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lunes, 18 de julio de 2011

El elixir de larga vida-Honoré de Balzac

El elixir de larga vida.
(Honoré de Balzac);



En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de
invierno a un príncipe de la casa de Este.
En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que únicamente un gran señor podía disponer. 
Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. 
Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas.
No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada, algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos,
melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
–Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
–Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos
que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
–En el fondo de mi corazón siento remordimientos –decía–. Soy católica, y temo
al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
–¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del
pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida
de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba
silencio.
–¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!
–después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro
milagrosamente esculpida.
–¿Cuándo serás Gran Duque? –preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de
alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
–¿Y cuándo morirá tu padre? –dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de
flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita
acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
–¡Ah, no me habléis de ello! –exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero–.
¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo
quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe
lanzaron un grito de horror. 
Doscientos años más tarde y bajo Luis XV las gentes
de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de
una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. 
A pesar de la luz de las
velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de
los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás
había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas
humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de
un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los
ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las
sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el
festín de Belsasar(4), Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de
un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró
con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas
bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros
sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las
mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con
voz cavernosa estas sombrías palabras:
–Señor; vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse
por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días».
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los
esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es
tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más
fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría
como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su
papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era
negra.

 El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria
alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el
silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas
reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó
pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había
pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con
frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas
riquezas y una sabiduría más valiosa, decía, que el oro y los diamantes, que
ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
–Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber –exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su
juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
–Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno
engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la
edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de
belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero.
Desde hacía quince años, este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus
numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las
extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio,
salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su
padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por
el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le
faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con
una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio
retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y
los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete
onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los
huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido.
Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los
perros le sorprendían, se limitaba a decir: «¡ah, es don Juan que vuelve!».
Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven
Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de
un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un
viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen
humor; y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de
sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta
la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su
corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero
por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo
modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un
millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los
aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda,
respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y
armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano,
ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara,
situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos
desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro
del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las
ventanas mal cerradas; y la nieve, azotando las vidrieras, producía un ruido
sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de
abandonar; que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al
acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento
iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada
a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que
reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor; la boca
entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre
energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos
de destrucción, brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un
espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad
guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada
moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada,
fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una
inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos.
Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los
miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los
ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre
moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume
de la fiesta y el olor del vino.
–¡Te divertías! –exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los
invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba,
dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso
oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
–No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre
semejante puñalada de bondad.
–¡Qué remordimientos, padre! –dijo hipócritamente.
–¡Pobre Juanito! –continuó el moribundo con voz sorda–, ¿tan bueno he sido para
ti que no deseas mi muerte?
–¡Oh! –exclamó don Juan–, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte
de la mía! («cosas así pueden decirse siempre, ¡es como si ofreciera el mundo a
mi amante!»).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella
voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido
comprendido por el perro.
–Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo –exclamó el moribundo–, viviré.
Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un sólo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
–Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en
mi corazón.
–No se trata de esa vida –dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas
para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en
la cabecera de los moribundos–. Escúchame, hijo –continuó con la voz debilitada
por este último esfuerzo–, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir
de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y
besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
–Pero –continuó en voz alta–, padre, padre querido, hay que someterse a la
voluntad de Dios.
–Dios soy yo –replicó el anciano refunfuñando.
–No blasfeméis –dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos
de su padre–. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría
hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
–¿Quieres escucharme? –exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la
nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un
día naciente. El moribundo sonrío.
–Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta!,
mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la
vida, haz que se queden. Voy a renacer.
–Es el colmo del delirio –dijo don Juan.
–He descubierto el medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa;
podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
–Ya está, padre.
–Bien, toma un pequeño frasco de cristal de roca.
–Aquí está.
–He empleado veinte años en... –en aquel instante, el anciano sintió próximo el
final y reunió toda su energía para decir–: Tan pronto como haya exhalado el
último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.
–Pues hay bastante poco –replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar; tenía aún la facultad de oír y de ver, y
al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de
escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de
mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus
ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto
perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo
encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus
muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror; y su mirada
convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir
venganza a Dios.
–¡Vaya!, se acabó el buen hombre –exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un
bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el
ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su
amo muerto y el elixir; del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora
al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la
viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre.
Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo
modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de
otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De
repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el
silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus
poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera
pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de
esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para
sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las
ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de
pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia
Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes,
mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no
arriesgarse a perder el misterioso licor; el escéptico don Juan volvió a
colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto
sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce
de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se
abrió y el príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las
cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas
sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego
palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de
costumbre.
–¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? –dijo el
príncipe al oído de la Brambilla.
–Su padre era un buen hombre –le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían impreso a sus rasgos
una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo.
Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos
por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron
a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor; las
alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que
es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la
vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión
era un exceso, y los excesos una religión. El príncipe estrechó afectuosamente
la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el
mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría
desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida.
Mientras bajaban las escaleras le dijo el príncipe a la Rivabarella:
–Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!
–¿Os habéis fijado en el perro negro? –preguntó la Brambilla.
–Ya es inmensamente rico –dijo suspirando Blanca Cavatolino.
–¡Y eso qué importa! –exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la
bombonera.
–¿Cómo que qué importa? –exclamó el duque–. ¡Con sus escudos él es tan príncipe
como yo!
Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias
decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a
la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a
toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser
expuesto al día siguiente el difunto señor; en medio de una soberbia capilla
ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo
un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
–Dejadme solo aquí –dijo con voz alterada– y no entréis hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron
débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de
su soledad exclamo:
–¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a
los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud
extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían
colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella
especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia,
dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía
ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el
embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al
destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor
estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente
corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un
pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva
curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que
resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!». Tomó un paño y, después de haberlo
empapado con parsimonia en el precioso licor; lo pasó lentamente sobre el
párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
–¡Ah! ¡Ah! –dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en
sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz
temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba
como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las
noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don
Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía.
Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la
cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la
mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del
patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan
retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo,
que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de
puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban
ojos que ladraban a su alrededor.
–¡Bien podría haber vivido cien años! –exclamó sin querer cuando, llevado ante
su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente,
como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí! », don
Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco.
Sus esfuerzos fueron vanos.
–¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? –se preguntaba.
–Sí –dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
–¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! –exclamó don Juan, y se acercó al ojo para
reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver; y cayó en la
mano de Belvídero–. ¡Está ardiendo! –gritó sentándose.
Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como
Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser
cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido
inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre
un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres
de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua
paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa,
en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su
corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas
riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no
tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y
escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo,
puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para
terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el
Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones.
Tomó el alma y la materia, las arrojó en un crisol, no encontró nada, y desde
entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida,
despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser
una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable
calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas
cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y,
sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para
degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión
humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que,
imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a
intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras
ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la
cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un
labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí
por donde pasaba devoraba todo sin pudor; queriendo un amor posesivo, un amor
oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres,
hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de
un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis
embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un
estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada
decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre
era lo bastante fuerte como para hacerle creer que era un joven colegial que
dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía
enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores.
Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como
una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del
pecho».
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en
circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres,
es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una
ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un
espíritu seductor; amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose
llevar; sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó.
Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la
prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la
delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad
singular; se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas,
generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los
hombres. «¡Qué broma tan absurda!» –se dijo–. «No procede de un dios.» Y
entonces, renunciando a un mundo mejor; jamás se descubrió al oír pronunciar un
nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte.
Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no
contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el
verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan
bien expresados en su escena con el Señor Dimanche(5). Fue, en efecto, el tipo
de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth
de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las
que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles
imagenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual
se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones
humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio
como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais;
o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el
mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas
como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió
de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e
ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media
hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo;
el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal
.
–Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
–¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? –respondió Belvídero–. ¡Pues bien!,
tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi
primera vida.
–¡Ah! si es así como entiendes la vejez –exclamó el papa– corres el riesgo de
ser canonizado.
–Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que estaban construyendo la inmensa basílica
consagrada a San Pedro.
–San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder –dijo
el papa a don Juan–, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso
que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
Don Juan y el papa se echaron a reír; se habían entendido bien. Un necio habría
ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la
deliciosa Villa Madame(6), pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente
para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovera hubiera
podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a
aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada
a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra
como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España.
Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como
lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no
somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos.
Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de
Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y
devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate
largamente una pasión antes de ceder; y por ello pensó poder conservarla
virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar
para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su
padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su
vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De
este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su
palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna
estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida,
la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado.
Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven
Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente
religioso como impío era su padre, quizás en virtud del proverbio: a padre
avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la
duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo,
admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al
estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y
diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizás esperaba el
anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida.
Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan,
bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le
otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un
viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si
encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les
exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de
Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de
Sanlúcar; a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin
embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona,
llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de
impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos
de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más
alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los
que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizás. Aquel modelo
de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil
para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce
una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una
molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al
igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando
el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas
piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas
y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la
dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos
cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en
rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y
doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa
para decirles:
«Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco.
¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes
criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad». De este modo les
encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de
impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre
nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó
infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que
manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de
la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento
sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un
confesor; los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con
ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir?
Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras
las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El
cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire,
las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le
daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le
contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel
cándido ser.
–Felipe –le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y
llorar de felicidad al joven.
Nunca antes había pronunciado así «Felipe» aquel padre inflexible.
–Escúchame, hijo mío –continuó el moribundo–. Soy un gran pecador. Durante mi
vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa
Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos
me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir
los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las
rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de
la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo
mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha
estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún,
querido Felipe. Júrame por tu salvación eterna que ejecutarás puntualmente mis
órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los
sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella
mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
–Tú merecías otro padre –continuó don Juan–. Me atrevo a confesarte, hijo mío,
que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el
viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el
de Dios.
–¡Oh, padre!
–Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el
perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue.
Iré, pues al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
–¡Oh, decídmela pronto, padre!
–Tan pronto como haya cerrado los ojos –continuó don Juan–, unos minutos
después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en
medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas
deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y
avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con esta agua
santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los
miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no
deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
–Toma  bien el frasco.
Y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron
su rostro irónico y pálido.
Era cerca de medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su
padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises
cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna
cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever
indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El
joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente
aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos
indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los
árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso
le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó
caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo
acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final
hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de
gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el
poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa
sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan
bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca
bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al
que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
–¡Milagro! –Y todos los españoles repitieron–: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia,
mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos
el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para
aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin
ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento, que en lo sucesivo se
llamaría, dijo, San–Juan–de–Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto
jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no
resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de
Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia.
Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta
resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de
cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos
en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con
antorchas. 

La antigua mezquita del convento de Sanlúcar; una maravillosa
edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres
siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la
multitud que acudía a ver la ceremonia.

 Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo
 y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de
las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban
allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas,
daban su brazo a ancianos de cabellos blancos. 

Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. 
Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. 
Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. 
Las amplias puertas de la iglesia se abrieron.
 Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de
lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la
que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. 

Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su
honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que
concedieron un mágico aspecto al monumento. 

Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes
 de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas,
 los más delicados trazos de tan delicada
escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se
forman en un brasero al rojo. 

Era un océano de fuego, dominado al fondo de la
iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria
habría podido rivalizar con la de un sol naciente. 

En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las  borlas, de los santos y de los exvotos,
 palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan.
 El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores,
cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y
sustituía en el altar a un retablo de Cristo. 

A su alrededor brillaban numerosos  cirios que lanzaban al aire ondas llameantes.
 El abad de Sanlúcar, adornado con
los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su
roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo
imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos
plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos
confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. 

El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes 
insignias de sus vanidades  eclesiásticas, iban y venían
 en el seno de las nubes formadas por el incienso,
semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. 

Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron
 los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea
lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum.
¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a
las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas,
que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. 

Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de
algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en
este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de
amor.
–Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres
arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió
el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes
de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías
maravillosas de la arquitectura. 
Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el
instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el
altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado
espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se
acomodó en su relicario. 
Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría
de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón.
Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del
infierno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus
antiguos cimientos.
–Te Deum laudamus! –decía la asamblea.
–¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! Dios!, ¡carajos demonios(7)!,
¡animales, sois unos estúpidos con vuestro viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una
erupción del Vesubio.
–Deus sabaoth, sabaoth! –gritaron los cristianos.
–¡Insultáis la majestad del infierno! contestó don Juan con un rechinar de
dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la
asamblea con gestos de desesperación e ironía.
–El santo nos bendice –dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios,
gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. 
El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
–Sancte Johannes, ora pro nobis –entendió claramente:
–Oh, coglione!
–¿Qué pasa ahí arriba? –exclamó el deán al ver moverse el relicario.
–El santo dice diabluras –respondió el abad. Entonces, aquella cabeza viviente
se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo
amarillo del oficiante.
–¡Acuérdate de doña Elvira! –gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia. Todos los sacerdotes
corrieron y rodearon a su soberano.
–¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? –gritó la voz en el momento en que el abad,
mordido en su cerebro, expiraba.
 

jueves, 7 de julio de 2011

EL EXPULSADO -SAMUEL BECKETT

EL EXPULSADO
SAMUEL BECKETT
Traducción de Álvaro del Amo
No era alta la escalinata. 
Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria.
Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar.
Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. 
En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. 
No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. 
Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.
Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria.
Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos.
E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. 
No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos.
Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria.
Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. 
Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. 
Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. 
¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. 
Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. 
Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. 
Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. 
Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida.
Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. 
Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. 
Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. 
Lo cogí y me lo puse. 
Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. 
Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? 
¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. 
Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí.
Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. 
Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. 
Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. 
Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. 
Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar.
No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. 
Ya está. 
Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. 
Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. 
Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta.
Era justo el momento de la limpieza a fondo. 
En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. 
Los conozco. 
A gusto moriría en esta casa. 
Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. 
Pero les conocía. 
Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro.
¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. 
Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. 
De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. 
Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces.
El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. 
Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. 
Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. 
El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. 
He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. 
Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. 
Decidí abandonarme. 
Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. 
Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. 
La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. 
De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. 
Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. 
Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. 
Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias.
Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos.
Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto.
Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo.
Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría.
 ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio.
Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima.
Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó.
Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. 
Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos.
El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. 
Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. 
Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. 
De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. 
A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. 
A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche.
Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. 
Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? 
Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. 
Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. 
Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. 
La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron.
Muy pronto me quedé sin nada. 
 Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. 
El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. 
Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. 
No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. 
No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. 
De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto.
No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida.
En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad.
Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades.
Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. 
Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. 
Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. 
Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. 
Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. 
Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. 
Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. 
Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. 
Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. 
Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. 
Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. 
Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse.
No, se paró en seco. 
Esperaba. El coche vibraba. 
El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. 
No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. 
Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. 
Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo.
El cochero bajó del pescante echando pestes. 
Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. 
La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. 
Respondió que tenía un entierro a las tres. 
Ah los muertos. 
Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije.
Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. 
Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. 
Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. 
A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. 
Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos.
Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. 
Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar.
Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. 
Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. 
Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. 
Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. 
Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. 
El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. 
Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. 
a corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. 
Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. 
Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. 
Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. 
A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. 
Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. 
Cantaba. 
Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío.
Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo.
Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche.
Empecé a hartarme del cochero. 
Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. 
Se detuvo. 
Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. 
Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. 
Encendía las linternas. 
Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí.
Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. 
Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. 
Tuve esta alegría. 
No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien.
Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo.
Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. 
Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. 
Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. 
El caballo no había bebido ni comido en todo el día. 
Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. 
Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. 
Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. 
Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos.
Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. 
Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado.
Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. 
Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo.
La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. 
No había razones para que acabara o continuara. 
Pues que acabe entonces.
Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. 
El cochero protestó.
Insistí. 
Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. 
Hay que procurar quitar eso, dijo ella. 
El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. 
Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. 
El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. 
Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. 
Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. 
Me levanté en la noche y encendí una. 
Su breve llama me permitió descubrir el coche. 
Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera.
Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo.
Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. 
Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. 
Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. 
Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. 
Fui a la puerta pero no pude abrirla. 
El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. 
Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. 
No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. 
Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. 
En cuanto salí del patio pensé en algo. 
La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. 
El caballo estaba en la ventana. 
Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete.
Dejé las cerillas, no eran mías. 
El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. 
El alba asomaba débilmente. 
No sabía dónde estaba. 
Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. 
Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. 
Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos.
No sé por qué he contado esta historia. 
Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.


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Samuel Bareluy Beckett nació el 13 de abril de 1906 en Foxrock, Dublín (Irlanda), en el seno de una adinerada familia de creencias protestantes.

Su carrera como literato se inició en el ámbito de la poesía, escribiendo “Whoroscope” (1930). Su primera novela sería “Belacqua en Dublín” (1934). A finales del decenio, en 1938, es apuñalado por un delincuente parisino lo cual le cambió profundamente su visión de la vida y lo convenció del absurdo de la existencia, sobre todo cuando preguntó al delincuente por qué lo había apuñalado y éste le respondió: “No tengo la más mínima idea”.

A partir de mediados de los años 40 Beckett escribiría preferentemente en idioma francés. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Francia fue ocupada por el ejército nazi, Samuel apoyó la Resistencia Francesa y fue perseguido por la Gestapo. En esta época escribió la novela “Watt”, un libro que no vería la luz hasta los años 50.

Su texto revelación fue la obra teatral “Esperando a Godot” (1952), su segundo escrito teatral tras “Eleutheria” (1947), con la cual el escritor irlandés se erigía, junto al rumano Eugene Ionesco, como puntal del teatro del absurdo, reflejando la alienación y angustia del individuo, el pesimismo vital y la soledad existencial con una disposición ilógica y grotesca que rompía los cánones previos de la escena tradicional.

El 5 de enero de 1953 la obra fue representada por primera vez por Roger Blin. Con posterioridad aparecerían trabajos como “Final de partida” (1957), “La última cinta” (1959), “Los días felices” (1961) o “Acto sin palabras” (1962).

En 1969 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura pero Beckett no acudió a recibir el galardón. Después de este premio el autor irlandés escribió títulos como “No yo” (1973), “Mercier y Camier” (1974), “That time” (1976), “Footfall” (1976) o “Compañía” (1980).

Además de novelas, ensayos y obras de teatro, Samuel Beckett, quien padecía la enfermedad de Parkinson en los últimos años de su vida, escribió libros de poesía.

Murió en París (Francia), el 22 de diciembre de 1989 a causa de una insuficiencia respiratoria. Tenía 83 años.

miércoles, 15 de junio de 2011

El Misterio del «Mary Celeste»-Alfonso Álvarez Villar


El Misterio del «Mary Celeste»
Alfonso Álvarez Villar


Se alzó una calma chicha.
Sólo los sobrejuanetes se hinchaban un poco.
Pendían como higos pasos las blancas túnicas del trinquete y del palo mayor. La señora
Smithsons se desabrochó subrepticiamente un botón del corpiño y se abanicó nerviosamente.
Toda la tripulación se hallaba en cubierta.
Algunos pasajeros jugaban a las cartas convirtiendo en mesa un barril.
Otros se paseaban de proa a popa.
La señora Smithsons y su esposo salieron del camarote y se apoyaron en la barandilla del puente de proa, allí donde los foques latían aún como corazones moribundos.
La señora Smithsons era una bonita rubia nacida en Carolina del Sur.
Recién casada con el propietario de una extensa plantación de algodón y de tabaco en Virginia, había decidido hacer el viaje de luna de miel en Europa y visitar, sobre todo, París.
El sol era ya una oblea sangrienta en el horizonte.
Bandadas de peces voladores festoneaban el agua alrededor del bergantín Mary Celeste.
—¡Una serpiente de mar, capitán! —chilló, de repente, la anciana señora Mary Yerby, calándose aún con más fuerza sus antiparas.
—¡Señora! ¡Sólo es una manada de delfines! —se burló el capitán Thomas Hopkins.

Durante unos minutos corrieron por el puente una serie de chascarrillos a costa de la credulidad de la anciana.
Había caído la noche. Minúsculas olas hacían «chap-chap» sobre la obra viva del bergantín.

—Esta calma nos va a retrasar la llegada a Funchal —comentó, fastidiado, el capitán a su piloto.

—Nunca había conocido una calma así durante esta época —contestó el piloto.

—Sí, es muy raro.
El ron y el whisky corrían generosamente entre los veinte pasajeros y los diez marineros. Se habían encendido varios quinqués para iluminar sendas timbas.
Un neoyorquino atacaba una polka con su violín y varias parejas, entre ellas los Smithsons, bailaban jaleándose y riendo.

—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a un ponche! —gritó el capitán, y todos aplaudieron.

Brotó una llama azul de la gigantesca olla y el líquido fue repartido mediante unos cacillos.

Sólo el reverendo John Moore paseaba huraño por el puente, mostrando su desagrado ante tanto libertinaje.

—¿No os dais cuenta que esta calma chicha nos la envía el Maligno? —sermoneaba.

Los Smithsons, fatigados del baile, se retiraron unos instantes.
Con las manos entrelazadas se dirigieron a popa.
Un hato de maromas les sirvió de asiento.
Comenzaban a chirriar los estays; buena señal indicando que iba a desaparecer la calma chicha.
—¡Mira hacia allí! ¿Qué puede ser eso?
—Quizá un volcán.

—Pero el único volcán que se halla en esta zona del Atlántico es el Teide, y las Canarias se hallan a muchos cientos de millas de aquí.

—Corramos a avisar al capitán.

Un punto luminoso, como una cerilla, se había encendido en el horizonte.

Thomas Hopkins, el piloto, y el contramaestre, ya estaban enfocando aquel punto con largos catalejos.

Había dejado de sonar el violín. Los pasajeros se arracimaban en la banda de estribor.
—Sería interesante, capitán, que echásemos un vistazo —dijo uno.

—¡La tripulación del Mary Celeste invita a los señores pasajeros a visitar un volcán! —bromeó el señor Bronston, que estaba medio borracho.

Se alzó una potente brisa y las velas se hincharon como buñuelos.

—¡Caña a estribor! —rugió el capitán.

La nave empezó a cabecear.
La proa iba cortando un camino de vidrio negro.

—Nos acercaremos hasta una prudente distancia. Luego viraremos a babor e informaremos a las autoridades portuguesas —comentó con el piloto, que controlaba el timón.
—Señor, ¿y los maremotos?

—Es un riesgo que corremos, pero muy poco probable. Creo que vale la pena.
La cabeza de la cerilla se había transformado en una roja cereza. Una senda de sangre llegaba hasta el Mary Celeste.
—Debe ser una fisura submarina —argumentó el profesor Thorndike, agregado de la Universidad de Harvard.

—De todas maneras, una vista apasionante —añadió una dama algo achispada.

Hopkins volvió a utilizar el catalejo. Lo dejó caer. Las manos le temblaban.
—¡Santo Dios! ¡No es un volcán! Parece una cara, una cara gigantesca que nos está mirando.

—Viremos en redondo, capitán. Esto me da muy mala espina.

—Desgraciadamente, ya no nos es posible. La cara, o lo que sea, se está acercando a nosotros.
La cereza era ahora, en efecto, una mandarina.
Parecía hervir el agua en torno a ella.
A simple vista se divisaban dos horrendos ojos, una boca contenida en un rictus sarcástico y una nariz de la que brotaba un chorro de humo azulado.
Los tripulantes gemían de terror.
Se habían disipado de los cerebros las brumas etílicas.
El reverendo John Moore declamaba en voz alta trozos enteros de su Biblia.

—Su rostro es el de un ser que sufre una condenación eterna —comentó la señora Smithsons a su marido.

—Sí, es un rostro infinitamente bello e infinitamente feo a la par.

El sacerdote llegó hasta el arranque del botalón e hizo la señal de la cruz.
La faz rojiza del fantasma le hacía brillar la cruz de plata como una chispa de meteoro.

Se oyó una gigantesca carcajada que sonó como un trueno y que encrespó las olas. Después, la cara explotó en una pirotecnia de fuegos fatuos que caían al mar, iluminándolo.
Las aguas se alzaban ahora formando figuraciones fúngicas.
Era un mar de setas, de rosas, de pétalos congelados y luciendo la panoplia toda de la paleta de un pintor.
Eran castillos de robustos matacanes, puentes aéreos que se comunicaban con palacios de ensueño. Bajaban y subían ríos de espuma, corrientes de lava ígnea.

El Mary Celeste había quedado atrapado por una de esas corrientes y se deslizaba como un vagón de tobogán, rompiendo con la cofa del palo mayor sépalos de orquídea, techumbres de palosanto y de blanca yesería taraceada.
El río de espuma volvió a desembocar en el mar abierto.
Sólo que no se veía el mar.
Se divisaba, a varios kilómetros de altura, el fondo submarino con sus mesetas y sus montañas.
Entre medias, sombras de monstruos pelágicos: ictiosaurios largos como un convoy de tren, ballenas tapizadas de algas y arrastrándose como moles rocosas.
El agua brillaba como un rubí infinitamente translúcido.
El capitán dejó caer un barrilete unido a una maroma y la madera no se hundió: flotaba sobre una superficie invisible, como la de los lagos de las cavernas profundas.
Chispas de oro se alzaban a lo largo de los costados del bergantín goleta.
Descargas de color azul trazaban trayectos varicosos en torno al trinquete y al palo mayor. La gavia alta quedó, una vez más, transfigurada como el sudario de Cristo.
El pastor presbiteriano seguía conjurando a los espíritus infernales.
—¡Arriad las velas! —ordenó el capitán, aprovechando el momento de calma.

Y es que el barómetro comenzaba a descender vertiginosamente.
En cuanto a la brújula, había enloquecido y un nubarrón más negro que la misma noche comenzaba a velar las constelaciones.
—¡Todos a sus camarotes! —volvió a gritar el capitán con su megáfono.

Sólo él quedó sobre cubierta, atado al pivote del timón con gruesas amarras.

Un soplo huracanado tensó como cuerdas de violín los obenques.
Se alzó una ola de diez metros y barrió el navío de punta a punta.
Se desencadenó el poema dodecafónico de la tormenta.
El barco subía y bajaba como el corcho de un pescador.
La espuma dejaba amargas hebras en los mostachos del capitán.

El bergantín subió a lomos de una ola, pero en vez de volver a bajar fue catapultado hacia arriba, salvando el valle que separaba una ola de la siguiente.

El Mary Celeste entró como un cuchillo en la carne fofa de otra muralla líquida.
Fue un solo instante, que le dejó a Hopkins la impresión que una montaña había estado gravitando, un par de segundos, sobre sus hombros.
El barco no parecía haber sufrido desperfectos.
Volaba ahora el Mary Celeste muy por encima de la superficie del mar.
Hopkins se desató de su maroma y miró hacia abajo.
Las olas parecían ser más pequeñas que los círculos que traza en su estanque la pedrada de un niño.
Veía sus coronas de espuma y sentía bajo la carena del bergantín la ira del huracán.
El navío seguía ascendiendo.
Atravesó primero el denso nubarrón que descargaba toda su agua hacia el mar.
Vio rayos rojos y azules que caían a babor y estribor del Mary Celeste.
Luego, la paz. La Luna brillaba hacia el nadir.
Los tripulantes empezaban a aparecer en cubierta.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Simplemente, que volamos en vez de navegar.
Ya nadie se extrañaba de nada. El absurdo se había adueñado del barco.

—¿Y hacia dónde nos dirigimos?

—Parece que hacia la Luna.

—Pero moriremos por privación de oxígeno.

—En teoría, sí. Pero están ocurriendo cosas que escapan a las leyes científicas...
Y no estaba exenta de terror aquella aseveración.

La corriente aérea les empujaba cada vez con más fuerza.
Las velas se habían desplegado solas y el barco aceleraba más.
Se veía ahora la Tierra como un globo azul oscuro teñido de rosa en cuarto menguante.
El asombro entumecía las lenguas.
La Luna era ya un mascarón de yeso o el rostro de la momia de un muerto de viruela.

—Copérnico, Tycho Brahe... —mostraba el profesor de Harvard a su compañera y a los señores Smithsons, prestándoles un pequeño catalejo.
Volcanes hasta entonces no hollados por pies humanos, llanuras grises y desoladas aparecían ahora como al alcance de la mano.
—Mar de la Serenidad, Mar de la Tranquilidad, Mar de las Lluvias... —seguía indicando el joven profesor.
Pero se detuvo y todos miraron con terror unos torbellinos de fuego que salían de los volcanes lunares.

Los torbellinos se iban transformando en gigantescos guerreros de rostro sombrío que blandían espadas de acero.

—¡De nuevo los espíritus malignos! ¿No se apiadará el Señor de su grey? —volvió a gemir el sacerdote.
—¡Todos de rodillas! —ordenó el capitán—. ¡Rezad con el padre Moore!

Los versículos del Libro de Job brotaban del bergantín como la música de las esferas.
Pero los demonios no parecían haber reparado en el barco.
Pasaban a varios miles de kilómetros de distancia y se dirigieron hacia el Sol, que se destacaba como una bola de oro en el dosel negro y cubierto de estrellas de la noche sideral.
Pero no llegaron muy lejos.
Porque del Astro Rey surgieron unos puntos luminosos que al acercarse se transformaron en hoplitas de dorada cabellera, loriga de púrpura y yelmo radiante.
Empuñaban espadas de oro y eran tan bellos que todos los corazones humanos se pararon en diástole.
—¡Son los ángeles! ¡Dios ha escuchado, por fin, nuestras preces! —exclamó el reverendo.
Se trabó una espantosa batalla.

Al chocar las espadas salía despedido un rosario de meteoros.
Cada tajo en la carne se convertía en polvo cósmico del color de la leche.
Se oía como los rugidos de una tormenta.
Por fin, los guerreros demoníacos se consideraron vencidos y volvieron a sus volcanes lunares.
Bajo la dirección del pastor, los tripulantes estaban cantando un Hosanna.
Uno de los ángeles se acercó al Mary Celeste. Su rostro resplandecía como el propio Sol. Quedaron agarrotadas las gargantas.
Tendió el Espíritu Superior su espada como un puente de oro y, con un gesto, les invitó a abandonar el barco.
Saltó primero el sacerdote, danzando como el rey David en su primera entrada triunfal en Jerusalén. Le seguía el resto de la tripulación, exceptuando al capitán.

—¡Véngase con nosotros, Thomas Hopkins! —le suplicó la señora Smithsons, que reía como una adolescente.
—No debo, señora. Tengo que llevar el barco a Génova.

En aquellas alturas, la palabra «Génova» sonaba a lugar irreal.
Retumbó un trueno y el Mary Celeste fue cayendo como una gaviota herida hasta posarse en la superficie del mar.
Cuando Hopkins despertó, habían pasado dos días. 
El barco, con todas sus velas desplegadas, navegaba hacia las azores. 
El cargamento, de mil setecientos litros de alcohol, estaba intacto... Sólo faltaban los marineros y el pasaje.
—Bien. Diremos que todos han perecido en una tempestad. Destrozaremos algún velacho o juanete para que me crean. Porque me tomarían por loco si les dijese la verdad. Añadiré también que el resto de la gente abandonó el barco en una chalupa al presentarse a bordo un caso de cólera.
Rompió, pues, las amarras de la chalupa y la dejó caer al mar, con el fondo agujereado y lastrado.
El barco estaba atravesando el Mar de los Sargazos, una extensa franja del Atlántico en la que crecen algas de, a veces, docenas de metros de longitud.
Era de noche y el timón chirriaba. 
Dormiría allí mismo, con la rueda bien trabada.
Sintió un latigazo en la mejilla derecha. 
Se levantó de un salto y vio, aterrado, como se bamboleaban sobre cubierta cientos de tallos de algas que parecían dedos de una criatura racional.
—Se ve que este barco está endemoniado. Ahora yo soy la última víctima.
Y atenazó el machete que llevaba consigo.
Luchó como un energúmeno contra las sierpes vegetales que intentaban asirle.
Las algas cambiaron de táctica: empezaron a tirar del bergantín hacia abajo. 
Eran miles de maromas las que hacían fuerza. El Mary Celeste ahora se hundía...
—Espero que ahí abajo también pueda respirar —comentó para sí el capitán.
Bogaba ahora a través de un domo de cristal.
Bandadas de peces doblaban las múltiples ramificaciones de las algas.
Vio también a numerosos ahogados cubiertos de pólipos y crustáceos, carcazas de barcos de todas las épocas.
Las algas, que hacían el papel de cables tractores, arrastraron al Mary Celeste a una planicie en donde reposaba, escorado, otro bergantín.
Y Hopkins se estremeció: era el Mary Celeste, cuyo nombre, grabado en cobre sobre la proa, reconoció. 
Y vio una fecha, la de 1885, es decir, ocho años en el futuro.
Es decir, el Mary Celeste, el barco por cuya salvaguardia él había renunciado a la gloria, yacería dentro de ocho años en algún lugar del océano.
Pero él había sido un hombre honrado: intentó devolver el importe de la carga y el barco a sus propietarios.
Algún día Dios tendría en cuenta ese gesto.
La nave volvió a emerger como un rápido pez de las profundidades.
El sol brillaba ahora con más fuerza.
Funchal distaba tan sólo unas cien millas.
Aquella noche comenzó a delirar.
Se sentía ya en Funchal.
Bajó la pasarela y cayó al mar.
Sólo se dio cuenta de su error cuando empezó a notar los primeros síntomas de la asfixia.
Unas manos le alzaron.
Abrió los ojos y se admiró de la extraña forma de la embarcación que le había recogido.
No era ni siquiera un vapor, sino un pequeño navío de difícil clasificación que ronroneaba como un gato, enfilando las olas a gran velocidad.

—¿Y el Mary Celeste? —preguntó a un individuo vestido con pequeños pantalones cortos y camiseta a rayas.

—¿El Mary Celeste? No hemos visto a ningún barco que se llame así. Le recogieron a usted abrazado a un tonel. Estuvo a punto de morir ahogado.

Y era inútil discutir con aquel hombre, que ese año era 1872 y no 1975 como alegaba el otro; que debían distar pocas millas de las Azores y no de las costas de Alicante. Era inútil porque él, el capitán del Mary Celeste, que fue hallado desierto entre las aguas de las Azores y España en el año 1872, y que luego se hundió cerca de Cuba en 1885 (según se enteró unos cien años después), estaba loco de remate.

En efecto, diagnosticado de esquizofrenia paranoica, murió en Nueva York en el año 1980.