para la historia, debido al inmenso espacio de tiempo transcurrido desde entonces.

La fecha de su nacimiento en Egipto, en su última encarnación en este planeta, no se conoce ahora, pero se ha dicho que fue contemporáneo de las más antiguas dinastías de Egipto, mucho antes de Moisés.
Las autoridades en la materia lo creen contemporáneo de Abraham, y en alguna de las tradiciones judías se llega a afirmar que Abraham obtuvo muchos de los conocimientos que poseía del mismo Hermes.

Después de haber transcurrido muchos años desde su muerte (la tradición afirma que vivió trescientos años), los egipcios lo deificaron e hicieron de él uno de sus dioses, bajo el nombre de Thoth.
Años después los griegos hicieron también de él otro de sus dioses y lo llamaron «Hermes, el dios de la sabiduría».

Tanto los griegos como los egipcios reverenciaron su memoria durante centurias enteras, denominándole el «inspirado de los dioses», y añadiéndole su antiguo nombre «Trismegisto», que significa «tres veces grande».

Todos estos antiguos países lo adoraron, y su nombre era sinónimo de «fuente de sabiduría».
Aun en nuestros días usamos el término «hermético» en el sentido de «secreto», «reservado», etc., y esto es debido a que los hermetistas habían siempre observado rigurosamente el secreto de sus enseñanzas.

Si bien entonces no se conocía aquello de «no echar perlas a los cerdos», ellos siguieron su norma de conducta especial que les indicaba «dar leche a los niños y carne a los hombres», cuyas máximas son familiares a todos los lectores de las escrituras bíblicas, máximas que, por otra parte, habían sido ya usadas muchos siglos antes de la Era Cristiana.
Y esta política de diseminar cuidadosamente la verdad ha caracterizado siempre a los hermetistas, aun en nuestros días.

Las enseñanzas herméticas se encuentran en todos los países y en todas las religiones, pero nunca identificada con un país en particular ni con secta religiosa alguna.
Esto es debido a la prédica que los antiguos instructores hicieron para evitar que la Doctrina Secreta se cristalizara en un credo.

 La sabiduría de esta medida salta a la vista de todos los estudiantes de historia. 
El antiguo ocultismo de la India y la Persia degeneró y se perdieron sus conocimientos, debido a que los instructores se habían convertido en sacerdotes y mezclaron la teología con la filosofía, siendo su inmediata consecuencia que perdieron toda su sabiduría, la que acabó por transformarse en una cantidad inmensa de
supersticiones religiosas, cultos, credos y dioses. 

Lo mismo pasó con las enseñanzas herméticas de los gnósticos cristianos, enseñanzas que se perdieron
por el tiempo de Constantino, quien mancilló la filosofía mezclándola con la teología, y la iglesia cristiana perdió entonces su verdadera esencia y espíritu, viéndose obligada a andar a ciegas durante varios siglos,
sin que hasta ahora haya encontrado su camino, observándose actualmente que la iglesia cristiana está luchando nuevamente por aproximarse a sus antiguas enseñanzas místicas.

Pero siempre han existido unas cuantas almas que han conservado viva
la llama, alimentándola cuidadosamente y no permitiendo que se extinguiera
su luz.
Y gracias a esos firmes corazones y a esas mentes de extraordinario desarrollo tenemos aún la verdad con nosotros.
Mas no se encuentra en los libros.
 Ella ha sido transmitida del Maestro al discípulo, del iniciado al neófito, de los labios a los oídos.

Si alguna vez se ha escrito algo sobre ella,su significado ha sido cuidadosamente velado con términos de astrología y alquimia, de tal manera que sólo los que poseían la clave podían leerlo correctamente.
Esto se hizo necesario a fin de evitar las persecuciones de los teólogos de la Edad Media, quienes luchaban contra la Doctrina Secreta a sangre y fuego.

Aún en nuestros días nos es dable encontrar algunos libros valiosos de filosofía Hermética, pero la mayor parte se ha perdido. Sin embargo,la Filosofía Hermética es la única clave maestra que puede abrir las
puertas a todas las enseñanzas ocultas.

En los primeros tiempos existió una compilación de ciertas doctrinas herméticas que eran las bases fundamentales de toda la Doctrina Secreta, y que habían sido, hasta entonces, transmitidas del instructor al estudiante, compilación que fue conocida bajo el nombre de El Kybalion, cuyo exacto significado se perdió durante centenares de años.

Sin embargo, algunos que han recibido sus máximas de los labios a los oídos las comprenden y las
conocen.
 Sus preceptos no habían sido escritos nunca hasta ahora.
Son,simplemente, una serie de máximas y axiomas que luego eran explicados y ampliados por los Iniciados.

Estas enseñanzas constituyen realmente los principios básicos de la «alquimia hermética», la que, contrariamente a lo que se cree, está basada en el dominio de las fuerzas mentales, más bien que en el de los elementos materiales; en la transmutación de una clase de vibraciones mentales en otras, más bien que en el cambio de una clase de metal en otro.
La leyenda acerca de la piedra filosofal, que convertía todos los metales en oro, era una alegoría relativa a la Filosofía Hermética, alegoría que era perfectamente comprendida por todos los discípulos del verdadero hermetismo.
En esta obrita invitamos a nuestros estudiantes a examinar las enseñanzas herméticas, tal como fueron expuestas en El Kybalion, explicadas y ampliadas por nosotros, humildes estudiantes de las mismas, que si bien llevamos el título de iniciados somos, sin embargo, simples discípulos a los pies de Hermes, el Maestro.
Transcribimos aquí muchas de las máximas y preceptos de El Kybalion, acompañadas por explicaciones y comentarios que creemos ayudarán a hacer más fácilmente comprensible esas enseñanzas por los hombres modernos, especialmente teniendo en cuenta que el texto original ha sido velado a propósito con términos obscuros y desconcertantes.
Las máximas originales, axiomas y preceptos de El Kybalion están impresos con otro tipo de letra. 
Esperamos que los lectores de esta obra sacarán tanto provecho del estudio de sus páginas como lo han sacado otros que han pasado antes por el mismo sendero que conduce a la maestría desde los tiempos de Hermes Trismegisto, el Maestro de los Maestros, el Tres veces Grande, hasta ahora.
Dice El Kybalion:
«Donde quiera que estén las huellas del Maestro, allí los oídos del
que está pronto para recibir sus enseñanzas se abren de par en par.»
«Cuando el oído es capaz de oír, entonces vienen los labios que
han de llenarlos con sabiduría.»
De manera que, de acuerdo con lo indicado, este libro sólo atraerá la atención de los que están preparados para recibirlo.
Y recíprocamente, cuando el estudiante esté preparado para recibir la verdad, entonces este libro llegará a él.
El principio hermético de causa y efecto, en su aspecto de«ley de atracción», llevará los oídos junto a los labios y el libro junto al discípulo.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Poemas en prosa - Oscar Wilde : Seis relatos para André Gide

Poemas en prosa
Seis relatos para André Gide
Oscar Wilde


(Nota del traductor)
Los seis poemas en prosa que hoy aparecen por primera vez en castellano, reunidos en un volumen, fueron publicados en la Fortnightly Review, siendo posteriormente reimpresos varias veces en América y en París.
La Casa del Juicio y El Discípulo aparecieron antes y separadamente en The Spirit Lamp, de Oxford.
Pensé traducir las versiones del Discípulo, del Maestro, del Hacedor del bien, del Artista y de La Casa del Juicio, de las que da André Gide en su In Memoriam, en atención a que fueron escuchadas por éste en el curso de algunas de sus conversaciones con Wilde; pensé traducirlas porque conservan todo el calor vital de una conversación y no son las obras ya en exposición, retocadas y algo frías, fuera del horno de fundición; Wilde tomó como motivo para contárselas la observación de que Gide escuchaba con los ojos, observación que acababa de hacer durante la comida en que se conocieron. 
 No lo he hecho porque las que Wilde dio a la publicación resultan algo ampliadas, y así el lector podrá observar más aún el estilo del escritor refinadísimo.
Estos seis poemas en prosa, según aquellos que los escucharon de sus propios labios,eran aún más brillantes oyendo a Wilde encajar como causeur maravilloso en el cuadro de la conversación los mosaicos de las frases escogidas y de las pausas sabias, con su voz, con aquella su voz "lánguida y musical", como él se complace en decir de lord Henry Woton; aquella su voz que hoy resultaría débil y vacilante, opaca y tristona.

Viejo inimaginable para los que tenemos inconmovible en nuestra imaginación la figura de Wilde, Rey de la Vida, aquel Rey de la Vida de trágico reinado que creó y vivió estas seis parábolas admirables, compareciendo por último en La Casa del Juicio, y contestando seguramente a Dios, como su personaje: "No puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo."

El artista 
Un día nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer que dura un instante».


Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues sólo podía ver sus obras en bronce.
Pero el bronce del mundo entero había desaparecido y en ninguna parte de la tierra podía
encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida».
Y era él mismo con sus propias manos quien había modelado esa estatua, colocándola sobre la tumba del único ser que amó en su vida.
Sobre la tumba del ser amado colocó aquella estatua que era su creación,para que fuese muestra del amor del hombre que no muere nunca y como símbolo del dolor del hombre, que se sufre toda la vida.
Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua.
Entonces tomó la estatua que había creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.
Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida»modeló la estatua del «Placer que dura un instante».

El hacedor del bien

Era de noche y estuvo Él solo.
Y vio desde lejos las murallas de una vasta ciudad y se acercó a ella.
Y cuando estuvo muy cerca oyó el jadeo del placer, la risa de la alegría y el sonido penetrante de numerosos laúdes.
Y llamó, y uno de los guardianes de las puertas le abrió.
Y contempló una casa construida con mármol y que tenía unas bellas columnatas de igual materia en su fachada, y sus columnatas estaban cubiertas de guirnaldas y dentro y fuera habla antorchas de cedro.
Y Él penetró en la casa.
Y cuando hubo atravesado el vestíbulo de calcedonia y el de jaspe y llegó a la gran sala del festín, vio acostado sobre un lecho de púrpura a un joven con los cabellos coronados de rosas rojas y con los labios rojos de vino.
Y se acercó a él, le tocó en el hombro, y le dijo:
-¿Por qué haces esta vida?
Y el joven se volvió y reconociéndole contestó:
-Era yo leproso y tú me curaste. ¿Cómo iba yo a hacer otra vida?
Y algo más lejos vio una mujer con la cara pintada, y el traje de colores llamativos, y cuyos pies estaban calzados de perlas.
Y detrás de ella caminaba un hombre, con el paso lento de un cazador y llevando un
manto de dos colores.
Y la faz de la mujer era bella como la de un ídolo y los ojos del joven centelleaban cargados de deseo.
Y Él le siguió rápidamente.
Y tocándole en una mano, le dijo:
-¿Por qué sigues a esa mujer y la miras de esa manera?
Y el joven se volvió, y, reconociéndole, respondió:
-Era yo ciego y me devolviste la vista. ¿Cómo iba yo a mirarla de otra manera?
Y Él corrió hacia adelante, y tocando el vestido de colores chillones de la mujer, dijo:
-Ese camino que sigues es el del pecado, ¿por qué lo sigues?
Y la mujer se volvió y le reconoció. Y le dijo riendo:
-Me perdonaste todos mis pecados y este camino que sigo es agradable.
Entonces Él sintió su corazón lleno de tristeza y abandonó la ciudad.
Y cuando salía de ella, vio por fin, sentado al borde de los fosos de la ciudad, a un joven que lloraba.
Y se acercó a él, y tocándole los rizos de sus cabellos, le dijo:
-¿Por qué lloras?
Y el joven alzó los ojos para mirarle, y reconociéndole, respondió:
-Estaba yo muerto y me resucitaste. ¿Qué iba yo a hacer más que llorar?


El discípulo 
Cuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una copa de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.
Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce en copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus cabelleras. Y gritaban al río y le decían:
-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con lo bello que era?
-¿Pero Narciso era bello?
-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades- Nos despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el
espejo de tus aguas.
Y el río contestó:
-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas,dejaba reposar sus ojos sobre mí, y en el espejo de sus ojos veía reflejada yo mi propia belleza.

El maestro

Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea,después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle, porque tenía que hacer en su casa.
Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo, que lloraba.
Sus cabellos eran de color de miel y su cuerpo como una flor blanca;pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo y que lloraba:
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era un justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por Él, sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no había ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto Él hizo, lo he hecho yo. Y sin embargo, no me han crucificado.

La casa del juicio 

Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el hombre compareció desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y te has mostrado siempre cruel con los que necesitaban socorro y con los que carecían de apoyo. Has sido hosco y duro de corazón. Te llamó el pobre y tú no le oíste, y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste para tu uso particular de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y lo diste de comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me loaban, los perseguiste con saña por los caminos, por esa tierra mía, con la cual te formé. Y vertiste sangre inocente.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, efectivamente.
Y Dios abrió por segunda vez el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has escondido la belleza que yo he mostrado,y el bien que yo he escondido, le has olvidado. Los muros de tu estancia estaban pintados con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo sufrí, y comiste lo que no se debe comer; la púrpura de tus vestidos estaba bordada con tres signos de afrenta. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañabas su cabellera en perfumes y colocabas granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas sus cuerpos con mirra. Te prosternaste ante ellos y los tronos de tus ídolos se elevaron hasta el sol. Mostraste al sol tu ignorancia y a la luna tu demencia.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y por tercera vez abrió Dios el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal y la bondad con la impostura. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te dieron su leche. El que llegó hasta ti con agua, se marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley, que te escondían por la noche en sus tiendas, les delatabas antes del alba. Tendiste un lazo a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que iba contigo le vendiste por dinero; y a los que te trajeron amor, les diste en pago lujuria.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y Dios cerró el libro de la vida del hombre y dijo:
-Realmente, debía enviarte al Infierno. Sí, al Infierno es donde debo enviarte.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al Infierno?
-Porque he vivido siempre en el Infierno -respondió el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un momento, habló Dios y dijo al hombre:
-Ya que no puedo enviarte al Infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al Cielo es adonde te enviaré.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué razón no puedo enviarte al Cielo?
-Porque jamás ni en parte alguna he podido imaginarme el Cielo-replicó el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.

El maestro de la sabiduría 

Desde su infancia le habían inculcado, como a cualquiera, el perfecto conocimiento de Dios, y hasta cuando era niño, muchos santos así como ciertas santas mujeres que vivían en la libre ciudad, donde él nació,
habíanse quedado atónitos ante sus respuestas graves y sabias.
Y cuando sus padres le entregaron el traje y el anillo de la edad viril, les abrazó, abandonándoles para ir a correr mundo, porque quería hablar de Dios al universo.
Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas personas que no conocían a Dios en absoluto, que sólo tenían de él un conocimiento incompleto, o que adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques
sagrados sin preocuparse de sus adoradores.
Y poniéndose de frente al sol se puso en marcha, caminando sin sandalias como había visto andar a los santos y llevando en su cintura un zurrón de cuero y un pequeño cántaro de barro cocido.
Y como caminaba a lo largo del ancho camino sentíase lleno de ese gozo que nace del conocimiento perfecto de Dios, y le cantaba alabanzas sin cesar en sus cantos. Y al cabo de algún tiempo, entró en un país
desconocido en el que se alzaban muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades.
Y algunas de éstas se hallaban en los valles, otras en las riberas de grandes ríos y otras asentadas sobre colinas.
Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y una gran multitud en cada ciudad le siguió asimismo, y el conocimiento de Dios se esparció sobre toda la tierra y muchos jefes de Estado se convirtieron.
Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía golpeaban sus tambores nadie, o muy poca gente, acudía con panes y ofrendas de carne,como era costumbre en el país antes de llegar el peregrino.
Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto mayor era el número de sus discípulos, más grande era su aflicción.Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios y según la plenitud de conocimiento perfecto de Dios, que Dios mismo le había dado.
Y una noche salió de la oncena ciudad, que era una ciudad de Armenia,y sus discípulos y una gran multitud le siguieron, y subió a una montaña y se sentó sobre una roca que había en ella.
Y sus discípulos se agruparon a su alrededor y la multitud se arrodilló en el valle.
Y él hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su alma:
-¿Por qué estoy tan lleno de aflicción y de temor y por qué cada unode mis discípulos es como un enemigo que se adelanta a plena luz?
Y su alma le respondió y dijo:
-Dios te ha llenado del conocimiento perfecto de Él mismo y tú has dado esa ciencia a los demás. Has dividido la perla de gran valor y has repartido en trozos el vestido sin costura. El que difunde la sabiduría se
roba a sí mismo. Es lo mismo que quien da un tesoro a un ladrón ¿AcasoDios no es más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que Dios te ha confiado? Yo era rica un día y tú me has empobrecido. Yo he visto a Dios un día y ahora tú me lo has ocultado.
Y de nuevo lloró él porque sabía que su alma le decía la verdad y que había dado a los demás el conocimiento perfecto de Dios, y que se encontraba como un hombre que se ha colgado de los pliegues de la vestidura de Dios, y que su fe disminuiría en relación al número de los que veían en él.
Y se dijo a sí mismo:
-No volveré a hablar de Dios. El que infunde la sabiduría se roba a si mismo.
Y algunas horas más tarde, sus discípulos fueron a su encuentro, e inclinándose hasta el suelo, le dijeron:
-Maestro, háblanos de Dios, porque tienes el conocimiento perfecto de Él y ningún hombre más que tú lo posee.
Y él contestó:
-Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni nunca os volveré a hablar de Dios.
Y ellos se irritaron y le dijeron:
-Nos has conducido al desierto para que pudiéramos escucharte.¿Quieres despedirnos hambrientos a nosotros y a la gran multitud que has invitado a seguirte?
Y él respondió:
-No os hablaré de Dios.
Y la multitud murmuró contra él y le dijo:
-Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento para comer.Háblanos de Dios y eso nos bastará.
Pero él no contestó una palabra, porque sabía que si hablaba de Dios les daría un tesoro.
Y los discípulos se marcharon tristemente y la multitud regresó a sus casas. Y muchos fallecieron en el camino.
Y cuando estuvo solo se levantó y volviéndose hacia la luna, viajó durante siete lunas sin hablar a ningún hombre y sin responder a ninguna pregunta.
Y cuando la séptima luna iba a desaparecer, llegó al desierto del gran Río.
Y encontrando vacía una caverna habitada en otro tiempo por un centauro, la tomó por abrigo y tejió una esterilla de junco para acostarse en ella y hacer vida de eremita.
Y a cada hora, el eremita alababa a Dios, que había permitido que aprendiera a conocerle y a conocer su grandeza admirable.
Ahora bien; una noche, estando el eremita sentado ante la caverna en un sitio de reposo que se había arreglado, vio a un joven de rostro perverso y hermoso que pasaba sencillamente vestido y con las manos
vacías.
Todas las noches pasó de nuevo el joven con las manos vacías y todas las mañanas volvió con las manos llenas de púrpura y de perlas, pues era un ladrón y robaba a las caravanas de mercaderes.
Y el eremita le miró y tuvo piedad de él. Pero no le dijo una palabra porque sabía que quien dice una palabra pierde su fe.
Y una mañana, cuando regresaba el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo, frunció las cejas, dio con el pie sobre la mesa y dijo al eremita:
-¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Porque ningún hombre me ha mirado antes de ese modo. Y es para mí un aguijón y una tristeza.
Y el eremita le respondió:
-Lo que hay en mis ojos es piedad. Es la piedad la que te mira por mis ojos.
Y el joven rió con risa despreciativa y gritó al eremita con tono amargo:
-Tengo púrpura y perlas en mis manos y tú no tienes más que una esterilla de junco para acostarte. ¿Qué piedad vas a tenerme? ¿Y por qué?
-Tengo piedad de ti -dijo el eremita-, porque no conoces a Dios.
-¿Es una cosa preciosa el conocimiento de Dios? -preguntó el joven.
Y se acercó a la entrada de la caverna.
-Es más preciosa que toda la púrpura y que todas las perlas del mundo-respondió el eremita.
-¿Y tú la posees?
Y se acercó más.
-En otro tiempo -respondió el eremita- poseía yo realmente el conocimiento perfecto de Dios, pero en mi locura lo he repartido y dividido entre muchos otros hombres. Aun ahora, semejante recuerdo sigue
siendo para mí más precioso que la púrpura y que las perlas.
Y cuando el ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas que llevaba en sus manos, y sacando una espada puntiaguda de recurvado acero, dijo al eremita:
-Dame ahora mismo ese conocimiento de Dios que posees o te mato sin vacilar. 
¿Cómo no iba yo a matar a quien posee un tesoro mayor que el mío?
Y el eremita extendió sus brazos y dijo:
-¿No me valdría más ir a los parajes más alejados de la Casa de Dios y loarle que vivir en el mundo y no conocerle? Mátame si ésa es tu voluntad. Pero no entregaré mi conocimiento de Dios.
Entonces el ladrón cayó de rodillas y le suplicó; pero el eremita no quiso ni hablarle de Dios ni darle su tesoro.
Y el ladrón se levantó y dijo al eremita:
-Sea como quieres. Por mi parte, voy a ir a la Ciudad de los Siete Pecados, que está solamente a tres días de marcha de aquí, y por mi púrpura me darán placer y por mis perlas me venderán alegría.
Y recogiendo la púrpura y las perlas se fue rápidamente.
Y el eremita le llamó a grandes gritos. Le siguió y le imploró.
Durante tres días siguió al ladrón por los caminos y le rogó que se volviera y que no entrase en la Ciudad de los Siete Pecados.
Y a cada paso, el ladrón miraba al eremita, y llamándole, le decía:
-¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que la púrpura y las perlas? Si accedes a dármelo, no entraré en la ciudad.
Y el eremita le contestaba siempre:
-Te daré todo lo que tengo, a excepción de una sola cosa, porque ésa no me está permitido dártela.
Y al caer la tarde del tercer día, se encontraron ambos ante las grandes puertas escarlatas de la Ciudad de los Siete Pecados.
Y llegaron hasta ellos mil carcajadas que salían de la ciudad.
Y el ladrón respondió echándose a reír y llamó repetidamente a la puerta.
Y cuando estaba llamando, el eremita llegó a él, y cogiéndole por los pliegues de sus vestidos, le dijo:
-Abre tus manos y coloca tus brazos en torno de mi cuello; acerca tu oído a mis labios y te daré el conocimiento de Dios que me queda.
Y el ladrón entonces se detuvo.
Y cuando el eremita le hubo entregado su conocimiento de Dios, se desplomó sobre el suelo y lloró; y unas grandes tinieblas le ocultaron la ciudad y el ladrón de tal modo que ya no les volvió a ver.
Y estando allí inclinado y deshecho en lágrimas, notó que alguien estaba de pie a su lado; y Aquel que estaba de pie a su lado tenía pies de bronce y cabellos como de lana fina.
Y levantó al eremita y le dijo:
-Hasta aquí has tenido el conocimiento perfecto de Dios; desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. 
¿Por qué lloras?
Y le besó.

LA ESFINGE SIN SECRETO-Oscar Wilde-La manía del misterio


LA ESFINGE SIN SECRETO
UN AGUAFUERTE

Una tarde, estaba yo sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de pobreza que pa¬saba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. 
Me volví y vi que era lord Murchison. 
No nos habíamos vuelto a ver desde que íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la mano. 
En Oxford habíamos sigo grandes amigos. 
Yo le estimaba muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. 
Solíamos decir de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la verdad, pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza.
Le encontré muy cambiado.
Parecía preocupado y confuso, y daba la impresión de que le inquietaba alguna incertidumbre. 
Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No entiendo suficientemente bien a las mujeres -replicó.
-Mi querido Gerald -dije yo-, las mujeres están para ser amadas, no para ser comprendidas.
-Yo no puedo amar si no puedo confiar -contestó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -ex¬clamé; cuéntamelo todo.
-Vamos a dar un paseo en coche -respondió-; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cual¬quier otro color... Ese verde oscuro nos valdrá.
Y unos minutos después íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.
-¿Adónde te parece que vayamos? -pregunté yo.
-¡Oh, adonde tú quieras! -contestó él-; al restau¬rante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.
-Yo quiero que me hables primero de tu vida -dije-. Cuéntame tu misterio.
Sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel marroquí con cierre de plata y me lo entregó.
Lo abrí. 
Dentro había una fotografía de una mujer. 
Era alta y delgada, y extrañamente pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos.
Parecía una clairvovante, y estaba envuelta en ricas pieles.(«Vidente», «adivinadora». En francés en el original.)
-¿Qué piensas de esa cara? -dijo-, ¿te parece sincera?
La examiné cuidadosamente. Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera podido decir si ese secreto era bueno o malo. 
Su belleza era una belleza moldeada a base de misterios -de hecho, una belleza psicológica, no plástica- y la débil sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Y bien -exclamó impaciente-, ¿qué dices?
-Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina -respondí-. Cuéntame todo lo referente a ella. -Ahora no -dijo-; después de la cena.
Y se puso a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero nos hubo servido el café y los cigarrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la habitación, y arrellanándose en un sillón, me contó la siguiente historia:
«Una tarde, aproximadamente a las cinco -dijo-, estaba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi detenido. 
Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. 
Al pasar junto a él se asomó la cara que te mostré esta tarde. 
Me fascinó inmediatamente. 
Toda aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y esperando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue y, finalmente, empecé a pensar que no era más que un sueño.
Aproximadamente una semana después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media estábamos todavía es¬perando en el salón. 
Por fin, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy.
Era la mujer a quien había estado yo buscando.
Entró muy lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. 
Después de habernos sentado, observé con la mayor inocencia:
-Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.
Se puso muy pálida y me dijo en voz baja:
-Por favor, no hable tan alto, pueden oírle.
Me sentí desdichado por haber hecho tan malos co¬mienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del teatro francés. 
Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. 
Me sentí apasionada y es¬túpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba excitaba mi más ardiente curiosidad. 
Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. 
Ella vaciló un instante, lanzó una mirada alrededor para ver si había alguien cerca de nosotros y luego dijo:
-Sí, mañana, a las cinco menos cuarto.
Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las viudas, poniéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.
Al día siguiente, llegué a Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. 
Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y muy desconcertado, y después de mucho considerarlo le escribí una carta, preguntándole si podía tener la esperanza de que se me permitiera probar suerte alguna otra tarde.
No obtuve respuesta en algunos días, pero finalmente recibí una pequeña nota diciéndome que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria posdata: «Por favor, no vuelva a escribirme aquí; se lo explicaré cuando le vea.» 
Aquel domingo me recibió, y estuvo sumamente encantadora; pero cuando me iba, me pidió que si en alguna ocasión volvía a escribirle, dirigiera mi carta a mistress Knox, a la atención de la biblioteca Whittaker, de Green Street.
-Hay razones -dijo- por las que no puedo recibir cartas en mi propia casa.
Durante toda la temporada la vi con frecuencia, y la atmósfera de misterio nunca la abandonaba. 
Yo a veces pensaba que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo.
Era realmente muy difícil para mí llegar a ninguna conclusión, pues ella era semejante a uno de esos extraños cristales que se ven en algunos museos, que en un momento son transparentes y en el siguiente son opacos. 
Finalmente, me decidí a pedirle que fuera mi esposa; estaba harto y cansado del incesante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las pocas cartas que le enviaba.
Le escribí con ese fin a la biblioteca para preguntarle si podría recibirme el lunes siguiente a las seis.
Respondió que sí, y yo me sentí transportado al séptimo cielo. 
Estaba loco por ella, a pesar de su misterio, pensaba yo entonces -a consecuencia de él, me doy cuenta ahora-. 
No; era a la mujer en sí a quien amaba. 
El misterio me turbaba, me enloquecía.»
-¿Por qué me puso el azar en la pista de ese misterio?
-¿Lo descubriste, entonces? -exclamé.
-Eso me temo -respondió-, puedes juzgar por ti mismo:
«Cuando llegó el lunes fui a almorzar con mi tío, y hacia las cuatro me encontraba en Mary Lebone Road. 
Mi tío, como sabes, vive en Regent's Park. Yo quería ir a Piccadilly, y acorté atravesando muchas viejas callejuelas. 
De pronto, vi frente a mí a lady Àlroy, con el rostro completamente cubierto por un velo y andando muy de prisa. 
Al llegar a la última casa de la calle, subió los es¬calones, sacó un llavín y entró.
«Aquí está el misterio», me dije.
Y avancé apresuradamente y examiné la casa. 
Parecía una especie de casa de viviendas de alquiler.
En el umbral de la puerta estaba su pañuelo, que se le había caído; lo recogí y me lo metí en el bolsillo. 
Luego empecé a considerar qué debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía ningún derecho a espiarla, y me dirigí en coche a mi club. 
A las seis fui a visitarla.
Estaba reclinada en un sofá, con un vestido de tarde de tisú de plata sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba.
Estaba muy bella.
-Me alegro mucho de verle -dijo-; no he salido en todo el día.
La miré lleno de asombro, y sacando el pañuelo de mi bolsillo se lo entregué.
-Se le cayó a usted esto en Cumnor Street esta tarde, lady Alroy -dije con toda calma.
Me miró aterrorizada, pero no hizo ninguna intención de coger el pañuelo.
-¿Qué estaba haciendo allí? -pregunté.
-¿Qué derecho tiene usted a hacerme preguntas? -respondió ella.
-El derecho de un hombre que la ama -repliqué-, he venido aquí a pedirle que sea mi esposa.
Ella ocultó el rostro entre las manos y estalló en un mar de lágrimas.
-Debe decírmelo -continué.
Se levantó, y mirándome directamente a la cara, replicó:
-Lord Murchison, no hay nada que decirle.
-Usted fue a reunirse con alguien -exclamé-; ese es su misterio.
Ella se puso terriblemente pálida, y dijo:
-No fui a reunirme con nadie.
-¿No puede decir la verdad? -exclamé.
-Ya la he dicho -respondió.
Yo estaba loco, furioso; no sé lo que dije, pero le dije cosas terribles. 
Por último, salí precipitadamente de la casa.
Me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir, y emprendí un viaje a Noruega con Alan Colville. 
Volví al cabo de un mes, y lo primero que vi en el Mor¬ning Post fue la noticia de la muerte de lady Àlroy.
Había cogido un enfriamiento en la ópera, y había muerto a los cinco días de congestión pulmonar. 
Yo me encerré y no quise ver a nadie. ¡Tanto la había querido!, ¡tan locamente la había amado!
¡Dios mío, cómo había amado yo a aquella mujer!»
-¿Fuiste a la casa de aquella calle? -pregunté.
-Sí -respondió.
«Un día fui a Cumnor Street. No pude evitarlo; la duda me torturaba. 
Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aspecto respetable. Le pregunté si tenía habitaciones para alquilar.
-Bueno, señor -replicó-, se supone que los salones están alquilados; pero hace tres meses que no veo a la señora y como debe la renta, puede usted quedarse con ellos.
-¿Es esta la señora? -dije, enseñándola la fotografía.
-Es ella, con toda seguridad -exclamó-; ¿y cuándo va a volver, señor?
-La señora ha muerto -repliqué.
-¡Oh, señor, espero que no sea así! -dijo la mujer-; era mi mejor inquilina. 
Pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
-¿Se reunía con alguien? -pregunté.
Pero la mujer me aseguró que no, que siempre iba sola y no veía a nadie.
-¿Qué demonios hacía aquí? -exclamé.
-Simplemente se estaba sentada en el salón, señor, leyendo libros, y a veces tomaba el té -contestó la mujer.
Yo no sabía qué decir, así que le di una libra y me marché.»
-Ahora bien, ¡,qué crees tú que significaba todo eso? ¿No irás a creer que la mujer decía la verdad?
-Pues sí lo creo.
-Entonces, ¿por qué iba allí lady Alroy?
-Mi querido Gerard -respondí-, lady Alroy era simplemente una mujer con la manía del misterio. 
Alquiló aquellas habitaciones por el placer de ir allí con el velo echado, e imaginarse que era un personaje de novela. 
Tenía pasión por el ocultamiento, pero era meramente una esfinge sin secreto.
-¿Realmente lo crees así?
-Estoy seguro de ello -repliqué.
Sacó el estuche de piel marroquí, lo abrió y miró la fotografía.
-Sigo cuestionándomelo -dijo al fin.

domingo, 21 de noviembre de 2010

CUENTOS REENCARNACIONISTAS: ¡NO SE LEVANTA!Historia de dos hermanas -2da. y última parte

CUENTOS REENCARNACIONISTAS
¡NO SE LEVANTA! 
Historia de dos hermanas

2da. y última parte



Al principio, la trató a Hortencia con fingida ternura y afabilidad,velando por su salud y bienestar, pero, transcurridos unos pocos días,su espíritu mercenario y calculista pasó a explotar todas lascircunstancias favorables, en base al estado calamitoso de su hermana.
Habiendo observado que la mejoría temporaria de Hortencia le reducía los ingresos materiales, Guiomar le comenzó a negar los mínimos recursos,respecto a la higiene y bienestar, cuidando adrede de darle un aspecto lúgubre, grotesco y trágico.

Llevaba a Hortencia a los lugares de mayor afluencia de público.
La levantaba de madrugada y la hacía caminar por las calles en busca de los primeros transeúntes; y a alta hora de la noche, la obligaba a quedarse en los puntos estratégicos para mejorar la cosecha de sus intereses. 
Obsesionada por la mórbida especulación sobre la deformación de la hermana, Guiomar algunas veces transportaba a Hortencia en automóvil, de un lugar a otro, a fin de llegar a tiempo a las fiestas de la iglesia o a la salida de los cinematógrafos. 
La llevaba casi a la rastra delante de los templos repletos de fieles, o le apuraba sus vacilantes pasos para que alcanzara la trajinada estación del ferrocarril.
Hortencia ya tenía treinta años y estaba horrenda. 
El cráneo alargado, sus cabellos erizados, el rostro amarillento y alargado, formaban un
esbozo humano mal acabado, como si hubiera sido esculpido por la mano de un grosero artista. Además, había perdido la mayoría de los dientes, y los que aún le quedaban eran puntiagudos, acentuándole el aspecto enmalezco.
Algunas personas de corazón magnánimo le compraron un carrito de ruedas,fácilmente movido con las manos. 
Guiomar se puso furiosa con esaprovidencia caritativa, que le reducía gran parte de las limosnas; y cierta noche oscura, cuando Hortencia dormía, puso el carrito en las vías del tren, destruyéndole el medio práctico de su movilidad, porque atentaba contra el cuadro miserable que ella intencionadamente quería que su hermana ofreciera ante la gente misericordiosa. 
Desde ese momento, comenzó a vigilar a Hortencia, como el felino vigila a su presa,


impidiéndole todo contacto con otras personas. Evitaba que la visitaran


las asociaciones benéficas y sólo le permitía el derecho de pedir una


limosna, por el amor de Dios. Toda la contextura espiritual primaria de


Guiomar se fue manifestando ante el estado progresivo de la hermana.


Golpeaba a Hortencia, cuando la recaudación del día había sido mala,


censurándole la ineficacia demostrada en el saber pedir; y la dejaba


intencionalmente sin comida hasta que consiguiera corregirse en el


aprendizaje impuesto. Ensayaba todas las posibilidades de corrección


para la enseñanza, comprobando que el hambre era lo único que mejoraba


la lección impartida a su hermana.

Un buen día, cierta organización espirita, condolida por la situación de
Hortencia, promovió una suscripción entre sus asociados y consiguió el
dinero suficiente para internarla en una Institución hospitalaria
adecuada a su enfermedad. Entregaron cierta e importante cantidad de
dinero a Guiomar para que le comprase ropas y elementos necesarios a su
hermana, pero, para sorpresa de todos, Guiomar desapareció con el
dinero, dejando a, su hermana en la más extrema de las miserias. Tiempo
después, se supo toda la verdad; Guiomar había retirado de la Caja de
Ahorro una abundante suma de dinero y se marchó hacia un lugar ignorado
en compañía de un conocido hombre de vida nocturna de esa Capital.

Pasaron los años y un día Hortencia desapareció de la institución en
donde había sido recogida. Tiempo después, en el villorrio de Taperibá,
era uno de esos días calurosos y sofocantes, que hasta los pájaros se
refugiaban en los árboles, pues el calor, parecía no dar alivio. En
medio del pasto amarillento, salpicado por la tierra rojiza, había un
camino que se bifurcaba de la ruta principal. Más allá, en el riacho,
bajo un puente, algunas mujeres lavaban ropas en sus tablas, después de
refregarlas con abundante jabón. Algunas de ellas fumaban cigarros de
paja, esparciendo por el aire el olor acre, característico de los
mestizos o viejos negros; otras conversaban animadamente y reían,
acompañándose con gestos, propios del mujerío que habitualmente cumplen
con esa tarea. Entretenidas en sus trabajos, y como ninguna poseía la
"facultad de videncia", no percibían la insólita escena que transcurría, 
justamente, sobre el puente del cual se
protegían del cáustico sol. Allí, sin preocuparse del tórrido calor, se
encontraban tres hombres de vestidos translúcidos, envueltos por una
luminosidad suave, color lila zafirino. Las lavanderas jamás podrían
oírles el diálogo mantenido, puesto que eran espíritus con un trabajo
importante a realizar en aquella zona.

— ¡Creo que estamos bien orientados! —exclamó el más viejo de los tres,
un señor de aspecto agradable, tipo latino, que vestía túnica de seda
blanca como los antiguos griegos, que caía armoniosamente un poco más
abajo de la cintura. Señalando hacia el atajo sinuoso, entre los
arbustos, anotó: — ¡Nuestra cliente debe agonizar en esa dirección!—. Y
sonrió, con cierto aire tra- vieso, pero cordial, al mencionar la
palabra "cliente".

Los otros dos compañeros vestían de blanco, parecían enfermeros. Cada
uno aseguraba un pequeño y plateado aparato que relucía bajo el color
verde pálido, que emanaba de sus propias auras. Enseguida se pusieron a
caminar, lentamente, hasta alcanzar el camino estrecho. Después de
algunos minutos de caminar en un cordial entretenimiento espiritual,
llegaron frente a una cabaña arruinada, que sólo por milagro se mantenía
en pie. Fueron recibidos por una mujer de mediana edad, envuelta en un
halo parduzco y sin claridad definida, cuya fisonomía se iluminó al ver
llegar a los espíritus.

— ¡Gracias a Dios! —dijo, poniéndose la mano sobre el pecho y señalando
con la otra hacia el interior de la cabaña—. Está sufriendo
horriblemente y no puede liberarse sin la ayuda desencarnatoria. Por
eso, les ruego me disculpen por mis insistentes súplicas.

Los tres espíritus penetraron y no pudieron ocultar el choque vibratorio
desagradable que los alcanzó, por causa de los fluidos densos,
mortificantes y la gran cantidad de miasmas, gérmenes y bacilos
psíquicos, activados por el desarrollo de su vida inferior. En un
costado, echada sobre un montón de trapos y paja infestada, Hortencia,
la mujer simiesca y repulsiva, se revolvía en tormentosa agonía, con los
ojos desorbitados y fijos en el destrozado techo de la cabaña. No tenía
semejanza a ser humano alguno, parecía una caricatura esculpida en el
tronco de un árbol carcomido. El espíritu más viejo se curvó hacia ella,
en un gesto de profunda conmiseración y al mismo tiempo la ob-
servación, como el técnico que busca alguna falla en la pieza
valiosa.Enseguida aclaró:

—Realmente, el cordón umbilical se rompió y el chakra laríngeo está
debilitándose por la evasión del éter físico, lo que se comprueba por la
pérdida de la voz al intentar hablar. Ya fue superada la fase
instintiva, y ahora nuestro trabajo se concentra en la región mental, en
donde queda vestigio de la última onda de vida carnal!

Los dos jóvenes se postraron al lado de Hortencia y conforme a las
instrucciones de su mentor, movían sus aparatos en complicados procesos,
los que despedían colores de un anaranjado brillante y algunas veces se
matizaba con un plateado luminoso. Después de un lapso de tiempo, se
podía ver perfectamente el doble astral de Hortencia, proyectado unos
quince centímetros por encima de su cuerpo físico, pero todavía ligado a
un cordón plateado,2 que resplandecía como un hilo eléctrico
incandescente. Algunos minutos después, el espíritu director tomó un
estuche castaño claro, de donde sacó una especie de tijera de podar
árboles, la que conectó a una caja que pendía de la cintura de uno de
los jóvenes compañeros, algo parecido a un transformador terreno.
Rápidamente partieron de la referida tijera millares de chispas
serpenteantes color azul acerado y al cortar el cordón, una parte quedó
colgando de la región bulbar del periespíritu de Hortencia, de donde
emanaba por la balanceante punta el "tonus vital", en cantidades
intermitentes. El venerable espíritu se volvió hacia Hortencia que a
partir de ese instante se encontraba amparada por otro espíritu
desencarnado, de aspecto modesto y humilde, y dirigiéndose a otras dos
entidades espirituales que habían sido convocadas para ese momento, agregó:

—Hermanos Margarita y Juan Bautista, les entregó el espíritu de
Hortencia, que fue su hija en la
tierra en la última existencia, y dejo a cargo de vosotros la asistencia
que ella pueda necesitar.
Retornaron por el mismo camino sinuoso, mientras el mentor comentaba:

— ¡El problema kármico en la tierra aún es complicado y muy tormentoso!
Sin embargo, cuando el espíritu acepta espontáneamente la prueba
redentora y la cumple con resignación, conformidad y estoicismo, es
natural que se le ayude a eliminar los últimos grillos de la carne.
¡Hortencia, la hermana que atendimos, a pesar del orgullo y ferocidad
manifestada en su pasado, aceptó y cumplió resignadamente la prueba
trágica y dolorosa, que se impuso a sí misma, para una rápida
rectificación espiritual.

—Hermano Demócrito —preguntó uno de los jóvenes espíritus—, ¿cuál fue la
causa que generó
un destino material tan horrible para esa hermana?
La simpática entidad, después de un momento de abstracción, explicó:

—Hortencia hace un siglo fue doña Francelina, esposa de un acaudalado
hacendado paulista. Mujer cruel y tiránica, que administraba
personalmente los bienes del marido, el cual consumía su vida y fortuna
en el bullicioso París, sustentando a una vanidosa y fútil amante. Doña
Francelina no había nacido para mujer de hogar, pues si hubiera sido
hombre, sería el peor de los tiranos. Era un espíritu de comportamiento
masculino, resoluto y despótico, vigilaba tiránicamente la vida y
movimientos de los esclavos. Sabía extraer al máximo el provecho que
ellos rendían. Esclavo que enfermaba o caía agotado, era vendido sin
clemencia alguna a otros hacendados menos privilegiados. No vacilaba en
separar a los hijos de sus padres. No disimulaba su dureza cuando
encontraba algún esclavo en falta grave, el que inmediatamente era
separado de sus familiares.

Demócrito hizo una pausa, como si estuviera coordinando recuerdos:

—La venganza más cruel y sádica de Doña Francelina, consistía en obligar
a las esclavas o esclavos en faltas a quedar en posición simiesca todo
el día, con las manos apoyadas en el suelo, permitiéndole únicamente que
se alimentaran con la boca, como hacen los perros. Ante cualquier gesto
o intención de burlar el castigo y librarse de la posición incómoda y
dolorosa, lo mandaba azotar.Y, mientras los verdugos castigaban las
espaldas de los infelices cautivos, ella gritaba, en un tono varonil y
con aire de soberana:

— ¡No se levanta!...¡No se levanta!...
Iban llegando al puente de cemento, cuando Demócrito dijo:

—Bajo la ley donde la "siembra es libre, pero la cosecha obligatoria",
Doña Francelina retornó a la tierra, en la localidad de Taperibá,
viviendo la figura de la infeliz Hortencia y en las condiciones
dramáticas que Uds. ya pudieron comprobar, modelando durante años su
deformidad insuperable y su posición simiesca, la misma configuración
que en el pasado le imponía cruelmente a sus infelices esclavos.
Considerando que el "amor une" y el "odio imanta" a las almas entre sí,
nació junto a Hortencia, su hermana Guiomar, la esclava más pérfida de
la hacienda, por la cual doña Francelina se vengaba de los esclavos. El
esposo bohemio, irresponsable y su amante pariense, también se aliaron a
la prueba de Hortencia en la carne, viviendo en las figuras de Juan
Bautista y Margarita, sus padres, a quienes hace unos momentos le
entregamos a su hija.

Mientras los dos espíritus jóvenes reflexionaban sobre la trama kármica
que reajusta a las entidades en falta para buscar la felicidad perdida, 
Demócrito, en un gesto de sincera ternura, apuntó:
— ¡Que sean muy felices; pero, en base a su graduación primaria en lo
espiritual, todavía necesitan de muchos siglos para alcanzar la ventura angélica!