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lunes, 28 de febrero de 2011

CUENTOS REENCARNACIONISTAS ¡NO SE LEVANTA! Historia de dos hermanas- Primera Parte

CUENTOS REENCARNACIONISTAS
¡NO SE LEVANTA!
Historia de dos hermanas

Primera Parte
Juan Bautista y Margarita se encontraban muy alegres junto a la pila de bautismo en la iglesia de San Antonio. 
El padre Marino, español de porte delgado y huesudo, arengaba en latín ininteligible, mientras esparcía agua bendita a Hortencia, la primera hija del matrimonio. 
Los patrones de Juan Bautista, Don Marcos y Doña Merenciana, su esposa, dueños del almacén "Arco Iris", hacían las honras de padrinos. 
La fiesta del bautizo fue simple y pródiga en dulces, saladitos, refrescos y cervezas, terminando casi de madrugada, después de muchas danzas rítmicas ejecutadas por el acordeón de Germano.
Hortensia era morenita, de cabellos negros y ojos castaños. 
Era muy viva a los cinco meses. 
Los padres eran pobres y el advenimiento de la primera hija, aunque significaba un acontecimiento auspicioso, aumentaba las preocupaciones al tener mayores gastos en el hogar.
Infelizmente,cuando había pasado un año del nacimiento de Hortencia, su padre comenzó a sentirse mal, febril y con dolores en el bajo vientre.
A pesar de utilizar cuantas hierbas conocían y que eran recetadas por las comadres de la vecindad, el médico tuvo que ser llamado urgentemente. 
Pero, ya era tarde, pues Juan Bautista cuando era transportado hacia el hospital,falleció de peritonitis.
Margarita, además de viuda, quedó grávida, sin jubilación ni seguro de vida alguno 
ante la imprudencia del esposo, pues no preveía el futuro para la familia.
Transcurridos cuatro meses de la muerte de Juan Bautista, nacía Guiomar,otra niña morena, bien de salud y que significaba nuevos gastos. 
Margarita decididamente enfrentó la situación y se puso a lavar,planchar y zurcir ropas para poder criar a las hijas.
Por suerte, gozaban de buena salud, pero a medida que crecían, era fácil observar el temperamento y el carácter de ambas. 
Guiomar, era tranquila y afable pero tenía un espíritu calculista, mezquina,  exigía recompensa por el mínimo de los favores prestado a cualquiera.Hortencia, aunque era más pródiga,era irascible y orgullosa.
Margarita pedaleaba la máquina de coser todo el día y muchas veces hasta de madrugada, a fin de obtener el mínimo sustento para la familia.
Infelizmente la mala alimentación, el trabajo excesivo y fatigoso, le coparon la resistencia orgánica y la tuberculosis le afectó los dos pulmones. 
Ni llegó a sufrir los momentos más crueles de dicha enfermedad. 
Murió a los pocos días, justificando totalmente los dichosde los vecinos: ¡"Margarita estaba al pie de la sepultura; la tuberculosis sólo le dio un empujón!"
Hortencia tenía quince años, cuando quedaron sólitas en el mundo,obligadas a tomar toda clase de empleos para poder sobrevivir. 
Eran dos infelices huérfanas entregadas a su propia suerte, en medio de un mundo agresivo y malo.
Cierta mañana, Hortencia se levantó mal, pues alguna cosa extraña le corría por los huesos, a la altura de la columna vertebral, en donde una fuerza extraña parecía inclinarle el cuerpo hacia adelante. 
Asustada y afligida, semanas después percibió que los brazos le colgaban demasiado hacia adelante, contrariando su forma habitual. 
Lentamente se iba modificando su aspecto. 
Transcurrió algún tiempo y ya comenzaba a moverse con un balanceo grotesco, con los brazos y las manos colgando, semejante a la oscilación de los péndulos de los relojes. Su rostro,amarillento, era de trazos duros y antipáticos. 
La cabeza angulosa, cubierta por una cabellera apretada y totalmente descuidada, le daba aspecto antihigiénico.
Ese aspecto asqueroso le hacía la vida más difícil. 
Le negaban trabajo y los conocidos, trataban de evitar el encuentro. 
En las fiestas de la iglesia local, era despreciada y terminaba acurrucándose por las cercanías, mas era obstinada y su mirar duro no escondía su agresividad.
Guiomar, de cuerpo bien formado, con cierto aire de voluptuosidad, paseaba del brazo con las compañeras, como suelen hacer las jóvenes casamenteras. 
Hortencia, mientras tanto, veía la imposibilidad de formar un hogar que le brindara seguridad en el futuro.
La extraña enfermedad avanzaba rápida y cruel. 
Cuando Hortencia fue examinada por un especialista de la Capital, el diagnóstico fue brutal y desconsolador:hipertrofia de la columna vertebral con deformaciones irreversibles. 
Mientras tanto, se iba curvando de a poco hacia el suelo. 
Los brazos, hacia adelante, le daban un aspecto ridículo; algunos meses después tocaba el suelo con las puntas de los dedos, acongojando a los piadosos y daba repulsión en los menos insensibles.

Guiomar quedó desconcertada con la desgracia insuperable de la hermana y deploraba el cargo oneroso que le causaba el aspecto de su hermana, pues su hermosura y donaire, la llenaba de sueños. 
Pero, terminó por hacerse indiferente ante la desgracia de Hortencia, y su alma primaria e inescrupulosa sentía cierta satisfacción mórbida, al verla caminar tambaleante, oscilando sus caderas y rodillas, tocando el suelo con los dedos sucios y las uñas ennegrecidas.

Hortencia al cumplir los veinticinco años, su fisonomía simiesca, causaba repulsión y asco. 
La cabeza era un mapa geográfico, con mil arrugas, por el esfuerzo que debía hacer para mirar hacia adelante, sin poder levantar la cabeza. 
El movimiento espasmódico y antinatural era motivo de escarnio para los niños juguetones e inconscientes, que le pusieron el mote de "reloj de pared". 
La infeliz maltrecha, algunas veces había pensado en el suicidio, pero el espíritu aún bastante egocéntrico, apegado a la vida física, le daba fuerzas para continuar en aquel cuerpo deformado. 
Confiaba en el milagro de una cura imprevista,
le vibraba en el alma la esperanza de encontrar algún mago poderoso, que fuera capaz de librarla de esa enfermedad tan repulsiva. 
Ese pensamiento la animaba- y echaba a andar por las calles, malgrado reconocer que era una caricatura humana. 
Cierta vez, se sintió afectada en lo más íntimo de su ser, cuando alguien manifestó la estupidez de que Dios al intentar "hacer las criaturas a su imagen, producía monstruos".

Guiomar, enojada, le ponía la comida en el plato y Hortencia se alimentaba como un perro, hambriento, engullendo los alimentos en tal forma, que sacudía su maltrecho cuerpo cuando debía destrozar un pedazo
de carne entre los dientes y sus huesudas y rígidas manos, que no se doblaban a pesar del esfuerzo. 
Cuando se lavaba introducía el rostro en la palangana de agua y después se refregaba la cara hasta los hombros.
El baño de cuerpo entero, sólo era posible con la ayuda de Guiomar, o de cualquier alma caritativa.  
Infelizmente, Guiomar, espíritu irresponsable y ocioso, cada día se desviaba más de la ruta de mujer honrada, a cambio de dinero fácil. 
Algunas veces regresaba a su casa con signos de embriaguez, siendo censurada por Hortencia, la que fue abofeteada en forma desconsiderada, llena de odio y exclamando bajo los efectos del alcohol:

— ¡Eres una bruja!... ¡Bruja! ¡Me has de pagar todo lo que me haces!

Al día siguiente, ya sobria, sentía remordimientos por haber golpeado a una impedida, y se ponía a llorar, mientras que la infeliz hermana, curtida por tan humillante destino, le suplicaba con gesto de dolor:

— ¡Guiomar! ¡Llévame de esta aldea miserable! ¡Llévame a la Capital, y allí puedes abandonarme!

Y después de moverse bamboleante por el cuarto, envuelta en trapos, Hortencia se anidaba en ese lugar inmundo, con lágrimas ardientes en los ojos, que ya habían perdido el brillo por el intenso sufrimiento.
Guiomar consiguió juntar algún dinero y resolvió librarse de la hermana, atendiendo a sus súplicas. 
En una madrugada fría, partieron en una carroza, llevando el permiso del juez a fin de pernoctar durante una
semana, en el albergue nocturno. 
Al atardecer llegaron a la Capital y rumbearon hacia el albergue, donde encontraron una sopa nutritiva, reposo y el baño refrescante. 
A la mañana siguiente, muy temprano,
salieron a la calle con Hortencia, lo que resultó denigrante, llegando a notar los rostros de repulsión de algunos transeúntes. 
Los ojos fríos y duros demostraban su rebelión interna, que completaba con sus gestos
bruscos y agresivos. 
Era un ser disonante e indeseable para la ciudad, mientras tanto, Guiomar cada vez se rebelaba más de ser el cicerone de una criatura teratológica. 
Irritada y cruel, comenzó a hostilizar a Hortencia, haciéndola responsable de la conducta de su vida libertina e inútil.
Días después, un acontecimiento inesperado transfiguró a Guiomar, brillándole los ojos de codicia y avidez, ante tal descubrimiento; no había pasado una hora, que Hortencia se había recostado sobre la pared de una finca arruinada, fatigada de sus andanzas, entonces decenas de personas condolidas de aquella criatura informe, le dejaban dinero sobre la falda, ropas y cosas de cierto valor. 
Era un acontecimiento inédito para el lugar pobre donde vivían. 
Allí, ambas apenas conseguían adquirir los medios para alimentarse, pues en los últimos días aceptaban ropas y ayuda de los conocidos más generosos. 
Por la noche, Guiomar contó lo recaudado y quedó perturbada. 
Se encontraba ante una fuente muy productiva de renta y con la posibilidad de recoger dinero fácilmente, únicamente con la tarea de cuidar a su hermana deformada.

El Kybalion,los Misterios de Hermes-Los Tres Iniciados

El Kybalion,los Misterios de Hermes
Los Tres Iniciados

CAPÍTULO I

LA FILOSOFÍA HERMÉTICA

«Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el
oído capaz de comprender.» (El Kybalion.)


Desde el antiguo Egipto han venido las enseñanzas fundamentales y secretas que tan fuertemente han influido en los sistemas filosóficos de todas las razas y de todos los pueblos, durante centurias enteras.
El Egipto, la patria de las pirámides y de la Esfinge, fue la cuna de la Sabiduría Secreta y de las doctrinas místicas.

Todas las naciones han sacado las suyas de sus doctrinas esotéricas, La India, Persia, Caldea, Medea, China, Japón, Asiria,la antigua Grecia y Roma, y otros no menos importantes países, se aprovecharon, libremente de las doctrinas formuladas por los hierofantes y Maestros de la tierra de Isis, conocimientos que sólo eran transmitidos a los que estaban preparados para participar de lo oculto.

Fue también en el antiguo Egipto donde vivieron los tan grandes adeptos y Maestros que nadie después ha sobrepasado, y que rara vez han sido igualados en las centurias que han transcurrido desde los tiempos del Gran Hermes.

El Egipto fue la residencia de la Gran Logia de las fraternidades místicas. 
Por las puertas de su templo entraron todos los neófitos que, convertidos más tarde en Adeptos, Hierofantes y Maestros, se repartieron por todas partes, llevando consigo el precioso conocimiento que poseían y deseando hacer partícipe de él a todo aquel que estuviera preparado para recibirlo.

Ningún estudiante de ocultismo puede dejar de reconocer la gran deuda que tiene contraída con aquellos venerables Maestros de Egipto.
Pero entre esos grandes maestros existió uno al que los demás proclamaron«el Maestro de los Maestros».
Este hombre, si es que puede llamarse «hombre» a un ser semejante, vivió en Egipto en la más remota antigüedad y fue reconocido bajo el nombre de Hermes Trismegisto.

Fue el padre de la sabiduría, el fundador de la astrología, el descubridor de la alquimia.
Los detalles de su vida se han perdido para la historia, debido al inmenso espacio de tiempo transcurrido desde entonces.

La fecha de su nacimiento en Egipto, en su última encarnación en este planeta, no se conoce ahora, pero se ha dicho que fue contemporáneo de las más antiguas dinastías de Egipto, mucho antes de Moisés.
Las autoridades en la materia lo creen contemporáneo de Abraham, y en alguna de las tradiciones judías se llega a afirmar que Abraham obtuvo muchos de los conocimientos que poseía del mismo Hermes.

Después de haber transcurrido muchos años desde su muerte (la tradición afirma que vivió trescientos años), los egipcios lo deificaron e hicieron de él uno de sus dioses, bajo el nombre de Thoth.
Años después los griegos hicieron también de él otro de sus dioses y lo llamaron «Hermes, el dios de la sabiduría».

Tanto los griegos como los egipcios reverenciaron su memoria durante centurias enteras, denominándole el «inspirado de los dioses», y añadiéndole su antiguo nombre «Trismegisto», que significa «tres veces grande».

Todos estos antiguos países lo adoraron, y su nombre era sinónimo de «fuente de sabiduría».
Aun en nuestros días usamos el término «hermético» en el sentido de «secreto», «reservado», etc., y esto es debido a que los hermetistas habían siempre observado rigurosamente el secreto de sus enseñanzas.

Si bien entonces no se conocía aquello de «no echar perlas a los cerdos», ellos siguieron su norma de conducta especial que les indicaba «dar leche a los niños y carne a los hombres», cuyas máximas son familiares a todos los lectores de las escrituras bíblicas, máximas que, por otra parte, habían sido ya usadas muchos siglos antes de la Era Cristiana.
Y esta política de diseminar cuidadosamente la verdad ha caracterizado siempre a los hermetistas, aun en nuestros días.

Las enseñanzas herméticas se encuentran en todos los países y en todas las religiones, pero nunca identificada con un país en particular ni con secta religiosa alguna.
Esto es debido a la prédica que los antiguos instructores hicieron para evitar que la Doctrina Secreta se cristalizara en un credo.

 La sabiduría de esta medida salta a la vista de todos los estudiantes de historia. 
El antiguo ocultismo de la India y la Persia degeneró y se perdieron sus conocimientos, debido a que los instructores se habían convertido en sacerdotes y mezclaron la teología con la filosofía, siendo su inmediata consecuencia que perdieron toda su sabiduría, la que acabó por transformarse en una cantidad inmensa de
supersticiones religiosas, cultos, credos y dioses. 

Lo mismo pasó con las enseñanzas herméticas de los gnósticos cristianos, enseñanzas que se perdieron
por el tiempo de Constantino, quien mancilló la filosofía mezclándola con la teología, y la iglesia cristiana perdió entonces su verdadera esencia y espíritu, viéndose obligada a andar a ciegas durante varios siglos,
sin que hasta ahora haya encontrado su camino, observándose actualmente que la iglesia cristiana está luchando nuevamente por aproximarse a sus antiguas enseñanzas místicas.

Pero siempre han existido unas cuantas almas que han conservado viva
la llama, alimentándola cuidadosamente y no permitiendo que se extinguiera
su luz.
Y gracias a esos firmes corazones y a esas mentes de extraordinario desarrollo tenemos aún la verdad con nosotros.
Mas no se encuentra en los libros.
 Ella ha sido transmitida del Maestro al discípulo, del iniciado al neófito, de los labios a los oídos.

Si alguna vez se ha escrito algo sobre ella,su significado ha sido cuidadosamente velado con términos de astrología y alquimia, de tal manera que sólo los que poseían la clave podían leerlo correctamente.
Esto se hizo necesario a fin de evitar las persecuciones de los teólogos de la Edad Media, quienes luchaban contra la Doctrina Secreta a sangre y fuego.

Aún en nuestros días nos es dable encontrar algunos libros valiosos de filosofía Hermética, pero la mayor parte se ha perdido. Sin embargo,la Filosofía Hermética es la única clave maestra que puede abrir las
puertas a todas las enseñanzas ocultas.

En los primeros tiempos existió una compilación de ciertas doctrinas herméticas que eran las bases fundamentales de toda la Doctrina Secreta, y que habían sido, hasta entonces, transmitidas del instructor al estudiante, compilación que fue conocida bajo el nombre de El Kybalion, cuyo exacto significado se perdió durante centenares de años.

Sin embargo, algunos que han recibido sus máximas de los labios a los oídos las comprenden y las
conocen.
 Sus preceptos no habían sido escritos nunca hasta ahora.
Son,simplemente, una serie de máximas y axiomas que luego eran explicados y ampliados por los Iniciados.

Estas enseñanzas constituyen realmente los principios básicos de la «alquimia hermética», la que, contrariamente a lo que se cree, está basada en el dominio de las fuerzas mentales, más bien que en el de los elementos materiales; en la transmutación de una clase de vibraciones mentales en otras, más bien que en el cambio de una clase de metal en otro.
La leyenda acerca de la piedra filosofal, que convertía todos los metales en oro, era una alegoría relativa a la Filosofía Hermética, alegoría que era perfectamente comprendida por todos los discípulos del verdadero hermetismo.
En esta obrita invitamos a nuestros estudiantes a examinar las enseñanzas herméticas, tal como fueron expuestas en El Kybalion, explicadas y ampliadas por nosotros, humildes estudiantes de las mismas, que si bien llevamos el título de iniciados somos, sin embargo, simples discípulos a los pies de Hermes, el Maestro.
Transcribimos aquí muchas de las máximas y preceptos de El Kybalion, acompañadas por explicaciones y comentarios que creemos ayudarán a hacer más fácilmente comprensible esas enseñanzas por los hombres modernos, especialmente teniendo en cuenta que el texto original ha sido velado a propósito con términos obscuros y desconcertantes.
Las máximas originales, axiomas y preceptos de El Kybalion están impresos con otro tipo de letra. 
Esperamos que los lectores de esta obra sacarán tanto provecho del estudio de sus páginas como lo han sacado otros que han pasado antes por el mismo sendero que conduce a la maestría desde los tiempos de Hermes Trismegisto, el Maestro de los Maestros, el Tres veces Grande, hasta ahora.
Dice El Kybalion:
«Donde quiera que estén las huellas del Maestro, allí los oídos del
que está pronto para recibir sus enseñanzas se abren de par en par.»
«Cuando el oído es capaz de oír, entonces vienen los labios que
han de llenarlos con sabiduría.»
De manera que, de acuerdo con lo indicado, este libro sólo atraerá la atención de los que están preparados para recibirlo.
Y recíprocamente, cuando el estudiante esté preparado para recibir la verdad, entonces este libro llegará a él.
El principio hermético de causa y efecto, en su aspecto de«ley de atracción», llevará los oídos junto a los labios y el libro junto al discípulo.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Poemas en prosa - Oscar Wilde : Seis relatos para André Gide

Poemas en prosa
Seis relatos para André Gide
Oscar Wilde


(Nota del traductor)
Los seis poemas en prosa que hoy aparecen por primera vez en castellano, reunidos en un volumen, fueron publicados en la Fortnightly Review, siendo posteriormente reimpresos varias veces en América y en París.
La Casa del Juicio y El Discípulo aparecieron antes y separadamente en The Spirit Lamp, de Oxford.
Pensé traducir las versiones del Discípulo, del Maestro, del Hacedor del bien, del Artista y de La Casa del Juicio, de las que da André Gide en su In Memoriam, en atención a que fueron escuchadas por éste en el curso de algunas de sus conversaciones con Wilde; pensé traducirlas porque conservan todo el calor vital de una conversación y no son las obras ya en exposición, retocadas y algo frías, fuera del horno de fundición; Wilde tomó como motivo para contárselas la observación de que Gide escuchaba con los ojos, observación que acababa de hacer durante la comida en que se conocieron. 
 No lo he hecho porque las que Wilde dio a la publicación resultan algo ampliadas, y así el lector podrá observar más aún el estilo del escritor refinadísimo.
Estos seis poemas en prosa, según aquellos que los escucharon de sus propios labios,eran aún más brillantes oyendo a Wilde encajar como causeur maravilloso en el cuadro de la conversación los mosaicos de las frases escogidas y de las pausas sabias, con su voz, con aquella su voz "lánguida y musical", como él se complace en decir de lord Henry Woton; aquella su voz que hoy resultaría débil y vacilante, opaca y tristona.

Viejo inimaginable para los que tenemos inconmovible en nuestra imaginación la figura de Wilde, Rey de la Vida, aquel Rey de la Vida de trágico reinado que creó y vivió estas seis parábolas admirables, compareciendo por último en La Casa del Juicio, y contestando seguramente a Dios, como su personaje: "No puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo."

El artista 
Un día nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer que dura un instante».


Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues sólo podía ver sus obras en bronce.
Pero el bronce del mundo entero había desaparecido y en ninguna parte de la tierra podía
encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida».
Y era él mismo con sus propias manos quien había modelado esa estatua, colocándola sobre la tumba del único ser que amó en su vida.
Sobre la tumba del ser amado colocó aquella estatua que era su creación,para que fuese muestra del amor del hombre que no muere nunca y como símbolo del dolor del hombre, que se sufre toda la vida.
Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua.
Entonces tomó la estatua que había creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.
Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida»modeló la estatua del «Placer que dura un instante».

El hacedor del bien

Era de noche y estuvo Él solo.
Y vio desde lejos las murallas de una vasta ciudad y se acercó a ella.
Y cuando estuvo muy cerca oyó el jadeo del placer, la risa de la alegría y el sonido penetrante de numerosos laúdes.
Y llamó, y uno de los guardianes de las puertas le abrió.
Y contempló una casa construida con mármol y que tenía unas bellas columnatas de igual materia en su fachada, y sus columnatas estaban cubiertas de guirnaldas y dentro y fuera habla antorchas de cedro.
Y Él penetró en la casa.
Y cuando hubo atravesado el vestíbulo de calcedonia y el de jaspe y llegó a la gran sala del festín, vio acostado sobre un lecho de púrpura a un joven con los cabellos coronados de rosas rojas y con los labios rojos de vino.
Y se acercó a él, le tocó en el hombro, y le dijo:
-¿Por qué haces esta vida?
Y el joven se volvió y reconociéndole contestó:
-Era yo leproso y tú me curaste. ¿Cómo iba yo a hacer otra vida?
Y algo más lejos vio una mujer con la cara pintada, y el traje de colores llamativos, y cuyos pies estaban calzados de perlas.
Y detrás de ella caminaba un hombre, con el paso lento de un cazador y llevando un
manto de dos colores.
Y la faz de la mujer era bella como la de un ídolo y los ojos del joven centelleaban cargados de deseo.
Y Él le siguió rápidamente.
Y tocándole en una mano, le dijo:
-¿Por qué sigues a esa mujer y la miras de esa manera?
Y el joven se volvió, y, reconociéndole, respondió:
-Era yo ciego y me devolviste la vista. ¿Cómo iba yo a mirarla de otra manera?
Y Él corrió hacia adelante, y tocando el vestido de colores chillones de la mujer, dijo:
-Ese camino que sigues es el del pecado, ¿por qué lo sigues?
Y la mujer se volvió y le reconoció. Y le dijo riendo:
-Me perdonaste todos mis pecados y este camino que sigo es agradable.
Entonces Él sintió su corazón lleno de tristeza y abandonó la ciudad.
Y cuando salía de ella, vio por fin, sentado al borde de los fosos de la ciudad, a un joven que lloraba.
Y se acercó a él, y tocándole los rizos de sus cabellos, le dijo:
-¿Por qué lloras?
Y el joven alzó los ojos para mirarle, y reconociéndole, respondió:
-Estaba yo muerto y me resucitaste. ¿Qué iba yo a hacer más que llorar?


El discípulo 
Cuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una copa de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.
Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce en copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus cabelleras. Y gritaban al río y le decían:
-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con lo bello que era?
-¿Pero Narciso era bello?
-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades- Nos despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el
espejo de tus aguas.
Y el río contestó:
-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas,dejaba reposar sus ojos sobre mí, y en el espejo de sus ojos veía reflejada yo mi propia belleza.

El maestro

Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea,después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle, porque tenía que hacer en su casa.
Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo, que lloraba.
Sus cabellos eran de color de miel y su cuerpo como una flor blanca;pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo y que lloraba:
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era un justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por Él, sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no había ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto Él hizo, lo he hecho yo. Y sin embargo, no me han crucificado.

La casa del juicio 

Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el hombre compareció desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y te has mostrado siempre cruel con los que necesitaban socorro y con los que carecían de apoyo. Has sido hosco y duro de corazón. Te llamó el pobre y tú no le oíste, y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste para tu uso particular de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y lo diste de comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me loaban, los perseguiste con saña por los caminos, por esa tierra mía, con la cual te formé. Y vertiste sangre inocente.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, efectivamente.
Y Dios abrió por segunda vez el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has escondido la belleza que yo he mostrado,y el bien que yo he escondido, le has olvidado. Los muros de tu estancia estaban pintados con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo sufrí, y comiste lo que no se debe comer; la púrpura de tus vestidos estaba bordada con tres signos de afrenta. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañabas su cabellera en perfumes y colocabas granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas sus cuerpos con mirra. Te prosternaste ante ellos y los tronos de tus ídolos se elevaron hasta el sol. Mostraste al sol tu ignorancia y a la luna tu demencia.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y por tercera vez abrió Dios el libro de la vida del hombre.
Y Dios dijo al hombre:
-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal y la bondad con la impostura. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te dieron su leche. El que llegó hasta ti con agua, se marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley, que te escondían por la noche en sus tiendas, les delatabas antes del alba. Tendiste un lazo a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que iba contigo le vendiste por dinero; y a los que te trajeron amor, les diste en pago lujuria.
Y el hombre respondió y dijo:
-Hice eso, igualmente.
Y Dios cerró el libro de la vida del hombre y dijo:
-Realmente, debía enviarte al Infierno. Sí, al Infierno es donde debo enviarte.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al Infierno?
-Porque he vivido siempre en el Infierno -respondió el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un momento, habló Dios y dijo al hombre:
-Ya que no puedo enviarte al Infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al Cielo es adonde te enviaré.
Y el hombre exclamó:
-No puedes hacerlo.
Y Dios dijo al hombre:
-¿Por qué razón no puedo enviarte al Cielo?
-Porque jamás ni en parte alguna he podido imaginarme el Cielo-replicó el hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.

El maestro de la sabiduría 

Desde su infancia le habían inculcado, como a cualquiera, el perfecto conocimiento de Dios, y hasta cuando era niño, muchos santos así como ciertas santas mujeres que vivían en la libre ciudad, donde él nació,
habíanse quedado atónitos ante sus respuestas graves y sabias.
Y cuando sus padres le entregaron el traje y el anillo de la edad viril, les abrazó, abandonándoles para ir a correr mundo, porque quería hablar de Dios al universo.
Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas personas que no conocían a Dios en absoluto, que sólo tenían de él un conocimiento incompleto, o que adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques
sagrados sin preocuparse de sus adoradores.
Y poniéndose de frente al sol se puso en marcha, caminando sin sandalias como había visto andar a los santos y llevando en su cintura un zurrón de cuero y un pequeño cántaro de barro cocido.
Y como caminaba a lo largo del ancho camino sentíase lleno de ese gozo que nace del conocimiento perfecto de Dios, y le cantaba alabanzas sin cesar en sus cantos. Y al cabo de algún tiempo, entró en un país
desconocido en el que se alzaban muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades.
Y algunas de éstas se hallaban en los valles, otras en las riberas de grandes ríos y otras asentadas sobre colinas.
Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y una gran multitud en cada ciudad le siguió asimismo, y el conocimiento de Dios se esparció sobre toda la tierra y muchos jefes de Estado se convirtieron.
Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía golpeaban sus tambores nadie, o muy poca gente, acudía con panes y ofrendas de carne,como era costumbre en el país antes de llegar el peregrino.
Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto mayor era el número de sus discípulos, más grande era su aflicción.Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios y según la plenitud de conocimiento perfecto de Dios, que Dios mismo le había dado.
Y una noche salió de la oncena ciudad, que era una ciudad de Armenia,y sus discípulos y una gran multitud le siguieron, y subió a una montaña y se sentó sobre una roca que había en ella.
Y sus discípulos se agruparon a su alrededor y la multitud se arrodilló en el valle.
Y él hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su alma:
-¿Por qué estoy tan lleno de aflicción y de temor y por qué cada unode mis discípulos es como un enemigo que se adelanta a plena luz?
Y su alma le respondió y dijo:
-Dios te ha llenado del conocimiento perfecto de Él mismo y tú has dado esa ciencia a los demás. Has dividido la perla de gran valor y has repartido en trozos el vestido sin costura. El que difunde la sabiduría se
roba a sí mismo. Es lo mismo que quien da un tesoro a un ladrón ¿AcasoDios no es más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que Dios te ha confiado? Yo era rica un día y tú me has empobrecido. Yo he visto a Dios un día y ahora tú me lo has ocultado.
Y de nuevo lloró él porque sabía que su alma le decía la verdad y que había dado a los demás el conocimiento perfecto de Dios, y que se encontraba como un hombre que se ha colgado de los pliegues de la vestidura de Dios, y que su fe disminuiría en relación al número de los que veían en él.
Y se dijo a sí mismo:
-No volveré a hablar de Dios. El que infunde la sabiduría se roba a si mismo.
Y algunas horas más tarde, sus discípulos fueron a su encuentro, e inclinándose hasta el suelo, le dijeron:
-Maestro, háblanos de Dios, porque tienes el conocimiento perfecto de Él y ningún hombre más que tú lo posee.
Y él contestó:
-Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni nunca os volveré a hablar de Dios.
Y ellos se irritaron y le dijeron:
-Nos has conducido al desierto para que pudiéramos escucharte.¿Quieres despedirnos hambrientos a nosotros y a la gran multitud que has invitado a seguirte?
Y él respondió:
-No os hablaré de Dios.
Y la multitud murmuró contra él y le dijo:
-Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento para comer.Háblanos de Dios y eso nos bastará.
Pero él no contestó una palabra, porque sabía que si hablaba de Dios les daría un tesoro.
Y los discípulos se marcharon tristemente y la multitud regresó a sus casas. Y muchos fallecieron en el camino.
Y cuando estuvo solo se levantó y volviéndose hacia la luna, viajó durante siete lunas sin hablar a ningún hombre y sin responder a ninguna pregunta.
Y cuando la séptima luna iba a desaparecer, llegó al desierto del gran Río.
Y encontrando vacía una caverna habitada en otro tiempo por un centauro, la tomó por abrigo y tejió una esterilla de junco para acostarse en ella y hacer vida de eremita.
Y a cada hora, el eremita alababa a Dios, que había permitido que aprendiera a conocerle y a conocer su grandeza admirable.
Ahora bien; una noche, estando el eremita sentado ante la caverna en un sitio de reposo que se había arreglado, vio a un joven de rostro perverso y hermoso que pasaba sencillamente vestido y con las manos
vacías.
Todas las noches pasó de nuevo el joven con las manos vacías y todas las mañanas volvió con las manos llenas de púrpura y de perlas, pues era un ladrón y robaba a las caravanas de mercaderes.
Y el eremita le miró y tuvo piedad de él. Pero no le dijo una palabra porque sabía que quien dice una palabra pierde su fe.
Y una mañana, cuando regresaba el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo, frunció las cejas, dio con el pie sobre la mesa y dijo al eremita:
-¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Porque ningún hombre me ha mirado antes de ese modo. Y es para mí un aguijón y una tristeza.
Y el eremita le respondió:
-Lo que hay en mis ojos es piedad. Es la piedad la que te mira por mis ojos.
Y el joven rió con risa despreciativa y gritó al eremita con tono amargo:
-Tengo púrpura y perlas en mis manos y tú no tienes más que una esterilla de junco para acostarte. ¿Qué piedad vas a tenerme? ¿Y por qué?
-Tengo piedad de ti -dijo el eremita-, porque no conoces a Dios.
-¿Es una cosa preciosa el conocimiento de Dios? -preguntó el joven.
Y se acercó a la entrada de la caverna.
-Es más preciosa que toda la púrpura y que todas las perlas del mundo-respondió el eremita.
-¿Y tú la posees?
Y se acercó más.
-En otro tiempo -respondió el eremita- poseía yo realmente el conocimiento perfecto de Dios, pero en mi locura lo he repartido y dividido entre muchos otros hombres. Aun ahora, semejante recuerdo sigue
siendo para mí más precioso que la púrpura y que las perlas.
Y cuando el ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas que llevaba en sus manos, y sacando una espada puntiaguda de recurvado acero, dijo al eremita:
-Dame ahora mismo ese conocimiento de Dios que posees o te mato sin vacilar. 
¿Cómo no iba yo a matar a quien posee un tesoro mayor que el mío?
Y el eremita extendió sus brazos y dijo:
-¿No me valdría más ir a los parajes más alejados de la Casa de Dios y loarle que vivir en el mundo y no conocerle? Mátame si ésa es tu voluntad. Pero no entregaré mi conocimiento de Dios.
Entonces el ladrón cayó de rodillas y le suplicó; pero el eremita no quiso ni hablarle de Dios ni darle su tesoro.
Y el ladrón se levantó y dijo al eremita:
-Sea como quieres. Por mi parte, voy a ir a la Ciudad de los Siete Pecados, que está solamente a tres días de marcha de aquí, y por mi púrpura me darán placer y por mis perlas me venderán alegría.
Y recogiendo la púrpura y las perlas se fue rápidamente.
Y el eremita le llamó a grandes gritos. Le siguió y le imploró.
Durante tres días siguió al ladrón por los caminos y le rogó que se volviera y que no entrase en la Ciudad de los Siete Pecados.
Y a cada paso, el ladrón miraba al eremita, y llamándole, le decía:
-¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que la púrpura y las perlas? Si accedes a dármelo, no entraré en la ciudad.
Y el eremita le contestaba siempre:
-Te daré todo lo que tengo, a excepción de una sola cosa, porque ésa no me está permitido dártela.
Y al caer la tarde del tercer día, se encontraron ambos ante las grandes puertas escarlatas de la Ciudad de los Siete Pecados.
Y llegaron hasta ellos mil carcajadas que salían de la ciudad.
Y el ladrón respondió echándose a reír y llamó repetidamente a la puerta.
Y cuando estaba llamando, el eremita llegó a él, y cogiéndole por los pliegues de sus vestidos, le dijo:
-Abre tus manos y coloca tus brazos en torno de mi cuello; acerca tu oído a mis labios y te daré el conocimiento de Dios que me queda.
Y el ladrón entonces se detuvo.
Y cuando el eremita le hubo entregado su conocimiento de Dios, se desplomó sobre el suelo y lloró; y unas grandes tinieblas le ocultaron la ciudad y el ladrón de tal modo que ya no les volvió a ver.
Y estando allí inclinado y deshecho en lágrimas, notó que alguien estaba de pie a su lado; y Aquel que estaba de pie a su lado tenía pies de bronce y cabellos como de lana fina.
Y levantó al eremita y le dijo:
-Hasta aquí has tenido el conocimiento perfecto de Dios; desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. 
¿Por qué lloras?
Y le besó.

LA ESFINGE SIN SECRETO-Oscar Wilde-La manía del misterio


LA ESFINGE SIN SECRETO
UN AGUAFUERTE

Una tarde, estaba yo sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de pobreza que pa¬saba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. 
Me volví y vi que era lord Murchison. 
No nos habíamos vuelto a ver desde que íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la mano. 
En Oxford habíamos sigo grandes amigos. 
Yo le estimaba muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. 
Solíamos decir de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la verdad, pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza.
Le encontré muy cambiado.
Parecía preocupado y confuso, y daba la impresión de que le inquietaba alguna incertidumbre. 
Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No entiendo suficientemente bien a las mujeres -replicó.
-Mi querido Gerald -dije yo-, las mujeres están para ser amadas, no para ser comprendidas.
-Yo no puedo amar si no puedo confiar -contestó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -ex¬clamé; cuéntamelo todo.
-Vamos a dar un paseo en coche -respondió-; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cual¬quier otro color... Ese verde oscuro nos valdrá.
Y unos minutos después íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.
-¿Adónde te parece que vayamos? -pregunté yo.
-¡Oh, adonde tú quieras! -contestó él-; al restau¬rante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.
-Yo quiero que me hables primero de tu vida -dije-. Cuéntame tu misterio.
Sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel marroquí con cierre de plata y me lo entregó.
Lo abrí. 
Dentro había una fotografía de una mujer. 
Era alta y delgada, y extrañamente pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos.
Parecía una clairvovante, y estaba envuelta en ricas pieles.(«Vidente», «adivinadora». En francés en el original.)
-¿Qué piensas de esa cara? -dijo-, ¿te parece sincera?
La examiné cuidadosamente. Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera podido decir si ese secreto era bueno o malo. 
Su belleza era una belleza moldeada a base de misterios -de hecho, una belleza psicológica, no plástica- y la débil sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Y bien -exclamó impaciente-, ¿qué dices?
-Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina -respondí-. Cuéntame todo lo referente a ella. -Ahora no -dijo-; después de la cena.
Y se puso a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero nos hubo servido el café y los cigarrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la habitación, y arrellanándose en un sillón, me contó la siguiente historia:
«Una tarde, aproximadamente a las cinco -dijo-, estaba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi detenido. 
Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. 
Al pasar junto a él se asomó la cara que te mostré esta tarde. 
Me fascinó inmediatamente. 
Toda aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y esperando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue y, finalmente, empecé a pensar que no era más que un sueño.
Aproximadamente una semana después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media estábamos todavía es¬perando en el salón. 
Por fin, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy.
Era la mujer a quien había estado yo buscando.
Entró muy lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. 
Después de habernos sentado, observé con la mayor inocencia:
-Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.
Se puso muy pálida y me dijo en voz baja:
-Por favor, no hable tan alto, pueden oírle.
Me sentí desdichado por haber hecho tan malos co¬mienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del teatro francés. 
Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. 
Me sentí apasionada y es¬túpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba excitaba mi más ardiente curiosidad. 
Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. 
Ella vaciló un instante, lanzó una mirada alrededor para ver si había alguien cerca de nosotros y luego dijo:
-Sí, mañana, a las cinco menos cuarto.
Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las viudas, poniéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.
Al día siguiente, llegué a Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. 
Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y muy desconcertado, y después de mucho considerarlo le escribí una carta, preguntándole si podía tener la esperanza de que se me permitiera probar suerte alguna otra tarde.
No obtuve respuesta en algunos días, pero finalmente recibí una pequeña nota diciéndome que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria posdata: «Por favor, no vuelva a escribirme aquí; se lo explicaré cuando le vea.» 
Aquel domingo me recibió, y estuvo sumamente encantadora; pero cuando me iba, me pidió que si en alguna ocasión volvía a escribirle, dirigiera mi carta a mistress Knox, a la atención de la biblioteca Whittaker, de Green Street.
-Hay razones -dijo- por las que no puedo recibir cartas en mi propia casa.
Durante toda la temporada la vi con frecuencia, y la atmósfera de misterio nunca la abandonaba. 
Yo a veces pensaba que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo.
Era realmente muy difícil para mí llegar a ninguna conclusión, pues ella era semejante a uno de esos extraños cristales que se ven en algunos museos, que en un momento son transparentes y en el siguiente son opacos. 
Finalmente, me decidí a pedirle que fuera mi esposa; estaba harto y cansado del incesante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las pocas cartas que le enviaba.
Le escribí con ese fin a la biblioteca para preguntarle si podría recibirme el lunes siguiente a las seis.
Respondió que sí, y yo me sentí transportado al séptimo cielo. 
Estaba loco por ella, a pesar de su misterio, pensaba yo entonces -a consecuencia de él, me doy cuenta ahora-. 
No; era a la mujer en sí a quien amaba. 
El misterio me turbaba, me enloquecía.»
-¿Por qué me puso el azar en la pista de ese misterio?
-¿Lo descubriste, entonces? -exclamé.
-Eso me temo -respondió-, puedes juzgar por ti mismo:
«Cuando llegó el lunes fui a almorzar con mi tío, y hacia las cuatro me encontraba en Mary Lebone Road. 
Mi tío, como sabes, vive en Regent's Park. Yo quería ir a Piccadilly, y acorté atravesando muchas viejas callejuelas. 
De pronto, vi frente a mí a lady Àlroy, con el rostro completamente cubierto por un velo y andando muy de prisa. 
Al llegar a la última casa de la calle, subió los es¬calones, sacó un llavín y entró.
«Aquí está el misterio», me dije.
Y avancé apresuradamente y examiné la casa. 
Parecía una especie de casa de viviendas de alquiler.
En el umbral de la puerta estaba su pañuelo, que se le había caído; lo recogí y me lo metí en el bolsillo. 
Luego empecé a considerar qué debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía ningún derecho a espiarla, y me dirigí en coche a mi club. 
A las seis fui a visitarla.
Estaba reclinada en un sofá, con un vestido de tarde de tisú de plata sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba.
Estaba muy bella.
-Me alegro mucho de verle -dijo-; no he salido en todo el día.
La miré lleno de asombro, y sacando el pañuelo de mi bolsillo se lo entregué.
-Se le cayó a usted esto en Cumnor Street esta tarde, lady Alroy -dije con toda calma.
Me miró aterrorizada, pero no hizo ninguna intención de coger el pañuelo.
-¿Qué estaba haciendo allí? -pregunté.
-¿Qué derecho tiene usted a hacerme preguntas? -respondió ella.
-El derecho de un hombre que la ama -repliqué-, he venido aquí a pedirle que sea mi esposa.
Ella ocultó el rostro entre las manos y estalló en un mar de lágrimas.
-Debe decírmelo -continué.
Se levantó, y mirándome directamente a la cara, replicó:
-Lord Murchison, no hay nada que decirle.
-Usted fue a reunirse con alguien -exclamé-; ese es su misterio.
Ella se puso terriblemente pálida, y dijo:
-No fui a reunirme con nadie.
-¿No puede decir la verdad? -exclamé.
-Ya la he dicho -respondió.
Yo estaba loco, furioso; no sé lo que dije, pero le dije cosas terribles. 
Por último, salí precipitadamente de la casa.
Me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir, y emprendí un viaje a Noruega con Alan Colville. 
Volví al cabo de un mes, y lo primero que vi en el Mor¬ning Post fue la noticia de la muerte de lady Àlroy.
Había cogido un enfriamiento en la ópera, y había muerto a los cinco días de congestión pulmonar. 
Yo me encerré y no quise ver a nadie. ¡Tanto la había querido!, ¡tan locamente la había amado!
¡Dios mío, cómo había amado yo a aquella mujer!»
-¿Fuiste a la casa de aquella calle? -pregunté.
-Sí -respondió.
«Un día fui a Cumnor Street. No pude evitarlo; la duda me torturaba. 
Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aspecto respetable. Le pregunté si tenía habitaciones para alquilar.
-Bueno, señor -replicó-, se supone que los salones están alquilados; pero hace tres meses que no veo a la señora y como debe la renta, puede usted quedarse con ellos.
-¿Es esta la señora? -dije, enseñándola la fotografía.
-Es ella, con toda seguridad -exclamó-; ¿y cuándo va a volver, señor?
-La señora ha muerto -repliqué.
-¡Oh, señor, espero que no sea así! -dijo la mujer-; era mi mejor inquilina. 
Pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
-¿Se reunía con alguien? -pregunté.
Pero la mujer me aseguró que no, que siempre iba sola y no veía a nadie.
-¿Qué demonios hacía aquí? -exclamé.
-Simplemente se estaba sentada en el salón, señor, leyendo libros, y a veces tomaba el té -contestó la mujer.
Yo no sabía qué decir, así que le di una libra y me marché.»
-Ahora bien, ¡,qué crees tú que significaba todo eso? ¿No irás a creer que la mujer decía la verdad?
-Pues sí lo creo.
-Entonces, ¿por qué iba allí lady Alroy?
-Mi querido Gerard -respondí-, lady Alroy era simplemente una mujer con la manía del misterio. 
Alquiló aquellas habitaciones por el placer de ir allí con el velo echado, e imaginarse que era un personaje de novela. 
Tenía pasión por el ocultamiento, pero era meramente una esfinge sin secreto.
-¿Realmente lo crees así?
-Estoy seguro de ello -repliqué.
Sacó el estuche de piel marroquí, lo abrió y miró la fotografía.
-Sigo cuestionándomelo -dijo al fin.