Aristóteles
Política
Libro octavo
Teoría general de las revoluciones
Capítulo I
Procedimientos de las revoluciones
Todas
las partes del asunto de que nos proponemos tratar aquí están, si puede
decirse así, casi agotadas. Como continuación de todo lo que precede,
vamos a estudiar, de una parte, el número y la naturaleza de las causas
que producen las revoluciones en los Estados, los caracteres que
revisten según las constituciones y las relaciones que más generalmente
tienen los principios que se abandonan con los principios que se
adoptan; de otra, indagaremos cuáles son, para los Estados en general y
para cada uno en particular, los medios de conservación; y, por último,
veremos cuáles son los recursos especiales de cada uno de ellos. Hemos
enunciado ya la causa primera a que debe atribuirse la diversidad de
todas las constituciones, que es la siguiente: todos los sistemas
políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos derechos y una
igualdad proporcional entre los ciudadanos, pero todos en la práctica se
separan de esta doctrina. La demagogia ha nacido casi siempre del
empeño de hacer absoluta y general una igualdad que sólo era real y
positiva en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres se ha
creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha nacido
del empeño de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es real y
positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres desiguales en
fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin
limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el
poder político con todas sus atribuciones fuera repartido por igual;
los otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar
sus privilegios, porque esto equivalía a aumentar la desigualdad. Todos
los sistemas, bien que justos en el fondo, son, sin embargo radicalmente
falsos en la práctica. Y así los unos como los ogros, tan pronto como
no han obtenido, en punto a poder político, todo lo que tan falsamente
creen merecer, apelan a la revolución. Ciertamente, el derecho de
insurrección a nadie debería pertenecer con más legitimidad que a los
ciudadanos de mérito superior, aunque jamás usen de este derecho;
realmente, la desigualdad absoluta sólo es racional respecto a ellos. Lo
cual no impide que muchos, sólo porque su nacimiento es ilustre, es
decir, porque tienen a su favor la virtud y la riqueza de sus
antepasados a que deben su nobleza, se crean en virtud de esta sola
desigualdad muy por encima de la igualdad común.
Tal
es la causa general, y también puede decirse el origen de las
revoluciones y de las turbulencias que ellas ocasionan. En los cambios
que producen proceden de dos maneras. Unas veces atacan el principio
mismo del gobierno, para reemplazar la constitución existente con otra,
sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la democracia, o al
contrario; o la república y la aristocracia a una u otra de aquéllas; o
las dos primeras a las dos segundas. Otras, la revolución, en vez de
dirigirse a la constitución que está en vigor, la conserva tal como la
encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedores es a
gobernar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de
este género son muy frecuentes en los Estados oligárquicos y
monárquicos. A veces la revolución fortifica o relaja un principio; y
así, si rige la oligarquía, la revolución la aumenta o la restringe; si
la democracia, la fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en
cualquier otro sistema. A veces, por último, la revolución sólo quiere
quitar una parte de la constitución, por ejemplo, fundando o suprimiendo
una magistratura dada; como cuando, en Lacedemonia, Lisandro quiso,
según se asegura, destruir el reinado, y Pausanias, la institución de
los éforos. De igual modo, en Epidamno sólo se alteró un punto de la
constitución, sustituyendo el senado a los jefes de las tribus. Hoy
mismo basta el decreto de un solo magistrado para que todos los miembros
del gobierno estén obligados a reunirse en asamblea general; y en esta
constitución el arconte único es un resto de oligarquía. La desigualdad
es siempre, lo repito, la causa de las revoluciones, cuando no tienen
ninguna compensación los que son víctimas de ella. Un reinado perpetuo
entre iguales es una desigualdad insoportable; y en general puede
decirse que las revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Esta
igualdad tan ansiada es doble. Puede entenderse respecto del número y
del mérito. Por la del número entiendo la igualdad o identidad en masa,
en extensión; por la del mérito entiendo la igualdad proporcional. Y
así, en materia de números, tres es más que dos, como dos es más que
uno; pero proporcionalmente cuatro es a dos como dos es a uno. Dos,
efectivamente, está con cuatro en la misma relación que uno con dos; es
la mitad en ambos casos. Puede estarse de acuerdo sobre el fondo mismo
del derecho y diferir sobre la proporción en que debe concederse. Ya lo
dije antes: los unos, porque son iguales en un punto, se creen iguales
de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales bajo un solo
concepto, quieren ser desiguales en todos sin excepción.
De
aquí procede que la mayor parte de los gobiernos son oligárquicos o
democráticos. La nobleza y la virtud son el patrimonio de pocos; y las
cualidades contrarias, el de la mayoría. En ninguna ciudad pueden
citarse cien personas de nacimiento ilustre, de virtud intachable; pero
casi en todas partes se encontrarán masas de pobres. Es peligroso
pretender constituir la igualdad real o proporcional con todas sus
consecuencias; los hechos están ahí para probarlo. Los gobiernos
cimentados en esta base jamás son sólidos, porque es imposible que el
error que se cometió en un principio no produzca a la larga un resultado
funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al número con
la igualdad relativa al mérito. Sea lo que fuere, la democracia es más
estable y está menos sujeta a trastornos que la oligarquía. En los
gobiernos oligárquicos la insurrección puede nacer de dos puntos, según
que la minoría oligárquica se insurreccione contra sí misma o contra el
pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la minoría
oligárquica. El pueblo no se insurrecciona jamás contra sí propio, o,
por lo menos, los movimientos de este género no tienen importancia. La
república en que domina la clase media, y que se acerca más a la
democracia que a la oligarquía, es también el más estable de todos estos
gobiernos.
Capítulo II
Causas diversas de las revoluciones
Puesto
que queremos estudiar de dónde nacen las discordias y trastornos
políticos, examinemos, ante todo, en general, su origen y sus causas.
Todas estas pueden reducirse, por decirlo así, a tres principales, que
nosotros indicaremos en pocas palabras y que son: la disposición moral
de los que se rebelan, el fin de la insurrección y las circunstancias
determinantes que producen la turbación y la discordia entre los
ciudadanos. Ya hemos dicho lo que predispone en general los espíritus a
una revolución; y esta causa es la principal de todas. Los ciudadanos se
sublevan, ya en defensa de la igualdad, cuando considerándose iguales
se ven sacrificados por los privilegiados; ya por el deseo de la
desigualdad y predominio político, cuando, no obstante la desigualdad en
que se suponen, no tienen más derechos que los demás, o sólo los tienen
iguales, o acaso menos extensos. Estas pretensiones pueden ser
racionales, así como pueden también ser injustas. Por ejemplo, uno que
es inferior se subleva para obtener la igualdad; y una vez obtenida la
igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la disposición
del espíritu de los ciudadanos que inician las revoluciones. Su
propósito, cuando se insurreccionan, es alcanzar fortuna y honores, o
también evitar la oscuridad y la miseria; porque con frecuencia la
revolución no ha tenido otro objeto que el librar a algunos ciudadanos o
a sus amigos de alguna mancha infamante o del pago de una multa.
En
fin, en cuanto a las causas e influencias particulares que determinan
la disposición moral y los deseos que hemos indicado, son hasta siete,
y, si se quiere, más aún. Por lo pronto, dos son idénticas a las causas
antes indicadas, por más que no obren aquí de la misma manera. El ansia
de riquezas y de honores, de que acabamos de hablar, puede encender la
discordia, aunque no se pretenda adquirir para sí semejantes riquezas ni
honores y se haga tan sólo por la indignación que causa ver estas cosas
justa o injustamente en manos de otro. A estas dos primeras causas
puede unirse el insulto, el miedo, la superioridad, el desprecio, el
acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la ciudad.
También se puede, desde otro punto de vista, contar como causas de
revoluciones las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y,
en fin, la diversidad de origen.
Se
ve sin la menor dificultad y con plena evidencia toda la importancia
política que pueden tener el impulso y el interés, y cómo estas dos
causas producen revoluciones. Cuando los que gobiernan son insolentes y
codiciosos, se sublevan las gentes contra ellos y contra la constitución
que les proporciona tan injustos privilegios, ya amontonen sus riquezas
a costa de los particulares, ya a expensas del público. No es más
difícil comprender la influencia que pueden ejercer los honores y cómo
pueden ser causa de revueltas. Se hace uno revolucionario cuando se ve
privado personalmente de todas aquellas distinciones de que se colma a
los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando, sin guardar la debida
proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir
verdad, sólo hay justicia cuando la repartición del poder está en
relación con el mérito particular de cada uno.
La
superioridad es igualmente un origen de discordias civiles en el seno
del Estado o del gobierno mismo, cuando hay una influencia
preponderante, sea de un solo individuo, sea de muchos, porque,
ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía oligárquica. Y
así, en algunos Estados se ha inventado contra estas grandes fortunas
políticas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso en Argos y en
Atenas. Pero vale más prevenir desde su origen las superioridades de
este género que curarlas con semejantes remedios, después de haberlas
dejado producirse.
El
miedo causa sediciones cuando los culpables se rebelan por temor al
castigo, o cuando, previendo un atentado, los ciudadanos se sublevan
antes de ser ellos víctimas de él. De esta manera, en Rodas los
principales ciudadanos se insurreccionaron contra el pueblo para
sustraerse a los fallos que se habían dictado contra ellos.
El
desprecio también da origen a sediciones y a empresas revolucionarias;
en la oligarquía, cuando la mayoría excluida de todos los cargos
públicos reconoce la superioridad de sus propias fuerzas; y en la
democracia, cuando los ricos se sublevan a causa del desdén que les
inspiran los tumultos populares y la anarquía. En Tebas, después del
combate de los enófitos, fue derrocado el gobierno democrático porque su
administración era detestable; en Megara la demagogia fue vencida por
su misma anarquía y sus desórdenes. Lo mismo sucedió en Siracusa antes
de la tiranía de Gelón, y en Rodas antes de la defección.
El
aumento desproporcionado de algunas clases de la ciudad causa,
igualmente, trastornos políticos. Sucede en esto como en el cuerpo
humano, cuyas partes deben desenvolverse proporcionalmente, para que la
simetría del conjunto se mantenga firme, porque correría gran riesgo de
perecer si el pie aumentase cuatro codos y el resto del cuerpo tan sólo
dos palmos. Hasta podría mudar el ser completamente de especie si se
desenvolviese sin la debida proporción, no sólo respecto a sus
dimensiones sino también a sus elementos constitutivos. El cuerpo
político se compone también de diversas partes, algunas de las cuales
alcanzan en secreto un desarrollo peligroso; como, por ejemplo, la clase
de los pobres en las democracias y en la repúblicas. Sucede a veces que
este resultado es producto de circunstancias enteramente eventuales. En
Tarento, habiendo perecido la mayoría de los ciudadanos distinguidos en
un combate contra los japiges, la demagogia reemplazó a la república,
suceso que tuvo lugar poco después de la guerra Médica. Argos, después
de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que fue destruido su
ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a conceder el
derecho de ciudadanía a los siervos. En Atenas, las clases distinguidas
perdieron parte de su poder porque tuvieron que servir en la infantería,
después de las pérdidas que experimentó esta arma en las guerras contra
Lacedemonia. Las revoluciones de este género son más raras en las
democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el número de
los ricos crece y las fortunas aumentan, la democracia puede degenerar
en oligarquía violenta o templada.
En
las repúblicas, la cábala basta para producir, hasta sin movimientos
tumultuosos, el cambio de la constitución. En Herea, por ejemplo, se
abandonó el procedimiento de la elección por el de la suerte, porque la
primera sólo había servido para elevar al poder a intrigantes.
La
negligencia también puede causar revoluciones cuando llega hasta tal
punto que se deja ir el poder a manos de los enemigos del Estado. En
Orea fue derrocada la oligarquía sólo porque Heracleodoro había sido
elevado a la categoría de magistrado, lo cual dio origen a que éste
sustituyera la república y la democracia al sistema oligárquico.
A
veces tiene lugar una revolución como resultado de pequeños cambios;
con lo cual quiero decir que las leyes pueden sufrir una alteración
capital mediante un hecho que se considera como de poca importancia, y
que apenas se percibe. En Ambracia, por ejemplo, el censo, al principio,
era muy moderado, y al fin se le abolió por entero, tomando como
pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o casi tanto como no tener
ninguno.
La
diversidad de origen puede producir también revoluciones hasta tanto
que la mezcla de las razas sea completa; porque el Estado no puede
formarse con cualquier gente, como no puede formarse en una
circunstancia cualquiera. Las más veces estos cambios políticos han sido
consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a los extranjeros
domiciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién llegados. Los
aqueos se unieron a los trezenos para fundar Síbaris; pero habiéndose
hecho éstos más numerosos, arrojaron a los otros, crimen que más tarde
los sibaritas debieron expiar. Y éstos no fueron, por lo demás, mejor
tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto que se les
arrojó porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio,
como si les hubiese pertenecido en propiedad. En Bizancio, los colonos
recién llegados se conjuraron secretamente para oprimir a los
ciudadanos, pero fueron descubiertos y batidos y se les obligó a
retirarse. Los antiseos, después de haber recibido en su seno a los
desterrados de Quíos, tuvieron que libertarse de ellos dándoles una
batalla. Los zancleos fueron expulsados de su propia ciudad por los
samios, que ellos habían acogido. Apolonia del Ponto Euxino tuvo que
sufrir las consecuencias de una sedición, por haber concedido a colonos
extranjeros el derecho de ciudad. En Siracusa, la discordia civil no
paró hasta el combate, porque después de derrocar la tiranía, se habían
convertido en ciudadanos los extranjeros y los soldados mercenarios. En
Amfípolis, la hospitalidad dada a los colonos de Calcis fue fatal para
la mayoría de los ciudadanos, que fueron expulsados de su territorio.
En
las oligarquías la multitud es la que se insurrecciona; porque, como ya
he dicho, se supone herida por la desigualdad política y se cree con
derecho a la igualdad. En las democracias, son las clases altas las que
se sublevan, porque no tienen derechos iguales, no obstante su
desigualdad.
La
posición topográfica basta a veces por sí sola para provocar una
revolución: por ejemplo, cuando la misma distribución del suelo impide
que la ciudad tenga una verdadera unidad. Y así, ved en Clazomenes la
causa de la enemistad entre los habitantes de Chitre y los de la isla; y
lo mismo sucede con los colofonios y los nocios. En Atenas hay
desemejanza entre las opiniones políticas de las diversas partes de la
ciudad; y así los habitantes del Pireo son más demócratas que los de la
ciudad. En un combate basta que haya algunos pequeños fosos que salvar u
otros obstáculos menores aún, para desordenar las falanges; así en el
Estado una demarcación cualquiera basta para producir la discordia. Pero
el más poderoso motivo de desacuerdo nace cuando están la virtud de una
parte y el vicio de otra; la riqueza y la pobreza vienen después; y,
por último, vienen todas las demás causas, más o menos influyentes, y
entre ellas la causa puramente física de que acabo de hablar.
Capítulo V
De las causas de las revoluciones en las oligarquías
En
la oligarquías, las causas más ostensibles de trastorno son dos: una es
la opresión de las clases inferiores, que aceptan entonces al primer
defensor, cualquiera que él sea, que se presente en su auxilio; la otra,
más frecuente, tiene lugar cuando el jefe del movimiento sale de las
filas mismas de la oligarquía. Esto sucedió en Naxos con Lígdamis, que
supo convertirse bien pronto en tirano de sus conciudadanos.
En
cuanto a las causas exteriores que derrocan la oligarquía, pueden ser
muy diversas. A veces los oligarcas mismos, aunque no los que ocupan el
poder, producen el cambio, cuando la dirección de los negocios está
concentrada en pocas manos, como en Marsella, en Istros, en Heraclea y
en otros muchos Estados. Los que estaban excluidos del gobierno se
agitaban hasta conseguir el goce simultáneo del poder, primero, para el
padre y el primogénito de los hermanos y, después, hasta para los
hermanos más jóvenes. En algunos Estados la ley prohíbe al padre y a los
hijos ser al mismo tiempo magistrados; en otros se prohíbe también
serlo a dos hermanos, uno más joven y otro de más edad. En Marsella la
oligarquía se hizo más republicana; en Istros, concluyó por convertirse
en democracia; en Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se extendió hasta
tal punto, que se componía de seiscientos miembros. En Cnido la
revolución nació de una sedición provocada por los mismos ricos en su
propio seno, porque el poder no salía de algunos ciudadanos, y porque el
padre, como acabo de decir, no podía ser juez al mismo tiempo que su
hijo, y de los hermanos sólo el mayor podía ocupar los puestos públicos.
El pueblo, aprovechándose de la discordia de los ricos y escogiendo un
jefe entre ellos, supo apoderarse bien pronto del poder, quedando
victorioso, porque la discordia hace siempre débil al partido en que se
introduce. En Eritrea, bajo la antigua oligarquía de los Basílides, a
pesar de la exquisita solicitud de los jefes del gobierno, cuya falta
única consistía en ser pocos, el pueblo, indignado con la servidumbre,
echó abajo la oligarquía.
Entre
las causas de revolución que las oligarquías abrigan en su seno debe
contarse el carácter turbulento de los oligarcas, que se hacen
demagogos, porque la oligarquía tiene también sus demagogos, que pueden
serlo de dos maneras. En primer lugar, el demagogo puede encontrarse
entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que sean; y así, en
Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y Frínico
hizo el mismo papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los
miembros de la oligarquía hacerse jefes de las clases inferiores, como
en Larisa, donde los guardadores de la ciudad se hicieron los aduladores
del pueblo, que tenía el derecho de nombrarles. Esta es la suerte de
todas las oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el
poder exclusivo de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos
cargos, sin dejar de ser privilegio de las grandes fortunas y de
algunas clases, están, sin embargo, sometidos a la elección de los
guerreros o del pueblo. Puede servir de ejemplo la revolución de Abidós.
También es este el peligro que amenaza a las oligarquías cuando los
mismos miembros del gobierno no constituyen los tribunales, porque
entonces la importancia de las providencias judiciales da lugar a que se
halague al pueblo y a que se eche por tierra la constitución, como en
Heraclea del Ponto. En fin, esto sucede también cuando la oligarquía
intenta concentrarse demasiado, porque los oligarcas, que reclaman para
sí la igualdad, no tienen más remedio que llamar al pueblo en su
auxilio.
Otra
causa de revolución en las oligarquías puede nacer de la mala conducta
de los oligarcas, que han dilapidado su propia fortuna en medio de sus
excesos. Una vez arruinados, sólo piensan en la revolución, y entonces, o
se apoderan por sí mismos de la tiranía, o la preparan para otros, como
Hiparino la preparó para Dionisio en Siracusa. En Amfípolis, el falso
Cleotino supo introducir en la ciudad colonos de Calcis, y una vez
establecidos en ella, los lanzó contra los ricos. En Egina, el deseo de
reparar las pérdidas de fortuna del individuo que dirigió la
conspiración contra Cares, fue la causa de haber querido cambiar la
forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar la constitución, los
oligarcas arruinados roban el tesoro público, y entonces, o la discordia
se introduce en sus filas, o la revolución sale de las de los
ciudadanos, que repelen a los ladrones por la fuerza. De esta clase fue
la revolución de Apolonia del Ponto.
Cuando
hay unión en la oligarquía, corre ésta poco riesgo de destruirse a sí
propia, y la prueba la tenemos en el gobierno de Farsalia. Los miembros
de aquella oligarquía, aunque en excesiva minoría, saben, gracias a su
sabia moderación, mandar sobre grandes masas.
Pero
la oligarquía está perdida cuando dentro de su seno nace otra
oligarquía. Esto tiene lugar cuando, estando el gobierno todo compuesto
sólo de una débil minoría, los miembros de ésta no tienen todos parte en
las magistraturas soberanas, de lo cual es testimonio la revolución de
Elis, cuya constitución, muy oligárquica, no permitía la entrada en el
senado más que a un escasísimo número de oligarcas, porque noventa de
estos puestos eran vitalicios, y las elecciones, limitadas y entregadas a
las familias poderosas, no eran mejores que en Lacedemonia.
La
revolución lo mismo tiene lugar en las oligarquías en tiempo de guerra
que en tiempo de paz. Durante la guerra, el gobierno se arruina a causa
de su desconfianza respecto del pueblo del cual se ve precisado a
valerse para rechazar al enemigo. Entonces, o el jefe único, en cuyas
manos se pone el poder militar, se apodera de la tiranía, como Timófanes
en Corinto; o si los jefes del ejército son muchos, crean para sí una
oligarquía por medio de la violencia. A veces, por temor a estos dos
escollos, las oligarquías han concedido derechos políticos al pueblo,
cuyas fuerzas estaban precisadas a emplear.
En
tiempo de paz, los oligarcas, a consecuencia de la desconfianza que
recíprocamente se inspiran, encomiendan la guarda de la ciudad a
soldados que ponen a las órdenes de un jefe que no pertenece a ningún
partido político, pero que con frecuencia sabe hacerse dueño de todos.
Esto es lo que en Larisa hizo Simo, bajo el reinado de los Aleuadas, que
le habían encomendado el mando; y lo que sucedió en Abidós, bajo el
reinado de las asociaciones, una de las cuales era la de Ifíades.
Muchas
veces la sedición reconoce como causa las violencias que los mismos
oligarcas ejercen unos sobre otros. Los enlaces y los procesos les dan
ocasión bastante para trastornar el Estado. Ya hemos citado algunos
hechos del primer género. En Eretria, Diágoras acabó con la oligarquía
de los caballeros, por creerse desairado con motivo de sus legítimas
pretensiones de matrimonio. La providencia de un tribunal causó la
revolución de Heraclea; y una causa de adulterio, la de Tebas. El
castigo era merecido, pero el medio fue sedicioso, lo mismo el seguido
en Heraclea contra Euetion, que el empleado en Tebas contra Arquias. El
encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que ambos fueron
expuestos al público en la picota.
Muchas
oligarquías se han perdido a causa del exceso de su propio despotismo, y
han sido derrocadas por miembros del gobierno mismo, quejosos por haber
sido objeto de alguna injusticia. Esta es la historia de las
oligarquías de Cnido y de Quíos. A veces un hecho puramente accidental
produce una revolución en la república y en las oligarquías. En estos
sistemas se exigen condiciones de riqueza para entrar en el senado y
formar parte de los tribunales y para el ejercicio de las demás
funciones. Ahora bien, el primer censo se ha fijado con frecuencia
atendiendo a la situación del momento, de lo cual ha resultado que
correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía, y a
las clases medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más
general, como resultado de la paz o de cualquiera otra circunstancia
favorable, entonces las propiedades, si bien son las mismas, aumentan
mucho en valor, y pasan con exceso la renta legal o el censo, de tal
manera que todos los ciudadanos concluyen por poder aspirar a todos los
destinos. Esta revolución se verifica, ya por grados y poco a poco, sin
apercibirse de ello, ya más rápidamente.
Tales
son las causas de las revoluciones y de las sediciones en las
oligarquías, debiendo añadirse que en general las oligarquías y las
democracias pasan a los sistemas políticos de la misma especie con más
frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y así, las democracias y las
oligarquías legales se hacen oligarquías y democracias violentas, y
viceversa.
Capítulo VI
De las causas de las revoluciones en las aristocracias
En
las aristocracias la revolución puede proceder, en primer lugar, de que
las funciones públicas son patrimonio de una minoría demasiado
reducida. Ya hemos visto que esto mismo era un motivo de trastorno en
las oligarquías; porque la aristocracia es una especie de oligarquía;
pues en una como en otra el poder pertenece a las minorías, si bien
éstas tienen en uno y otro caso caracteres diferentes. Por esta razón, a
veces se considera la aristocracia como una oligarquía. El género de
revolución de que hablamos se produce necesariamente sobre todo en tres
casos. El primero, cuando está excluida del gobierno una masa de
ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales en mérito a
todos los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se
llamaban partenios, y cuyos padres no valían menos que los demás
espartanos. Como se descubriera una conspiración entre ellos, el
gobierno les envió a fundar una colonia en Tarento. En segundo lugar,
ocurre la revolución cuando hombres eminentes y que a nadie ceden en
mérito se ven ultrajados por gentes colocadas por cima de ellos: esto
sucedió con Lisandro, a quien ofendieron los reyes de Lacedemonia. Por
último, cuando se excluye de todos los cargos a un hombre de corazón
como Cinadón, que intentó tan atrevida empresa contra los espartanos
bajo el reinado de Agesilao.
La
revolución, en las aristocracias, nace igualmente de la miseria extrema
de los unos y de la opulencia excesiva de los otros; y estas son
consecuencias bastante frecuentes de la guerra. Tal fue la situación de
Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo atestigua el poema de
Tirteo, llamado la Eunomía; algunos ciudadanos, arruinados por la
guerra, habían pedido el repartimiento de tierras. En ocasiones la
revolución tiene lugar en la aristocracia porque hay algún ciudadano que
es poderoso, y que pretende hacerse más con el fin de apoderarse del
gobierno para sí solo. Es lo que se dice que intentaron, en Esparta,
Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra Médica, y
Hannon en Cartago.
Lo
más funesto para las repúblicas y las aristocracias es la infracción
del derecho político, consagrado en la misma constitución. Lo que causa
la revolución entonces es que, en la república, el elemento democrático y
el oligárquico no se encuentran en la debida proporción; y, en la
aristocracia, estos dos elementos y el mérito están mal combinados. Pero
la desunión se muestra sobre todo entre los dos primeros elementos,
quiero decir, la democracia y la oligarquía, que intentan reunir las
repúblicas y la mayor parte de las aristocracias. La fusión absoluta de
estos tres elementos es precisamente lo que hace a las aristocracias
diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o menos
estabilidad; porque se incluyen entre las aristocracias todos los
gobiernos que se inclinan a la oligarquía, y entre las repúblicas todos
los que se inclinan a la democracia. Las formas democráticas son las más
sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que domina, y esta
igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da.
Los ricos, por el contrario, cuando la constitución les garantiza la
superioridad política, sólo quieren satisfacer su orgullo y su ambición.
Por lo demás, de cualquier lado que se incline el principio del
gobierno, degeneran siempre la república en demagogia y la aristocracia
en oligarquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios,
que sólo piensan en el acrecentamiento de su poder. O también sucede
todo lo contrario, y la aristocracia degenera en demagogia cuando los
más pobres, víctimas de la opresión, hacen que predomine el principio
opuesto; y la república en oligarquía, porque la única constitución
estable es la que concede la igualdad en proporción del mérito y sabe
garantizar los derechos de todos los ciudadanos.
El
cambio político de que acabo de hablar se verificó en Turio; en primer
lugar, porque, teniendo en cuenta que las condiciones de riqueza
exigidas para obtener los cargos públicos eran demasiado elevadas,
fueron disminuidas éstas y aumentado el número de las magistraturas; y
en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar del deseo del
legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque la
constitución, que era completamente oligárquica, les permitía
enriquecerse cuanto quisieran. Pero el pueblo, aguerrido en los
combates, se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que le
oprimían y redujo las propiedades de todos los que las tenían excesivas.
Esta
mezcla de oligarquía, que encierran todas las aristocracias, es
precisamente lo que facilita a los ciudadanos el hacer fortunas
inmensas. En Lacedemonia todos los bienes raíces están acumulados en
unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos pueden conducirse allí
absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia según convenga
a su interés personal. Lo que perdió a la república de Locres fue el
haber permitido que Dionisio se casara allí. Semejante catástrofe nunca
hubiera tenido lugar en una democracia, ni en una aristocracia prudente y
templada.
Las
más veces las revoluciones se realizan en las aristocracias sin que
nadie se aperciba de ello y mediante una destrucción lenta e insensible.
Recuérdese que, al tratar del principio general de las revoluciones,
dijimos que era preciso contar entre las causas que las producen, las
desviaciones, hasta las más ligeras, de los principios. Se comienza por
despreciar un punto de la constitución, que al parecer no tiene
importancia; después se llega con menos dificultad a mudar otro, que es
un poco más grave; hasta que por último se llega a mudar su mismo
principio y por entero. Citaré de nuevo el ejemplo de Turio. Una ley
limitaba a cinco años las funciones de general; algunos jóvenes
belicosos, que gozaban de un gran influjo entre los soldados y que,
mirando con desprecio a los gobernantes, creían poder suplantarlos
fácilmente, intentaban ante todo reformar esta ley y obtener del
sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declarara la
perpetuidad de los empleos militares. Al principio, los magistrados, a
quienes tocaba de cerca la cuestión, y que se llamaban cosenadores,
quisieron resistirlo; mas, imaginando que esta concesión garantizaría la
estabilidad de las demás leyes, cedieron, como todos; y cuando más
tarde quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes, y la
república se convirtió bien pronto en una oligarquía violenta en manos
de los que habían intentado la primera innovación.
Puede
decirse en general de todos los gobiernos que sucumben, ya por causas
internas de destrucción, ya por causas exteriores; como, por ejemplo,
cuando tienen a sus puertas un Estado constituido conforme a un
principio opuesto al suyo, o bien cuando este enemigo, por distante que
esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre Esparta y Atenas; los
atenienses destruían por todas partes las oligarquías, mientras que
hacían lo mismo los lacedemonios con todas las constituciones
democráticas.
Tales
son, sobre poco más o menos, las causas de los trastornos y de las
revoluciones en las diversas especies de gobiernos republicanos.