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martes, 4 de septiembre de 2012

Carta que se le encontró a un ahogado- Parte IV- Guy de Maupassant


Carta que se le encontró a un ahogado
Parte IV
El día clareaba poco a poco.
Eran las tres de la madrugada.
Lentamente una inmensa claridad invadía el cielo.
La canoa tropezó con algo.
Me incorporé: habíamos llegado a un islote.
 Permanecía en éxtasis, encantado.
Frente a nosotros, en toda la extensión, el firmamento se iluminaba de un rojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejantes a un humo dorado.
El río estaba de color purpúreo y tres casas de la orilla parecían arder.
Inclinéme hacia mi compañera para decirle:
Mire usted.
Pero me callé de pronto enloquecido y solamente la vi a ella. 
También ella estaba bañada en la luz rosada, un rosa de carne mezclado con un poco del matiz del cielo.
Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa eran también sus ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, su sonrisa.
 Todo era del color de rosa. 
Y tan enloquecido estaba que creí tener a la aurora ante mí.



   Se levantó dulcemente tendiéndome sus labios. 
Inclinéme hacia ellos, estremecido, delirante; sintiendo muy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño convertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad.
   Pero entonces ella me dijo:
   —Tiene usted una oruga en el pelo.
   ¡Y por esto sonreía!
   Me pareció que había recibido un fuerte golpe en la cabeza.
   De pronto sentíme como si hubiera perdido toda la esperanza que tenía en el mundo.
   Esto es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Desde ese día creo que no amaré jamás... Pero... ¿quién sabe?"




   El joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sacado ayer del Sena, entre Bougival y Marly.
 Un marinero compasivo que lo había registrado para saber su nombre presentó el papel que acabamos de copiar. 


Carta que se encontró a un ahogado Parte III-Guy de Maupassant


Carta que se encontró a un ahogado
Parte III
Guy de Maupassant


Creí se enfadaría, mas no fue así.
—¡Qué verdad es eso! —murmuró.
Quedéme estupefacto. ¿Habría comprendido?
Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la detuvo.
Tomando a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a su cuello.
Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo:
—¡Suélteme! ¡Es usted un grosero!
Procuré atraerla.
Ella se defendía y, agarrándose al árbol; por poco vamos al agua.
Juzgué prudente desistir de mis pretensiones.

Entonces ella dijo:
—Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable!
Después, con un poco de ironía en el acento, añadió:
—¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar?
Era justo. Callé.
—Vamos, reme usted —me dijo, y cogí de nuevo los remos.
Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud.
Mi compañera me preguntó:
—¿Quiere usted hacerme una promesa?
—Sí. ¿Cuál?
—Permanecer tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo...
—¿Qué?
—Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las estrellas.
—Comprendo —exclamé.
—No, no comprende usted —replicó ella—. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...
Prometí. Entonces ella advirtió:
—Si hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca.

Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro.
 Los vagos balanceos de la canoa nos mecían.
Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos.
¡ Sentía crecer en mí una extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser!
Mi compañera murmuró como en un sueño:
—¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Si me amara usted... un poco.
El corazón me latía con violencia.
Nada pude responder; me pareció que la amaba.
No sentía ningún deseo violento.
Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me parecía suficiente aquello.
Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles.
Nos habíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin tocarse.
¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizá?