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lunes, 16 de agosto de 2010

ROBIN HOOD-Anónimo

ROBIN HOOD
 Anónimo


Las hazañas de Robin Hood se narran en una serie de baladas que fueron transmitiéndose de forma oral, durante siglos y siglos.
La balada es el género medieval de la literatura inglesa equi­valente a los romances de nuestra literatura. En ellas se conta­ban las distintas aventuras de un héroe.
Las baladas son anónimas y fueron concebidas para ser can­tadas o recitadas por los juglares. Por eso, debido a la transmi­sión oral y a la intervención de numerosos juglares, las baladas presentan diversas versiones sobre un mismo hecho.
En el caso de Robin Hood, sus hazañas se narran en más de treinta baladas. Éstas fueron recogidas en un verdadero poema épico: The gest of Robin Hood. La obra, impresa alrededor del año 1500, agrupa los distintos episodios sobre la vida del héroe.
A lo largo del tiempo, las andanzas de Robin Hood han ins­pirado obras literarias ‑como es el caso de Ivanhoe (I8I9), de Walter Scott.
Asimismo, la vida del héroe de Shervvood ha sido llevada al cine. Robin Hood ha sido protagonista de numerosas películas, algunas de ellas de dibujos animados.
A este personaje también se le conoce en España con el nombre de Robin de los Bosques.


ROBIN HOOD

CAPÍTULO UNO
NORMANDOS Y SAJONES

Hace cientos de años, los vikingos realizaron continuas campañas de conquista
por toda Europa.

Estos audaces guerreros —daneses, noruegos o suecos—, tuvieron
atemorizado a medio mundo durante tres siglos.

Sus aventuras parecían no tener límites geográficos: Alemania, Francia,
España, Portugal o Rusia fueron visitados por los feroces vikingos.

Su ansia de expansión, apoyada en una gran preparación militar, les llevó a
emprender arriesgadas expediciones por mares y ríos.

Las poderosas embarcaciones con las que contaban, únicas en la época, y su
extraordinaria pericia como navegantes les permitían arribar a cualquier costa y
penetrar por cualquier río. Su superioridad naval se hizo incontestable.

Adquirieron una gran experiencia en los ataques por sorpresa, y sus terribles y
sangrientos saqueos llegaron a sertristemente célebres en toda Europa.

Uno de estos pueblos vikingos, asentado desde hacía años en Normandía,
emprendió la invasión de la vecina Inglaterra.

Este país, no muy lejano de las costas normandas, resultaba muy vulnerable
por mar. La longitud de su litoral no permitía ni una vigilancia completa, ni una
concentración rápida de las tropas para rechazar un desembarco.

Todo esto no pasó inadvertido a los ojos del duque normando Guillermo que,
movido por su ambición y deseo de gloria, decidió preparar a conciencia el ataque
a la isla.

—¡Venceremos a los sajones! —arengaba Guillermo a sus tropas—. Con la
conquista de Inglaterra, nuestro poder se extenderá a otros reinos.

—¡Viva el duque Guillermo! —gritaban exaltados los caballeros normandos.

Guillermo de Normandía, animado por el apoyo de los suyos, continuó
diciendo:

—Los sajones vencieron a nuestros antepasados muchas veces. Fueron más
fuertes, más decididos, más inteligentes... Pero ahora no lo serán. Ha llegado por
fin nuestro momento y. . . ¡ha llegado su hora!

Los aplausos y los vivas al duque Guillermo cesaron al acabar aquella
multitudinaria reunión. Pero el fervor y la entrega de su ejército lo acompañarían
de forma permanente durante toda la expedición.

Meses después, las naves capitaneadas por el duque Guillermo eran avistadas
en las costas inglesas.


—Señor, se acercan barcos normandos —comunicó un vigía al monarca sajón.

Los sajones no estaban preparados para competir contra un peligro que
procedía del mar.

—¡Disponed todas las fuerzas posibles en tierra! —ordenó el rey inglés—.
Debemos evitar el desembarco.

Una pequeña guarnición intentó impedir que los normandos tomaran tierra.
Pero no lo consiguió.

Así, Guillermo de Normandía desembarcó en las costas inglesas, y con sus
valerosos guerreros avanzó hacia el interior.

Los sajones, en clara inferioridad numérica, se habían visto obligados a
improvisar la decisiva batalla en Hastings. Poco duró el combate. El soberano
inglés cayó mortalmente herido y el ejército sajón se rindió incondicionalmente.

Las tropas del duque Guillermo siguieron avanzando hasta Londres, donde se
libró una última batalla con la que desapareció la débil resistencia sajona. La
expedición normanda había sido un rotundo éxito.

En recuerdo de su victoria, el ya nuevo rey de Inglaterra, Guillermo I el
Conquistador, tras ser coronado, mandó construir la célebre torre de Londres. Esta
torre serviría de cárcel para numerosos y destacados personajes a lo largo de
muchos años de la historia inglesa.

Guillermo I, tras su victoria, dedicó sus esfuerzos a pacificar el país, y tomó
algunas medidas para proteger a los sajones.

—Os aconsejo prudencia —recomendaba el rey a sus nobles—. Debemos ser
respetuosos con los vencidos. Sólo así conseguiremos la prosperidad en todas
nuestras tierras. Sólo así lograremos una pacífica convivencia.

Desgraciadamente, no todos los seguidores del rey Guillermo pensaban como
él.

Aprovechando una larga estancia del rey Guillermo en sus posesiones de
Francia, los nobles normandos, Ilevados por su soberbia y ambición, no cesaron de
causar humillaciones a los derrotados. Las cargas tributarias se hicieron cada vez
más angustiosas, insoportables para los pobres súbditos.

Los sajones se sublevaron en masa contra los opresores. Campesinos, artesanos
y nobles unieron sus esfuerzos contra el enemigo común: los normandos.

—¡Ya está bien! —decía indignado un caballero sajón—. No podemos seguir
tolerando las injusticias de los normandos. Quieren hacer de nosotros sus esclavos.

—¡Debemos combatirlos y ser capaces de librarnos de ellos para siempre!

—¡Hay que quitarles el poder! ¡Tenemos que ser gobernados por un rey sajón!

El rey Guillermo, que había estado ausente de Inglaterra, encontró a su vuelta
un país levantado en armas.

Los sajones se mostraban más rebeldes de lo que en un principio se podía
suponer.

Los nobles normandos decían a su rey:

—Señor, Ilevado por vuestra bondad y magnanimidad, habéis tratado
demasiado bien a los sajones. Mirad cómo os lo agradecen.

—Majestad, habéis respetado a vuestros súbditos, no les habéis expropiado sus
tierras y, en cambio, ellos se sublevan contra vos. Son unos desagradecidos.

El rey Guillermo, ajeno a los desmanes de sus nobles y desconociendo las
razones por las que sus súbditos sajones se rebelaban contra él, creyó las
acusaciones de sus barones.

—Caballeros, creí que los ánimos se apaciguarían. Creí que, poco a poco, los
sajones olvidarían la derrota de Hastings y acabarían aceptándonos. Ahora creo
que no lo harán nunca —dijo el rey en tono de lamento.

Así, tomó la decisión de actuar de inmediato y con contundencia contra los
sajones.

Despojó a muchos nobles de sus posesiones bajo acusación de haber
promovido o respaldado la rebelión, y aplastó cruelmente a los rebeldes.

Pese a todo, los sajones continuaron organizándose. Crearon un verdadero
ejército clandestino que, en forma de guerrilla, hostigaba sin tregua a los
normandos. Los focos de resistencia contra los colonizadores se hicieron
constantes.

La anhelada paz en Inglaterra se veía cada vez más lejana, y los normandos,
aun ricos y poderosos, no podían vivir tranquilos a causa de las frecuentes
insurrecciones de los sajones.

Murió Guillermo I el Conquistador en guerra contra Francia y sus inmediatos
sucesores, durante años y años, tampoco conseguirían apaciguar Inglaterra.

La desconfianza de los sajones hacia los normandos estaba ya tan arraigada
que se había convertido en un obstáculo insalvable entre los dos pueblos.

Los planes de pacificación de los distintos reyes fallaban estrepitosamente y las
revueltas continuaban. Éstas eran contestadas con absoluta represión. Lo que daba
lugar a nuevos enfrentamientos, cada vez más sangrientos. La espiral de violencia
parecía no tener fin.

El rey Enrique de Plantagenet, nieto de Guillermo I, subió al trono y se
propuso, como principal objetivo de su reinado, acabar con aquellas luchas sin
sentido.

Para este propósito, pensó que debía atraerse, en primer lugar, a algunos
influyentes nobles sajones. Para conseguirlo,, no escatimó tiempo y esfuerzo el
ilusionado rey.

CAPÍTULO DOS

DOS NOBLES FAMILIAS SAJONAS


En un majestuoso castillo cercano a la bulliciosa ciudad de Nottingham vivía
Edward Fitzwalter, conde de Sherwood, y su esposa Alicia de Nhoridon.

Los dos eran sajones. El matrimonio mantenía escasas relaciones sociales y
permanecía alejado de las intrigas de la época.

El conde de Sherwood no había participado en ninguna sublevación contra los
normandos y éstos, aun de mala gana, se habían visto obligados a respetar al conde
y sus posesiones. Aunque no fue atacado nunca frontalmente, Edward Fitzwalter
tampoco era mirado con buenos ojos por la nobleza normanda, en la que existía
cierto recelo.

Dentro de los planes apaciguadores que llevaba acariciando durante largo
tiempo el rey Enrique de Plantagenet, entraba precisamente ganarse la confianza
del noble sajón Edward Fitzwalter

—Hablaré con Edward Fitzwalter —comunicó el rey Enrique a uno de sus más
estrechos colaboradores—. Si consigo la adhesión del conde, tal vez otros nobles
sajones lo secunden y poco a poco logremos el respaldo de todos. ¿Qué pensáis?

—Es una buena idea, señor —contestó el barón normando a su rey—. El conde
de Sherwood goza de gran respeto entre la nobleza sajona. Respeto sin duda
merecido, ya que es todo un caballero. La mayoría de los normandos comparten
también esta opinión.

El rey Enrique de Plantagenet deseaba con sinceridad que finalizaran los
enfrentamientos entre sajones y normandos, y centró sus esfuerzos en conseguirlo.

Así, pocos días después de esta conversación, fue a reunirse con el conde de
Sherwood. Le tendió su mano y de sus labios salieron algunas promesas
impensables en años anteriores.

—Señor, os agradezco la confianza que habéis depositado en mí —contestó el
conde,

—Entonces, conde de Sherwood, ¿puedo contar de verdad con vos ? —
preguntó el rey con impaciencia,

—Majestad, no dudo de que os guían buenos deseos y de que sois sensible al
sufrimiento del pueblo sajón —comenzó a decir el conde—. Pero vuestras
promesas no son suficientes para paliar los daños que vuestro pueblo ha causado al
mío...

—Pero es necesario que todos hagamos el esfuerzo de salvar nuestras
diferencias, conde de Sherwood. La batalla de Hastings pertenece ya al pasado.

—Es cierto, señor Pero es pronto aún para confiar en vos. Es posible que sean
nuestros hijos los que vivan la reconciliación entre nuestros pueblos, los que
puedan vivir en paz.

—¿Tenéis hijos, conde? —preguntó el rey asintiendo.

—Espero uno, majestad.

—Conde de Sherwood, os prometo que haré cuanto pueda por acabar con los
problemas del pueblo sajón, que intentaré borrar los errores de mis antepasados y
que me esforzaré por apaciguar esta tierra.

—Por mi parte, majestad —contestó el conde—, os aseguro que no participaré
en ningún levantamiento contra vos. Actuaré como he venido haciéndolo hasta
ahora. Pero tampoco conseguiréis mi adhesión hasta que no exista una completa
igualdad entre sajones y normandos.

El rey Enrique y el conde de Sherwood estrecharon sus manos y se despidieron
amistosamente.

No mucho tiempo después, Edward Fitzwalter tuvo ocasión de comprobar que
los buenos propósitos del rey Enrique quedaban olvidados ante una nueva revuelta
sajona.

La sublevación fue castigada con terrible dureza. Sajones y normandos seguían
siendo enemigos irreconciliables.

En esta triste situación vino al mundo el heredero del conde de Sherwood.

La alegría reinaba en todos los rincones del castillo del conde. Amigos y
vecinos acudieron a conocer al pequeño recién nacido.

Un precioso niño había venido al mundo para felicidad de Alicia de Nhoridon
y Edward Fitzwalter, sus padres.

—Se llamará Robert —dijo el conde a todos los presentes sin disimular su
alegría—. Será un valeroso sajón y confío en que le toque vivir tiempos mejores.

—¡Ojalá pueda ser más feliz que nosotros! —dijo levantando su copa uno de
los allí reunidos.

Y todos brindaron porque así fuera.

El conde de Sherwood era íntimo amigo del también noble sajón Richard At
Lea, conde de Sulrey. Y éste y su esposa tuvieron, no mucho tiempo después, una
preciosa niña, a la que pusieron por nombre Mariana.

Los dos nobles sajones se reunían con frecuencia y mantenían interminables
conversaciones sobre la compleja situación del reino.

—Las sublevaciones no cesan, querido amigo —dijo Richard At Lea—. Pero
el poder normando permanece inalterable a lo largo de los años.

—Sí, Richard, nuestro pueblo está extenuado por las luchas y por las
humillaciones de los barones normandos. Los reyes intentan apaciguar esta tierra,
pero fracasan. No son capaces de contrarrestar el poder de sus nobles.

—Y mientras tanto, ¿por qué luchamos ya los sajones, después de tanto
tiempo? Todo parece ser una locura colectiva que no tiene fin. . .

—Ojalá Inglaterra tenga pronto un rey poderoso y justo que haga posible la
igualdad entre sajones y normandos —contestó con tristeza Edward Fitzwalter

Pero los dos nobles sajones también aprovechaban su compañía para sonar, al
calor de la chimenea de uno a otro castillo. El sueño que compartían era que
Robert y Mariana, Ilegado el momento, se unieran en matrimonio.

—Nuestra amistad, conde de Sulrey, quedaría coronada por la unión de
nuestros hijos.

—Nada me agradaría más, Edward, que emparentar con vos. Y estoy seguro
además de que mi hija sería muy feliz con Robert.

Pasaron unos años y murió el rey Enrique de Plantagenet.

Pocos meses antes, el conde de Sherwood había perdido a su querida esposa
Alicia. La única satisfacción de Edward Fitzwalter era tener cerca a su hijo Robin,
como le llamaban todos cariñosamente, convertido ya en un apuesto joven.

—¿Qué pasará ahora, padre, que el rey ha muerto? —preguntó Robin ante la
reciente noticia.

—Subirá al trono su hijo Ricardo, Robin.

—¿Será un buen rey? ¿Lo conoces? —preguntaba con avidez Robin.

—Lo conozco poco, hijo. Pero deseo que consiga hacer de Inglaterra un gran
reino en el que se viva en paz.

CAPÍTULO TRES

UN NUEVO REY:
RICARDO CORAZON DE LEON

Como estaba previsto, tras la muerte del rey Enrique de Plantagenet subió al
trono su hijo mayor, Ricardo I, conocido con el sobrenombre de Corazón de León
por su nobleza y valentía.

El nuevo rey era muy sensible a la miseria en la que vivían los súbditos
sajones. Conocía también los intentos que sus antepasados y, en especial, su padre,
habían hecho por cambiar esa situación, sin conseguirlo. Pero él estaba decidido a
dar un giro definitivo al curso de los hechos. Deseaba ser el rey de un país en el
que, de una vez por todas, no existieran ni vencedores ni vencidos.

—Debemos construir una nueva Inglaterra. Pacífica, respetada en el exterior,
poderosa... —decía ilusionado el nuevo rey—. Para ello se necesita la colaboración
de todos por igual: sajones y normandos, nobles y plebeyos. Todos tendrán un
lugar en el nuevo reino.

El rey Ricardo empezó a captar muy pronto la confianza de sus súbditos, ya
fueran sajones o normandos. Entre sus más entusiastas seguidores estaban su
esposa Berengaria; lady Edith Plantagenet, su prima, y la reina madre, Leonor

Entre las primeras medidas que tomó Ricardo Corazón de León, en aras de una
mayor igualdad entre sus súbditos, estaba la estricta prohibición de infligir castigos
corporales a los siervos, tratados como verdaderos esclavos, y la libertad de caza
en los bosques, hasta ahora privilegio de los normandos.

El rey Ricardo, con su bondad y su carácter conciliador, hizo cicatrizar las
heridas abiertas entre los dos pueblos. Todos lo aceptaron para que fuera el rey de
todos. Odios y rencillas parecieron quedar adormecidos en un profundo sueño.

Pero Ricardo Corazón de León pasaría poco tiempo en su país. Así, tuvo que
acudir a la llamada del papa Clemente III para participar en la Tercera Cruzada,
con el fin de liberar Jerusalén, en manos del musulmán Saladino.

El rey, antes de su partida, tuvo grandes dudas.

—¿Cómo voy a ausentarme de Inglaterra durante tanto tiempo, y precisamente
ahora, cuando más me necesitan mis súbditos? —se lamentaba.

Mas su deber como rey cristiano, su deseo de lucha contra los infieles y el
sincero mensaje recibido del Papa ofreciéndole la dirección de la Cruzada, hicieron
que Ricardo tomara finalmente la decisión de partir hacia Tierra Santa.

—¡Conquistaré Jerusalén. Se la arrebataré a los infieles! —decía con absoluta
seguridad el rey

Durante su ausencia ocuparía el trono su hermano Juan I, conocido como Juan
sin Tierra.

—Partid tranquilo, hermano mío. Aquí me encontraréis a vuestra vuelta y aquí
encontraréis vuestro amado reino —dijo Juan sin Tierra a Ricardo en el momento
de su marcha.

—Gracias, hermano. Sé que puedo confiar en vos. Sé que gobernaréis como yo
lo haría y que cuidaréis de nuestros súbditos. Me voy tranquilo porque sé que
Inglaterra queda en buenas manos.

Y, seguido de su séquito, Ricardo Corazón de León abandonó, quién sabe por
cuántos años, su querida Inglaterra.

Juan sin Tierra, en muy poco tiempo, acabó con los importantes logros de su
hermano. Sembró de nuevo la desconfianza y resurgió la discordia. Su crueldad y
avaricia volvieron a abrir el abismo entre sajones y normandos.

Estaba convencido de que los normandos eran una clase superior y de que sólo
a ellos les correspondía el poder.

La sed de venganza parecía el único móvil que empujaba a quien regentaba el
destino de Inglaterra.

—No podemos seguir tolerando las continuas revueltas de los sajones —dijo
Juan sin Tierra.

—Así se hará, majestad. No lo dudéis —asintieron sus colaboradores más
allegados.

—Pero, señor, vivimos por primera vez una larga época de paz. Los sajones
están ahora muy tranquilos —intervino un barón normando allí presente.

—¡Qué ingenuo sois, caballero! —contestó con desprecio el príncipe—.
¿Acaso creéis que los sajones han dejado de tramar conspiraciones contra mi
persona? ¿Pensáis tal vez que se resignan a estar bajo una dinastía normanda?
¡Estúpido!

El barón que había manifestado públicamente su disconformidad con las
palabras del príncipe era sir Percy Oswald, quien abandonó la sala inmediatamente.

Sir Percy Oswald no estaba de acuerdo con las ideas del príncipe Juan.
Pensaba que lo peor para Inglaterra era volver a los tiempos de crueldad y
enfrentamientos que, afortunadamente, habían sido ya superados.

Pero Juan sin Tierra no estaba dispuesto a aceptar ninguna opinión que no
coincidiera con la suya. Y por ese motivo, sir Percy Oswald quedó
automáticamente fuera de su círculo de confianza.

Durante uno de los frecuentes encuentros entre Edward Fitzwalter y Richard
At Lea, los dos nobles se confesaron su preocupación por los rumores que corrían
acerca del príncipe Juan.

—No parece que vaya a seguir los pasos de su hermano —dijo Richard At Lea
a su amigo.

—El rey Ricardo fue demasiado bondadoso al confiar en su hermano —repuso
Edward Fitzwalter—. De todas formas, el príncipe Juan no se atreverá a ir contra
las medidas adoptadas por el rey.

—Ojalá que así sea, Edward. Pero se me ocurre una cosa. El príncipe no ignora
que no simpatizamos con él. Quiero proponerte que, si a ti o a mí nos ocurriera
algo, el otro iría a hacérselo saber al rey a Tierra Santa.

—De acuerdo, Richard.

No transcurrió mucho tiempo sin que se confirmaran los temores que se habían
confesado los dos nobles sajones.

El príncipe Juan, apoyado por un grupo de incondicionales normandos,
comenzó a romper las normas que había dictado su hermano.

Inglaterra parecía dirigirse hacia un trágico destino en el que sólo se oyera el
lenguaje de las armas.

Un desgraciado día, el conde de Sherwood apareció muerto en el campo. Había
salido por la mañana a visitar a un vecino. De regreso a su castillo, un grupo de
encapuchados lo atacó y lo dejó muerto en el camino.

El fiel Richard At Lea acompañó a Robin en tan duros momentos. Estuvo con
él durante el entierro de su querido amigo y alentó al desconsolado hijo.


—No dejes que la pena inunde tu corazón. Eres el heredero de Sherwood y
debes hacer honor a tu apellido —dijo Richard a Robin, sin poder contener su
emoción.

El conde de Sulrey no quiso comunicar, ni siquiera a Robin, sus sospechas de
que el propio príncipe Juan podría estar implicado en la muerte de su amigo, de
que todo hubiera sido una acción preparada por él y sus secuaces.

Pero Richard At Lea supo inmediatamente lo que tenía que hacer: poner los
hechos en conocimiento del rey. Para ello debía encaminarse hacia Tierra Santa.

CAPÍTULO CUATRO

UN VIAJE FRUSTRADO

Llevado por el deseo de que se hiciera justicia por la muerte de su amigo y
tratando de evitar males peores para Inglaterra, Richard At Lea se dispuso a
realizar los preparativos para su viaje a Tierra Santa.

Había asuntos importantes que tenía que resolver: conseguir dinero para poder
fletar un barco y pagar a los hombres armados que lo acompañarían, y dejar a
alguien encargado de la custodia de su hija.

At Lea, después de pensar en quién podría ser la persona más idónea, decidió
acudir a un amigo a quien hacía tiempo que no veía: Hugo de Reinault.

Este noble caballero sajón debía algunos favores a Richard At Lea. Ahora era
muy rico y, sin duda, estaría dispuesto a ayudarle.

Pero, a veces, el tiempo hace cambiar a los hombres, y lo que no podía
imaginar Richard At Lea es que Hugo de Reinault fuera en ese momento partidario
de Juan sin Tierra.

El príncipe Juan comenzaba a contar con un buen número de adeptos, muchos
de ellos sajones. La mayoría de los caballeros reclutados lo había sido a cambio de
dinero contante y sonante, o bien con la promesa de ser fuertemente
recompensados con tierras y privilegios.

Éste era el caso de los hermanos Robert y Hugo de Reinault, Guy de Gisborne,
Arthur de HiIls y tantos otros. Todos ellos fueron capaces de traicionar a su
legítimo rey, a su pueblo, a sus amigos y compañeros, incluso a sí mismos,
exclusivamente por dinero y poder

A un hombre de esta calaña, a Hugo de Reinault, fue a quien se dirigió el noble
Richard At Lea en busca de ayuda.

—¿Qué os trae por aquí, querido amigo? ¡Cuánto tiempo sin veros! —saludó
de forma efusiva Hugo de Reinault al recién Ilegado.


—Yo también me alegro de veros, Hugo, aunque hubiera deseado que no fuera
en esta ocasión —dijo con tristeza Richard At Lea.

—Hablad presto, Richard. ¿Qué sucede?

—¿Puedo confiar en vos? Lo que quiero contaros no lo he hablado con nadie
—dijo tomando precauciones Richard At Lea.

—Soy vuestro amigo, Richard. No he olvidado cuando me ayudasteis y si hay
algo que esté en mi mano, no dudéis en que podéis contar con ello. Además, soy
sajón hasta la médula.

—Hace unos días murió el conde de Sherwood a manos de seguidores del
príncipe Juan —dijo bajando la voz Richard At Lea.

—¿Estáis seguro? ¿Cómo lo habéis descubierto?

—No tengo pruebas, Hugo. Pero tengo la más absoluta certeza de ello. Mira lo
que está ocurriendo en Inglaterra.

—Y bien, ¿qué podemos hacer, querido amigo?

—Yo debo ir a Tierra Santa a poner los hechos en conocimiento del rey. Así lo
decidimos Edward Fitzwalter y yo si a alguno de nosotros le sucedía algo.

—Entonces, ¿para qué me necesitáis?

—Preciso fletar un barco a ir acompañado de un grupo de soldados. En este
momento no tengo el dinero necesario. Para eso he venido a veros, para que me
prestéis, si podéis, ese dinero.

—Ahora mismo no dispongo de la cantidad que necesitáis. Tendría que pedirlo
yo y cobraros los intereses correspondientes.

—No importa, Hugo. Hagámoslo como decís. No estoy en condiciones de
poder elegir ni de poder esperar.

—Mañana tendréis el dinero, Richard. Ahora, tomemos una copa de vino y
brindemos por vuestro viaje.

—Gracias, amigo. Necesito aún pediros otro favor, quizá más importante que
el anterior. Como sabéis tengo una hija. Deseo que, durante el tiempo que yo esté
fuera, ella permanezca en un convento y vos seáis su tutor.

—Os agradezco la confianza que depositáis en mí, Richard. Seré un verdadero
padre para vuestra hija mientras estéis ausente.

—Por supuesto que os dejaré el poder legal correspondiente y os compensaré
por las molestias que todo esto os cause.

Unos días después, tras firmar todos los documentos, Richard At Lea se hacía a
la mar con el barco y la tripulación proporcionados por Hugo de Reinault.

Nada más zarpar Richard At Lea, Hugo se dirigió al palacio de Juan sin Tierra.
Allí le esperaba el nutrido grupo de caballeros adeptos al príncipe y el propio
príncipe en persona.

De Reinault contó a sus amigos lo ocurrido con At Lea.


—Pero... ¿le habéis dejado partir a Tierra Santa? —preguntó con indignación y
la voz temblorosa el príncipe Juan.

—Tranquilo, señor. Los hombres que lo acompañan llevan órdenes muy claras.
Si no me fallan los cálculos, a estas horas ya se habrán amotinado contra el conde
de Sulrey, y estarán de vuelta dentro de muy poco en el puerto del que salieron. De
ahí, el conde pasará a la más oscura mazmorra de mi castillo.

—Sois muy listo, Hugo —afirmaron todos.

—Pero hay más, señores. Tengo documentos legales firmados de puño y letra
por Richard At Lea por los que sus bienes pasarán a mis manos y, como tutor de su
hija, también me pertenecerán los de ella. Así, no sólo me he deshecho de un
enemigo de vos, príncipe, sino que además nos repartiremos la apreciable fortuna
de los At Lea.

La reunión acabó con aplausos dirigidos al astuto Hugo de Reinauf y con un
brindis dedicado al talento y la sagacidad del noble.

Pocos días después, tal y como había previsto el traidor sajón, Richard At Lea
era llevado ante él.

—Hugo, ha sido una terrible experiencia. Los soldados se amotinaron . . .

—¿Quién sois? —interrumpió bruscamente Hugo de Reinault a Richard, que
presentaba un aspecto lamentable.

—¿No me reconocéis, Hugo? Soy Richard At Lea, vuestro amigo:

—¡Imposible! Richard At Lea salió hace unos días hacia Tierra Santa. Yo
mismo le proporcioné el barco y la tripulación. Vos debéis de ser un impostor.
¡Guardias, encerradle!

En ese mismo momento, Richard At Lea comprendió que había sido víctima de
un engaño; más que eso, de una terrible traición.

A quien había considerado un amigo no era más que un traidor, un vendido a la
causa de Juan sin Tierra.

Pero ahora, su triste realidad es que estaba en manos de un hombre sin
escrúpulos. Pero no sólo él, sino también su querida hija y todos sus bienes.

Richard At Lea lloró amargamente en su celda. Un triste Ilanto derramado por
quien se sentía el ser más infeliz y solo de la Tierra. Nunca unas lágrimas habían
sido muestra de un dolor tan hondo, de una desesperación tan profunda.

CAPÍTULO CINCO

LA PRIMERA ACCIÓN DE ROBIN


Tras la muerte de su padre, el joven Robin se vio sumido en la tristeza y en la
desolación. Aun sin sospechar la verdad, el heredero de Sherwood se sentía solo y
desgraciado, sin el padre con el que tanto compartía y del que tanto había
aprendido.

Intentando hacer algo por cambiar su triste estado de ánimo, decidió buscar la
compañía de las dos personas en las que más confiaba y a las que más cariño tenía:
Richard At Lea y su hija Mariana.

Se dirigió al castillo de los At Lea y, allí, uno de los sirvientes le informó de
que el conde había partido a Tierra Santa y que Mariana se encontraba en el
castillo de Hugo de Reinault, su tutor por decisión paterna.

Robin, extrañadísimo, comentó:

—¡En el castillo de Hugo de Reinault! ¡Qué raro! Ese caballero tiene fama de
ser un cruel prestamista que ha ido despojando de sus tierras a medio condado.
Además es el hermano de Robert, corregidor de Nottingham.

—¡Pero, señor, son sajones! –le dijo el sirviente de los At Lea.

—Aun siéndolo, no me fío de ellos —contestó Robin.

Robin abandonó el castillo del que fuera gran amigo de su padre y decidió
visitar a Hugo de Reinault para entrevistarse con Mariana.

—¿Qué os trae por aquí, señor Fitzwalter?

—Creo que vos sabéis dónde se encuentra el señor At Lea.

—Efectivamente. Mi amigo Richard At Lea —habló Hugo poniendo mucho
énfasis en las palabras "mi amigo"— me pidió prestado dinero para ir a Tierra
Santa. Y hacia allí se dirige gracias a mi ayuda.

—¿Y Mariana? ¿Podría hablar con ella? —preguntó Robin.

—Soy legalmente el tutor de Mariana y en este momento no podéis verla.

—¿Acaso tenéis miedo de que hable con ella? ¿Ocultáis algo, señor Hugo de
Reinault? —dijo Robin con tono acusador.

—¡No tengo nada que ocultar, señor Fitzwalter! Es mi palabra de caballero.
Ahora, váyase. No puedo perder más tiempo. ¡Soldados, acompañen al señor!

Y rodeado de un grupo de hombres armados, Robin abandonó el castillo de
Hugo de Reinault.

El señor de Reinault tuvo la impresión de que el joven Robin sospechaba algo.
Y lo mismo parecía ocurrir con Mariana. La joven había pronunciado algunas
palabras, en la conversación que los dos mantuvieron, que denotaban cierta
desconfianza hacia él y cierta extrañeza de que su padre hubiera tomado las
decisiones que parecía haber tomado.

Hugo de Reinault se tranquilizó a sí mismo. ¿Qué peligro podían suponer tanto
Robin como Mariana? Y al fin y al cabo, en el peor de los casos, serían sólo unas


pequeñas molestias a cambio de los grandes beneficios que iba a obtener de esta
operación.

Robin, desde su conversación con el señor de Reinault, no conseguía olvidarse
del asunto. Estaba cabizbajo, meditabundo, no hablaba con nadie y vagaba por los
caminos a lomos de su caballo.

Un día, en uno de esos paseos sin rumbo, Robin encontró a un grupo de
campesinos. Discutían airadamente y oyó voces de protesta contra los normandos.
Robin se acercó a ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó bajando de su caballo.

Uno de los siervos de Robin explicó a su señor que Feldon, un hombre al
servicio de Guy de Gisborne, había sufrido un terrible castigo por un hecho sin
importancia. Este castigo había consistido en dejarle sin comer, durante más de una
semana, a él y a su familia. El desgraciado Feldon, sumido en la más absoluta
desesperación, había cazado un ciervo para dar de comer a los suyos. Enterado
Guy de Gisborne, lo había apresado y condenado a muerte. Su mujer y sus dos
hijos serían azotados.

—¡Esto es intolerable! —gritó con indignación Robin—. Las leyes están para
cumplirlas. Feldon tiene derecho a cazar. El mismo derecho que el señor de
Gisborne. Iré a pedir cuentas a ese mezquino caballero.

—No lo hagáis, señor —le pidió con preocupación el campesino que le había
contado la triste historia de Feldon—. Guy de Gisborne está respaldado por el
príncipe Juan y no conseguiréis nada. Irá contra vos también. Es muy poderoso. No
vayáis.

—No os preocupéis, os lo ruego. No tengo ningún miedo a ese caballero que se
salta las leyes a su capricho. Avisa a todos mis soldados, que se queden en el
castillo y me esperen allí —dijo Robin mientras se alejaba con su caballo.

Robin se dirigió al castillo del señor de Gisbome dispuesto a todo por
conseguir que la ley se cumpliera. No podía consentir que un señor dispusiera de la
vida de un hombre. Daba igual que fuera normando o sajón. Era una vida humana
y, como tal, merecía respeto.

Estas enseñanzas de respeto y amor al prójimo las había recibido Robin de su
padre. "¡Ay, cuánto le echo de menos! ¡Cuánto podría haberme ayudado mi padre
en estas circunstancias y en otras que sin duda me deparará la vida! ¡Ni siquiera
cuento con el buen consejo del señor At Lea! ¡Qué solo estoy!" —pensaba Robin
mientras se dirigía a ver al señor de Gisborne.

Poco después llegaba a las puertas del castillo y pedía ser recibido por el señor
Mientras tanto, observó los preparativos que se realizaban para llevar a cabo la
ejecución de Feldon.


—Señor Fitzwalter, no sé qué hace un noble sajón bajo mi techo. Ya sé que
visitasteis a Hugo de Reinault, pero...

—Que, por cierto, también es noble sajón —le interrumpió irónicamente
Robin.

—¡Basta de bromas, joven! —dijo con crispación Guy de Gisborne—. Yo no
sé nada de Richard At Lea ni de su hija.

—No es ése el motivo de mi visita Vengo a impedir la muerte de su siervo, ese
pobre desdichado al que pensáis ejecutar por hacer uso de su derecho a cazar
¿Acaso habéis olvidado que la caza no es un privilegio normando según las leyes
de nuestro rey?

—¿Qué rey? —preguntó cínicamente Guy de Gisborne—. Yo sólo tengo un
rey, y es el príncipe Juan.

—Si es el príncipe Juan el que está detrás de esto, vos y él estáis violando las
leyes. No podéis matar a ese hombre ni torturar a su familia. ¡Que se suspenda la
ejecución! —gritó Robin.

—Meteos en vuestros asuntos, jovencito. La ejecución se Ilevará a cabo, ¡por
encima de vos si es preciso!

Robin se fue sin siquiera despedirse. Se dirigió a su castillo. Allí le aguardaban
sus hombres, preparados para lo que él dispusiera. La orden de Robin fue atacar la
fortaleza del señor de Gisborne para liberar a su vasallo Feldon.

Robin y sus hombres no tuvieron en cuenta ni su inferioridad numérica ni el
peligro que corrían. La sed de justicia a igualdad les hacía enfrentarse
valerosamente al enemigo.

Guy de Gisborne y sus soldados no esperaban el ataque. Fue un verdadero
asalto por sorpresa. Casi no hubo respuesta: no les dio tiempo a reaccionar, ni
siquiera a llegar a las armas.

Robin, con sus propias manos, liberó al desdichado Feldon, que no podía creer
lo que estaba viendo.

Una vez alcanzado su objetivo, Robin y Feldon en el mismo caballo, seguidos
por los hombres que habían hecho posible la victoria, se alejaron al galope. Más
tarde, pudieron respirar tranquilos en los aposentos del castillo de Sherwood.

Sólo había una cosa que entristecía a Robin: no haber podido salvar también a
la esposa y los dos hijos de Feldon de la crueldad del señor de Gisborne.

CAPÍTULO SEIS

EN EL BOSQUE DE SHERWOOD


Durante varios días, la calma y la paz reinaron en el castillo del conde de
Sherwood. La satisfacción por el deber cumplido era el sentimiento que compartía
Robin con sus hombres. El constante agradecimiento de Feldon era lo único que
hacía ensombrecer la alegría de Robin. Le hacía recordar los tormentos que podía
estar sufriendo la familia del que era ahora su más incondicional vasallo.

Pero Guy de Gisborne no había olvidado la terrible acción cometida por Robin.
Convocó una reunión con el príncipe Juan y sus más fieles seguidores, y allí
expuso los hechos ocurridos.

—Caballeros, nos hemos librado de Edward Fitzwalter y también de Richard
At Lea. Pero mientras ande suelto Robin, no nos dejará vivir tranquilos. Ese joven
es muy peligroso —dijo Guy de Gisborne.

—Estoy de acuerdo —intervino Hugo de Reinault—. Estoy seguro de que
sospecha algo sobre lo ocurrido con At Lea, y no cejará en su empeño hasta
averiguarlo. Conozco muy bien a ese joven sajón.

—Entonces, Guy de Gisborne, atacad su castillo —dijo el príncipe Juan—.
Todos colaboraremos con nuestros soldados. Además, ese joven es muy rico. Nos
quedaremos con su castillo, con sus tierras y con sus bienes. Nos repartiremos
todo.

Tomada la decisión, los caballeros se dispersaron. Pocos días después, según lo
convenido, un numeroso ejército, nutrido con hombres de diversa procedencia,
rodeaba el castillo de Sherwood, preparado para el asalto.

Por su parte, los hombres de Robin de Fitzwalter permanecían en sus puestos
día y noche. Todos ellos mantenían alto el ánimo. Estaban dispuestos a todo en
defensa de la ley, y con la seguridad y tranquilidad de espíritu que produce estar
cargado de razón.

Después de un mes de asedio al castillo de Sherwood, las frecuentes
escaramuzas no supusieron ninguna rotunda victoria para los atacantes ni ninguna
sonada derrota para los atacados.

Aparte del agotamiento que empezaba a hacer mella en las tropas atacantes,
esta expedición empezó a ser duramente criticada por numerosos nobles, tanto
sajones como normandos. Todos sospechaban que el príncipe respaldaba tal
acción. Todos sabían perfectamente quiénes eran Guy de Gisborne y el pequeño a
influyente grupo que rodeaba a Juan sin Tierra.

Se convocó una nueva reunión para discutir qué era lo más conveniente, dadas
las actuates circunstancias.

Como en otras ocasiones, Hugo de Reinault fue el que aportó la idea más
diabólica para acabar con aquella situación.

—Señores, creo que se debe enviar un mensajero que anuncie el perdón a
Feldon y a los que, como él, se refugiaron en el castillo. . .


—¡Pero estáis loco, Hugo! —interrumpió con furia Guy de Gisborne.

—¡Calma, escuchadme! Debéis ordenar el perdón de Feldon y de todos
vuestros vasallos que han ido engrosando las filas de Robin. Mandad que todas las
mujeres a hijos de los rebeldes sean llevados a las murallas del castillo. Si esos
rebeldes no aceptan el perdón que les concedéis, sus familias serán ejecutadas. Os
aseguro que las esposas convencerán por sí mismas a sus maridos.

—Sois un verdadero genio, Hugo —exclamó Guy de Gisborne.

Los acontecimientos se desarrollaron tal y como había previsto el astuto Hugo
de Reinault. Un mensajero anunció las condiciones a las puertas del castillo de
Sherwood.

Cuando los desertores del señor de Gisborne vieron a sus esposas y a sus hijos
pidiéndoles que depusieran su actitud para salvarse, no tuvieron fuerza moral para
mantener la lucha.

El primero en enternecerse fue Feldon.

—Señor Fitzwalter, he de ir con los míos. Aunque todo sea una patraña,
aunque luego me maten, debo intentar salvarlos.

—Nosotros lo seguiremos —dijeron otros.

Robin intentó convencerlos de que no lo hicieran, de que sin duda era una
trampa.

—No sólo ajusticiarán a vuestras familias, sino a vosotros mismos. El señor de
Gisborne no olvida. Nunca os perdonará —les decía Robin.

Todo fue inútil. Los hombres no podían dejar de oír las voces de sus esposas.
Se les rompía el corazón.

Pronto, los primeros en salir pudieron estrechar a los suyos sin que les
ocurriera nada. Muchos siguieron su ejemplo.

Robin se quedó con un puñado de hombres. Así no podían seguir resistiendo
en el castillo sitiado.

—Tenemos que salir de aquí para salvar nuestras vidas —les dijo a sus
hombres—. Pero no nos entregaremos al enemigo. Iremos al bosque de Sherwood.
Lo conozco como la palma de mi mano. No se atreverán a internarse en él. Os lo
aseguro.

Aprovecharon la noche para salir sigilosamente por la puerta trasera del
castillo. A los pocos minutos entraban en el bosque, un refugio seguro.

A la mañana siguiente, los hombres de Guy de Gisborne descubrieron lo
sucedido.

—¡Han escapado! —gritó uno de los soldados.

Las huellas les condujerron hasta el cercano bosque de Sherwood.

La noticia fue comunicada rápidamente al señor Guy de Gisborne, que se
encontraba acompañado de Hugo de Reinault


—¡Maldito sea! ¡Ha conseguido escapar! ¿Qué podemos hacer para darle su
merecido, Hugo?

—Nada por el momento. Ahora, Robin ya no es un peligro. Está recluido en el
bosque. Sherwood es su prisión. Si sale de ahí, caerá en nuestras manos.

—Es cierto, Hugo. Ya no hay nada que temer: Pediremos al principe que lo
declare proscrito, un ciudadano fuera de la ley. A él y a sus hombres, por supuesto.

—Brindemos, amigo, por las ganancias obtenidas: tierras, dinero, un castillo...
Hay mucho para repartir entre todos —dijo el interesado Reinault.

Mientras tanto, Robin reflexionaba en Sherwood sobre todo lo que había
ocurrido. No se arrepentía de nada. Volvería a actuar de la misma manera otra vez.
Pero estaba preocupado: ¿Cuánto tiempo pasaría sin que pudieran salir del bosque
de Sherwood? ¿Qué les habría ocurrido a Feldon y a los demás?

A los pocos días recibieron la visita de un pastor que había descubierto un
camino sin vigilancia por el que llegar al bosque.

El pastor les contó que Feldon y cinco hombres más habían sido ejecutados.
Todos los demás habían recibido crueles castigos y sus familias se morían de
hambre.

—¡Lo sabía! No deberían haber creído al mensajero del señor de Gisborne —
se lamentó Robin.

—Todos los que viven están arrepentidos de lo que hicieron, Robin —dijo el
pastor—. La gente de la comarca admira vuestro comportamiento y quiere
ayudaros. ¿Qué podemos hacer?

—Necesitamos más hombres y comida —dijo Robin—.

El pastor cumplió su promesa. Fue reclutando hombres jóvenes y les hizo
llegar alimentos.

El grupo del bosque de Sherwood era ya bastante numeroso. Todos sus
miembros juraron lealtad a Robin y se sentían orgullosos de estar a las órdenes del
hombre más íntegro y justo del reino: Robin Hood —así apodado por la
característica capucha que siempre lucía en su cabeza—. El hijo de Edward
Fitzwalter

CAPÍTULO SIETE

LA ORGANIZACIÓN EN SHERWOOD

Poco a poco, el asentamiento en el bosque de Sherwood fue adecuándose a las
necesidades de los que allí se encontraban. Primero construyeron chozas que les
servían de cobijo y, cuando los días se hicieron más fríos, bien entrado el otoño, se
vieron obligados a dotarlas de chimeneas para proporcionarse calor

Aun así, las ropas de Robin y sus hombres fueron convirtiéndose en auténticos
harapos, y carecían de mantas con las que abrigarse durante la noche.

Robin decidió que había que solucionar este grave problema. Para ello era
necesario ir a la ciudad y conseguir lo que necesitaban. Ninguno de los hombres de
Robin estaba dispuesto a correr ese riesgo. Preferían seguir soportando el frío y las
calamidades que padecían.

—Yo iré a Nottingham —dijo Robin—. Me disfrazaré de mendigo y traeré lo
que necesitamos.

A pesar de que todos intentaron disuadirle, Robin estaba decidido y se puso en
camino.

Llegó a Nottingham muy cansado. Sólo contaba con un puñado de monedas de
escaso valor que había ido consiguiendo como limosna por el camino.

Entró en la tienda de un mercader y allí eligió ropa y calzado para todos. No
sabía cómo arreglárselas para pagan Siguió mirando y mirando para darse tiempo
hasta que se le ocurriera algo. De pronto descubrió una alfombra que le resultó
familiar. Era una gran alfombra del castillo de su padre.

Un montón de recuerdos de su infancia se agolparon en su mente: su madre, su
padre. . . Él y Mariana jugando sobre aqueIla preciosa alfombra... No pudo evitar
que se le hiciera un nudo en la garganta y que sus ojos se llenaran de lágrimas.

—A ver, joven, son cuarenta libras —dijo el mercader con brusquedad.

Esas palabras sacaron a Robin de su ensimismamiento.

—Le doy estas monedas. Son todo cuanto tengo. Dentro de unos días le pagaré
el resto.

—De ninguna manera. Yo sólo vendo al contado. No me fío de nadie.

—De alguien habrá tenido que fiarse, señor, cuando tiene una alfombra que
perteneció a una familia a la que yo conocí hace tiempo. Sus bienes están
confiscados y, portanto, esa alfombra ha tenido que ser robada—dijo Robin
pícaramente.

AI mercader no le gustó nada lo que acababa de oír. Pensó que aquel
muchacho podía ser un enviado del príncipe Juan. Si lo denunciaban, lo ahorcanán.
Era mucho lo que tenía que ocultar

—Si esto queda entre nosotros —propuso el mercader a Robin—, te dejo que
te lleves lo que has elegido y te regalo esa alfombra

Robin no abrió la boca, y el mercader se vio obligado a seguir ofreciendo cosas
intentando satisfacerle:

—Te daré también dos toneles de vino... y... dos sacos de harina.

—¿Cómo podré transportar todas esas cosas? —preguntó por fin Robin.

—Te llevarás ese caballo que está ahí. Pero no me denuncies, por Dios.


—Ándate con cuidado, mercader. La próxima vez puedes correr peor suerte.

Y Robin se fue con un caballo nuevo y con toda la mercancía.

En Sherwood, la alegría desbordó a todos cuando lo vieron aparecer sano y
salvo y con aquel cargamento.

Robin colocó la preciosa y lujosa alfombra en su pobre choza. Ahora tendría
un recuerdo de su feliz infancia.

Los días transcurrían plácidamente en Sherwood. Cazaban venados y
recolectaban frutos pares alimentarse, recogían leña para procurarse calor y, de vez
en cuando, recibían la visita de alguna persona del lugar que les traía algo de
comida a veces como muestra de simpatía, o pidiendo su ayuda para que
intervinieran ante los frecuentes abusos de poder que cometían algunos caballeros.

Cada vez se hicieron más frecuentes las acciones de Robin y sus hombres fuera
del refugio del bosque de Sherwood. Se trataba siempre de actos en defensa de
vasallos perseguidos por los barones normandos o incluso en ayuda de caballeros
sajones, despojados constantemente de tierras y bienes por los ambiciosos secuaces
del príncipe Juan.

Dado que Robin y sus hombres se veían obligados a intervenir en numerosas
ocasiones, debían organizarse. Aun fuera de la ley, era necesario que todos
tuvieran claro cómo actuar en cada caso y qué propósitos perseguían.
Para ello, Robin creyó conveniente poner unas normas que todos cumplieran
por igual.
Movido por este deseo, un día Robin reunió a sus hombres y les comunicó sus
planes:
—Compañeros, cada día son más las personas que acuden a nosotros en busca
de auxilio. Como sabéis, estamos declarados proscritos. Efectivamente, no
acatamos las normas del príncipe Juan, ni nunca lo haremos. En cambio, sí
acatamos las leyes divinas y las tendremos siempre presentes. Serán nuestra
verdadera guía. Nuestro fin ha de ser hacer el bien: socorrer a pobres y necesitados,
luchar contra cualquier injusticia, respetar a mujeres, niños y ancianos, y atacar
sólo en defensa propia.

Tras los calurosos aplausos con los que mostraron su total adhesión a las
palabras de Robin, todos los hombres juraron cumplir aquellos principios.

Paulatinamente, el número de miembros de la banda de Robin había ido
aumentando de manera considerable. Unas veces se unía a ellos algún joven que
había presenciado una gloriosa acción; en otras ocasiones eran personas que
penetraban en el bosque y pedían ser admitidas y, en todos los casos, eran gentes
orgullosas de poder pertenecer al valeroso ejército de Robin Hood.

Entre los numerosos compañeros de Robin, había dos con los que se sentía
especialmente identificado: John Mansfield y Much.


John Mansfield, al que todos llamaban Johnny, era un gran hombretón, alto y
robusto. Estaba dotado de una fuerza sobrehumana y el mismo Robin había tenido
oportunidad de comprobarlo en sus propias carnes.

Fue el día en que se conocieron. Robin, seguido de sus hombres en fila india,
atravesaba un angosto puente sobre un río. Por el otro extremo avanzaba un
desconocido. Como era imposible pasar a la vez en less dos direcciones, Robin le
gritó que retrocediera. El bravo desconocido se negó a ser él quien lo hiciera, y se
enzarzaron en una pelea. Robin fue derribado por aquella fuerza de la naturaleza.
Aquel hombre era John Mansfield. Huía de los normandos, que le habían
despojado de sus tierras, a iba en busca de Robin Hood para unirse a su banda. Su
sorpresa fue mayúscula al descubrir que tenía a Robin ante él: el mismo al que
había hecho besar el suelo.

Much, el otro hombre de confianza de Robin, era de baja estatura y escasa
corpulencia. Lo contrario de lo que significa su nombre en inglés: "mucho".

Robin conoció a Much ante las ruinas de un molino. El hombre estaba con la
cabeza agachada y la mirada perdida Robin se presentó. AI oír su nombre, el
desconocido reaccionó y, entre lágrimas, le contó que soldados de Ralph de
Bellamy llegaron en busca de trigo. Les dio cuanto tenía. Pero les pareció poco y le
acusaron de estar guardando alguna cantidad para los proscritos. Quemaron el
molino con su mujer y sus dos hijos dentro.

Much se sumó a la banda, donde encontró una nueva families

CAPÍTULO OCHO

DIVERTIDAS AVENTURAS
DE ROBIN ROOD

A pesar de los tristes acontecimientos que desencadenaron la existencia del
grupo refugiado en Sherwood, la vida allí había ido normalizándose. Muchas
familias habían logrado reunirse. Incluso muchos niños habían venido al mundo en
aquel bosque.Además, todos se sentían miembros de una gran familia y todos se
ocupaban de todos.

Recientemente se había incorporado a la banda el padre Tuck. Era un fraile que
había vivido siempre solo, retirado en el campo. Muchas personas, tanto nobles
como plebeyas, acudían a él con frecuencia a pedirle consejo. Su influencia en las
gentes y su apoyo personal a los principios que defendían los proscritos de
Sherwood, hicieron que las autoridades del príncipe Juan dictaran orden de captura
contra él. Esto obligó al buen fraile a refugiarse también en Sherwood. Allí, sus
aportaciones fueron muy importantes. No sólo celebraba misa todos los domingos,


sino que unió a varias parejas en matrimonio, bautizó a muchos niños, se ocupaba
de la educación de pequeños y mayores y, como tenía conocimientos de medicina,
cuidaba de la salud de todos.

Aunque la vida cotidiana en Sherwood no era fácil, también había momentos
para la diversión. Uno de ellos, quizá el más célebre, fue el día en el que Robin y
algunos de sus hombres acudieron a un torneo de tiro con arco que se celebraba en
una ciudad próxima.

Robin y los suyos se habían convertido en verdaderos expertos en el manejo
del arco: única arma disponible en su refugio del bosque.

Todos los premios del torneo los acaparó el grupo de Sherwood. Finalmente, la
última prueba, recompensada con una bolsa de monedas de oro, la superó sin
dificultad Robin Hood para asombro de todos los presentes.

Cuando el alcalde de la ciudad entregó el premio al vencedor, le preguntó su
nombre. Robin, vestido como un caballero y sin su típica capucha, contestó:

—Mi nombre es Robin Hood.

La carcajada fue general. Cuando las risas cesaron, el alcalde volvió a
preguntar al ganador por su nombre.

—Señor, ya os lo he dicho. Mi nombre es Robin Hood.

El alcalde comprendió entonces que el desconocido no estaba bromeando.
Llamó a gritos a sus soldados para que lo apresaran. Pero era demasiado tarde.
Robin y los suyos habían huido a todo galope en sus caballos.

Otra de las más famosas y animadas aventuras de Robin, que demuestra su
afán de diversión y su buen humor, comenzó un día cuando encontró en un camino
a un anciano alfarero que iba a la ciudad de Nottingham a vender su mercancía

El anciano se mareó y cayó al suelo. Robin se acercó a reanimarlo. Le dijo
quién era y le ofreció quedarse en el bosque de Sherwood. Mientras, él mismo iría
al mercado y le traería el dinero de la mercancía que vendiese.

—Gracias, Robin. Puedo confirmar que lo que he oído sobre vos es cierto.
Necesito el dinero para la boda de mi hija, pero está claro que no puedo continuar
hasta Nottingham. Acepto vuestro favor y descansaré en Sherwood. Os advierto
que hay una vajilla de oro muy valiosa entre los objetos de la carreta.

Robin llegó a la ciudad y pronto consiguió vender todo, ya que tanto la
mercancía como los precios resultaron muy atractivos para las gentes. Sólo se
reservó la vajilla de oro porque le rondaba una idea en la cabeza.

El interés de los objetos ofrecidos por el mercader llegó a oídos del corregidor
Robert de Reinault, quien lo llamó a su palacio. Eso era, precisamente, lo que
Robin tenía previsto.

Cuando el mercader traspasó las puertas de la mansión del corregidor ya nada
quedaba de su mercancía, salvo la valiosa vajilla. Así se lo comunicó al señor, a
quien por respeto al cargo que ostentaba se la ofreció como regalo.


Robert de Reinault, con ojos codiciosos, aceptó el obsequio e invitó al
generoso mercader a cenar en su palacio aquella noche.

Hugo de Reinault, huésped de su hermano por aquellos días, también estaría
presente en el banquete.

Robin obtuvo interesante información, que era lo que pretendía, en el palacio
de Robert de Reinault. Supo que el precio por su captura o muerte era ya
elevadísimo. Supo también que se preparaba una incursión a Sherwood, dirigida
por Guy de Gisbome.

Tras la cena y el insistente agradecimiento, el humilde mercader se despidió de
los hermanos Reinault y abandonó la ciudad. Por la mañana, los sirvientes del
corregidor encontraron un pergamino con el siguiente mensaje:

"Robin Hood da sus más sinceras gracias al corregidor
y a su ilustre hermano.
Y queda a la espera de poderles corresponder de la
misma forma en el bosque de Sherwood!”


La cólera de los hermanos Reinault fue mayúscula. Los dos juraron odio eterno
a Robin Hood y no descansar hasta verle muerto.

Robin llegó a Sherwood muy satisfecho por haber quedado al corriente de lo
que se tramaba contra ellos y, así, tener tiempo para prepararse.

El pobre alfarero había muerto. Había dejado el nombre y la dirección de su
hija, a la que poco después le fue entregado el dinero obtenido por la mercancía.

Unos días más tarde, los vigías de Sherwood vieron avanzar a los soldados de
Guy de Gisbome. Corrieron a avisar a Robin Hood y éste dio las órdenes
convenientes: se trataba de que todos permanecieran escondidos pacientemente en
la espesura. No debían hacer ningún ruido

Los soldados se internaron en el bosque, pero ni rastro de Robin Hood y los
suyos. El más absoluto silencio los acompañaba en la búsqueda. Llegó la noche y
se detuvieron en un claro. Allí hicieron una gran hoguera y establecieron los turnos
de vigilancia.

AI amor del fuego, los hombres empezaron a charlar de forma animada.
Cuando callaban, oían sobrecogidos los ruidos del bosque. Aquello les hacía seguir
despiertos a pesar del cansancio que sentían tras la dura jornada.

La conversación iba decayendo y muchos empezaban a quedarse adormecidos,
rendidos por el sueño. Era ya bien entrada la madrugada.

De pronto empezaron a oírse extraños ruidos, y los intranquilos hombres de
Gisborne se despertaron sobresaltados. AI poco vieron entre los árboles unas
sombras blancas semejantes a duendes o fantasmas. Espantosas carcajadas, que
parecían salir de ultratumba, acompañaban estas terron'ficas visiones.


Los hombres, bien juntos, con los pelos de punta y temblando de pavor,
tuvieron que sufrir aún que un grupo de estos fantasmas se abalanzaran sobre ellos
y empezaran a molerles a palos.

Los confundidos soldados huyeron despavoridos en medio de la oscuridad de
la noche y deambularon por el bosque hasta que, al amanecer, lograron alcanzar la
salida.

Sobra explicar que los fantasmas venidos del otro mundo eran Robin y sus
hombres. Todo había sido una genial idea del héroe de Sherwood.

El suceso corrió como la pólvora por toda la comarca. Y la expedición de
Gisborne fue motivo de burla para las gentes del lugar.

CAPÍTULO NUEVE

LLEGAN NOTICIAS SOBRE EL REY

Había pasado mucho tiempo desde que Ricardo Corazón de León partiera a las
Cruzadas. Inglaterra había cambiado mucho bajo la regencia del príncipe Juan y no
se tenían noticias del rey

Cuando todos pensaban que habría muerto en la lucha contra los infieles, se
supo que el legítimo rey de Inglaterra estaba vivo, aunque prisionero del rey
Enrique de Alemania.

Ricardo Corazón de León fue detenido por soldados de Leopoldo de Austria y
posteriormente entregado al rey alemán. En el momento de su detención iba
acompañado de su buen amigo el príncipe David de Huntington, futuro rey de
Escocia, conocido como sir Kenneth.

Sir Kenneth intentó defender a su rey y cayó gravemente herido. Los soldados
austríacos prendieron a Ricardo y abandonaron a su amigo, dándolo por muerto.

Sin embargo, sir Kenneth se salvó gracias a un campesino que lo encontró y lo
llevó a su choza, donde se restableció por completo.

Consciente de la gravedad del asunto, sir Kenneth, nada más recuperarse,
centró todos sus esfuerzos en conseguir la liberación del rey Ricardo. Por ello, se
dirigió a Roma para interceder ante el Sumo Pontífice.

Allí se enteró de que Ricardo no estaba en Austria, sino en Alemania, y que el
rey Enrique había pedido un fuerte rescate por su liberación.

En efecto, a la corte inglesa había llegado un mensaje del rey alemán en el que
se daba cuenta del cautiverio de Ricardo Corazón de León y de la suma exigida
para su puesta en libertad.

Juan sin Tierra, ante la reina madre y la esposa de su hermano, declaró que
pondría todo su empeño en recaudar fondos, por medio de más impuestos, para


salvar a Ricardo, ya que las arcas del reino no disponían de esa exorbitante
cantidad.

—Yo venderé mis joyas, Juan —dijo la reina madre—, para restituir en su
trono al legítimo rey de Inglaterra. En cuanto a la recaudación de impuestos, sólo
te pido que no se haga recaer todo el esfuerzo sobre los humildes. Son los señores,
normandos y sajones, los que más deben y pueden aportar

Toda Inglaterra condenó sin reservas la acción del rey alemán. En general, la
gente del pueblo fue la que se sintió más afectada. Veía alejarse la posibilidad de
que cambiara su situación con la vuelta del buen rey.

Comenzó por todo el país la recaudación de impuestos en favor de Ricardo
Corazón de León. Era la gente humilde la que pagaba con mayor satisfacción.
Sentía que colaboraba con una causa justa. Tenía la certeza de que su suerte
cambiaría si se conseguía la liberación del rey.

Se logró recoger una suma respetable entre los impuestos y la venta de las
joyas de la reina. Aun así, no se alcanzaba la cantidad exigida por el rey Enrique.

Juan sin Tierra, reunido con sus incondicionales, no tenía dudas sobre los
pasos que se habían de dar.

—Se seguirán recaudando impuestos en favor de mi hermano, pero ese dinero
jamás llegará al rey alemán. Ricardo no conseguirá nunca su libertad.

Pasó el tiempo y la gente empezó a cansarse de pagar tributos bajo el pretexto
de liberar al rey. Había un hecho claro: el rey seguía cautivo. El príncipe Juan no
daba explicaciones a nadie y existían serias dudas sobre sus verdaderas
intenciones.

La reina madre comenzó a dudar de la labor que estaba realizando el príncipe
para liberar al rey. Algunos rumores que habían llegado a sus oídos y su propia
intuición le decían que Juan sin Tierra prestaría un flaco servicio al desdichado
Ricardo.

Así pues, mandó a lady Edith que viajara a Escocia y esperara allí a su
prometido David de Huntington, del que desconocían su paradero.

—Quizá desde Escocia tengáis que prestarnos ayuda si Juan Ilega a usurpar la
corona a su hermano —dijo la reina madre—. Berengaria permanecerá conmigo a
la espera de acontecimientos.

Mientras tanto, David de Huntington, sir Kenneth, consiguió que el Papa
mediara ante el rey Enrique para que Ricardo Corazón de León fuese liberado.

El rey alemán recibió una dura reprimenda del Pontífice y no pudo negarse a
obedecer El rey de Inglaterra quedó libre a pesar de que su propio hermano había
intentado evitarlo.

A los pocos días, Ricardo y sir Kenneth se reunían emocionados en Roma.


Tras un efusivo abrazo, el rey pidió a su amigo que le contara todo lo que
supiera de Inglaterra,

—Majestad, envié a un mensajero y tengo noticias recientes. La reina madre y
vuestra esposa se encuentran bien. Vuestra prima Edith me espera en Escocia. . .

—Espléndido. Todo son buenas noticias —interrumpió Ricardo.

—Siento, señor, tener que daros otras no tan buenas. Nada, nada buenas —dijo
sir Kenneth con tristeza—. Habréis de saber que vuestro hermano se ha repartido
con sus hombres de confianza el dinero recaudado para vuestro rescate.

—Entonces, ¿he sido liberado sin haber satisfecho las condiciones que exigía
el rey Enrique?

—En efecto, así es. Gracias a la intervención papal.

—Continuad, sir Kenneth, os lo ruego. Me interesa saber todo lo que ocurre en
mi añorada Inglaterra.

—Majestad, en todo este tiempo que lleváis fuera, los abusos del príncipe y sus
barones han hecho que proliferen de nuevo las revueltas. Incluso existe una banda
de proscritos que ataca constantemente a los intereses de vuestro hermano. Se
oculta en el bosque de Sherwood y el jefe es conocido como Robin Hood.

—¿Robin Hood? ¿No será Robin Fitzwalter? —preguntó el rey extrañado.

—Creo que es él, señor.

—¡El hijo del conde de Sherwood! ¡El amigo de Richard At Lea! ¡Dos
caballeros de gran lealtad hacia mi persona! ¿Qué puede haber ocurrido para que
Robin esté actuando fuera de la ley?

—La ley, señor, ha dejado de existir en Inglaterra. Lo único que importa es el
interés personal del príncipe y sus hombres de confianza.

—Sir Kenneth, nadie debe saber que he sido liberado. Regresaré a Inglaterra
de incógnito para conocer por mí mismo lo que está ocurriendo.

—Me parece una sabia decisión, majestad. Os acompañaré.

—Gracias, amigo. Pero vos iréis a Escocia y seréis coronado rey. Tal vez
necesite de vuestra ayuda.

—Podéis contar conmigo para lo que preciséis en todo momento, señor.

Los dos amigos se despidieron fundiéndose en un fuerte abrazo. Muy pronto,
cada uno de ellos estaría en su respectivo país.

CAPÍTULO DIEZ

MARIANA

Había pasado mucho tiempo desde que Mariana At Lea fuera trasladada al
castillo de Hugo de Reinault. Ella no había sabido nada de la visita de Robin. Sólo


sabía que su padre había ido a Tierra Santa y que, en la actualidad, el señor de
Reinault era su tutor.

Aunque no gozaba de sus simpatías, Mariana pensaba que si su padre había
confiado en él, tendría razones para ello. Por eso se limitó a esperar. Pasaba sus
días leyendo y realizando alguna labor, recluida en sus aposentos, sin contacto con
nadie.

Una tarde, el señor Hugo de Reinault subió a verla y le dio la triste noticia de
que el barco de su padre había naufragado. Nada se sabía de él.

Mariana enjugó sus lágrimas y recibió el pésame del señor de Reinault.

—Gracias, señor. Sé que apreciabais a mi padre. Él también os quería y
confiaba mucho en vos.

Hugo de Reinault creyó conveniente aprovechar la oportunidad para hablar con
Mariana de su futuro. La joven estaba a punto de ser mayor de edad y, cuando esto
sucediera, él perdená la ocasión de poder influir en sus decisiones y seguir
administrando sus bienes.

—Querida Mariana, ya sé cómo os sentís. Pero tenéis que reponeros. La vida
sigue. Debéis ir pensando en casaros. . .

—¿Casarme? No pienso hacerlo de momento. Además, en los documentos que
me habéis mostrado, mi padre pedía que yo ingresara en un convento hasta que él
volviera.

—Vuestro padre no volverá, Mariana... Bueno, es improbable que vuelva. Yo
soy vuestro tutor y, entre mis obligaciones, entiendo que está el preocuparme por
vuestro futuro.

—Gracias, señor de Reinault. Pero, por ahora, el matrimonio no entra en mis
planes —dijo Mariana con gran seguridad.

"Ya haré yo que cambies esos planes, joven estúpida" —se fue pensando el
ambicioso caballero.

Hugo de Reinault tenía ya todo decidido en relación con Mariana. La casaría
con el señor Ralph de Bellamy, barón adepto a Juan sin Tierra.

Pocos días después de producirse la conversación con la joven At Lea, Hugo
visitaba al barón de Bellamy en su castillo y le comunicaba sus proyectos.

Ralph de Bellamy, tan codicioso como su amigo, consideró que era una
magnífica oportunidad para negociar las condiciones de este interesante
ofrecimiento. No estaba dispuesto a aceptar una esposa sin obtener unos buenos
beneficios. Además, las propiedades y bienes de los At Lea no eran nada
despreciables.

Tras un largo regateo, como si de una mera transacción comercial se tratara,
los dos caballeros llegaron, por fin, a un acuerdo. Ralph de Bellamy recibiría dos
tercios del patrimonio de la joven. El otro tercio quedaría en manos de Hugo.


Por su parte, Ralph de Bellamy quedaba comprometido a colaborar, con un
gran número de hombres armados, en la nueva expedición al bosque de Sherwood
que estaban preparando los hermanos Reinault y Guy de Gisborne.

A pesar del gran sigilo con que fueron llevadas estas negociaciones, Robin,
que tenía amigos dispuestos a informarle por todas partes, consiguió enterarse de lo
que se tramaba. Sólo tenía que esperar a entrar en acción para salvar a Mariana y
dar su merecido a esos caballeros sin escrúpulos que actuaban como auténticos
bribones.

Hugo de Reinault decidió que fuera Guy de Gisborne el encargado de trasladar
a Mariana hasta el castillo de Ralph de Bellamy, donde se celebraría el
matrimonio. Irían protegidos por una fuerte escolta. Todo había de hacerse con
rapidez, ya que faltaban apenas dos meses para que la joven llegara a su mayoría
de edad. Nada podia fallar.

Llegó el día señalado, y Guy de Gisborne y Hugo de Reinault entraron en las
dependencias reservadas a la joven.

—Marian y, hoy iréis a conocer a vuestro pretendiente: el barón Ralph de
Bellamy

—iCómo? ¿El señor de Bellamy? —preguntó incrédula—.Nunca será mi
esposo. No me interesa conocerlo. Su fama en toda la comarca es suficiente pares
mí. No quiero casarme, ¡y menos con ese cruel caballero! Ingresaré en un
convento. Ése es mi deseo.

—Os casaréis con Ralph de Bellamy, queráis o no queráis —gritó con
violencia el señor de Reinault.

—Vamos, Mariana— intervino Guy de Gisborne—. Yo os conduciré al castillo
de vuestro prometido. Conmigo estaréis a salvo.

—La bodas se celebrará dentro de tres días —anunció Hugo de Reinault—. Yo
saldré mañana. Seré vuestro padrino, como me corresponde.

Mariana no pudo oponerse más. Se vio obligada a obedecer. En ese momento
entendió quién era en realidad el señor de Reinault Su amistad con Guy de
Gisbome despejaba cualquier duda Éste siempre había sido un claro partidario del
príncipe Juan. Seguramente, su padre desconocía este importante detalle. Ahora
estaba segura de que ese caballero estaba implicado también en su muerte.

Mariana era conducida sin remedio a casarse con un miembro de este grupo.
Para ella era terrible por lo que significaba de traición a su padre y al legítimo rty
de Inglaterra, Ricardo Corazón de León.

Comenzaba ya a atardecer cuando la comitiva de Guy de Gisbome se vio
interceptada por un grupo de hombres. El caballero dio orden de retroceder hasta la
aldea que acababan de dejar atrás. Unos metros más allá, otro grupo, encabezado
por Robin Hood, le aguardaba Lleno de furia se dirigió, lanza en ristre y a todo


galope, contra él. Robin esquivó la embestida y Guy de Gisbome rodó por el suelo.
Se incorporó con rapidez y, empuñando su espada, se acercó con paso decidido
hasta el héroe de Sherwood. Robin le esperaba pacientemente blandiendo su
poderosa arma.

El duelo fue un verdadero espectáculo para todos los presentes. Ambos eran
hábiles y valientes luchadores y utilizaron todos sus recursos.

Guy de Gisborne combatía en mejores condiciones, ya que su armadura lo
hacía prácticamente invulnerable. Pero, precisamente, de esto logró sacar partido
Robin. Él estaba más desprotegido, pero tenía mayor libertad de movimientos. Con
su gran destreza consiguió acertar con su espada en los escasos flancos sin
guarecer que presentaba su enemigo.

Robin hirió gravemente a Guy de Gisborne. ÉI, en cambio, sólo sufrió
pequeños rasguños.

Cuando los hombres de Gisborne vieron a su jefe tendido en el suelo y con
heridas tan considerables, lo recogieron y emprendieron la huida, sin ocuparse de
Mariana At Lea, principal objetivo de su misión.

Mariana, después de tanto tiempo, no había reconocido a Robin durante el
combate. Grande fue su sorpresa al reconocer al amigo de su infancia en aquel
paraje.

Los dos se abrazaron con cariño y se encaminaron a Sherwood. Allí tuvieron
una larguísima conversación. Los jóvenes se contaron todo lo que sabían sobre los
sucesos ocurridos en el país durante los últimos años y se confesaron sus sospechas
y certezas.

Mariana se quedó a vivir en el bosque de Sherwood. Empezó a ayudar al padre
Tuck. En poco tiempo se ganó el corazón de los niños y de todos los allí
refugiados.

CAPÍTULO ONCE

UNA DOBLE LIBERACION

Robin y Mariana aprovechaban los ratos libres para pasear por el bosque, a pie

o a caballo, y disfrutar de las maraviIlas de la naturaleza. Mariana también
practicaba con el arco y logró convertirse en una experta tiradora. Pero una noticia
vino a cambiar la tranquilidad de Sherwood.
Una persona de la ciudad de Nottingham vino a informar a Robin de que se
preparaba un nuevo ataque contra él. La expedición estaba organizada por los
hermanos Reinault y en ella participarían Ralph de Bellamy, el frustrado
pretendiente de Mariana, y Guy de Gisborne, ya restablecido de sus heridas.


Robin hizo sonar inmediatamente el cuerno de caza con el que convocaba a sus
hombres bajo el roble centenario. Era necesario que conocieran detalles sobre esta
ofensiva. Sabía que esta vez sus enemigos prepararían a conciencia la incursión en
Sherwood. Ellos tendrían que organizarse y repeler la agresión. Estaba claro que
los atacantes no habrían olvidado las numerosas humiIlaciones y querrían vengarse
de una vez por todas. Robin y los suyos sabían que la situación era delicada.

Robin decidió que uno de los suyos debería infiltrarse en el castillo de Hugo de
Reinault para obtener información de primera mano. El elegido para esta misión
fue Much, hombre de absoluta confianza de Robin y que, por su aspecto, bien
podná hacerse pasar por sirviente en la casa del noble.

Much llegó a la ciudad y se presentó en el castillo del señor de Reinault bajo el
pretexto de ser sobrino de uno de los cocineros, que a la sazón se encontraba
realizando compras en una feria cercana. Todo salió a la perfección y Much
consiguió llegar hasta las cocinas del caballero sin obstáculo alguno.

El impostor se movió sin problemas por el castillo. Entabló conversación con
todos los sirvientes y logró sonsacarles valiosos datos. Además, tuvo la gran suerte
de ser el encargado de retirar la vajilla de la cena de gala que ofrecía Hugo de
Reinault aquella noche a sus distinguidos invitados.

Aunque Much sólo podía oír retazos de conversación, los datos que obtenía
eran una preciosa información para él y los suyos.

—Yo aportaré cien hombres —dijo el señor de Bellamy.

—Yo, unos noventa —añadió Robert de Reinault.

Much entraba y salía. Tenía que actuar con cautela para no dar lugar a ninguna
sospecha que pudiera dar al traste con sus planes. Estaba retirando las copas,
cuando oyó el plan que exponía el señor Hugo de Reinault a sus amigos.

—Dividiremos el bosque en distintas zonas. Cada grupo de hombres realizará
la batida en la parte que le corresponde. Todos nos encontraremos posteriormente
en lo más intrincado del bosque, donde se supone que Robin Hood tiene su
campamento. Así, quedará completamente rodeado.

Mientras Guy de Gisborne oía con atención a Hugo de Reinault, reparó en la
presencia de Much, que en ese momento seguía retirando las copas de vino de la
mesa.

"¿A quién me recuerda este criado?" —pensó el caballero—. "¡Ya lo tengo!
¡Es él! Es uno de los hombres de Robin. Lo recuerdo con claridad. Estaba allí el
día de nuestro duelo. Lo recuerdo por su pequeña estatura. Es inconfundiblé”.

Guy de Gisborne tomó uná rápida decisión. Aprovechó la salida de Much para
llamar a los dos centinelas apostados en la puerta de la sala, a los que murmuró
unas palabras al oído. Much volvió con unas grandes fuentes de fruta y las dispuso
sobre la mesa. Después abandonó la sala dispuesto a huir del castillo. No quería
tentar más a la suerte.


Cuando se disponía a atravesar las puertas del castillo, Much fue apresado y
conducido ante la presencia de los caballeros.

—¡Un espía de Robin ante nuestros propios ojos! ¡No volverás a ver la luz,
enano! —dijo con verdadero odio Guy de Gisborne.

Much, ensangrentado por la cruel paliza que recibió de unos y de otros, fue
arrastrado a las lóbregas mazmorras del castillo. Allí, el carcelero lo arrojó de un
empujón a una de las celdas.

Pasaron varias horas hasta que el desdichado Much recobró el sentido. Cuando
sus ojos se acostumbraron a aquella oscuridad, pudo distinguir una silueta en un
rincón. No podía saber de quién se trataba, pero al menos no estaba solo.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué os han recluido? —preguntó Much.

—Soy Richard At Lea. Un día confié en el que creí que era un amigo. Le pedí
ayuda y fui traicionado. Desde ese día me pudro en sus cárceles. No recuerdo ya ni
la fecha en que eso ocurrió.

Much no podía creer lo que estaba oyendo. Muy nervioso, tartamudeando,
explicó al anciano que era amigo de Robin. Tuvo que ponerle también al corriente
de que el heredero del conde de Sherwood había tenido que refugiarse en el bosque
huyendo de los secuaces del príncipe Juan. También le tranquilizó sobre la suerte
de su querida hija, que se hallaba a salvo, junto a Robin.

El pobre Richard At Lea no pudo contener las lágrimas al oír aquellos nombres
y aquellas penosas circunstancias. Pero por tristes que fueran aquellas noticias, las
prefería al terrible aislamiento al que éstaba sometido.

—Nunca saldremos de aquí —dijo Richard al que consideraba ya un auténtico
confidente y amigo.

—No debemos perder la esperanza, señor —contestó Much intentando
mostrarse animado.

Mientras tanto, Robin ya había sido informado de que el leal Much había caído
prisionero en el castillo de Hugo de Reinault. Preocupado, convocó con urgencia a
todos sus hombres.

Robin expuso los hechos, así como su decisión de asaltar el castillo del señor
de Reinault. Era la única forma de liberar a Much y, a la vez, intentar frenar el
ataque que se preparaba contra ellos.

—Robin, nunca he dicho a nadie que conozco muy bien ese castillo —dijo uno
de sus hombres—. Trabajé en él como albañil y cerrajero durante su construcción.
Su anterior propietario mandó realizar un pasadizo secreto desde los sótanos hasta
una casa situada a unas leguas. Esa casa es hoy un molino. Sus dueños ignoran
todo esto. Debemos hallar una fórmula para alejar de allí al molinero y su familia.
Yo os conduciré hasta las celdas.


Se preparó minuciosamente la arriesgada operación. Tres de ellos, haciéndose
pasar por mercaderes, Ilegaron al molino y pidieron que les dejaran descansar antes
de proseguir su largo viaje. Fue tal la hospitalidad brindada por aquellas gentes,
que los falsos mercaderes les invitaron a distraerse un poco en una taberna
próxima.

Robin, el cerrajero y cuatro hombres más se internaron en el pasadizo.
Cubrieron la larga distancia que separaba el molino del castillo, hasta llegar ante
una puerta que el hábil cerrajero forzó con una ganzúa. La herrumbrosa cerradura
saltó y se encontraron junto a la antesala de las mazmorras. Allí dormía el
carcelero ajeno a todo. Rápidamente lo ataron y amordazaron. Le arrebataron el
manojo de llaves de las celdas y, con gran sigilo, las fueron recorriendo hasta
localizar al desdichado Much.

El prisionero estaba tan débil que no podía andar por sí mismo. Robin lo sujetó
con sus brazos y Much, antes de perder el sentido, pudo decir a su jefe con un hilo
de voz:

—Ocúpate de mi compañero de celda. Te sorprenderás.

El anciano al que liberaron tampoco podía dar un paso por sí solo. Cargaron
con él y recorrieron de vuelta el largo pasadizo.

Much recuperó la consciencia y explicó a su jefe quién era el anciano
caballero.

Llegaron a Sherwood. Robin se adelantó para anunciar a su amiga la feliz
noticia. Mariana, sin poder contener el llanto, se acerró a su padre. Los dos, entre
lágrimas, se fundieron en un gran abrazo. Fue la escena más conmovedora que se
había vivido en Sherwood.

CAPÍTULO DOCE

EL RAPTO DE MARIANA

Pasaron varios meses hasta que Richard At Lea se restableció del desgaste
sufrido en el cautiverio. Su hija y el padre Tuck desempeñaron un papel
fundamental en su recuperación. Los años de encierro, en el reducido espacio de la
celda, habían provocado en el caballero un debilitamiento tal de sus músculos, que
le impedía andar. Poco a poco, gracias al tesón de Mariana y del fraile, Richard At
Lea consiguió volver a caminar

Durante su recuperación, el noble caballero fue informado de todos los
pormenores que habían arrastrado al hijo de su inolvidable amigo Edward
Fitzwalter, así como al resto de las personas que lo respaldaban, a la situación de
proscritos en la que se hallaban desde hacía tiempo.


A pesar de sus más profundas convicciones, Richard At Lea comprendió al
joven Robin. Tal vez, él habría hecho lo mismo ante aquellos acontecimientos. Y
más, como era el caso, si la fuerza de la juventud le hubiera hecho hervir la sangre
ante las flagrantes injusticias.

Los días transcurrían tranquilos en Sherwood. Pero los enemigos de Robin
Hood no descansaban. Habían abandonado el plan de la incursión en el bosque tras
ser liberado Much. Esa acción, si fallaba el factor sorpresa, estaba condenada al
fracaso.

—Señores, debemos emplear la astucia para capturar a Robin Hood. No
debemos entrar en Sherwood, sino intentar que ese bandolero salga de allí —dijo
Hugo de Reinault.

—Ha salido muchas veces y no hemos conseguido nada —dijo Ralph de
Bellamy—. Debemos llevar a cabo nuestro proyecto.

—Escuchadme, caballeros. Tengo una idea que puede dar frutos. Como sabéis,
Mariana vive ahora en ese bosque. Si logramos apoderamos de ella, él saldrá a
buscarla y caerá en nuestras manos. Son amigos desde niños y tal vez lleguen a
casarse pronto.

—Debemos evitarlo a toda costa —dijo De Bellamy indignado.

Así es, amigo —continuó Hugo de Reinault . Tengo a dos hombres que
simularán unirse a la banda de Robin. Después de un tiempo, aprovecharán
cualquier descuido para raptar a la joven y traerla hasta aquí. Robin atacará el
castillo para intentar liberarla y nosotros podremos vencerlo. Todas nuestras
fuerzas estarán concentradas aquí. ¡No fallaremos! Seremos más que ellos.

Todos los caballeros se convencieron del plan urdido por Hugo.

A los pocos días, los vigilantes de Robin encontraron, en uno de los caminos
lindantes al bosque, a dos hombres tendidos en el suelo. Los recogieron y los
llevaron ante el padre Tuck para que los reanimara Cuando se recobraron, los
desconocidos contaron que habían sido torturados por hablar bien de Robin Hood.

—Aceptadnos en vuestra banda, señor —suplicaron los dos hombres—. El
señor Robert de Reinault nos matará si volvemos.

Los desconocidos fueron aceptados. Se les advirtió que durante un mes
estarían sometidos a vigilancia y, si su comportamiento era satisfactorio, acabarían
siendo miembros de pleno derecho.

La conducta de los hombres durante ese tiempo fue intachable. Según lo
previsto, dejaron de ser observados y comenzaron a moverse libremente por el
campamento.

Un día que Mariana volvía con el padre Tuck de una aldea cercana de ver a un
enfermo, los dos traidores se abalanzaron sobre ellos. Ataron y amordazaron al
padre Tuck, y raptaron a Mariana


La traición produjo un gran dolor entre las gentes de Sherwood. Nunca les
había sucedido nada igual. Pero estaba claro que los enemigos de Robin utilizarían
cualquier arma contra él. Además, eran muy ricos y podían pagar a gente que
actuara por dinero.

Robin reunió a todos sus hombres. Ya sabía que Mariana se hallaba en el
castillo de Hugo de Reinault, como antes había sucedido con Much y Richard At
Lea. Debían trazar minuciosamente el plan que les permitiera conseguir su
liberación.

Estaban discutiendo cómo realizar el ataque al castillo, cuando los vigilantes
advirtieron que un caballero se acercaba al galope.

A los pocos minutos, un misterioso caballero apareció ante ellos. Robin sujetó
las bridas del caballo.

—¿Quién eres que te interpones en mi camino? —preguntó.

—¿Acaso no sabéis que en Sherwood no se puede entrar sin mi autorización?
¿Por qué habéis elegido este camino?

—¿Me encuentro frente a Robin Hood y los suyos? Me habían advertido sobre
este peligro, pero deseaba conocerlos y conocer las razones que les han llevado a
enfrentarse a los normandos.

—Pero vos lleváis escudo y armas normandas —dijo Robin, muy
impresionado por la misteriosa figura y por la seguridad de su tono.

—Lo soy, joven. Pero no debes considerarme un enemigo por el momento.
Deseo conocer los motivos que os han Ilevado a enfrentaros al príncipe Juan. Si me
parecen razonables, podéis contar conmigo. Si no es así, os combatiré.

Durante algunas horas, Robin contó su historia al desconocido. Éste escuchó
con gran atención y después pidió a Robin que le dejara descansar un rato para
meditar su decisión.

—Os ayudaré —anunció el caballero poco después—. Vuestras razones me
han convencido. Estoy a vuestras órdenes.

Todos aplaudieron calurosamente y Robin expuso el plan que había ideado
para liberar a Mariana.

—Algunos entraremos en el castillo por el pasadizo secreto. Desde el sótano
subiremos hasta la habitación en la que se encuentra Mariana, y Much será el
encargado de ponerla a salvo. A continuación, haremos bajar el puente levadizo
para que entréis en el castillo todos los demás. Debemos conseguir prender fuego
al castillo y dispersar a todos los soldados. Sólo así viviremos tranquilos y en paz
durante algún tiempo.

Esa misma noche iniciaron la arriesgada operación. Robin, Much y algunos
hombres más entraron por el pasadizo hasta Ilegar a los sótanos del castillo. Pero el
carcelero se puso a gritar y dio la voz de alarma. Lograron amordazarle y subieron
al piso superior. Allí encontraron a cuatro guardias, alertados por las voces. Se


inició un breve combate, suficiente para que los ruidos llegaran a oídos de Guy de
Gisborne. Éste corrió a la habitación de Mariana y se encerró con ella dentro.

El contratiempo hizo que Robin tuviera que improvisar un nuevo plan. Dos
hombres quedarían ante la puerta. Much trataría de alcanzar la ventana del
aposento de Mariana para intentar entrar. Él y los demás hombres se dirigirían
hasta el puente levadizo.

AI cruzar el patio, Robin y los suyos tuvieron que enfrentarse a veinte soldados
bien armados. Los redujeron con bastante rapidez y comenzaron a hacer descender
el puente para permitir la entrada de los demás. En ese mismo momento
aparecieron ante ellos los hermanos Reinault y Ralph de Bellamy escoltados por un
grupo de soldados. Todas las fuerzas del castillo estaban allí concentradas.

Se libró un encarnizado combate en el que murieron los tres caballeros y
muchos de sus soldados. Otros emprendieron la huida ante el arrojo de Robin y sus
hombres.

Faltaba ahora la liberación de Mariana. Se dirigieron hasta la estancia en la que
Guy de Gisborne se mantenía pertrechado. A través de la puerta, Robin pidió al
caballero su rendición.

—¡Dejadme salir o acabaré con Mariana! —dijo.

Pero, en ese momento, Robin era informado de que Much estaba a punto de
introducirse en la habitación. Dio la orden de que lo hiciera justo cuando De
Gisborne abriera la puerta.

—Está bien. Nada podemos hacer. Vos ganáis —dijo Robin.

Se abrió la puerta. Apareció De Gisborne escudado tras la joven. Entonces,
Much hizo prisionero al cruel barón.

La alegría de todos fue inmensa. Pero entonces, De Gisborne se revolvió
contra Much, y éste no tuvo más remedio que utilizar su espada. El caballero
quedaba mortalmente herido.

CAPÍTULO TRECE

DÍAS DE ALEGRÍA EN EL BOSQUE
DE SHERWOOD

EI asalto al castillo de Hugo de Reinault había sido un rotundo éxito. Una vez
puestos en fuga sirvientes y soldados, los hombres de Robin cargaron con todo lo
valioso que había dentro y provocaron el incendio de la fortaleza. Así no volvería a
ser utilizada contra ellos por otros adeptos del príncipe Juan.

Había algo, no obstante, que asombraba a Robin. Cuando abandonaron el
castillo en llamas, había buscado al misterioso caballero que se había unido a la
arriesgada expedición. Ni rastro de él. Nadie recordaba haberlo visto en los últimos
momentos.

La tranquilidad era absoluta en Sherwood; los principales enemigos de los allí
refugiados habían sido eliminados. Aun así, Robin Hood y los suyos sabían que no
podían bajar la guardia. Sin duda, el príncipe Juan, ayudado por otros barones
fieles, seguiría cargando contra ellos.

Robin se preguntaba cuándo acabariá esa lucha sin cuartel. Cuándo podrían
vivir en paz, sin tener que esconderse, sin ser considerados ciudadanos fuera de la
ley.

Un buen día, Robin y los suyos recibieron una visita sorprendente. En medio
de la espesura apareció el misterioso caballero del que nada habían vuelto a saber
desde el asalto al castillo del señor de Reinault.

Tras el efusivo recibimiento del que fue objeto el noble visitante y sus
muestras de sincero agradecimiento, se alejó con Robin hasta la cabaña de éste.

—Espero que hayas resuelto unirte a nosotros —dijo Robin.

—No es así exactamente, Robin. Escúchame ahora con mucha atención. Yo
soy el rey Ricardo Corazón de León.

Robin quedó estupefacto al oír aquellas palabras. Hincó sus rodillas en el suelo
y emocionado besó la mano de su añorado rey.

—Ahora soy yo el que necesita vuestra ayuda, Robin. Convoca a tus hombres.

Robin salió de su choza y llamó a los suyos. AI momento, todos rodearon a
Robin y su acompañante.

Robin tomó la palabra y, conteniendo su excitación, dijo:

—Amigos, hoy es un gran día. El día más feliz de todos los que llevamos aquí.
Tenéis ante vosotros al gran rey Ricardo.

La multitud estalló en aplausos. Los vítores a Ricardo I de Plantagenet
parecían no tener fin. Las lágrimas en los rostros manifestaban el hondo sentir de
todos los presentes.

—He tenido la oportunidad de comprobar lo que todos habéis sacrificado por
mí y os aseguro que, cuando recupere mi trono, dejaréis de ser proscritos y se os
restituirá lo que hayáis perdido. Ahora tengo que pediros un último favor: que me
acompañéis a Londres a recuperar lo que me pertenece. El rey de Escocia está en
camino y se unirá a nosotros allí. Yo iré con vosotros.

—Será un gran honor acompañaros, majestad —dijo Robin.

AI día siguiente, Robin Hood y sus hombres, con el rey Ricardo a la cabeza,
emprendieron la marcha hacia Londres.

El príncipe Juan había sido advertido de que las tropas escocesas se acercaban
a la ciudad. Todo estaba dispuesto para repeler la ofensiva del rey escocés David
de Huntington, sir Kenneth.

Cuando los dos ejércitos estaban a punto de enfrentarse en combate, Juan sin
Tierra observó que su retaguardia se veía amenazada por un numeroso grupo de
hombres armados.

—Señor, es la banda de Robin Hood —dijo uno de los vigías.

—Nos dividiremos. Atacaremos a la vez en los dos frentes. Somos suficientes
para obtener la victoria —dijo el príncipe Juan.

El gran ejército de Juan sin Tierra se separó en el acto, dispuesto a librar la
batalla. Pero, apenas unos minutos después, el príncipe Juan observó que de las
filas de los soldados de Sherwood se adelantaba un caballero perfectamente
armado.

—¡Detened el combate! —gritó el extraño caballero.

—¿Por qué tenemos que obedecer esa orden? —preguntó indignado Juan sin
Tierra.

—Porque soy el rey Ricardo. Vuestro hermano.

En ese momento, en medio de un silencio sepulcral, Ricardo Corazón de León
desmontó de su caballo y, despojándose del casco, dejó al descubierto su
inconfundible rostro.

Todos lanzaron vivas al rey, unidos en un único clamor que se elevaba hasta el
cielo.

—Perdonadme, hermano —dijo el príncipe Juan—. Cómo iba yo a sospechar
que vos. . . Pensé que se trataba de otro ataque de Robin Hood... Que el rey de
Escocia lo apoyaba...

—¡Cuántos errores habéis cometido, Juan! Os dejé un reino en paz. Confié en
vos... Me legáis un país insatisfecho, enfrentado. Desde este instante quedáis
desterrado.

A Ricardo Corazón de León se le humedecieron los ojos. Se sentía
decepcionado, traicionado por su propio hermano. Nunca debió dejar el reino en
sus manos.

Juan sin Tierra, acompañado de un reducido séquito, partió hacia sus
posesiones en Bretaña. Pensaba que ya nunca volvería a Inglaterra, que en ese
momento terminaba su papel en la monarquía inglesa.

El rey Ricardo abrazó y felicitó a Robin y sir Kenneth, ya rey de Escocia. Con
ellos y junto a hombres sajones, normandos y escoceses desfiló triunfal por las
calles de Londres. Poco después abrazaba a su querida esposa y a la reina madre.

Todo el país festejó la vuelta de su rey. Ricardo Corazón de León proclamó la
igualdad entre normandos y sajones, y reintegró sus bienes a los desposeídos. Los
barones normandos aprobaron estas medidas, cansados ya de tantos años de lucha.

Robin Hood fue nombrado conde de Nottingham y le fue restituido el título y
la herencia legados por su padre.

Los miembros de la banda de Robin volvieron a las tareas que un día tuvieron
que abandonar en pos de la justicia y de una existencia pacífica. Algo que habían
logrado, después de tanto tiempo, gracias a la vuelta del buen rey.

Richard At Lea y su hija Mariana, tras los sufrimientos pasados, volvían a vivir
juntos y en paz en el castillo familiar. Los sucesos vividos perdurarían por siempre
en su memoria.

Poco tiempo después, Robin planteaba a su querido Richard At Lea una
importante cuestión:

—Señor, deseo pediros la mano de vuestra hija.

—Sólo el cielo sabe lo que siento al escuchar tu petición, hijo. Erais unos niños
cuando tu padre y yo soñábamos con ello –dijo conmovido el anciano caballero
abrazando a Robin.

Dos meses más tarde se celebró la boda de Mariana y Robin. La ceremonia fue
oficiada por el emocionado padre Tuck. Asistieron el rey y su esposa Berengaria,
la reina madre, el rey de Escocia y su esposa, los principales barones ingleses y
todos los miembros de la banda de Sherwood.

El rey Ricardo aprovechó la ocasión para recordar la importancia de las
acciones llevadas a cabo por aquellos hombres y mujeres, y volvió a reiterar
públicamente su reconocimiento.

La alegría reinó durante los tres días que duró el banquete. Los invitados
brindaron por la felicidad de los recién desposados, a los que todos querían como a
sus propios hijos.

CAPÍTULO CATORCE

LA ÚLTIMA FLECHA DE ROBIN

EI rey Ricardo nombró consejero de la corona a Robin Hood. Muy pronto
necesitó oír sus opiniones sobre un grave asunto: una posible declaración de guerra
a Francia. El rey francés no cesaba en sus instigaciones, y el buen rey inglés había
presentado ya una protesta formal en la corte francesa. Si Felipe de Francia se
disculpaba, el asunto quedaría olvidado. Si no era así, Ricardo Corazón de León,
por dignidad personal y de su monarquía, no tendná más remedio que luchar contra
el país vecino.

Las gestiones diplomáticas ante el rey Felipe fracasaron y Ricardo I se vio en
la obligación de declararle la guerra.

Robin quería acompañar a su rey en aquella campaña. Pero el rey no aceptó el
ofrecimiento.

—Permaneceréis aquí, Robin. Mi esposa será la regente, y vos, su consejero
más cercano. Necesito que me proporcionéis todos los hombres que podáis para
nutrir mi ejército.

—Lo que ordenéis, majestad.

Pocos días después, Ricardo Corazón de León partía hacia Francia. Aquella
guerra inspiraba a Robin muchos temores. Sentía miedo por la vida del rey de
Inglaterra.

Las primeras noticias sobre la campaña fueron esperanzadoras. Se cosecharon
grandes victorias. Las tropas inglesas estaban eufóricas. En Inglaterra, la alegría
era desbordante.

Pero los avatares del destino hicieron que una flecha hiriera mortalmente al rey
Ricardo en el asalto a una fortaleza. Los soldados ingleses retiraron el cuerpo de su
rey del campo de batalla y emprendieron la retirada. La trágica noticia sumió en el
más profundo dolor a todo el pueblo de Inglaterra.

Tras los funerales del rey Ricardo, se reunió el consejo de la corona. La línea
dinástica tenía continuidad en el hermano del rey, en Juan sin Tierra, ya que
Ricardo I no había tenido descendencia. A pesar de las pocas simpatías con las que
contaba el príncipe Juan dentro del consejo, ninguno de sus miembros manifestó
voluntad por cambiar el orden sucesorio. Así, Juan sin Tierra fue proclamado rey
de Inglaterra.

La primera medida del nuevo rey fue cesar de forma fulminante a todos los
miembros del consejo de la corona. Precisamente a aquellos hombres que, por
lealtad a la monarquía, lo habían entronizado. Éstos fueron sustituidos por sus
amigos más íntimos.

Apenas un mes después de su coronación, Juan sin Tierra abolía todos los
privilegios y libertades decretados por su hermano. Deseaba un poder sin límites.

Esto provocó fuertes protestas. La mayoría de los nobles se rebeló contra las
medidas del rey, quien sólo favorecía a sus adeptos más cercanos.

A causa de las revueltas y para que fuera acatada su autoridad, el nuevo rey
decidió confiscar los feudos de la nobleza y publicar una larga lista de proscritos.
Entre ellos se encontraba, por supuesto, el conde de Nottingham.

—Tendremos que volver a Sherwood, Mariana —dijo Robin.

El bosque de Sherwood volvió a convertirse en un lugar de encuentro para los
descontentos con el poder autoritario de Juan sin Tierra. Pero en esta ocasión,
Robin Hood fue seguido no sólo por campesinos, artesanos y servidores, sino por
un gran número de caballeros, tanto sajones como normandos.

El acoso a los refugiados en Sherwood volvió a ser la principal ocupación de
Juan sin Tierra. De la misma forma, Robin Hood tuvo que volver a organizar su
banda, ahora bien numerosa, para repeler los continuos ataques enemigos.


Pero el rey Juan y sus seguidores tenían a Robin en el punto de mira. Pensaban
que si acababan con él, acabarían con la mitad de los problemas.

Un día llegaron al bosque dos buhoneros. Entre sus variadas mercancías había
preciosas telas. Los vigilantes realizaron el estricto control acostumbrado y no
encontraron nada sospechoso. Sabían que las mujeres tenían problemas para
adquirir tejidos con los que confeccionar sus ropas, así que los dejaron pasar
Pensaron, sobre todo, en lo feliz que se pondría Mariana.

Y así fue. Mariana y el resto de las mujeres de Sherwood rodearon a los
buhoneros que mostraban aquellas maravillosas telas y las extendían sobre otros
valiosos objetos.

De repente, uno de los mercaderes tomó en sus manos una cimitarra
artísticamente labrada. Todos admiraban la extraña arma oriental cuando, en un
santiamén, el desconocido la desenfundó y la clavó varias veces en el cuerpo de
Mariana. Ésta cayó al suelo mortalmente herida.

El pánico cundió entre todos los presentes. Los que pudieron entrar en acción
persiguieron al buhonero que echó a correr por la espesuna. Robin acudió en
primer lugar a auxiliar a su esposa y, al ver el estado en el que se encontnaba,
decidió ir tras el asesino. Lo alcanzó con una de sus flechas cuando estaba
acurrucado bajo un árbol. La flecha atravesó el hombro del buhonero y lo dejó
clavado al tronco. Allí lo capturaron. Robin miró su cara y lo reconoció de
inmediato: era John de Bellamy el hermano de Ralph.

Todo Sherwood veló esa noche el cadáver de Mariana. Robin, arrodillado ante
su esposa, no paraba de llorar No había consuelo para él.

AI día siguiente, Mariana recibió cristiana sepultura. El padre Tuck fue el
encargado de realizar el oficio religioso, como lo había hecho también en la
ceremonia de su boda. El dolor y la consternación de los proscritos de Sherwood
era inmensa.

Tras el triste acontecimiento, algunos de los hombres de Robin trasladaron a
los dos prisioneros hasta el pie de la muralla del castillo de Ralph de Bellamy
donde, desde la muerte de éste, vivía John. Allí, los dos falsos buhoneros fueron
ahorcados.

Desde aquel funesto día, Robin no volvió a ser el mismo. La melancolía que
inundaba su alma se apoderó también de su cuerpo. Estaba tan débil, que su fiel
Johnny le propuso acompañarle hasta algún lugar donde pudiera descansar.

Robin aceptó pedir cobijo a su tía Margaret, abadesa de un monasterio. En
aquel lugar estaría seguro y podría recuperar su salud. Aunque el dolor que sentía
en el alma fuera incurable.


En las jornadas que duró el viaje, Robin agotó sus escasas fuerzas. A partir de
ahí quedó postrado en el lecho de una celda, vigilado día y noche por su leal
amigo. De nada sirvieron las pócimas que le fueron administradas. Su estado no
mejoraba.

Un día llegó a las puertas del monasterio un médico que pidió posada para
pasar la noche. La tía de Robin le rogó que visitara a su sobrino, que se hallaba
inconsciente desde hacía varios días.

El desconocido, al ver al enfermo, aseguró que el único remedio para acabar
con su mal era efectuar una sangría.

La abadesa y Johnny aceptaron el consejo del médico, sin sospechar que éste
era un enviado del rey para acabar con Robin.

Así, el falso médico realizó la sangría, pero no vendó con fuerza la herida del
brazo y el enfermo fue desangrándose lentamente.

Media hora más tarde, Robin, como en sueños, pidió a su amigo que le
incorporara en el lecho y le acercara su arco y sus flechas. Johnny obedeció sin
poder contener las lágrimas.

—Amigo mío, voy a reunirme con mi dulce Mariana —decía Robin con un
hilo de voz—. Entiérrame donde caiga esta flecha.

Y con un gran esfuerzo, Robin tensó el arco y disparó su última flecha, Ésta
salió a través de la ventana de la celda y fue a clavarse en el prado que rodeaba el
monasterio.

Johnny llorró horas y horas la muerte de su amigo. Después cavó la fosa en el
lugar en el que había caído la flecha y lo enterró.

Así acabó sus días Robert Fitzwalter, conocido como Robin Hood, héroe de los
proscritos del bosque de Sherwood.

LAS MIL Y UNA NOCHES- La primera noche,el comienzo de las historias sin fin-Anónimo

LAS MIL Y UNA NOCHES 
Anónimo

La primera noche
Historia del Rey Schahriar y su hermano el Rey Schahzaman


¡La alabanza a Alah, amo del Universo! ¡Y la plegaria y la paz para el príncipe de los enviados, nuestro señor y soberano Mohamed!
Y, para todos los tuyos, la plegaria y la paz siempre unidas esencial¬mente hasta el día de la recompensa.
¡Y después... ! que las leyendas de los antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará con atención las palabras de los pueblos pasados y lo que a él le ocurra y se reprimirá.
Por esto ¡gloria a quien guarda los relatos de los primeros como lección dedicada a los últimos!

De estas lecciones han sido entresacados los cuentos que se llaman Mil noches y una noche, y todo lo que hay en ellos de cosas extraordinarias y de máximas.

HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y SU
HERMANO EL REY SCHAHZAMAN

Cuéntase -pero Alah es más sabio, más prudente más poderoso y más benéfico- que en lo que transcurrió en la antigüedad del tiem¬po y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de Sassan, en las islas de la India y de la China. (1)
Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares, de servidores y de un séquito' numeroso. Tenía dos hijos, y ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los países, gobernó con justicia entre los hombres y por eso le querían los habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar.(2) Su hermano, llamado Schahzaman,(3) era el rey de Sala¬marcanda TI-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas durante veinte años. Y llega¬ron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".
Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz, (4) le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitar a su hermano. El rey Schahzaman contestó: "Escucho y obedezco". Dis¬puso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares. Nombró a su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a medianoche recordó una cosa que había olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y encontró a su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal co¬sa, el mundo se oscureció ante sus ojos.
Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la conducta de esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?" Desenvainó inmediatamente su alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió a salir sin perder una hora ni un instante, y ordenó la marcha de la comiti¬va. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su hermano.
Entonces éste se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!" Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa.
El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañes a ca¬zar a pie y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fué solo a la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habién¬dose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vió cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cua¬les avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de subelleza. Llegados a un estanque, se desnudaron, y se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó: "¡Oh, Massaud!"Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro, que la abrazó.
Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.
.
(1) La geografía es absolutamente vaga y admirable. Sería pues, inútil profundizar. (2)Dueño de la ciudad. Palabra persa.
(3) Dueño del siglo o del tiempo. Palabra persa.
(4) "Que la paz (o la salvación) sea contigo". Saludo usado entre los mu¬sulmanes.
. A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus besos, abra¬zos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer Al ver aquello, pensó el hermano del rey: "¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra". Inmediatamente, dejando que se desva¬neciese su aflicción, se dijo: "¡En verdad, esto es más enorme que cuan¬to me ocurrió a mí!" Y desde aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después de haberse alimentado parcamente en los pri¬meros días.
Se asombró de ello, y dijo: "Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores. Cuéntame qué te pasa". El rey le dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los colores". El rey replicó: "Para entendernos, relata primeramente la causa de tu pér¬dida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo: "Sabrás, her, mano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha, y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer acostada con un esclavo negro, durmiendo en los tapices de mi cama. Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fué el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de ha¬ber recobrado mi buen color, dispénsame de mencionarla".
Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo: "Por Alah, te con¬juro a que me cuentes la causa de haber recobrado tus colores".
Enton¬ces el rey Schahzaman le refirió cuanto había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es necesario que mis ojos vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de caza, pero escóndete en mis aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos lo contemplarán".
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes esclavos: "¡Que nadie entre!" Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su hermano, y se asomó a la ven¬tana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicie¬ron cuanto había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el asr.(1)
Cuando vió estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra vida". Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos salieron por una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto a la mar salada. En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a descansar.
. Apenas había transcurrido una hora del día, cuando el mar em¬pezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes,
asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy alto, y se pu¬sieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit (2) de elevada estatura, poderoso de hom¬bros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Le¬vantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apare¬ció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, lumi¬nosa lo mismo que el sol, como dijo el poeta:
¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!
¡Los soles irradian con su claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos !
¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente las cria¬turas se prosternan encantados a sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las lágri-mas de pasión humedece todos los párpados!!

(1)Asr: parte del día en que empieza a declinar el sol (2) Efrit: astuto, sinónimo de genio
Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le di¬jo: "¡Oh soberana de las sederías!
¡Oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco". Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vió ocultos en las ramas a los dos reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: "Bajad, y no tengáis miedo de este efrit". Por señas, le respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!"
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la peor muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para decirles: "Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit".
Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda". El otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres. mayor". Y ambos empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación. Pero ella les dijo: "¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, lla¬mo inmediatamente al efrit". Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué expertos sois los dos!"
Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les preguntó: "¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo sabemos". Enton¬ces les explicó la joven: "Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos". Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas. Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la venza.
Ya lo dijo el poeta:
¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas! Su buen o mal humor depende de los caprichos de su vulva!
¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las Palabras de Yusu f ! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por causa de la Mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una pasión loca!
Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los enamora¬dos!" ¡No lo digas! ¡Sería verdaderamente un prodigio único ver salí. a un hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!

Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro: "Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aven¬tura debe consolarnos". Inmediatamente se despidieron de la joven y re¬gresaron cada uno a su ciudad.
En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas. Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años, y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban. En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos de este cabalgador.
En esta situación el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que buscó, no pudo encontrar nin¬guna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y eran de una delicadeza exquisita.
La mayor se llamaba Schehrazada, y el nombre de la menor era Doniazada: (1)

(1) Schehrazada: "Hija de la ciudad". Doniazada: "Hija del mundo
La mayor, Schehrazada, había leído los li¬bros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados.
Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la anti¬güedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla.
Al ver a su padre, le habló así: "¿Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de pesadumbres y aflicciones... ? Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que te apenas, consuélate! Nada es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se olvida".
Cuando oyó estas palabras el visir, contó a su hija cuanto había ocurrido, desde el principio al fin, concerniente al rey. Entonces le dijo Schehrazada: "Por Alah. padre, cásame con el rey, porque si no me mata, seré la causa del rescate de las hijas de los muslemini (musulmanes) y podré salvarlas de entre las manos del rey". Entonces el visir contestó: "¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal peligro".
Pero Schehrazada repuso: "Es imprescindible que así lo haga". Entonces le dijo su pa¬dre: "Cuidado no te ocurra lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su historia....

lunes, 21 de junio de 2010

MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO-HISTORIA DEL NECRONOMICON-Howard Phillips Lovecraft


MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO
H. P. LOVECRAFT


Me pregunto a menudo si la mayoría de la humanidad se ha parado alguna vez a pensar en la enorme importan­cia que a veces tienen los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayor parte de nuestras vi­siones nocturnas no son quizá más que débiles y fantásti­cos reflejos de nuestras experiencias vigiles ——en contra de lo que sostiene Freud con su simbolismo pueril—, hay sin embargo algunas cuyo carácter extramundano y eté­reo permite una interpretación excepcional, y cuyo efecto vagamente emocional e inquietante sugiere posi­bles atisbos de una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de dicha vida por una barrera infranqueable. 
Según mi experien­cia, no cabe duda de que el hombre, una vez perdida la conciencia terrena, reside en una vida incorpórea muy distinta de la vida que conocemos, de la qué, al despertar, sólo perduran los recuerdos más ligeros y confusos. 
De estos recuerdos fragmentarios y brumosos pueden infe­rirse muchas cosas, aunque es poco lo que se puede demostrar. 
Es posible adivinar que en la vida onírica, lo que la tierra entiende por vitalidad y materia no son realidades necesariamente constantes; y que el tiempo y el espacio no existen tal como nuestro yo vigil los com­prende. 
A veces creo que esta vida menos material es nuestra vida más auténtica, y que nuestra vana presencia en el globo terráqueo es en sí misma un fenómeno secun­dario o meramente virtual.
Despertaba yo, una tarde del invierno de 1900-1, de una ensoñación juvenil colmada de divagaciones de este género, cuando ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera incesante desde entonces. 
Su nombre, según figura en su historial médico, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región de Catskill Moun­tain: uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara de­generación, en vez de progresar con sus hermanos mas afortunadamente asentados en distritos con cierta densi­dad de la población. 
Entre esas gentes extrañas, que equi­valen justamente al elemento decadente de la «chusma blanca» del sur, no existe la ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de cualquier sector de la población nativa americana.
Joe Slater, que llegó a la institución bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona sumamente peligrosa, no dio muestras de peli­grosidad alguna la primera vez que le vi. 
Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul pálido y soñoliento de sus ojillos aguanosos, su barba rala, descuidada y amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. 
Se desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió como hombre de unos cuarenta años.
Por los informes médicos y judiciales nos enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; este hom­bre, vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus primitivos camaradas. 
Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabia, que inspiraba temor aun en los corazones de un populacho sin imaginación. 
No es que su lenguaje fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si no era en el degradado dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. 
Por lo general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como, sus oyentes, y una hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina, semiafable, como la de los demás habitantes de los mon­tes.
A medida que Slater se fue haciendo mayor, al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas; hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la espantosa tragedia que motivó su detención. 
Al despertar un mediodía del pro­fundo sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una orgía de whisky, el hombre empezó de repente a proferir unos aullidos tan espanto­sos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza:
una pocilga inmunda donde convivía con una familia tan indescriptible como él. 
Saliendo precipitadamente a la nieve, alzó los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una «cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una música lejana y singular». 
Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular estatura, se debatió con fuerza ma­níaca, gritando que quería y necesitaba buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó sobre el otro en un demoníaco y san­guinario frenesí, gritando de forma enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría cuanto se opusiera a su paso>>.
La familia y los vecinos habían huido aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser humano. 
Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probable­mente se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío; pero cuando, días después, oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado so­brevivir, y que, de una forma o de otra, había que elimi­narle. A continuación se había organizado una cuadrilla de búsqueda que (fueran cuales fuesen sus intenciones) se convirtió en pelotón del sheriff cuando uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.
Al tercer día encontraron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima, donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan pronto como volvió en si. Les contó una historia muy simple. 
Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol, se había acostado después de haber bebido en exceso. 
Se había despertado de pie en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. 
Horrorizado, había echado a correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que sin duda había sido su crimen. 
Aparte de esto, parecía no saber nada más; el experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más.
Esa noche Slater durmió tranquilo, y a la mañana si­guiente despertó sin ningún síntoma particular, salvo cierta alteración en su modo de hablar.
El doctor Bar­nard, que había estado observando al paciente, creyó notar en sus ojos azul pálido cierto brillo especial, y una tirantez en sus labios fláccidos apenas perceptible, como debida a una determinación inteligente. 
Pero al interro­garle, Slater cayó de nuevo en su habitual embotamiento de montañés, y se limitó a repetir lo que había dicho el día anterior.
  Al tercer día por la mañana ocurrió el primero de los ataques mentales del hombre. 
Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que habían contado su familia y sus veci­nos. Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él. 
Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un daño terri­ble, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza. 
Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abis­mos del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpu­sieran en su camino. 
Por esos derroteros corría su dis­curso, cuando cesó de la forma más inesperada. 
Se apagó en sus ojos el fuego de la locura, se quedó mirando con asombro a sus interrogadores, y les preguntó por qué le tenían atado. 
El doctor Barnard le quitó el arnés de cuero y no se lo volvió a poner hasta la noche, en que logró convencer a Slater para que se lo colocara voluntaria­mente, por su propio bien.
El hombre había admitido ahora que a veces hablaba de manera extraña, aunque no sabía por qué.
En el curso de una semana sufrió dos ataques más, aunque los doctores no lograron averiguar nada. Sin em­bargo, especularon extensamente sobre el origen de las visiones de Slater, ya que, como no sabía leer ni escribir, y .al parecer no había oído contar jamás una sola leyenda ni cuento de hadas, su espléndida imaginación resultaba totalmente inexplicable. 
El hecho de que el desventu­rado lunático se expresara sólo en su lenguaje simple probaba claramente que aquello no lo había sacado de ninguna fábula ni mito conocidos. 
Desvariaba sobre cosas que no entendía ni era capaz de interpretar; cosas que él pretendía saber, pero que no podía haber conocido a través de un relato coherente y normal. 
Los alienistas coincidieron muy pronto en que el fundamento de su perturbación estaba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía llegar a dominar por completo, durante un rato, la mente vigil de este hombre básicamente inferior .
Slater fue juzgado por homicidio con el debido rigor, se le absolvió a causa de su demencia, y fue inter­nado en la institución en la que yo ocupaba una modesta plaza.
He dicho ya que soy un constante especulador sobre la vida onírica, de modo que es fácil imaginar la ansiedad con que me dediqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como comprobé la veracidad de su caso. 
El pare­ció percibir cierta simpatía en mí, consecuencia sin duda del interés que yo no podía ocultar, y de la manera afable con que le preguntaba. No llegó a reconocerme nunca durante sus ataques, en los que yo escuchaba con el aliento contenido sus descripciones caóticas, aunque cósmicas; pero me conocía en sus horas de tranquilidad, cuando permanecía sentado junto a su ventana enrejada, trenzando cestos de paja y de sauce, tal vez con el pensa­miento puesto en la libertad de las montañas que quizá no volvería a disfrutar. 
Su familia no fue jamás a visitarle; probablemente porque había encontrado a otro jefe temporal, según es costumbre en esas gentes decadentes de las montañas.
Poco a poco, empecé a sentir una abrumadora admira­ción por las locas y frenéticas concepciones de Joe Slater. 
En si mismo, el hombre era lastimosamente inferior, tanto desde el punto de vista mental como lingüístico; pero sus visiones espléndidas y gigantescas, aunque des­critas en una jerga bárbara e incoherente, eran de tal naturaleza que sólo un cerebro excepcional y superior sería capaz de concebir. 
¿Cómo, me preguntaba a me­nudo, la embotada imaginación de un degenerado de Catskill era capaz de evocar visiones cuya sola posesión implicaba una latente chispa de genio? 
¿Cómo había po­dido alcanzar un rústico palurdo nada menos que una idea de esas regiones luminosas y excelsas del espacio de las que hablaba Slater en sus furiosos delirios? 
Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la personalidad que se humillaba ante mí se encontraba el núcleo pertur­bado de algo que escapaba a mi entendimiento, de algo que estaba infinitamente más allá de la comprensión de mis colegas más expertos, aunque médica y científica­mente menos imaginativos que yo.
Y sin embargo, no conseguía sacar nada en concreto de este hombre.
El resumen de toda mi investigación era que Slater vagaba o flotaba en una especie de vida Onírica semicorporal por espléndidos y prodigiosos valles, prados,  jardines, ciudades y palacios de luz, en una región ilimitada y desconocida para el hombre; que allí no era un campesino y un degenerado, sino una criatura importante y de vida intensa que se desenvolvía de forma orgullosa y dominante, y sólo la obstaculizaba determinado enemigo mortal, una entidad visible al parecer, aunque de consti­tución etérea y carente de forma humana, ya que Slater jamás la mencionaba como si fuese un hombre ni cosa alguna, sino como el ser. 
Y este ser le había infligido a Slater alguna clase de daño espantoso pero desconocido, del que el maníaco (si es que era maníaco) ansiaba ven­garse.
Por el modo en que Slater aludía a sus relaciones, supuse que él y el ser luminoso se habían enfrentado en igualdad de condiciones; que en su existencia onírica, el hombre era también un ser luminoso de la misma raza que su enemigo. 
Esta impresión la confirmaban sus frecuentes referencias a volar por el espacio y abrasar ideas se interpusiese en su camino. No obstante, tales ideas las formulaba en unos términos rudimentarios y totalmente inapropiados para expresarlos, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si existía efectiva­mente un mundo onírico, el lenguaje oral no era su medio de transmisión de pensamientos. 
¿Sería quizá, que el alma soñadora que habitaba este cuerpo inferior estaba luchando desesperadamente por decir cosas que la lengua simple y defectuosa de la torpeza no era capaz de expresar? ¿
Acaso me encontraba ante emanaciones intelectuales que podían explicar el misterio, con tal de que fuese yo capaz de aprender a descubrirlas y leerlas?
No dije nada de todo esto a los médicos mayores que yo, pues la madurez es escéptica, cínica, y está poco dispuesta a aceptar ideas nuevas.
Además, el di­rector de la institución me había advertido última­mente, con su tono paternal, que trabajaba demasiado; que mi cabeza necesitaba descansar.
Yo tenía desde hacia tiempo la convicción de que el pensamiento humano está compuesto fundamental­mente de emociones moleculares capaces de conver­tirse en ondas o radiaciones de energía como el calor, la luz y la electricidad.
Esta creencia me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por medio de un apa­rato adecuado, y en mis tiempos de la universidad ha­bía confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes a los volumino­sos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio.
Los había pro­bado con un compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo; luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos, por si me hacían falta más adelante.
Ahora, en mi intenso deseo de sondear la vida oní­rica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a punto nuevamente, no perdí ocasión de probarlos. 
Cada vez que Joe Slater sufría un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, efectuando constantes y delica­dos ajustes para distintas e hipotéticas longitudes de onda de energía mental. 
Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría percibirías e interpretarlas. 
De modo que seguí adelante con mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza.
Y el veintiuno de febrero de 1901, ocurrió. Al pen­sar en ello ahora, después de tantos años, me doy cuenta de lo inverosímil que parece, y a veces me pre­gunto si el doctor Fenton no tenía razón cuando lo atribuyó todo a mi excitada imaginación.
Recuerdo que me escuchó con gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero después me dio unos polvos sedantes, y me concedió medio año de vacaciones, de las que em­pecé a disfrutar a la semana siguiente.
Aquella noche fatídica me sentía enormemente in­quieto y preocupado, ya que a pesar de los excelentes cuidados que Joe Slater recibía, se moría de manera inequívoca. 
Quizá era la nostalgia de su libertad en las montañas lo que le consumía; o puede que el trastorno de su cerebro se había vuelto demasiado agudo para poderlo soportar su organismo indolente; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando en aquel cuerpo decadente. Cayó en un sopor al acercarse el final, y al anochecer se sumió en un sueño inquieto.
No le puse la camisa de fuerza, como era costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese peligroso, aun cuando sufriera un acceso de violencia antes de expirar. Pero ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando, contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en el escaso tiempo que quedaba. 
En la celda, con nosotros, estaba un en­fermero, un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió preguntarme qué estaba  haciendo. 
Pasadas algunas horas, le vi inclinar pesada­mente la cabeza vencido por el sueño, pero no le mo­lesté.
Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiracio­nes del hombre sano y del moribundo, empecé a cabe­cear poco después.
El rumor de una melodía lírica y misteriosa me des­pabiló. Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas reso­naban apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados, irrumpía un prodigioso espec­táculo de absoluta belleza.
Muros, columnas y arqui­trabes de fuego viviente resplandecían cegadores alre­dedor del lugar donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura infinita e indescriptible  esplendor. Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo perió­dicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces vi­siones de inmensas llanuras y valles graciosos y altísi­mas montañas y grutas seductoras, todo ello adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica, esplendorosa y etérea, que partici­paba tanto del espíritu como de la materia. 
Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de estas encantadoras metamorfosis; pues cada paisaje que se me aparecía era el que mi mente cambiante deseaba contemplar. 
En medio de es­tas regiones elíseas, yo no era un extraño; pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro.
Luego se acercó el aura resplandeciente de mi her­mano de luz y entabló un coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamien­tos. Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter, desde los cuales podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las esferas? 
Estu­vimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un leve emborronamiento de los objetos que nos rodea­ban, como si una fuerza me llamase a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de mi pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pen­samientos más, y supe que el ser luminoso y yo debía­mos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez. Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de perse­guir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas, hasta los mismos confines del infinito. 
Un impacto muy definido separa mi impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi sú­bito y algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de manera vacilante la agónica figura de la cama. 
En efecto, Joe Slater se estaba des­pertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había tenido. 
Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apre­tados, como por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado el paciente. 
Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza desasosegadamente y con los ojos cerrados.
No desperté al enfermero dormido, sino que volví a ajustarle el casco de mi «radio» telepática, que se le había ladeado ligeramente, dispuesto a captar cualquier mensaje de despedida que el soñador pudiera emitir. 
De pronto, volvió la cabeza con energía hacia mi, con los ojos abiertos, y me quedé mirándole con asombro. 
El hombre que había sido Joe Slater, el decadente de Catskill, me observaba con ojos luminosos y dilatados cuyo azul parecía haberse vuelto sutilmente más profundo. 
En aquella mirada no se percibía rastro alguno de locura ni de degeneración, y tuve la certeza de que estaba viendo un semblante tras el que había una mente activa de primer orden.
En esta coyuntura, mi cerebro tuvo conciencia de estar recibiendo una influencia firme y externa. 
Cerré los ojos para concentrar más profundamente mis pen­samientos, y vi recompensado este esfuerzo por el co­nocimiento positivo de que mi tanto tiempo anhelado mensaje mental había llegado al fin. 
Cada idea transmi­tida adquirió forma rápidamente en mi mente; y aun­que no se utilizó ningún lenguaje real, mi habitual aso­ciación de concepción y expresión fue tan grande que me pareció recibir el mensaje en inglés ordinario.
Joe Slater ha muerto —me llegó la voz paralizadora de un agente de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho del dolor con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban sere­namente, y el semblante aún estaba animado por la inteligencia—. 
Es mejor que haya muerto, ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad cósmica. 
Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida planetaria.
Era demasiado animal, demasiado poco humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has lle­gado tú a descubrirme, ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. 
El ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres.
«Soy una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo por los valles resplandecientes. 
No me está permitido hablar al yo vigil de tu ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los vastos períodos de tiempo. 
Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará dentro de tres mil años. 
Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno al rojo Arctu­rus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos-insectos que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter.
¡ Qué poco conoce el yo terrestre la vida y sus dimensiones! 
¡Qué poco, en efecto, debe saber, para su propia tranquilidad!
«No puedo hablar del opresor. Los de la tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... voso­tros, que sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en vano en­frentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta noche voy como una Némesis por­ tando justa y abrasadoramente la venganza cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio.
«No puedo seguir hablando, ya que el cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros, cuando el sistema solar haya dejado de existir».
En ese instante se interrumpieron bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador
—¿o debo decir del hombre muerto?— comenzaron a vidriarse como los de un pez. Medio estupefacto, me acerqué a la cama y le cogí la muñeca, pero la encontré fría, rígida, sin pulso. Volvieron a palidecer las mejillas, y se abrieron los gruesos labios revelando los dientes repulsivamente corroídos del degenerado Joe Slater. Me sacudió un escalofrío; eché una manta sobre el ros­tro espantoso, y desperté al enfermero. Luego salí de la celda y me fui en silencio a mi habitación. Sentía un inexplicable y repentino deseo de dormir y soñar cosas que no debo recordar.
¿El clímax? ¿Qué informe puramente científico’ puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a vuestro gusto. 
Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que sea real lo que he relatado. 
Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me conce­dió. 
Me asegura por su honor profesional que Joe Sla­ter era un paranoico profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir de toscas historias que siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más decadentes. 
Todo eso me dice... sin embargo, no puedo olvidar lo que vi en el cielo, la noche siguiente a la muerte de Slater. 
Para que no me creáis un testigo parcial, dejo que otra pluma añada este testimonio final, que quizá aporte ese clímax que esperabais. 
Cito literalmente la reseña sobre la estrella Nova Persei de las páginas de esa eminente autoridad en astronomía que es el profesor Garret P. Serviss:
«El 22 de febrero de 1901, el doctor Anderson de Edimburgo descubrió una nueva y maravillosa estrella, no muy lejos de Algol. 
Hasta ahora, no se había visto estrella alguna en ese punto. Dentro de veinticuatro horas, la desconocida había adquirido tal brillo que había superado el resplandor de Capella. 
En el plazo de una semana o dos, había menguado visiblemente, y en el curso de unos meses apenas se distinguía a simple vista>>.


Historia del Necronomicon


Breve pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días.

El título original era Al-Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. 
Escrito pot Abdul al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. 
Visita las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasa diez años en la soledad del gran desierto que se extiende al sur de Arabia, el Roba el-Khaliyeh, o "Espacio vital" de los antiguos, y el Dahna, o "Desierto Escarlata" de los árabes modernos. 
Se dice que este desierto está habitado por espíritus malignos y monstruos tenebrosos. 
Todos aquellos que aseguran haber penetrado en sus regiones cuentan cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, Alhazred vivió en Damasco, donde escribió el Necronomicon (Al-Azif) y por donde circulan terribles y contradictorios rumores sobre su muerte o desaparición en el 738. 
Su biógrado del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asesinado por un monstruo invisible en pleno día y devorado horriblemente en presencia de un gran número de aterrorizados testigos. 
Se cuentan, además, muchas cosas sobre su locura.
Pretendía habier visto la famosa IIrem, la Ciudad de los Pilares, y haber encontrado bajo las ruias de una inencontrable ciudad del desierto los anales sceretos de una raza más antigua que la humanidad. 
No participaba de la fe musulmana, adoraba a unas desconocidas entidades a las que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu.
En el año 950, el Azif, que había circulado en secreto entre los filósofos de la época, fue traducido ocultamente al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla, bajo el título de Necronomicon.
Durante un siglo, y debido a su influencia, tuvieron lugar ciertos hechos horribles, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Michael. Desde entonces no tenemos más que vagas referencias del libro, pero en el 1228, Olaus Wormius encuentra una traducción al latín que fue impresa dos veces, una en el siglo XV, en letras negras (con toda seguridad en Alemania), y otra en el siglo XVII (probablemente en España).
Ninguna de las dos ediciones lleva ningún tipo de aclaración, de tal forma que es sólo por su tipografía que por lo que se supone su fecha y lugar de impresión.
La obra, tanto en su versión griega como en la latia, fue prohibida por el Papa Gregoprio IX, en el 1232, poco después de que su traducción al latín fuese un poderoso foco de atención.
La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, tal y como se dijo en el prefacio (hay vagas alusiones sobre la existencia de una copia secreta encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en el gran incendio).
No hay ningún rastro de la versiónn griega, impresa en Italia, entre el 1500 y el 1550, después del incendio que tuvo lugar en la biblioteca de cierto personaje de Salem, en 1692.
Igualmente, existía una traducción del doctor Dee, jamás impresa, basada en el manuscrito original. Los textos latinos que aún subsiten, uno (del siglo XV) está guardado en el Museo Británico, y el otro (del sigo XV) se halla en la Biblioteca Nacional de París.
Una edición del siglo XVII se encuntra en la Biblioteca de Wiedener de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que hay una más en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires.
Probablemente existían más copias secretas, y se rumoreaba persistentemente que una copia del siglo XV fue a parar a la colección de un célebre millonario americano.
Existe otro rumor que asegura que una copia del texto griego del siglo XVI es propiedad de la familia Pickman de Salem; pero es casi seguro que esta copia desapareció, al mismo tiempo que el artista R.U.Pickman, en 1926.
La obra está severamente prohibida por las autoridades y por todas las organizaciones legales inglesas. Su lectura puede traer consecuencuas nefastas. Se cree que R.W.Chambers se basó en este libro para su obra El rey en amarillo.

CRONOLOGÍA
1.        Al-Azif es escrito en Damasco en el 730 por Abdul Al-Hazred.
2.        Traducción al greigo con el título de Necronomicon, a cargo de Theodorus Philetas, en el 950
3.        El patriarca Mihael lo prohíbe en el 1050 (el texto griego). El árabe se ha perdido.
4.        En 1228, Olaus traduce el texto griego al latín.
5.        Las ediciones latina y griega son destruidas por Gregorio IX en 1232.
6.        En 14... (?) aparece una edición en létras góticas en Alemania.
7.        En 15... (?) el texto griego es impreso en Italia.
8.        En 16... (?) aparece la traducción al castellano del texto latino.
Edición conmemorativa y limitada a cargo de Wilson H: Shepherd, The Rebel Press, Oakman, Alabama.



Howard Phillips Lovecraft

  • Nace: 20 de agosto de 1890,
  • Lugar:Providence,Rodhe Island,Nueva Inglaterra,USA
  • Efemérides: 20 de agosto

  • Muere: 15 de marzo de 1937
  • Lugar: Providence,Rodhe Island,Nueva Inglaterra,USA
  • Efemérides:15 de marzo

Biografía



Howard Phillips Lovecraft nació el 20 de agosto de 1890, en Providence,Rodhe Island,Nueva Inglaterra,USA 

A Howard, el pequeño Lovecraft, le gustaba frecuentar parajes extraños y apartados para poder dar rienda suelta a su desbordante imaginación. 

En esos sitios (cuevas, arboledas alejadas, etc.) recreaba situaciones históricas o se ensimismaba en la observación de pequeños detalles que, para el resto de las personas, pasaban inadvertidos, pero que a Lovecraft le fascinaban; como detenerse a escuchar a las hadas del bosque, o imaginar lo que podría existir en el espacio exterior. 

Quizás una de las razones por las que le gustaba tanto evadirse era por la estricta atadura a la que lo sometía su madre, diciéndole que él no debía jugar con niños de menor categoría, o insistiendo en que era feo y que nunca llegaría a triunfar.

Lovecraft fue un niño prodigio: recitaba poesía a los dos años, leía a los tres y empezó a escribir a los seis o siete años de edad. 

Uno de los géneros que más le apasionó en su infancia fue el de las novelas policíacas, llevándolo incluso a formar la "Agencia de detectives de Providence" a la edad de 13 años. 

A los quince creó su primera obra, La bestia en la cueva, imitación de los cuentos de horror góticos. A los 16 escribía una columna de astronomía para el "Providence Tribune".


Pocos escritores de terror hay que hayan tenido tanta influencia en la cultura popular como H.P Lovecraft, creador de los mitos de Cthulhu. 

Su prematura muerte en 1937 abrió la puerta al mito, conociéndose a partir de entonces su obra como nunca antes lo fue en vida.

El problema es que, debido a lo oscuro y sobrenatural de sus relatos, la figura de Lovecraft está envuelta por un hálito de misterio, leyenda y especulación. 

No es difícil encontrar estudios sobre el personaje que le consideren temeroso del sexo, nazi, esquizofrénico, adorador de sus propias invenciones, etc. 

En el pequeño capítulo que se le dedica en el reciente libro Magia, brujería y esoterismo en la Historia, publicado por Ubi Sunt, se sugiere la posibilidad de que todas estas invenciones y exageraciones alrededor del autor no hayan tenido más intención que la de vender mejor sus libros o los productos ambientados en su obra;que bien puede ser cierto.

Sus obras se hallan marcadas por el pesimismo y el cinismo, y suelen dividirse en tres periodos: La época de las Historias macabras (1905-1920), el Ciclo del Sueño (1920-1927), y los Mitos de Cthulhu (1925-1935).

Sus temas más comunes son el conocimiento prohibido, la influencia de seres no humanos en la Humanidad, la culpa heredada (el concepto de que uno no puede escapar de los errores de sus ancestros), el destino, la idea de una Humanidad constantemente amenazada y en peligro, la raza, el género y los riesgos inherentes a una sociedad cientificista.

Ha desarrollado un seguimiento de culto gracias a la creación de un universo propio de seres de naturaleza diversa, donde destacan los monstruosos Primigenios y el Necronomicón, un terrible grimorio que muestra cómo invocarlos.

Ensayos inéditos-Ernesto Sábato

Ensayos inéditos
Ernesto Sábato


Un argentino que pretende utilizar a Marx como maestro sostiene que el Don Segundo Sombra de Güiraldes no existe, que es apenas la visión que un estanciero tiene del antiguo gaucho de la provincia de Buenos Aires. Lo que es más o menos como acusar a Homero de falsificador porque exhaustivos registros llevados a cabo en las montañas calabresas y sicilianas no han dado con un sólo cíclope. Con este mismo criterio de naturalista habría que rechazar a Modigliani por su manía de pintar mujeres con gargantas inexistentes. Pero ¿"inexistentes" dónde? No desde luego en el espíritu del pintor. La diferencia entre Modigliani y una máquina fotográfica es que el arte no es una copia de la mera realidad externa sino un acto ontocreador, más cercano al sueño que al espejo.
     Por ahí andaba todavía el modelo que empleó Güiraldes para inventar su personaje. Creo que se llamaba Segundo Ramírez. Los astutos administradores de la fama lo exhibían a los turistas extranjeros. Evité la tristeza de conocerlo, pero aún así puedo asegurar que era un mistificador, porque el auténtico Don Segundo es el mito imaginado por Güiraldes, que misteriosamente reveló un secreto de la condición pampeana. Inmortal, como todos los mitos. Que los sociólogos de la literatura y los profesores de folklore no pierdan el tiempo tratando de desautorizarlo.

Los granos de un montón
     Un vicerrector de la universidad de Cambridge, llamado Lightfoot, en época menos inclinada a la incredulidad, mediante un minucioso estudio del Génesis, probó que Adán fue creado el 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo, a las 9 de la mañana. Ahora me entero de que en 1978 se cumplió el milenario de la lengua castellana. Sorprendido por la exactitud, traté de averiguar cómo era la cosa, y la cosa era así: en cierto momento del año 978, un monje de San Millán de la Cogolla, en el margen de un manuscrito en latín, escribió anotaciones en una disparatada jerga románica, ignorando que acababa de inaugurar el castellano. Se me dirá que estoy bromeando, pero no hago sino parafrasear los argumentos que se ofrecen para esta celebración. Porque si no, ¿de qué fecha estamos hablando? No tratándose del esperanto sino de una lengua viva, debemos suponer que el buen hombre no inventó el nuevo idioma, formado durante siglos, poco a poco, torpe y balbuceantemente, por analfabetos que para criar cerdos, enfurecerse con la mujer, pedir la comida y amenazar a los chiquilines no iba a aprender a Cicerón.
     Nunca se sabrá cuánto duró este proceso, que algún purista llamaría de corrupción del latín; primero, porque no aduvimos cerca de ese durante algunos cientos de años, y, segundo, porque tampoco puede establecerse cuándo se alcanza la categoría de montón agregando granos de trigo.

Calma, estructuralistas
     Hay un tipo de beato del estructuralismo que con gusto aboliría la historia, lo que me parece un poco exagerado, cuando advertimos cómo pasa todo, no sólo el Imperio Romano sino la propia moda del estructuralismo. Esa gente enarbola la sincronía como un garrote y al que sale con antigüedades como ésta, un golpe en la cabeza, mientras se profieren palabras como reaccionario, subdesarrollo y oscurantista.
     Pero sí, hombre, ya lo sabemos, desde la época en que estudiábamos matemáticas, en la década del 30, mucho antes de que se nos viniera la moda desde París. ¿Cómo no íbamos a saber que "La pasión según San Mateo" o un gusano son estructuras? Tampoco ignorábamos que era una saludable reacción contra los atomistas, los positivistas y los fanáticos del historicismo. Pero se les fue la mano. Vean con la lengua: una realidad en perpetuo cambio, en la que, tarde o temprano -¡oh, diacronía de las ideas!- hay que aceptar el modesto pero demoledor hecho de la transformación de las estructuras, aunque sea como una sucesión de estados sincrónicos; tarde o temprano hay que admitir que en todo estado de una lengua está oscuramente la energía que conducirá a una nueva estructura.
     Bueno, por favor, no es tan deshonroso. En suma, que el estructuralismo es válido haste el momento en que deja de serlo.

Las vulgaridades de la novela
     Cuenta Gide en su Journal que Valéry no se decidía a escribir una frase como "La marquise sortit a cinq heures". ¿Y qué prueba eso? Una novela, y hasta una gran novela, está llena de frases tan triviales como ésa, como la vida misma: Hegel también se desayunaba. Además, una ficción es como un continente, en que para llegar a lugares que han de fascinarnos deben atravesarse estúpidas llanuras sin otros atributos que el polvo, el cansancio y la monotonía.
     Muchas veces me he preguntado si Valéry no consideró sus impotencias como virtudes. Apuesto a que habría querido escribir el Quijote, que está plagado de marquesas que salen a las cinco. Se pasó la vida hablando de las matemáticas y usando giros de su idioma, que los profanos admiran tanto más cuanto más los ignoran; y sin embargo no pudo aprobar el ingreso a no sé qué escuela por culpa de esas matemáticas. Pascal abandonó a los trece años a esa mujer por la que Valéry suspiró sin poder poseerla. Como para que no escribiera aquella frase rencorosa: "Pascal perdió la oportunidad de darle a Francia la gloria del cálculo infinitesimal".

Y a propósito de Pascal
     Es característico que ni él, ni Kierkegaard, ni Nietzsche fuesen filósofos sistemáticos: fueron irregulares, fragmentarios; y tal vez porque en ellos la vida y el misterio son más importantes que la explicación y el sistema. Los tres son emocionales, místicos, atormentados. Devolvieron el pathos al pensamiento, y fueron grandes escritores. Si es cierto que el Absoluto no se alcanza como pretendía Hegel sino por arrebatos y éxtasis, de modo parcial, por pedazos, ellos revelaron vastas regiones de ese misterioso continente.
Psicología con p
     Al corregir las pruebas de galera de un libro mio me sorprendí al advertir la grafía "sicológico", donde yo habia puesto "psicológico". Porque aun cuando una editorial se haya jurado una determinada política lingüística, no puede imponérsela a los escritores, que generalmente tienen sus propias ideas sobre el idioma. No ya la dirección de una editorial sino tampoco la propia Real Academia de Madrid tiene derecho a hacerlo, pues al fin de cuentas las normas de ese cuerpo son la consagración de las modalidades impuestas por el pueblo y los escritores.
     ¿Qué argumentos se pueden oponer a la grafía psi? No, por supuesto, la fonética, ya que la gente culta generalmente la pronuncia así. Y en el caso de que no se la pronunciase, tampoco es un argumento, porque si fuéramos a caer en la locura de escribir las palabras tal como se pronuncian tendríamos que poner payasadas como sológico, asaña y rebolusión, al menos en Buenos Aires.
     Por lo demás, que en ningún idioma hay correspondencia entre el lenguaje hablado y el escrito, puesto que el escrito esta fijado por los textos y aquél va cambiando en el espacio y en el tiempo. En alguna parte y en alguna época se pronunciaba o pronuncia "bosque", pero hoy aquí en Buenos Aires decimos "bojque"; del mismo modo, supongo, que en algún tiempo en Francia se decía "mesme", para luego derivar hacia "mejme", y luego a "mehme", para terminar escribiéndose "meme" donde el acento circunflejo indica que allí hubo alguna vez una perecedera ese. Si el lenguaje escrito fuese alterado cada vez que el pueblo y las costumbres fonéticas cambian, sería cosa de no acabar, y una forma más demencial de dividir el territorio lingüístico en parcelas liliputienses: ya que habría que usar una forma para Buenos Aires, con sus "bojques" y "yubias", y otra para Santiago del Estero, con sus "bosques" y "iubias". Pero qué digo, habría que establecer una lengua para el Barrio Norte de Buenos Aires y otra para La Boca.
     Todo idioma se aleja de lo escrito. Y algunos, como el inglés, que allí donde escriben Londres pronuncian Constantinopla. Esos investigadores que andan con grabadores han contado no menos de veinte formas de pronunciar la letra o, entre las cuales la más sorprendente es la que figura en la palabra women.
     La lengua oral es tan voluble que a veces hasta imita a la escrita, lo que ya es el colmo de vuelta. Así, antes del Renacimiento se escribia y se pronunciaba "oscuro"; pero los eruditos de la época, por escrúpulo etimológico, apuntalaron la palabra con una b. Podría haberse mantenido muda, como corresponde a una momia o un fósil. Pero las enérgicas educadoras lograron que los chicos pronunciaran finalmente "obscuro". Lo que, por supuesto, y si se dejan de lado los golpes, nada tiene de dramático; hay que tomarlo ahora como una costumbre más y no hacer tanto escándalo. De modo que si a un escritor se le da la real gana de escribirlo sin b, hay que respetarlo. Y si no se lo respeta, hay que protestar. Que es exactamente lo que le pasó a Unamuno cuando un pedante corrector le puso en una de sus pruebas: "¡Ojo! ¡Obscuro!", corrigiendo lo que había escrito don Miguel. A lo que, tachando enérgicamente la insolencia, contestó, también al margen: "¡Oreja! ¡Oscuro!"

Vanguardia y progreso en el arte
     La palabra "vanguardia" se la vincula al progreso. Pero en el arte no lo hay (cf. Collingwood), como lo revela el auge que en el París de comienzos de siglo tuvo el arte de los negros y polinesios. En el arte hay acciones y reacciones. Corsi y ricorsi. Hay dialécticas de escuelas, ciclos, sempiterna lucha entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre bizantinismo y vitalismo entre complicación y simplificación, entre artificio y naturalidad, entre claro y oscuro, entre violencia y serenidad, entre romántico y clásico. Y no sólo hay sucesión sino contraposición de tendencias o escuelas (Quevedo y Góngora).
     Piénsese, dicho sea de paso, qué "avanzado" resultó de pronto el arte hierático de Ramsés II frente al mero naturalismo europeo. Pero esto del progreso es una manía invencible. ¿Cuál era el personaje de Proust que suponía mejor a Wagner que a Beethoven, nada más que porque vine después? Pero no estoy seguro ni del personaje (una mujer, me parece) ni de los músicos.


ROMANCE DEL ENAMORADO Y LA MUERTE-Anónimo Siglo XV)

ROMANCE DEL ENAMORADO Y LA MUERTE
Anónimo 
(Siglo XV)


Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca
muy más que la nieve fría.
-¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía
¡Ay Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
¡Un día no puede ser,
una hora tienes de vida!

Muy de prisa se calzaba,
más de prisa se vestía:
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
- ¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta niña!
-¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio
mi madre no está dormida.
-Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida:
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
-Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare
mis trenzas añadiría.

La fina seda se rompe;
la Muerte que allí venía:
-Vamos,  enamorado
que la hora ya está cumplida.