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jueves, 25 de agosto de 2011

LOS VERSOS DE ORO-Pitágoras

Pitágoras
LOS VERSOS DE ORO
Nota: Tetraktys o Cuaternidad
Honra, en primer lugar,
y venera a los dioses inmortales,
a cada uno de acuerdo a su rango.
Respeta luego el juramento,
y reverencia a los héroes ilustres,
y también a los genios subterráneos:
cumplirás así lo que las leyes mandan.
Honra luego a tus padres
y a tus parientes de sangre.
Y de los demás, hazte amigo
del que descuella en virtud.
Cede a las palabras gentiles
y no te opongas a los actos provechosos.
No guardes rencor
al amigo por una falta leve.
Estas cosas hazlas
en la medida de tus fuerzas,
pues lo posible se encuentra
junto a lo necesario.
Compenétrate en cumplir
estos preceptos,
pero atiénete a dominar
ante todo las necesidades
de tu estómago y de tu sueño,
después los arranques
de tus apetitos y de tu ira.
No cometas nunca
una acción vergonzosa,
Ni con nadie, ni a solas:
Por encima de todo,
respétate a ti mismo.
Seguidamente ejércete
en practicar la justicia,
en palabras y en obras,
Aprende a no comportarte
sin razón jamás.
Y sabiendo que morir
es la ley fatal para todos,
que las riquezas,
unas veces te plazca ganarlas
y otras te plazca perderlas.
De los sufrimientos que caben
a los mortales por divino designio,
la parte que a ti corresponde,
sopórtala sin indignación;
pero es legítimo que le busques remedio
en la medida de tus fuerzas;
porque no son tantas las desgracias
que caen sobre los hombres buenos.
Muchas son las voces,
unas indignas, otras nobles,
que vienen a herir el oído:
Que no te turben ni tampoco
te vuelvas para no oírlas.
Cuando oigas una mentira,
sopórtalo con calma.
Pero lo que ahora voy a decirte
es preciso que lo cumplas siempre:
Que nadie, por sus dichos o por sus actos,
te conmueva para que hagas o digas
nada que no sea lo mejor para ti.
Reflexiona antes de obrar
para no cometer tonterías:
Obrar y hablar sin discernimiento
es de pobres gentes.
Tú en cambio siempre harás
lo que no pueda dañarte.
No entres en asuntos que ignoras,
mas aprende lo que es necesario:
tal es la norma de una vida agradable.
Tampoco descuides tu salud,
ten moderación en el comer o el beber,
y en la ejercitación del cuerpo.
Por moderación entiendo
lo que no te haga daño.
Acostúmbrate a una vida sana sin molicie,
y guárdate de lo que pueda atraer la envidia.
No seas disipado en tus gastos
como hacen los que ignoran
lo que es honradez,
pero no por ello
dejes de ser generoso:
nada hay mejor
que la mesura en todas las cosas.
Haz pues lo que no te dañe,
y reflexiona antes de actuar.
Y no dejes que el dulce sueño
se apodere de tus lánguidos ojos
sin antes haber repasado
lo que has hecho en el día:
"¿En qué he fallado? ¿Qué he hecho?
¿Qué deber he dejado de cumplir?"
Comienza del comienzo
y recórrelo todo,
y repróchate los errores
y alégrente los aciertos.
Esto es lo que hay que hacer.
Estas cosas que hay
que empeñarse en practicar,
Estas cosas hay que amar.
Por ellas ingresarás
en la divina senda de la perfección.
¡Por quien trasmitió a nuestro
entendimiento la Tetratkis (Ver nota)
la fuente de la perenne naturaleza.
¡Adelante pues!
ponte al trabajo,
no sin antes rogar
a los dioses que lo conduzcan
a la perfección.
Si observares estas cosas
conocerás el orden
que reina entre los dioses inmortales
y los hombres mortales,
en qué se separan las cosas
y en qué se unen.
Y sabrás, como es justo
que la naturaleza es una
y la misma en todas partes,
para que no esperes
lo que no hay que esperar,
ni nada quede oculto a tus ojos.
Conocerás a los hombres,
víctimas de los males
que ellos mismos se imponen,
ciegos a los bienes
que les rodean,
que no oyen ni ven:
son pocos los que saben
librarse de la desgracia.
Tal es el destino
que estorba el espíritu
de los mortales,
como cuentas infantiles
ruedan de un lado a otro,
oprimidos por males innumerables:
porque sin advertirlo
los castiga la Discordia,
su natural y triste compañera,
a la que no hay que provocar,
sino cederle el paso
y huir de ella.
¡Oh padre Zeus!
¡De cuántos males
no librarías a los hombres
si tan sólo les hicieras
ver a qué demonio obedecen!
Pero para ti, ten confianza,
porque de una divina raza
están hechos los seres humanos,
y hay también la sagrada naturaleza
que les muestra
y les descubre todas las cosas.
De todo lo cual,
si tomas lo que te pertenece,
observarás mis mandamientos,
que serán tu remedio,
y librarán tu alma
de tales males.
Abstiénete en los alimentos como dijimos,
sea para las purificaciones,
sea para la liberación del alma,
juzga y reflexiona
de todas las cosas y de cada una,
alzando alto tu mente,
que es la mejor de tus guías.
Si descuidas tu cuerpo para volar
hasta los libres orbes del éter,
serás un dios inmortal, incorruptible,
ya no sujeto a la muerte.

Nota: Tetraktys o Cuaternidad. Número sagrado y fundamental de los pitagóricos por el cual juraban su fidelidad. Simboliza la unidad origen y principio, la dualidad de las oposiciones y las complementariedades, y el triunfo de la trinidad, que finalmente se despliega en el universo del cuatro. 1 + 2 + 3 + 4 = 10, la unidad expandida en la manifestación, = 1 + 0 = 1, el retorno a la unidad del origen.

EL IDEALISMO ROMÁNTICO-JOSÉ INGENIEROS-Fragmento de"El hombre mediocre"

EL IDEALISMO ROMÁNTICO
JOSÉ INGENIEROS 
Fragmento de"El hombre mediocre" 
BIOGRAFÍA



Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables.
Sueñan lo más para realizar lo menos; comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas o de individuos, nunca se integran como se piensan.
En pocas cosas el hombre puede llegar al Ideal que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado e inalcanzable.
Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia y su genio por un beso.
Todos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no es infinito el poder humano, como el deseo?"
Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita.

Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran centuplicado su impresionabilidad.
Su gesto sigue prontamente el camino de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquel subrayado por el latir más intenso de su corazón.
Son dionisiacos.
Sus aspiraciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social o por una hostilidad contra todo lo que se opone a sus corazonadas y ensueños.
Construyen sus ideales sin conceder nada a la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría.
Son ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo y a la ternura; con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran.
Un minuto les basta para decidir de toda una vida.
Su idea cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con más saña.
Todo romántico está por Don Quijote contra Sancho, por Cyrano contra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas; por cualquier ideal contra toda mediocridad.
Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla.
Los temperamentos acomodaticios saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión.
Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros de Golconda.
Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas "razones que la razón ignora", que decía Pascal.
En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los Byron: su estuosidad apasionada nos estremece, ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, humedece los párpados, entrecorta el aliento.
Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juveniles, como si los describieran con una vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo, por caso, la más lírica.
Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente a veces.
Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo o por un exceso, esa "voce calda" que enloquece a las mujeres finas y hace un Don Juan de cada amador romántico.
Son ellos los aristócratas del amor, con ellos sueñan todas las Julietas e Isoldas.
En vano se confabulan en su contra las embozadas hipocresías mundanas; los espíritus zafios desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones.
Como no la poseen, renuncian a seguirlas.
El hombre incapaz de alentar nobles pasiones esquiva el amor como si fuera un abismo; ignora que él acrisola todas las virtudes y es el más eficaz de los moralistas.
Vive y muere sin haber aprendido a amar.
Caricaturiza a este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conveniencias.
Los demás le eligen primero las queridas y le imponen después la esposa.
Poco le importa la fidelidad de las primeras, mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo.
Musset le parece poco serio y encuentra infernal a Byron; habría quemado a Jorge Sand y la misma Teresa de Avila resúltale un poco exagerada.
Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar a la pecadora de Magdala.
Cree firmemente que Werther, Joselyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enfermos.
Aborrece la pasión honda y sentida, detesta los) manticismos sentimentales.
Prefiere la compra tranquila a la conquista comprometedora.
Ignora las supremas virtudes del amor, que es ensueño, anhelo, peligro, toda la imaginación convergiendo al embellecimiento del instinto, y no simple vértigo brutal de los sentidos.
En las eras de rebajamiento, cuando está en su apogeo la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual fuere el régimen dominante.
Algunas veces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal democrático y humano. Su amor a todos los que sufren es justo encono contra los que oprimen su propia individualidad.
Diríase que llegan hasta amar a las víctimas para protestar contra el verdugo indigno; pero siempre quedan fuera de toda hueste, sabiendo que en ella puede incubarse una coyunda para el porvenir.
En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía con los tiempos y con las inclinaciones.
Hay épocas en que más florece, como en las horas de reacción que siguieron al sacudimiento libertario de la revolución francesa.
Algunos románticos se creen providenciales y su imaginación se revela por un misticismo constructivo, como en Fourier y Lamennais, precedidos por Rousseau, que fue un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fue un Rousseau judío.
En otros, el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, a convertirse en religión estática. En Mazzini y Kossouth toma color político.
Habla en tono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo.
En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente.
Se duele en Musset y desespera en Amiel.
Fustiga a la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly.
Y en otros conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al individuo, como en Émerson, Stirner, Guyau, lbsen o Nietzsche...


José Ingenieros 

  • Nace24 de abril de 1877
  • Lugar: Palermo (Italia)
  • Efemérides: 24 de abril

  • Muere31 de octubre de 1925.
  • LugarBuenos Aires,Argentina
  • Efemérides:31 de octubre

Biografía

José Ingenieros fue médico, filósofo y escritor argentino.

Nació en Palermo (Italia) el 24 de abril de 1877 y a él se le deben numerosos trabajos en el campo de la psiquiatría y la criminología- fue un importante referente intelectual de su tiempo en los campos de la filosofía y la psicología y un gran divulgador de los más grandes pensadores argentinos.

Estudió Medicina, carrera en la cual tuvo como maestro a José María Ramos Mejía.

A la hora de especializarse Ingenieros eligió la psiquiatría y la criminología y se centró fundamentalmente en el estudio de las patologías mentales.

Su tesis, La simulación de la Locura -premiada por la Academia de Medicina de París y ganadora de la Medalla de Oro de la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires- fue su carta de presentación como científico descollante.

Enseguida obtuvo un importante puesto en la Cátedra de Neurología de Ramos Mejía y también pasó a desempeñarse en el Servicio de Observación de Alienados de la Policía de la Capital.
Tenía entonces 23 años y ya era un destacado psiquiatra, sociólogo y criminalista.
Sus trabajos en el ámbito de la psicología -disciplina de la que fue un gran impulsor- comenzaron en 1904, cuando ganó por concurso la suplencia de la Cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de Filosofía y Letras.
En 1908 fundó la Sociedad de Psicología y dio término a su obra Principios de Psicología que sería el primer sistema completo de enseñanza de esa materia en el país.
Ingenieros tuvo una gran oportunidad de llevar a la práctica sus saberes científicos cuando se hizo cargo del Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires.
En ese mismo momento ya se había disparado su faceta sociológica, que tendría un hito en 1913 con la publicación de La sociología argentina y que culminaría cuando, terminando ya la década del 10, vieron la luz los dos tomos de La evolución de las ideas argentinas.
Ciento cuarenta y cuatro obras escritas por los más grandes pensadores argentinos formaron la colección La cultura argentina, esta serie fue editada por Ingenieros, que más o menos al mismo tiempo fundó la Revista de Filosofía, un periódico bimestral guía del pensamiento argentino de la época durante diez años.
Además de su obra clínica y sociológica, Ingenieros fue el responsable de la expresión filosófica más sistemática e importante de toda Latinoamérica, sosteniendo una posición que adhería al positivismo de principios de siglo.
Siendo aun muy joven se alejó de la vida universitaria.
Cuando José Ingenieros murió, en 1925, era uno de los intelectuales de mayor peso en la cultura argentina y latinoamericana.
Murió en Buenos Aires el 31 de octubre de 1925 , a los 48 años,luego de una vida intensa y prolífica.
Obra
José Ingenieros fue un representante destacado del pensamiento positivista, sobre todo en sus primeros años.
También fue uno de los fundadores del socialismo en Argentina, aunque no participó orgánicamente en la actividad partidaria.
A partir de la década del '10 comenzó a profundizar una línea de pensamiento más relacionada con los aspectos morales y políticos, aspectos ambos que Ingenieros veía íntimamente relacionados, inspirando a la juventud latinoamericana que realizó la Reforma Universitaria desde 1918 y lo nombró Maestro de la Juventud de América Latina.
A partir de 1920 se implicó en política, adoptando una postura de izquierdas que derivó en una militancia anarquista.
Sus desarrollos sobre la identidad latinoamericana y el antiimperialismo tuvieron gran influencia sobre varias generaciones del continente.

Publicaciones
Primer período
La psicopatología en el arte, Buenos Aires, 1902
La simulación en la lucha por la vida, Buenos Aires, 1902
Simulación de la locura, Buenos Aires, 1903
Histeria y sugestión, Buenos Aires, 1904
Patología del lenguaje musical, París, 1906
Crónicas de viaje, Buenos Aires, 1906
La locura en la Argentina, Buenos Aires, 1907
Segundo período
Principios de psicología, Buenos Aires, 1911
El hombre mediocre (libro), Madrid, 1913
Hacia una moral sin dogmas, Buenos Aires, 1917
Ciencia y filosofía, Madrid, 1917
Sociología Argentina, Buenos Aires, 1918
Proposiciones relativas al porvenir de la filosofía, Buenos Aires, 1918
Evolución de las ideas Argentinas, Buenos Aires, 1918
Las Doctrinas de Ameghino, Buenos Aires, 1919
Los tiempos nuevos, Buenos Aires, 1921
Emilio Boutroux y la filosofía francesa, Buenos Aires, 1922
La cultura filosófica en España, Buenos Aires, 1922
Las fuerzas morales, obra póstuma
Tratado del amor, obra póstuma
Artículos
El contenido filosófico de la cultura argentina, Revista de Filosofía, Buenos Aires, enero de 1915.
El elogio de la risa, Chinón, 1905.

Primavera Sagrada-Reine María Rilke

Primavera Sagrada
Reine María Rilke

¡Nuestro Señor recibe extraños huéspedes!

Tal era la exclamación favorita del estudiante Vicente Víctor Karsky, y la profería en toda ocasión, oportuna o no, con cierto aire de superioridad, que provenía quizá de que se encontraba a sí mismo en el número de esos "extraños huéspedes".

Desde hacía largo tiempo sus compañeros le tenían, en efecto, por un original.

Lo estimaban por su cordialidad, bien que ella frisara a menudo en el sentimentalismo, compartían su humor alegre, y lo dejaban sólo cuando estaba triste.

Por lo demás, soportaban y perdonaban gustosamente su "superioridad".
Esta superioridad de Vicente Víctor Karsky consistía en que hallaba para todas sus empresas logradas o abandonadas, denominaciones soberbias.

Y sin vanagloria, con la seguridad de hombre maduro, agregaba sus actos uno al otro, como se construye un muro de piedra sin defecto, capaz de desafiar los siglos.

Después de una buena comida, hablaba gustosamente de literatura, sin pronunciar jamás una palabra de blasfemia o de crítica, pero limitándose, por el contrario, a honrar con una adhesión más o menos íntima, las obras que aceptaba.
Profería así sanciones definitivas.
En cuanto a los libros que le parecían malos, no tenía costumbre de leerlos hasta el fin, y sencillamente no hablaba de ellos, aunque gozaran del favor general.

Por otra parte, no afectaba ninguna reserva hacia sus amigos, relataba con una amable franqueza todo lo que le acontecía, hasta los hechos más íntimos, y aguantaba buenamente que lo interrogaran sobre sus tentativas de "elevar hasta él" a pequeños proletarios.

Era, en efecto un rumor que corría acerca de Vicente Víctor Karsky.
Sus ojos azules profundos y su voz acariciadora debían contribuir a sus éxitos.

Parecía, en todo caso, decidido a aumentar sin cesar el número de aquéllos, y convertía con un celo de fundador de religión, innumerables muchachitas a su teoría de la felicidad.

Ocurría, ciertas noches, que uno de sus camaradas lo encontrase, en el ejercicio de su sacerdocio, conduciendo ligeramente por el brazo una compañera morena o rubia.
De ordinario, la pequeña reía con todo el rostro, en tanto Karsky hacía un gesto de los más serios, que parecía significar: "¡Infatigable al servicio de la humanidad!"

Pero cuando se contaba que tal o cual miembro de la gentil pandilla era "atrapado" y se veía constreñido a casarse, nuestro profesor ambulante y aureolado de éxito encogía sus anchos hombros eslavos y dejaba caer con desdén: "¡Sí, sí-Nuestro Señor tiene extraños huéspedes!"-.

Pero lo más extraño, en Vicente Victor Karsky, es que había algo en su vida de que ninguno de sus amigos más íntimos sabía nada.

Se lo callaba a sí mismo; porque no había hallado nombre para eso; y sin embargo, pensaba en ello, en estío, cuando iba a la puesta del sol, solitario, por un camino blanco; o en invierno, cuando el viento giraba en la chimenea de su piecita, y densos montones de copos de nieve asaltaban sus ventanas, remendadas con papel pegado; o también en la pequeña sala crepuscular del albergue, en el seno del círculo de amigos.

Entonces su vaso permanecía intacto.
Contemplaba fijamente delante suyo, como deslumbrado, o como se mira un fuego lejano, y sus manos blancas se juntaban involuntariamente.
Se hubiera dicho que le había llegado alguna plegaria, por azar, así como llegan la risa o el bostezo.
***
Cuando la primavera hace su entrada en una pequeña ciudad, ¡qué fiesta se organiza! Semejantes a los brotes en su reprimida premura, los niños de cabezas de oro se empujan afuera de las habitaciones de aire pesado, y se van remolineando por la campiña, como llevados por el alocado viento tibio que tironea sus cabellos y sus delantales y arroja sobre ellos las primeras florescencias de los cerezos.

Gozosos como si volvieran a encontrar, después de una larga enfermedad, un viejo juguete del cual hubieran estado mucho tiempo privados, reconocen todas las cosas, saludan a cada árbol, a cada breña, y se hacen contar por los arroyos jubilosos lo acaecido durante todo ese tiempo.

Qué enajenamiento correr a través de la primera pradera verde, que cosquillea tímida y tiernamente los pequeños pies desnudos, brincar en persecución de las primeras mariposas que huyen en grandes zig-zags enloquecidos por encima de las magras breñas de saúco y se pierden en el infinito azul pálido.

Doquiera la vida se agita.
Bajo el sobradillo, sobre los hilos telegráficos que rojean, y hasta sobre el campanario, muy cerca de la vieja campana gruñona, las golondrinas realizan sus citas.
Los niños miran con sus grandes ojos asombrados los pájaros migradores que vuelven a hallar su amado viejo nido; y el padre retira de los rosales sus mantos de paja, y la madre, de pequeñas impaciencias, sus calientes franelas.

Los viejos también trasponen su umbral con paso temeroso, se frotan las manos arrugadas, parpadean en la luz chorreante.
Se llaman el uno al otro: "¡pequeño viejo!", y no quieren dejar de ver que están conmovidos y dichosos.
Pero sus ojos los traicionan, y ambos agradecen en su corazón: ¡todavía una primavera !
***
En un día semejante, pasearse sin una flor en la mano es un pecado, pensaba el estudiante Karsky.
Por eso blandía una rama perfumada, como si le hubieran encargado hacer propaganda a la primavera.

Con paso liviano y rápido, como para huir lo más pronto del aire frío del ancho pórtico obscuro, iba a lo largo de la vieja calle gris de casas con tejado, saludando al posadero sonriente y obeso que se hacía el importante delante de la ancha entrada de su establecimiento, y a los niños que, sobre el mediodía, se lanzaban fuera de la estrecha sala de la escuela.
 Iban primero juiciosamente, de a dos, pero a veinte pasos de la salida el enjambre reventaba en innúmeras parcelas, y el estudiante pensaba en esos cohetes que, muy alto en el cielo, se resuelven en estrellas y en bolas de luces.

Con una sonrisa en los labios y un canto en el alma, se apresuraba hacia ese barrio exterior de la pequeña ciudad donde se avecinaban casas de apariencia campesina y confortable, y villas nuevas rodeadas de jardincillos.

Delante de una de las últimas casas admiró una olmeda sobre cuyos ramajes corría ya un estremecimiento de verdor, como un presentimiento del esplendor próximo.
Dos cerezos florecidos hacían de la entrada un arco de triunfo, en honor de la primavera, y las flores rosa pálido inscribían allí una luminosa bienvenida.

De pronto Karsky se detuvo, como herido de estupor: en medio de la floración, veía dos ojos azules profundos, que soñaban, perdidos en la lejanía, con una beatitud tranquila y voluptuosa.
Al principio sólo advirtió esos dos ojos, y fue como si el cielo mismo lo mirara a través de los arboles en flor.

Se acercó, maravillado.
 Una pálida muchacha rubia estaba acurrucada en un sillón; sus blancas manos que parecían asir algo invisible se levantaban claras y transparentes por encima de una manta de verde obscuro, que envolvía sus rodillas y sus pies.

Sus labios eran de un rojo tierno de flor apenas despuntada, y una leve sonrisa los asoleaba.
Así sonríe el niño dormido, la noche de Navidad, con su nuevo juguete apretado entre los brazos.
El rostro pálido y transfigurado era tan bello que el estudiante recordó de pronto viejos cuentos en los cuales desde hacía mucho, mucho tiempo. no había pensado más.

Y se detuvo, involuntariamente, como se hubiera detenido ante una madona al borde del camino, invadido por ese sentimiento de gran reconocimiento solar y de íntima fidelidad que sumerge a veces a aquél que ha olvidado la plegaria.

Entonces su mirada encontró la de la muchacha. Se contemplaron, los ojos en los ojos, con una comprensión dichosa.

Y con un gesto semi-inconsciente, el estudiante arrojó por encima de la cerca la joven rama florida que tenía en la mano, y que vino a posarse con un dulce estremecimiento en el regazo de la pálida niña.
 Las blancas y delgadas manos asieron con tierna prisa la flecha fragante, y Karsky recibió el luminoso agredicimiento de los ojos mágicos, no sin una medrosa voluptuosidad. Luego se fue a través de los campos.

Solamente volvió a encontrarse en espacio libre, bajo el alto cielo solemne y silencioso, advirtió que cantaba. Era una canción antigua, feliz.
***
A menudo he deseado-pensaba el estudiante Vicente Víctor Karsky-haber estado enfermo durante todo un largo invierno, y regresar lentamente, poco a poco, a la vida, con la primavera.

Estar sentado ante mi puerta, llenos de asombro los ojos, conmovido por un agradecimiento infantil hacia el sol y la existencia.
Y todo el mundo, entonces, se muestra muy gentil y amistoso, la madre viene a cada momento para besar la frente del convaleciente, y sus hermanas juegan alrededor de él y cantan hasta el crepúsculo.

 Pensaba en esas cosas porque la imagen de la rubia y enfermiza Elena volvía sin cesar a su recuerdo, tendida bajo los pesados cerezos en flor y soñando extraños sueños.
A menudo abandonaba bruscamente su trabajo y corría hacia la silenciosa y pálida muchacha.
Dos seres que viven la misma dicha se encuentran rápidamente.
La joven enferma y Víctor se embriagaban de aire fresco y perfumes primaverales, y sus almas resonaban con igual júbilo.

Él se sentaba al lado de la rubia niña y le relataba mil historias, con su voz suave y acariciadora.
Lo que decía entonces le parecía extraño y nuevo, y espiaba con arrobado asombro sus propias palabras puras y perfectas, como una revelación.

Debía ser algo verdaderamente grande lo que anunciaba; porque la madre de Elena misma,-mujer de cabellos blancos y que debió oír muchas cosas en el mundo-lo escuchaba con frecuencia, discreta y pensativa, y había dicho cierta vez con una sonrisa imperceptible: "Deberíais ser poeta, señor Karsky".

Sin embargo, los compañeros meneaban la cabeza con aire cuidoso. Vicente Víctor Karsky sólo rara vez iba a su círculo; y cuando iba, callaba, no escuchaba sus chanzas ni sus preguntas, y se contentaba con sonreír misteriosamente, al resplandor de la lámpara, como si espiara un canto lejano y amado.

No hablaba ni aún de literatura, no leía nada ya, y cuando se intentaba malhadadamente arrancarlo a su ensoñación, rezongaba con brusquedad: "¡Os lo ruego! ¡El Señor tiene verdaderamente huéspedes extraños!"
Todos los estudiantes estaban de acuerdo para estimar que el buen Karsky pertenecía ahora a la especie más extraña de esos "huéspedes".

Ya no hacía sentir ni su virtuosa superioridad, y privaba a las muchachas de su humanitaria enseñanza.
Era para todos un enigma. Cuando, de noche, se lo encontraba
por las calles, estaba solo, no miraba a derecha ni a izquierda, y parecía preocupado por disminuir el resplandor extrañamente dichoso de sus ojos, e ir a ocultarlo con la mayor prisa a su pequeña habitación solitaria, lejos del mundo.
***
-¡Qué hermoso nombre llevas, Elena!-susurraba Karsky, con voz circunspecta, como si confiara un misterio a la muchacha.
Elena sonreía:
-Mi tío me lo reprocha siempre. Piensa que sólo princesas o reinas debieran llamarse así.
-¡Pero tú también eres una reina! ¿No ves que llevas una corona de oro puro? Tus manos son como lirios, y creo que Dios debió decidirse a romper un poco de su cielo para hacer tus ojos.
-¡Sentimental!-decía la muchacha, con una mirada agradecida.
-¡Así es como quisiera poder pintarte!-suspiraba el estudiante.
Luego callaban.
Sus manos se juntaban involuntariamente, y tenían la sensación de que una forma descendía sobre ellos, llegada desde el jardín atento, dios o hada.
Una espera dichosa colmaba sus almas. Sus ávidas miradas se encontraban como dos mariposas enamoradas, y se abrazaban.
Luego Karsky hablaba, y su voz era semejante al rumor lejano de los álamos:
-Todo esto es como un ensueño. Tú me has encantado. Con esa rama florida, yo mismo me he dado a ti.
Todo está cambiado. Hay tanta luz en mí. Ya no sé lo que era antes. No siento más ningún dolor, ninguna inquietud, no, ni aún un deseo en mí.
Así imagino siempre la beatitud, lo que está más allá de la tumba...
-¿Tienes miedo de morir?
-¿De morir? ¡Sí! Pero no a la muerte.
Elena llevó dulcemente su mano pálida a su frente. La sintió muy fría.
-Ven, entremos,-aconsejó él con ternura.
-No siento mucho frío, y la primavera es tan bella.
Elena pronunció estas palabras con una íntima nostalgia. Su voz tenía la resonancia de un canto.
***
Los cerezos ya no estaban en flor, y Elena se encontraba sentada un poco más lejos, en la sombra más densa y más fresca de la alameda.
Vicente Víctor Karsky había ido a despedirse.
Iba a pasar las vacaciones de estío al borde de un lago lejano, en el Salzkammergut, junto a sus viejos padres.
Hablaban como siempre de cosas diversas, de ensueños y de recuerdos.
Pero no pensaban en el porvenir.
El rostro menudo de Elena estaba más pálido que de costumbre, sus ojos eran más grandes y más profundos, y sus manos temblaban a veces, débilmente, bajo la manta verde obscuro.
Y cuando el estudiante se levantó y tomó esas dos manos entre las suyas, con precaución, como se toma un objeto frágil, Elena murmuró:
-¡ Bésame !

El joven se inclinó y rozó con sus labios fríos y sin deseo la frente y la boca de la enferma. Como una bendición, bebió el cálido perfume de esa casta
boca, y en ese instante le volvió un recuerdo de su lejana infancia: su madre levantándolo hacia una madona milagrosa.

Se fue entonces, fortificado, sin dolor, por la olmeda crepuscular.
Se dio vuelta una vez aún, hizo una señal a la niña que lo contemplaba con una sonrisa lasa; luego le arrojó una tierna rosa por encima de la cerca.
Elena tendió la mano para asirla, con una pasión dichosa.
Pero la flor roja cayó a sus pies.
La joven enferma se inclinó con esfuerzo, tomó la rosa entre sus manos unidas y apretón sus labios sobre sus tiernos pétalos sedos.
Karsky no había visto nada.
Con las manos juntas, marchaba entre el resplandor del estío.
Cuando estuvo en su habitación silenciosa, se echó en su viejo sillón y contempló, afuera, el sol.
 Las moscas bordoneaban detrás de las cortinas de tul, una tierna yema había brotado en el alféizar de la ventana.
Y de súbito sobrevino en el espíritu del estudiante la idea de que ella no le había dicho hasta luego.
***
Quemado por el sol, Vicente Víctor Karsky había regresado de sus vacaciones.
 Marchaba con paso maquinal por las calles de viejas casas de tejado, sin ver los frontispicios que la luz otoñal volvía violáceos.
Era la primera vez que tomaba ese camino desde su retorno, y sin embargo se hubiera dicho que era su trayecto cotidiano.
Traspuso la alta verja del apacible cementerio y, aún allí, prosiguió su camino entre los montículos de tierra y las bóvedas como si estuviera seguro de su propósito.

Se detuvo delante de una tumba cubierta de césped, y leyó sobre la sencilla cruz: Elena. Había sentido que allí era adonde debía ir para encontrarla nuevamente.
Una sonrisa de dolor tembló en la comisura de sus labios.
Repentinamente, pensó:-¡Qué avara ha sido su madre!

Sobre la tumba de la muchacha, entre marchitas rosas, no había más que una corona de alambre y de flores de mal gusto.
 El estudiante fue a buscar algunas rosas, se arrodilló, y recubrió el mezquino alambre con frescos pétalos, hasta que no se vio ya el metal.

Luego, se fue, con el corazón claro como ese anochecer rojo de precoz otoño, solemnemente expandido sobre los techos.
Una hora más tarde, Karski estaba sentado a la mesa del círculo.

Sus viejos compañeros se apretaban alrededor de él, y para responder a su bullanguero deseo, relató su viaje de estío.
Hablando de sus correrías por los Alpes, volvía a encontrar su antigua superioridad.
Bebían sus palabras.
-Dinos, pues, -expresó uno de los amigos- ¿qué tenías antes de las vacaciones? Estabas... cómo decirlo... Vamos, anda, ¡sácanos de esto!
Vicente Víctor Karsky replicó, con una sonrisa distraída:
-¡Ah! ¡Nuestro Señor! . ..
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lunes, 18 de julio de 2011

Peter Pan Capítulos selectos-J.M. Barrie

Peter Pan.
Capítulos selectos
J.M. Barrie

 A raíz del post "El síndrome de Peter Pan, cuando los adultos no quieren crecer" del blog wonalixia@, tuve la idea de publicar en ésta página, el cuento original, que dió origen a la teoría.Elegí 3 capítulos en los cuales, se vieran las características de los personajes, para así interpretar correctamente el significado.Espero que lo disfruten.


Índice
Aparece Peter
La sombra
¡Vámonos, vámonos!
El vuelo
La isla hecha realidad
La casita
La casa subterránea
La laguna de las sirenas
El ave de Nunca Jamás
El hogar feliz
El cuento de Wendy
El rapto de los niños
¿Creéis en las hadas?
El barco pirata
«Esta vez o Garfio o yo»
El regreso a casa
Cuando Wendy creció

                         1.Aparece Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Su­pongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó:
-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!
No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora en­cantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conseguir, aunque allí estaba, bien visible en la comi­sura derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban ena­morados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiempo renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo respetaba. Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo enten­día y comentaba a menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cualquier mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desaparecer coliflores enteras y en su lu­gar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuan­do debería haber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.
Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas tras la llegada de Wendy estu­vieron dudando si se la podrían quedar, pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y calculando gas­tos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confun­día haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar desde el principio.
-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques... ¿quién está moviéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete... no hables, mi amor... y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta... calla, niña... coma y me llevo, niña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?
-Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.
-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadora­mente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines... no hables... sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis pe­niques... no muevas el dedo... tos ferina, pongamos que quince chelines...
Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total dis­tinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas re­ducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sa­rampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al jardín de Infan­cia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.
A la señora Darling le encantaba tener todo como es de­bido y el señor Darling estaba obsesionado por ser exacta­mente igual que sus vecinos, de forma que, como es lógico, tenían una niñera. Como eran pobres, debido a la cantidad de leche que bebían los niños, su niñera era una remilgada perra de Terranova, llamada Nana, que no había pertene­cido a nadie en concreto hasta que los Darling la contrata­ron. Sin embargo, los niños siempre le habían parecido im­portantes y los Darling la conocieron en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo li­bre asomando el hocico al interior de los cochecitos de los bebés y era muy odiada por las niñeras descuidadas, a las que seguía hasta sus casas y luego se quejaba de ellas ante sus señoras. Demostró ser una joya de niñera. Qué meticu­losa era a la hora del baño, lo mismo que en cualquier mo­mento de la noche si uno de sus tutelados hacía el menor ruido. Por supuesto, su perrera estaba en el cuarto de los ni­ños. Tenía una habilidad especial para saber cuándo no se debe ser indulgente con una tos y cuándo lo que hace falta es abrigar la garganta con un calcetín. Hasta el fin de sus días tuvo fe en remedios anticuados como el ruibarbo y soltaba gruñidos de desprecio ante toda esa charla tan de moda sobre los gérmenes y cosas así. Era una lección de decoro verla cuando escoltaba a los niños hasta la escuela, caminando con tranquilidad a su lado si se portaban bien y obligándolos a ponerse en fila otra vez si se dispersaban. En la época en que John comenzó a ir al colegio jamás se olvidó de su jersey y normalmente llevaba un paraguas en la boca por si llovía. En la escuela de la señorita Fulsom hay una ha­bitación en el bajo donde esperan las niñeras. Ellas se sen­taban en los bancos, mientras que Nana se echaba en el sue­lo, pero ésa era la única diferencia. Ellas hacían como si no la vieran, pues pensaban que pertenecía a una clase social inferior a la suya y ella despreciaba su charla superficial. Le molestaba que las amistades de la señora Darling visitaran el cuarto de los niños, pero si llegaban, primero le quitaba rápidamente a Michael el delantal y le ponía el de bordados azules, le arreglaba a Wendy la ropa y le alisaba el pelo a John.
Ninguna guardería podría haber funcionado con mayor corrección y el señor Darling lo sabía, pero a veces se pre­guntaba inquieto si los vecinos hacían comentarios.
Tenía que tener en cuenta su posición social.
Nana también le causaba otro tipo de preocupación. A ve­ces tenía la sensación de que ella no lo admiraba.
-Sé que te admira horrores, George -le aseguraba la seño­ra Darling y luego les hacía señas a los niños para que fueran especialmente cariñosos con su padre. Entonces se organi­zaban unos alegres bailes, en los que a veces se permitía que participara Liza, la única otra sirvienta. Parecía una pizca con su larga falda y la cofia de doncella, aunque, cuando la contrataron, había jurado que ya no volvería a cumplir los diez años. ¡Qué alegres eran aquellos juegos! Y la más alegre de todos era la señora Darling, que brincaba con tanta ani­mación que lo único que se veía de ella era el beso y si en ese momento uno se hubiera lanzado sobre ella podría haberlo conseguido. Nunca hubo familia más sencilla y feliz hasta que llegó Peter Pan.
La señora Darling supo por primera vez de Peter cuando estaba ordenando la imaginación de sus hijos. Cada noche, toda buena madre tiene por costumbre, después de que sus niños se hayan dormido, rebuscar en la imaginación de és­tos y ordenar las cosas para la mañana siguiente, volviendo a meter en sus lugares correspondientes las numerosas cosas que se han salido durante el día. Si pudierais quedaros des­piertos (pero claro que no podéis) veríais cómo vuestra pro­pia madre hace esto y os resultaría muy interesante obser­varla. Es muy parecido a poner en orden unos cajones. Supongo que la veríais de rodillas, repasando divertida al­gunos de vuestros contenidos, preguntándose de dónde habíais sacado tal cosa, descubriendo cosas tiernas y no tan tiernas, acariciando esto con la mejilla como si fuera tan suave como un gatito y apartando rápidamente esto otro de su vista. Cuando os despertáis por la mañana, las travesuras y los enfados con que os fuisteis a la cama han quedado re­cogidos y colocados en el fondo de vuestra mente y encima, bien aireados, están extendidos vuestros pensamientos más bonitos, preparados para que os los pongáis.
No sé si habéis visto alguna vez un mapa de la mente de una persona. A veces los médicos trazan mapas de otras par­tes vuestras y vuestro propio mapa puede resultar interesan­tísimo, pero a ver si alguna vez los pilláis trazando el mapa de la mente de un niño, que no sólo es confusa, sino que no para de dar vueltas. Tiene líneas en zigzag como las oscila­ciones de la temperatura en un gráfico cuando tenéis fiebre y que probablemente son los caminos de la isla, pues el País de Nunca Jamás es siempre una isla, más o menos, con asom­brosas pinceladas de color aquí y allá, con arrecifes de coral y embarcaciones de aspecto veloz en alta mar, con salvajes y guaridas solitarias y gnomos que en su mayoría son sastres, cavernas por las que corre un río, príncipes con seis herma­nos mayores, una choza que se descompone rápidamente y una señora muy bajita y anciana con la nariz ganchuda. Si eso fuera todo sería un mapa sencillo, pero también está el primer día de escuela, la religión, los padres, el estanque re­dondo, la costura, asesinatos, ejecuciones, verbos que rigen dativo, el día de comer pastel de chocolate, ponerse tirantes, dime la tabla del nueve, tres peniques por arrancarse un diente uno mismo y muchas cosas más que son parte de la isla o, si no, constituyen otro mapa que se transparenta a tra­vés del primero y todo ello es bastante confuso, sobre todo porque nada se está quieto.
Como es lógico, los Países del Nunca jamás son muy dis­tintos. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamen­cos que volaban por encima y que John cazaba con una esco­peta, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas que volaban por encima. John vivía en una barca encallada del revés en la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas muy bien cosidas. John no tenía amigos, Michael tenía amigos por la noche, Wendy tenía un lobito abandonado por sus padres; pero en general los Países de Nunca Jamás tienen un parecido de fa­milia y si se colocaran inmóviles en fila uno tras otro se po­dría decir que las narices son idénticas, etcétera. A estas má­gicas tierras arriban siempre los niños con sus barquillas cuando juegan. También nosotros hemos estado allí: aún podemos oír el ruido del oleaje, aunque ya no desembarca­remos jamás.
De todas las islas maravillosas la de Nunca jamás es la más acogedora y la más comprimida: no se trata de un lugar grande y desparramado, con incómodas distancias entre una aventura y la siguiente, sino que todo está agradable­mente amontonado. Cuando se juega en ella durante el día con las sillas y el mantel, no da ningún miedo, pero en los dos minutos antes de quedarse uno dormido se hace casi realidad. Por eso se ponen luces en las mesillas.
A veces, en el transcurso de sus viajes por las mentes de sus hijos, la señora Darling encontraba cosas que no conseguía entender y de éstas la más desconcertante era la palabra Pe­ter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en las mentes de John y Michael aparecía aquí y allá, mientras que la de Wendy empezaba a estar invadida por todas partes de él. El nombre destacaba en letras mayores que las de cualquier otra palabra y mientras la señora Darling lo contemplaba le daba la impresión de que tenía un aire curiosamente descarado.
-Sí, es bastante descarado -admitió Wendy a regañadien­tes. Su madre le había estado preguntando.
-¿Pero quién es, mi vida?
-Es Peter Pan, mamá, ¿no lo sabes?
Al principio la señora Darling no lo sabía, pero después de hacer memoria y recordar su infancia se acordó de un tal Peter Pan que se decía que vivía con las hadas. Se contaban historias extrañas sobre él, como que cuando los niños mo­rían él los acompañaba parte del camino para que no tuvieran miedo. En aquel entonces ella creía en él, pero ahora que era una mujer casada y llena de sentido común dudaba se­riamente que tal persona existiera.
-Además -le dijo a Wendy-, ahora ya sería mayor.
-Oh no, no ha crecido -le aseguró Wendy muy convenci­da-, es de mi tamaño.
Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente; no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
La señora Darling pidió consejo al señor Darling, pero éste sonrió sin darle importancia.
-Fíjate en lo que te digo -dijo-, es una tontería que Nana les ha metido en la cabeza; es justo el tipo de cosa que se le ocu­rriría a un perro. Olvídate de ello y ya verás cómo se pasa.
Pero no se pasaba y no tardó el molesto niño en darle un buen susto a la señora Darling.
Los niños corren las aventuras más raras sin inmutarse. Por ejemplo, puede que se acuerden de comentar, una sema­na después de que haya ocurrido la cosa, que cuando estu­vieron en el bosque se encontraron con su difunto padre y jugaron con él. De esta forma tan despreocupada fue como una mañana Wendy reveló un hecho inquietante. Aparecie­ron unas cuantas hojas de árbol en el suelo del cuarto de los niños, hojas que ciertamente no habían estado allí cuando los niños se fueron a la cama y la señora Darling se estaba preguntando de dónde habrían salido cuando Wendy dijo con una sonrisa indulgente:
-¡Seguro que ha sido ese Peter otra vez!
-¿Qué quieres decir, Wendy?
-Está muy mal que no barra -dijo Wendy, suspirando. Era una niña muy pulcra.
Explicó con mucha claridad que le parecía que a veces Pe­ter se metía en el cuarto de los niños por la noche y se senta­ba a los pies de su cama y tocaba la flauta para ella. Por des­gracia nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
-Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie puede entrar en la casa sin llamar.
-Creo que entra por la ventana -dijo ella.
-Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.
-¿No estaban las hojas al pie de la ventana, mamá?
Era cierto, las hojas habían aparecido muy cerca de la ven­tana.
La señora Darling no sabía qué pensar, pues a Wendy todo aquello le parecía tan normal que no se podía desechar diciendo que lo había soñado.
-Hija mía -exclamó la madre-, ¿por qué no me has con­tado esto antes?
-Se me olvidó -dijo Wendy sin darle importancia. Tenía prisa por desayunar.
Bueno, seguro que lo había soñado.
Pero, por otra parte, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó atentamente: eran hojas secas, pero estaba segura de que no eran de ningún árbol propio de Inglaterra. Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de una vela en busca de huellas de algún pie extraño. Metió el atizador por la chime­nea y golpeó las paredes. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la acera y era una caída en picado de treinta pies, sin ni siquiera un canalón al que agarrarse para trepar.
Desde luego, Wendy lo había soñado.
Pero Wendy no lo había soñado, según se demostró a la noche siguiente, la noche en que se puede decir que empeza­ron las extraordinarias aventuras de estos niños.
La noche de la que hablamos todos los niños se encontra­ban una vez más acostados. Daba la casualidad de que era la tarde libre de Nana y la señora Darling los bañó y cantó para ellos hasta que uno por uno le fueron soltando la mano y se deslizaron en el país de los sueños.
Tenían todos un aire tan seguro y apacible que se sonrió por sus temores y se sentó tranquilamente a coser junto al fuego.
Era una prenda para Michael, que en el día de su cum­pleaños iba a empezar a usar camisas. Sin embargo, el fue­go daba calor y el cuarto de los niños estaba apenas ilumi­nado por tres lamparillas de noche y al poco rato la labor quedó en el regazo de la señora Darling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con gran delicadeza. Estaba dormida. Mi­radlos a los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí y la se­ñora Darling junto al fuego. Debería haber habido una cuarta lamparilla.
Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nun­ca jamás estaba demasiado cerca y que un extraño chiquillo había conseguido salir de él. No le daba miedo, pues tenía la impresión de haberlo visto ya en las caras de muchas muje­res que no tienen hijos. Quizás también se encuentre en las caras de algunas madres. Pero en su sueño había rasgado el velo que oscurece el País de Nunca Jamás y vio que Wendy, John y Michael atisbaban por el hueco.
El sueño de por sí no habría tenido importancia alguna, pero mientras soñaba, la ventana del cuarto de los niños se abrió de golpe y un chiquillo se posó en el suelo. Iba acom­pañado de una curiosa luz, no más grande que un puño, que revoloteaba por la habitación como un ser vivo y creo que debió de ser esta luz lo que despertó a la señora Darling.
Se sobresaltó soltando un grito y vio al chiquillo y de algu­na manera supo al instante que se trataba de Peter Pan. Si vo­sotros o Wendy o yo hubiéramos estado allí nos habríamos dado cuenta de que se parecía mucho al beso de la señora Darling. Era un niño encantador, vestido con hojas secas y los jugos que segregan los árboles, pero la cosa más deliciosa que tenía era que conservaba todos sus dientes de leche. Cuando se dio cuenta de que era una adulta, rechinó las pe­queñas perlas mostrándolas.


13. ¿Creéis en las hadas?






Cuanto antes nos libremos de este espanto, mejor. El pri­mero en salir de su árbol fue Rizos. Surgió de él y cayó en brazos de Cecco, que se lo lanzó a Smee, que se lo lanzó a Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes, que se lo lanzó a Noodler y así fue pasando de uno a otro hasta caer a los pies del pirata negro. Todos los chicos fueron arrancados de sus árboles de esta forma brutal y varios de ellos volaban por los aires al mismo tiempo, como paquetes lanzados de mano en mano.

A Wendy, que salió la última, se le dispensó un trato dis­tinto. Con irónica cortesía Garfio se descubrió ante ella y, ofreciéndole el brazo, la escoltó hasta el lugar donde los de­más estaban siendo amordazados. Lo hizo con tal donaire, resultaba tan enormemente distingué, que se quedó dema­siado fascinada para gritar. Al fin y al cabo, no era más que una niña.

Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Gar­fio la dejó extasiada y sólo la delatamos porque su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse soltado altivamen­te (y nos habría encantado escribir esto sobre ella), habría sido lanzada por los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría estado presente mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente mientras se los ataba no habría descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese secreto no podría haber realizado al poco tiempo su sucio atentado contra la vida de Peter.

Fueron atados para evitar que escaparan volando, dobla­dos con las rodillas pegadas a las orejas y para asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en nueve trozos igua­les. Todo fue bien hasta que llegó el turno de Presuntuoso, momento en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan todo el cordel al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los piratas le pega­ron patadas enfurecidos, como uno pega patadas al paquete (aunque para ser justos habría que pegárselas al cordel) y por raro que parezca fue Garfio quien les dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una maliciosa son­risa de triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar por­que cada vez que trataban de apretar al desdichado mucha­cho en un lado sobresalía en otro, la mente genial de Garfio había penetrado por debajo de la superficie de Presuntuoso, buscando no efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las había encontrado. Presuntuoso, blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su secreto, que era el siguien­te: ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que un hombre normal se quedaría atascado. Pobre Presuntuoso, ahora el más desdichado de todos los niños, pues estaba ate­rrorizado por Peter y lamentaba amargamente lo que había hecho. Terriblemente aficionado a beber agua cuando esta­ba acalorado, como consecuencia se había ido hinchando hasta alcanzar su actual gordura y en lugar de reducirse para adecuarse a su árbol, sin que los demás lo supieran había re­bajado su árbol para que se adecuara a él.

Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para conven­cerse de que por fin Peter estaba a su merced, pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que se formaban en las cavernas subterráneas de su mente cruzó sus labios; se limitó a indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.

¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo doblado realmen­te se los podría hacer rodar cuesta abajo como barriles, pero la mayor parte del camino discurría a través de un pantano. Una vez más la genialidad de Garfio superó las di­ficultades. Indicó que debía utilizarse la casita como medio de transporte. Echaron a los niños dentro, cuatro fornidos piratas la izaron sobre sus hombros y, entonando la odiosa canción pirata, la extraña procesión se puso en marcha a través del bosque. No sé si alguno de los niños estaba llo­rando, si era así, la canción ahogaba el sonido, pero mien­tras la casita desaparecía en el bosque, un valiente aunque pequeño chorro de humo brotó de su chimenea, como de­safiando a Garfio.

Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Aca­bó con cualquier vestigio de piedad por él que pudiera haber quedado en el pecho iracundo del pirata.

Lo primero que hizo al encontrarse a solas en la noche que se acercaba rápidamente fue llegarse de puntillas al árbol de Presuntuoso y asegurarse de que le proporcionaba un pasa­dizo. Luego se quedó largo rato meditando, con el sombrero de mal agüero en el césped, para que una brisa suave que se había levantado pudiera removerle refrescante los cabellos. Aunque negros eran sus pensamientos sus ojos azules eran dulces como la pervinca. Escuchó atentamente por si oía so­nido que proviniera de las profundidades, pero abajo todo estaba tan silencioso como arriba: la casa subterránea pare­cía ser una morada vacía más en el abismo. ¿Estaría dormido ese chico o estaba apostado al pie del árbol de Presuntuoso, con el puñal en la mano?

No había forma de saberlo, excepto bajando. Garfio dejó que su capa se deslizara suavemente hasta el suelo y luego, mordiéndose los labios hasta que una sangre obscena brotó de ellos, se metió en el árbol. Era un hombre valiente, pero por un momento tuvo que detenerse allí y enjugarse la fren­te, que le chorreaba como una vela. Luego se dejó caer en si­lencio hacia lo desconocido.

Llegó sin problemas al pie del pozo y se volvió a quedar inmóvil, recuperando el aliento, que casi lo había abandona­do. Al írsele acostumbrando los ojos a la luz difusa varios objetos de la casa de debajo de los árboles cobraron forma, pero el único en el que posó su ávida mirada, buscado du­rante tanto tiempo y hallado por fin, fue la gran cama. En ella yacía Peter profundamente dormido.

Ignorando la tragedia que se estaba desarrollando arriba, Peter, durante un rato después de que se fueran los niños, había seguido tocando la flauta alegremente: sin duda un in­tento bastante triste de demostrarse a sí mismo que no le im­portaba. Luego decidió no tomarse la medicina, para apenar a Wendy. Entonces se tumbó en la cama encima de la colcha, para contrariarla todavía más, porque siempre los había arropado con ella, ya que nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar la noche. Entonces casi se echó a llorar, pero se ima­ginó lo indignada que se pondría si en cambio se riera, así que soltó una carcajada altanera y se quedó dormido en me­dio de ella.

A veces, aunque no a menudo, tenía pesadillas y resulta­ban más dolorosas que las de otros chicos. Pasaban horas sin que pudiera apartarse de estos sueños, aunque lloraba lasti­meramente en el curso de ellos. Creo que tenían que ver con el misterio de su existencia. En tales ocasiones Wendy había tenido por costumbre sacarlo de la cama y ponérselo en el regazo, tranquilizándolo con mimos de su propia invención y cuando se calmaba lo volvía a meter en la cama antes de que se despertara del todo, para que no se enterara del ultra­je a que lo había sometido. Pero en esta ocasión cayó inme­diatamente en un sueño sin pesadillas. Un brazo le colgaba por el borde de la cama, tenía una pierna doblada y la parte incompleta de su carcajada se le había quedado abandonada en la boca, que estaba entreabierta, mostrando las pequeñas perlas.

Indefenso como estaba lo encontró Garfio. Se quedó en silencio al pie del árbol mirando a través de la estancia a su enemigo. ¿Se estremeció su sombrío pecho con algún senti­miento de compasión? Aquel hombre no era malo del todo: le encantaban las flores (según me han dicho) y la música delicada (él mismo no tocaba nada mal el clavicémbalo) y, admitámoslo con franqueza, el carácter idílico de la escena lo conmovió profundamente. De haber sido dominado por su parte mejor, habría vuelto a subir de mala gana por el ár­bol si no llega a ser por una cosa.

Lo que le detuvo fue el aspecto impertinente de Peter al dormir. La boca abierta, el brazo colgando, la rodilla dobla­da: eran tal personificación de la arrogancia que, en conjun­to, jamás volverá, esperamos, a presentarse otra igual ante sus ojos tan sensibles a su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón de Garfio. Si su rabia lo hubiera roto en cien peda­zos, cada uno de éstos habría hecho caso omiso del percance y se habría lanzado contra el durmiente.

Aunque la luz de la única lámpara iluminaba la cama dé­bilmente, el propio Garfio estaba en la oscuridad y nada más dar un paso furtivo hacia delante se topó con un obstáculo, la puerta del árbol de Presuntuoso. No cubría del todo la abertura y había estado observando por encima de ella. Al palpar en busca del cierre, descubrió con rabia que estaba muy abajo, fuera de su alcance. A su mente trastornada le dio la impresión entonces de que la molesta cualidad de la cara y la figura de Peter aumentaba visiblemente y sacudió la puerta y se tiró contra ella. ¿Acaso se le iba a escapar su enemigo después de todo?

Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del ojo había visto la medicina de Peter colocada en una repisa al alcance de la mano. Adivinó lo que era al instante y al momento supo que el durmiente estaba en su poder.

Para que no lo cogiera con vida, Garfio llevaba encima un terrible veneno, elaborado por él mismo a partir de todos los anillos mortíferos que habían llegado a sus manos. Los ha­bía cocido hasta convertirlos en un líquido amarillo desco­nocido para la ciencia y que probablemente era el veneno más virulento que existía.

Echó entonces cinco gotas del mismo en la copa de Peter. Le temblaba la mano, pero era por júbilo y no por vergüen­za. Mientras lo hacía evitaba mirar al durmiente, pero no por temor a que la pena lo acobardara, sino simplemente para no derramarlo. Luego le echó una larga y maliciosa mi­rada a su víctima y volviéndose, subió reptando con dificul­tad por el árbol. Al salir a la superficie parecía el mismísimo espíritu del mal surgiendo de su agujero. Colocándose el sombrero de lado de la forma más arrogante, se envolvió en la capa, sujetando un extremo por delante como para ocul­tarse de la noche, que estaba en su hora más oscura y, mas­cullando cosas raras para sus adentros se alejó sigiloso por entre los árboles.

Peter siguió durmiendo. La luz vaciló y se apagó, dejando la vivienda a oscuras, pero él siguió durmiendo. No debían de ser menos de las diez por el cocodrilo, cuando se sentó de golpe en la cama, sin saber qué lo había despertado. Eran unos golpecitos suaves y cautelosos en la puerta de su árbol.

Suaves y cautelosos, pero en aquel silencio resultaban si­niestros. Peter buscó a tientas su puñal hasta que su mano lo agarró. Entonces habló.

-¿Quién es?

Durante un buen rato no hubo respuesta; luego volvieron a oírse los golpes.

-¿Quién es?

No hubo respuesta.

Estaba sobre ascuas y le encantaba estar sobre ascuas. Con dos zancadas se plantó ante la puerta. A diferencia de la puerta de Presuntuoso ésta cubría la abertura, así que no podía ver lo que había al otro lado, como tampoco podía verlo a él quien estuviera llamando.

-No abriré si no hablas -gritó Peter.

Entonces por fin habló el visitante, con una preciosa voz como de campanas.

-Déjame entrar, Peter.

Era Campanilla y rápidamente le abrió la puerta. Entró volando muy agitada, con la cara sofocada y el vestido man­chado de barro.

-¿Qué ocurre?

-¿A que no lo adivinas? -exclamó y le ofreció tres oportu­nidades.

-¡Suéltalo! -gritó él; y con una sola frase incorrecta, tan larga como las cintas que se sacan los ilusionistas de la boca, le contó la captura de Wendy y los chicos.

El corazón de Peter latía con furia mientras escuchaba. Wendy prisionera y en el barco pirata, ¡ella, a quien tanto le gustaba que las cosas fueran como es debido!

-Yo la rescataré -exclamó, abalanzándose sobre sus ar­mas. Al abalanzarse se le ocurrió una cosa que podía hacer para agradarla. Podía tomarse la medicina.

Su mano se posó sobre la pócima mortal.

-¡No! -chilló Campanilla, que había oído a Garfio mascu­llando sobre lo que había hecho mientras corría por el bos­que.

-¿Por qué no?

-Está envenenada.

-¿Envenenada? ¿Y quién iba a envenenarla?

-Garfio.

-No seas tonta. ¿Cómo podría haber llegado Garfio hasta aquí?

¡Ay! Campanilla no tenía explicación para esto, porque ni siquiera ella conocía el oscuro secreto del árbol de Presun­tuoso. No obstante, las palabras de Garfio no habían dejado lugar a dudas. La copa estaba envenenada.

-Además -dijo Peter, muy convencido-, no me he queda­do dormido.

Alzó la copa. Ya no había tiempo para hablar, era el mo­mento de actuar: y con uno de sus veloces movimientos Campanilla se colocó entre sus labios y el brebaje y lo apuró hasta las heces.

-Pero, Campanilla, ¿cómo te atreves a beberte mi medi­cina?

Pero ella no contestó. Ya estaba tambaleándose en el aire.

-¿Qué te ocurre? -exclamó Peter, asustado de pronto.

-Estaba envenenada, Peter -le dijo ella dulcemente-, y ahora me voy a morir.

-Oh, Campanilla, ¿te la bebiste para salvarme?

-Sí.

-Pero, ¿por qué, Campanilla?

Las alas ya casi no la sostenían, pero como respuesta se posó en su hombro y le dio un mordisco cariñoso en la bar­billa. Le susurró al oído:

-Cretino.

Luego, tambaleándose hasta su aposento, se tumbó en la cama.

La cabeza de él llenó casi por completo la cuarta pared de su pequeña habitación cuando se arrodilló angustiado jun­to a ella. Su luz se debilitaba por momentos y él sabía que si se apagaba ella dejaría de existir. A ella le gustaban tanto sus lágrimas que alargó un bonito dedo y dejó que corrieran por él.

Tenía la voz tan débil que al principio él no pudo oír lo que le decía. Luego lo oyó. Le estaba diciendo que creía que po­día ponerse bien de nuevo si los niños creían en las hadas.

Peter extendió los brazos. Allí no había niños y era por la noche, pero se dirigió a todos los que podían estar soñando con el País de Nunca Jamás y que por eso estaban más cerca de él de lo que pensáis: niños y niñas en pijama y bebés in­dios desnudos en sus cestas colgadas de los árboles.

-¿Creéis? -gritó.

Campanilla se sentó en la cama casi con viveza para escu­char cómo se decidía su suerte.

Le pareció oír respuestas afirmativas, pero no estaba se­gura.

-¿Qué te parece? -le preguntó a Peter.

-Si creéis -les gritó él-, aplaudid: no dejéis que Campani­lla se muera.

Muchos aplaudieron.

Algunos no.

Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos.

Los aplausos se interrumpieron de repente, como si in­contables madres hubieran entrado corriendo en los cuar­tos de sus hijos para ver qué demonios estaba pasando, pero Campanilla ya estaba salvada. Primero se le fue forta­leciendo la voz, luego saltó de la cama y por fin se puso a re­volotear como un rayo por la habitación más alegre e inso­lente que nunca. No se le pasó por la cabeza dar las gracias a los que creían, pero le habría gustado darles su merecido a los que habían bufado.

-Y ahora a rescatar a Wendy.

La luna corría por un cielo nublado cuando Peter salió de su árbol, cargado de armas y sin apenas nada más, para em­prender su peligrosa aventura. No hacía el tipo de noche que él hubiera preferido. Había tenido la esperanza de volar, no muy lejos del suelo para que nada inusitado escapara a su atención, pero con aquella luz mortecina volar bajo habría supuesto pasar su sombra a través de los árboles, molestan­do así a los pájaros y notificando a un enemigo vigilante que estaba en camino.

Lamentaba que el haber puesto unos nombres tan raros a los pájaros de la isla les hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de tratar.

No quedaba más remedio que ir avanzando al estilo indio, en lo cual por fortuna era un maestro. Pero, ¿en qué direc­cion, ya que no estaba seguro de que los niños hubieran sido llevados al barco? Una ligera nevada había borrado todas las huellas y un profundo silencio reinaba en la isla, como si la Naturaleza siguiera aún horrorizada por la reciente carnice­ría. Había enseñado a los niños algo sobre cómo desenvol­verse en el bosque que él mismo había aprendido por Tigri­dia y Campanilla y sabía que en medio de una calamidad no era probable que lo olvidaran. Presuntuoso, si tenía oportu­nidad, haría marcas en los árboles, por ejemplo, Rizos iría dejando caer semillas y Wendy dejaría su pañuelo en algún lugar importante. Pero para buscar estas señales era necesa­ria la mañana y no podía esperar. El mundo de la superficie lo había llamado, pero no lo iba a ayudar.

El cocodrilo pasó ante él, pero no había ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni un movimiento; sin embargo sabía muy bien que la muerte súbita podía estar acechando junto al próximo árbol, o siguiéndole los pasos.

Pronunció este terrible juramento:

-Esta vez o Garfio o yo.

Entonces avanzó arrastrándose como una serpiente y lue­go, erguido, cruzó como una flecha un claro en el que jugaba la luna, con un dedo en los labios y el puñal preparado. Era enormemente feliz.
17. Cuando Wendy creció



Espero que queráis saber qué había sido de los demás chi­cos. Estaban esperando abajo para que Wendy tuviera tiem­po de explicar lo que ocurría con ellos, y después de contar hasta quinientos subieron. Subieron por la escalera, porque pensaron que causaría mejor impresión. Se pusieron en fila ante la señora Darling, con los gorros en la mano y desean­do no estar vestidos de piratas. No dijeron nada, pero sus ojos le suplicaban que se los quedase. Deberían haber mira­do también al señor Darling, pero se olvidaron de él.

Por supuesto, la señora Darling dijo inmediatamente que se los quería quedar, pero el señor Darling estaba extraña­mente deprimido y se dieron cuenta de que seis le parecía una cantidad bastante grande.

Le dijo a Wendy:

-Debo decir que las cosas no se hacen a medias -un co­meníario poco generoso que a los gemelos les pareció que iba por ellos.

El primer gemelo era el atrevido y preguntó, ruborizán­dose:

-¿Cree que seríamos demasiados, señor? Porque si es así nos podemos ir.

-¡Papá! -gritó Wendy, horrorizada, pero él seguía malhu­morado. Sabía que se estaba comportando de manera indig­na, pero no lo podía evitar.

-Podríamos dormir de dos en dos -dijo Avispado.

-Yo misma les corto el pelo siempre -dijo Wendy.

-¡George! -exclamó la señora Darling, dolida por ver a su amor haciendo gala de una conducta tan reprochable.

Entonces él se echó a llorar y salió a relucir la verdad. Esta­ba tan contento como ella de tenerlos, dijo, pero creía que deberían haber pedido su consentimiento además del de ella, en lugar de tratarlo como un cero a la izquierda en su propia casa.

-Yo no creo que sea un cero a la izquierda -exclamó Lelo al instante-. ¿Tú crees que es un cero a la izquierda, Rizos? -No, no me lo parece. ¿A ti te parece un cero a la izquier­da, Presuntuoso?

-Pues más bien no. Gemelo, ¿a ti qué te parece?

Resultó que a ninguno de ellos le parecía un cero a la iz­quierda y él se sintió absurdamente gratificado y dijo que encontraría sitio para todos ellos en el salón si cabían.

-Sí que cabremos, señor -le aseguraron.

-Pues entonces seguid al jefe -gritó alegremente-. Escu­chad, no estoy seguro de que tengamos un salón, pero hare­mos como si lo tuviéramos y será lo mismo. ¡Adelante!

Se fue bailando por la casa y ellos gritaron: «¡Adelante! » y lo siguieron bailando, en busca del salón y no me acuerdo de si lo encontraron, pero en cualquier caso encontraron rinco­nes y todos cupieron.

En cuanto a Peter, vio a Wendy una vez más antes de mar­charse volando. No es que llegara a la ventana exactamente, pero la rozó al pasar, para que ella la abriera si quería y lo lla­mara. Eso fue lo que ella hizo.

-Hola, Wendy y adiós -dijo él.

-Ay, ¿te vas?

-Sí.

-¿No crees, Peter -dijo ella vacilando-, que te gustaría de­cirles algo a mis padres sobre una cuestión muy bonita?

-No.

-¿Sobre mí, Peter?

-No.

La señora Darling llegó a la ventana, pues por el momento estaba vigilando a Wendy estrechamente. Le dijo a Peter que había adoptado a todos los demás chicos y que le gustaría adoptarlo a él también.

-¿Me mandaría a la escuela? -preguntó él taimadamente.

-Sí.

-¿Y luego a una oficina?

-Supongo que sí.

-¿Y pronto sería mayor?

-Muy pronto.

-No quiero ir a la escuela a aprender cosas serias -le dijo con vehemencia-. No quiero ser mayor. Ay, madre de Wendy, ¡qué horror si me despertara y notara que tengo barba!

-¡Peter! -dijo Wendy, siempre consoladora-. Me encanta­ría verte con barba.

Y la señora Darling le tendió los brazos, pero él la re­chazó.

-Atrás, señora, nadie me va a atrapar para convertirme en una persona mayor.

-¿Pero dónde vas a vivir?

-Con Campanilla en la casa que construimos para Wendy. Las hadas la pondrán en lo alto de la copa de los árboles en los que duermen de noche.

-Qué bonito -exclamó Wendy con tanto anhelo que la se­ñora Darling la sujetó firmemente.

-Yo creía que las hadas estaban todas muertas -dijo la se­ñora Darling.

-Siempre hay muchas jóvenes -explicó Wendy, que era ahora toda una experta-, porque, verás, cuando un bebé nuevo se ríe por primera vez nace una nueva hada y como siempre hay bebés nuevos siempre hay hadas nuevas. Viven en nidos en las copas de los árboles y las de color malva son chicos y las de color blanco, chicas, y las de color azul, unas tontuelas que no saben muybien lo que son.

-Lo voy a pasar estupendo -dijo Peter, observando a Wendy.

-Estarás bastante solo por la noche -dijo ella-, cuando te sientes junto al fuego.

-Tendré a Campanilla.

-Pues Campanilla no es que sea mucha ayuda, que diga­mos -le recordó ella con algo de aspereza.

-¡Chivata! -gritó Campanilla desde el otro lado de la es­quina.

-Eso no importa-dijo Peter.

-Oh, Peter, tú sabes que sí importa.

-Pues entonces ven a la casita conmigo.

-¿Puedo, mamá?

-Por supuesto que no. Te tengo otra vez en casa y estoy de­cidida a conservarte.

-Pero es que le hace tanta falta una madre.

-A ti también, mi amor.

-Oh, está bien -dijo Peter, como si lo hubiera pedido sólo por cortesía, pero la señora Darling vio cómo le temblaba la boca y le hizo esta bella oferta: que Wendy se fuera con él du­rante una semana todos los años para hacer la limpieza de primavera. Wendy habría preferido algo más permanente y le parecía que la primavera iba a tardar mucho en llegar, pero esta promesa hizo que Peter se volviera a poner muy contento. No tenía noción del tiempo y corría tantas aventu­ras que todo lo que os he contado sobre él no es más que una mínima parte. Supongo que porque Wendy lo sabía, las últi­mas palabras que le dirigió fueron en tono quejumbroso:

-Peter, ¿verdad que no te olvidarás de mí antes de que lle­gue la limpieza de primavera?

Naturalmente, Peter se lo prometió y luego se alejó volan­do. Se llevó consigo el beso de la señora Darling. El beso que no había sido para nadie más Peter lo consiguió con gran fa­cilidad. Curioso. Pero ella parecía satisfecha.

Por supuesto, todos los chicos fueron enviados ala escue­la y casi todos entraron en la clase III, pero Presuntuoso fue colocado primero en la clase IV y luego en la clase V La clase I es la más alta. Después de asistir a la escuela durante una semana se dieron cuenta de lo tontos que habían sido por no quedarse en la isla, pero ya era demasiado tarde y no tardaron en acostumbrarse a ser tan normales como voso­tros, yo o cualquier hijo de vecino. Es triste tener que decir que poco a poco fueron perdiendo la capacidad de volar. Al principio Nana les ataba los pies a los barrotes de la cama para que no salieran volando por la noche y una de sus di­versiones durante el día era fingir que se caían de los autobu­ses, pero poco a poco dejaron de tirar de sus ataduras en la cama y descubrieron que se hacían daño cuando se soltaban del autobús. Al cabo de un tiempo ni siquiera podían salir volando detrás de sus sombreros. Falta de práctica, decían ellos, pero lo que en realidad quería decir aquello era que ya no creían.

Michael creyó más tiempo que los demás, aunque se bur­laban de él: por eso estaba con Wendy cuando Peter fue a buscarla a finales del primer año. Se fue volando con Peter con el vestido que había tejido con hojas y bayas en el País de Nunca Jamás y lo único que temía era que él pudiera notar lo pequeño que se le había quedado, pero no se dio cuenta, pues tenía muchas cosas que contar sobre sí mismo.

Ella había estado esperando con ilusión mantener emo­cionantes charlas con él sobre los viejos tiempos, pero las nuevas aventuras habían ocupado el lugar de las viejas en su cabeza.

-¿Quién es el capitán Garfio? -preguntó con interés cuan­do ella habló del archienemigo.

-¿Pero no te acuerdas -le preguntó, asombrada- de cómo lo mataste y nos salvaste a todos la vida?

-Me olvido de ellos después de matarlos -replicó él des­cuidadamente.

Cuando expresó una esperanza incierta de que Campani­lla se alegrara de verla, él dijo:

-¿Quién es Campanilla?

-Oh, Peter -dijo ella, horrorizada, pero ni siquiera se acordaba después de que se lo hubiera explicado.

-Es que hay tantas -dijo-. Supongo que habrá muerto. Supongo que tenía razón, pues las hadas no viven mucho tiempo, pero son tan chiquititas que un breve espacio de tiempo les parece muy largo.

Wendy se sintió dolida al descubrir que el año que había pasado era como si fuera ayer para Peter: a ella le había pa­recido un año de espera muy largo. Pero él seguía siendo tan fascinante como siempre y pasaron una primavera ma­ravillosa haciendo la limpieza de la casita de la copa de los árboles.

Al año siguiente no vino por ella. Esperó con un vestido nuevo porque el viejo sencillamente ya no le entraba, pero él no llegó.

-A lo mejor está enfermo -dijo Michael. -Sabes que nunca está enfermo.

Michael se acercó a ella y susurró, con un escalofrío:

-¡A lo mejor no existe tal persona, Wendy!

Y entonces Wendy se habría echado a llorar si Michael no hubiera estado llorando ya.

Peter llegó para la siguiente limpieza de primavera y lo raro era que no era consciente en absoluto de que se había saltado un año.

Ésa fue la última vez que la niña Wendy lo vio. Durante cierto tiempo trató por él de no tener dolores de crecimiento y sintió que le era desleal cuando obtuvo un premio por cul­tura general. Pero fueron pasando los años sin que aparecie­ra el descuidado chiquillo y cuando volvieron a encontrarse Wendy era una mujer casada y Peter no era más para ella que el polvillo del baúl donde había conservado sus juguetes. Wendy era adulta. No tenéis que apenaros por ella. Era de las que les gusta crecer. Al final crecía por su propia voluntad un día más deprisa que las demás niñas.

A estas alturas todos los chicos eran ya mayores y se ha­bían estropeado, así que apenas merece la pena decir nada más sobre ellos. Podéis ver cualquier día a los gemelos, a Avispado y a Rizos ir a la oficina, cada uno con una cartera y un paraguas. Michael es maquinista. Presuntuoso se casó con una dama de la nobleza y por eso se convirtió en lord. ¿Veis a ese juez con peluca que sale por la puerta de hierro? Ése era Lelo. Ese hombre con barba que no se sabe ningún cuento para contárselo a sus hijos era antes John.

Wendy se casó de blanco con un fajín rosa. Es raro pensar que Peter no se posara en la iglesia para prohibir las amones­taciones.

Los años volvieron a pasar y Wendy tuvo una hija. Esto no debería escribirse con tinta, sino con letras de oro.

La llamaron Jane y siempre tuvo una extraña mirada inte­rrogante, como si desde el momento en que llegó al mundo quisiera hacer preguntas. Cuando tuvo edad suficiente para hacerlas eran en su mayoría sobre Peter Pan. Le encantaba oír cosas de Peter y Wendy le contaba todo lo que recordaba en el mismo cuarto de los niños donde se inició el famoso vuelo. Ahora era el cuarto de Jane, pues su padre se lo había comprado al tres por ciento de interés al padre de Wendy, al que ya no le gustaba subir escaleras. La señora Darling esta­ba ya muerta y olvidada.

Ahora sólo había dos camas en el cuarto, la de Jane y la de su niñera y no había perrera, pues Nana también había falle­cido. Murió de vejez y hacia el final había tenido un trato bastante difícil, pues estaba firmemente convencida de que nadie sabía cómo cuidar a los niños excepto ella.

Una vez a la semana la niñera de Jane tenía la tarde libre y entonces le tocaba a Wendy acostar a Jane. Ése era el mo­mento de contar cuentos. Jane se había inventado un juego que consistía en levantar la sábana por encima de su cabeza y la de su madre, formando así una especie de tienda y su­surrar en la sobrecogedora oscuridad:

-¿Qué vemos ahora?

-Me parece que esta noche no veo nada -dice Wendy, con la sensación de que si Nana estuviera aquí se opondría a que la conversación continuara.

-Sí, sí que lo ves -dice Jane-, ves cuando eras una niña.

-De eso hace ya mucho, mi vida -dice Wendy-. ¡Ay, cómo vuela el tiempo!

-¿Vuela -pregunta la astuta niña-, como tú volabas cuan­do eras pequeña?

-¡Como yo volaba! ¿Sabes, Jane? A veces me pregunto si realmente volaba.

-Sí, sí que volabas.

-¡Qué días aquellos cuando podía volar! -¿Por qué ya no puedes volar, mamá?

-Porque he crecido, mi amor. Cuando la gente crece se ol­vida de cómo se hace.

-¿Por qué se olvidan de cómo se hace?

-Porque ya no son alegres ni inocentes ni insensibles. Sólo los que son alegres, inocentes e insensibles pueden volar. -¿Qué es ser alegre, inocente e insensible? Ojalá yo fuera alegre, inocente e insensible.

O quizás Wendy admita que sí ve algo. -Creo -dice- que es este cuarto. -Creo que sí -dice Jane-. Sigue.

Están ya metidas en la gran aventura de la noche en que Peter entró volando en busca de su sombra.

-El muy tonto -dice Wendy-, intentó pegársela con jabón y al no poder se echó a llorar y eso me despertó y yo se la cosí.

-Te has saltado una parte -interrumpe Jane, que se sabe ya la historia mejor que su madre-. Cuando lo viste sentado en el suelo llorando, ¿qué le dijiste?

-Me senté en la cama y dije: «Niño, ¿por qué lloras?» -Sí, eso era -dice Jane, con un gran suspiro.

-Y luego nos llevó a todos volando al País de Nunca Jamás con las hadas, los piratas, los pieles rojas y la laguna de las si­renas, la casa subterránea y la casita.

-¡Sí! ¿Qué era lo que más te gustaba?

-Creo que lo que más me gustaba era la casa subterrá­nea.

-Sí, a mí también. ¿Qué fue lo último que te dijo Peter? -Lo último que me dijo fue: «Espérame siempre y una no­che me oirás graznar.»

-Sí.

-Pero, fijate qué pena, se olvidó de mí -dijo Wendy son­riendo. Así de adulta era.

-¿Cómo era su graznido? -preguntó Jane una noche.

-Era así -dijo Wendy, tratando de imitar el graznido de Peter.

-No, así no -dijo Jane toda seria-, era así.

Y lo hizo mucho mejor que su madre.

Wendy se quedó un poco sobrecogida.

-Mi amor, ¿cómo lo sabes?

-Lo oigo a menudo cuando estoy durmiendo -dijo Jane.

-Ah, sí, muchas niñas lo oyen cuando duermen, pero yo fui la única que lo oyó despierta.

-Qué suerte -dijo Jane.

Y entonces una noche se produjo la tragedia. Era prima­vera y ya se había acabado el cuento por esa noche y Jane es­taba ya dormida en su cama. Wendy estaba sentada en el suelo, muy cerca del fuego, para poder ver mientras zurcía, pues no había ninguna otra luz en el cuarto, y mientras zur­cía oyó un graznido. Entonces la ventana se abrió de un so­plo como en otros tiempos y Peter se posó en el suelo.

Estaba exactamente igual que siempre y Wendy vio al mo­mento que todavía conservaba todos sus dientes de leche. Él era un niño y ella era una persona mayor. Se acurrucó junto al fuego sin atreverse a hacer ningún movimiento, im­potente y culpable, una mujer adulta.

-Hola, Wendy-dijo él, sin notar ninguna diferencia, pues estaba pensando sobre todo en sí mismo y a la escasa luz su vestido blanco podría haber sido el camisón con que la ha­bía visto por primera vez.

-Hola, Peter -replicó ella débilmente, encogiéndose todo lo posible. Algo en su interior clamaba: «Mujer, mujer, suél­tame.»

-Eh, ¿dónde está John? -preguntó él, echando en falta de repente la tercera cama.

-John ya no está aquí -dijo ella con voz entrecortada. -¿Michael está dormido? -preguntó él, echando un vista­zo por encima de Jane.

-Sí -respondió ella y entonces sintió que estaba siendo desleal a Jane además de a Peter.

-Ése no es Michael -dijo rápidamente, no fuera a ser cas­tigada.

Peter miró con más atención.

-Eh, ¿es alguien nuevo?

-Sí.

-¿Chico o chica?

-Chica.

Ahora tendría que entenderlo, pero nada.

-Peter -dijo, vacilando-, ¿estás esperando que me vaya volando contigo?

-Claro, por eso he venido.

Añadió con cierta severidad:

-¿Has olvidado que hay que hacer la limpieza de prima­vera?

Ella sabía que era inútil decirle que se había saltado mu­chas limpiezas de primavera.

-No puedo ir -dijo en tono de excusa-.

Se me ha olvida­do cómo volar.

-No tardo nada en volver a enseñarte.

-Oh, Peter, no malgastes el polvillo de las hadas en mí. Se había levantado y por fin lo asaltó un temor. -¿Qué pasa? -exclamó, encogiéndose.

-Voy a encender la luz -dijo ella-, y entonces lo verás.

Casi por única vez en su vida, que yo sepa, Peter se sintió asustado.

-No enciendas la luz -gritó.

Ella revolvió con las manos el pelo de aquel niño trágico. Ya no era una niña desolada por él: era una mujer adulta que sonreía por todo ello, pero con una sonrisa llorosa.

Luego encendió la luz y Peter lo vio. Soltó un grito de do­lor y cuando aquel ser alto y hermoso se inclinó para cogerlo en brazos se apartó rápidamente.

-¿Qué pasa? -volvió a exclamar.

Ella tuvo que decírselo.

-Soy mayor, Peter. Tengo mucho más de veinte años. Crecí hace mucho tiempo.

-¡Prometiste que no lo harías!

-No pude evitarlo. Soy una mujer casada, Peter.

-No, no es cierto.

-Sí y esa niña de la cama es mi hija.

-No, no lo es.

Pero supuso que lo era y se acercó a la niña dormida con el puñal levantado. Naturalmente, no lo clavó. En cambio, se sentó en el suelo y se echó a llorar y Wendy no supo cómo consolarlo, aunque en tiempos podría haberlo hecho con gran facilidad. Ahora no era más que una mujer y salió co­rriendo de la habitación para tratar de pensar.

Peter siguió llorando y sus sollozos no tardaron en des­pertar a Jane. Se sentó en la cama y le picó la curiosidad al instante.

-Niño -dijo-, ¿por qué lloras?

Peter se levantó y le hizo una reverencia y ella le hizo una reverencia desde la cama.

-Hola -dijo él.

-Hola -dijo Jane.

-Me llamo Peter Pan -le dijo.

-Sí, ya lo sé.

-He venido a buscar a mi madre -explicó él-, para llevar­la al País de Nunca jamás.

-Sí, ya lo sé -dijo Jane-. Te he estado esperando.

Cuando Wendy regresó tímidamente se encontró a Peter sentado en el barrote de la cama graznando a pleno pulmón, mientras Jane volaba en camisón por el cuarto en solemne éxtasis.

-Es mi madre -explicó Peter y Jane descendió y se puso a su lado, con la expresión en la cara que le gustaba que tuvie­ran las damas cuando lo miraban.

-Le hace tanta falta una madre -dijo Jane.

-Sí, lo sé -admitió Wendy bastante abatida-, nadie lo sabe mejor que yo.

-Adiós -le dijo Peter a Wendy y se alzó por los aires y la desvergonzada Jane se alzó con él: para ella ya era la forma más cómoda de moverse.

Wendy corrió a la ventana.

-No, no -gritó.

-Es sólo para la limpieza de primavera -dijo Jane-. Quie­re que le haga la limpieza de primavera para siempre.

-Ojalá pudiera ir con vosotros -suspiró Wendy.

-Pero es que no puedes volar -dijo Jane.

Naturalmente, al final Wendylos dejó partir juntos. Nues­tra última mirada nos la muestra en la ventana, contemplán­dolos mientras se alejan por el cielo hasta hacerse tan peque­ños como las estrellas.

A medida que observáis a Wendy podéis ver cómo se le va poniendo el pelo blanco y su figura vuelve a ser pequeñita, pues todo esto pasó hace mucho tiempo. Jane es ahora una persona mayor corriente con una hija llamada Margaret y al llegar la limpieza de primavera, salvo cuando se le olvida, Peter viene a buscar a Margaret y se la lleva al País de Nunca jamás, donde ella le cuenta historias sobre él mismo, que él escucha con avidez. Cuando Margaret crezca tendrá una hija, que a su vez será la madre de Peter y así seguirán las co­sas, mientras los niños sean alegres, inocentes e insensibles.