User-agent: * Allow: / Wonalixia Arte©

Páginas

martes, 28 de marzo de 2023

EL PRÍNCIPE FELIZ -Oscar Wilde



La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.

—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.

—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.

—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?

—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.

Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.

—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.

El junco le hizo una amplia reverencia.

La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.

—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás golondrinas—; ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.

A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante.

—No dice nunca nada —se dijo—, y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.

Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias.

—Además es demasiado sedentario —pensó también la golondrina—; y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes.

—¿Vas a venirte conmigo? —le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.

—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos! —se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!

Y diciendo esto, se echó a volar.

Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.

—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.

En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna.

—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.

Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.

En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.

—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.

En ese mismo momento cayó otra gota.

—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.

Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.

Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.

—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.

—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?

Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.

—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musical—... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.

—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golondrina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!

—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golondrina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.

—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.

—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.

La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente.

—¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravilloso es el poder del amor!

—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!

La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas.

—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.

Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.

Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.

—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Príncipe.

La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.

Al amanecer voló hacia el río para bañarse.

—¡Qué fenómeno extraordinario! —exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en pleno invierno!

Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.

—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.

Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: "¡Qué extranjera tan distinguida!". Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.

—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. Voy a partir ahora.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?

—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golondrina—. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.

—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?

—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.

—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.

Y se puso a llorar.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.

Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!

Y se le notaba muy contento.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.

—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.

Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.

—Vengo a decirte adiós—le dijo.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?

—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.

—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.

La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.

Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.

—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado para siempre.

—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes que irte a Egipto.

—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.

Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.

Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.

Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.

—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.

—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Príncipe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.

—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.

Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. ¿Me dejas que te bese la mano?

—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.

—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?

El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.

—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!

—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.

—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.

—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.

—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—. Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.

El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.

Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es hermoso, no sirve para nada —explicó el profesor de Estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.

—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.

Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.

Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.




—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.




Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.




—Has elegido bien —sonrió Dios—. Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aurea Ciudad.







FIN

sábado, 16 de mayo de 2015

Jardín de Gente -Luis Alberto Spinetta

Jardín de Gente 
Luis Alberto Spinetta

Alguien debió conservar, y cuidar con amor, 
este jardín de gente... 
eso es lo que nunca será... . 

¿Cómo harás para ver, 
y aliviar el dolor en el jardín de gente? 
algún acuerdo en tu alma tendrás... 

Y ya no sé, 
si es que amanece o veo el cielo, 
como un gran collage... 

Estás ciego al creer que podrás evitar, 
este jardín de gente... 
con dinero no se inventa el amor... 

Ya te hartaste de frutos y peces, 
y panes que comes sin suerte... 
y el andén espera por mí... 
¿y que dirás cuando termines, 
el bocado de tu propia flor? 

Oh, alguien debió conservar y cuidar con amor, 
este jardín de gente... 
a Dios nunca se le ocurrirá... 

¿Cómo harás para ver, 
y aliviar el dolor en el jardín de gente? 
algún acuerdo en tu alma tendrás... 

Y ya no sé, 
si es que amanece o veo el cielo, 
como un gran collage... 
el collage de la depredación humana...

jueves, 22 de mayo de 2014

El Blog Wonalixia Arte vuelve a despertarse-POEMA DEL REGRESO- José Ángel Buesa

El Blog Wonalixia Arte vuelve a despertarse
Nuevamente,luego una larga ausencia,regreso a mi pequeño espacio dentro del gran universo de la Red.
Tantas referencias al bloqueo de autor que suelo leer por allí, y sucede que es muy cierto:cuando el silencio es interno resulta imposible dirigir palabras hacia el exterior.
Espero seguir compartiendo este conglomerado de preferencias personales,como una forma más de aporte a la cultura general y como una agradable manera de traducir la sensibilidad espiritual en imágenes,relatos y arte en general.
Muchas gracias, y bien;a trabajar.


POEMA DEL REGRESO
José Ángel Buesa

-Return to Home by Nodolfinve-

Vengo del fondo oscuro de una noche implacable
y contemplo los astros con un gesto de asombro.
Al llegar a tu puerta me confieso culpable
y una paloma blanca se me posa en el hombro.

Mi corazón humilde se detiene en tu puerta
con la mano extendida como un viejo mendigo;
y tu perro me ladra de alegría en la huerta,
porque, a pesar de todo, sigue siendo mi amigo.

Al fin creció el rosal aquel que no crecía
y ahora ofrece sus rosas tras la verja de hierro:
Yo también he cambiado mucho desde aquel día,
pues no tienen estrellas las noches del destierro.

Quizás tu alma está abierta tras la puerta cerrada;
pero al abrir tu puerta, como se abre a un mendigo,
mírame dulcemente, sin preguntarme nada,
y sabrás que no he vuelto... ¡porque estaba contigo!


martes, 14 de enero de 2014

En memoria de Paulina- Adolfo Bioy Casares- Parte Final

"En memoria de Paulina" un relato atemporal
La idea de éste blog,es fundamentar cada post, desde el punto de vista de mi preferencia, y de aquello que me motivó a elegirlo para que estuviera aquí.
Para posteos académicos, hay muchos en la Red,que se dedican exclusivamente a los aspectos más técnicos,análisis literarios de las tramas y etcéteras; aquí se trata desde otro punto de vista, más subjetivo,más desde la opinión y de la captación sensitiva propiamente dicha.
Por ello, al incluir "En memoria de Paulina",un relato intenso y preciso,fiel al estilo de Adolfo Bioy Casares,es más interesante para mí,volcar  mis impresiones personales con respecto al texto.
Leí este cuento en mi pubertad y luego tuve que hacer su análisis literario durante la escuela secundaria
Recuerdo que  la profesora de Literatura,había traído una selección de textos para que votásemos el que más nos gustara-lógicamente luego de haberlos leído previamente a todos- y por casi unanimidad,ganó éste.
En innumerables ocasiones, observo con pesar, cómo se banalizan muchas verdaderas creaciones,cómo se bastardea el increíble concepto  de vanguardia que subyace tras las obras de grandes autores como Jorge Luis Borges,JulioCortázar,ó Manuel Mújica Lainez, inmensos escritores, en pos de algún best seller de tercera categoría, masificado por el marketing y la parafernalia del packaging.
El logro más elevado de éstas obras. son sin lugar a dudas,en mi opinión, a que todos ellos abrevaban en la lectura de otros muchos grandes autores, llevaban en sus concepciones, la impronta, la influencia de autores clásicos, y de otros vanguardistas, pero en un tiempo y en un medio circundante totalmente diferente de éste tiempo.
Hoy, en este presente, es más probable, utilizar un buscador como Google para recabar en enciclopedias ó conseguir libros y textos, relatos multimedias y e-books,
Ellos leían,se reunían en círculos literarios, debatían y se mantenían al tanto, comprando libros, dandóles ése valor que muy pocos hoy le otorgan a la palabra escrita, además traducían, sin la ayuda de el Traductor universal que también se  puede conseguir ahora en la Red, sin olvidar que no había procesador de textos,sólo contaban con su máquina de escribir y algunos, un poco más modernos, con algún grabador de cinta, donde dictarse a ellos mismos.
Y voy aún más lejos: el actual desarrollo de los sistemas audiovisuales, como cine,televisión, y otros derivados, hace que muchos argumentos ó temas resulten remanidos y repetidos por su uso intensivo, sin dejar de lado la baja calidad de los guionistas,que al adaptar alguna novela,libro ó texto mantienen sus prioridades lejos de la obtención un  producto mediamente coherente.
Cuando hablamos ( después de haberlo leído) de "En memoria de Paulina",y luego de la saga enorme -en volumen- de autores como Stephen King, éste texto puede parecer hasta naif, pero se agiganta cuando se pone atención a  su fecha de publicación: 1948.
Maravillosamente describe la acción entre ésos años,pero su tema puede ser - sin demasiados cambios-, muy actual, porque se refiere a la conducta humana en relación a los sentidos físicos y apela al aspecto sobrenatural, para resolver la trama.
La asombrosa capacidad de Bioy Casares para atraparnos en su relato está dada por la cuidada manera de colocarnos donde y cómo transcurre la acción, y de reflejar en palabras, los pensamientos y sentimientos de los personajes.
Al menos, es lo que se repite en mi percepción, cada vez que leo-otra vez- este relato exquisito,ese inmensurable sentimiento de imaginar los personajes y sus escenarios,viajando a través de su lectura.
Mi escena favorita del relato es el reencuentro entre el protagonista y Paulina, en la tarde con la lluvia de fondo,porque allí se unen todos los caminos de la historia de los personajes, y su perfecta resolución posterior, en el cual mediante todos los pensamientos y sensaciones del relator-protagonista se desemboca en la conclusión final.
Podría hacer un resumen del argumento,pero realmente quiero que disfruten del relato y que lo analicen por sí mismos;después de todo, ya lo he dicho: leer y elegir un texto es sólo una cuestión sensibilidad muy, muy subjetiva.
Hasta la próxima.

En memoria de Paulina
Parte Final
Adolfo Bioy Casares

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
—¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. 
Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo.
Todo era absurdo.
No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero.
¿O me equivocaba?
Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí.
Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos.
Me acosté en la cama, boca abajo.
Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes.
Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar.
En una esquina miré una calesita.
Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos.
En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos.
Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó.
Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor.
Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje.
Sin embargo, la noticia trascendió.
En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. 
La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
—Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición.
Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran —si no para mí, para un testigo imaginario— una intención desleal, agregó rápidamente:
—Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia.
El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. 
De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco.
Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa.
La acompañé en el ascensor.
Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.—Buscaré un taxímetro— dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
—Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos.
Me volví, tristemente. 
Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín.
El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio.
Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. 
La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios.
Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. 
Durante el viaje, casi no salí del camarote. 
Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina.
En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios.
Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones queyo le imponía en la vigilia.
Eludí obstinadamente su recuerdo.
Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina.
Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido.
Entonces tuve una revelación vergonzosa. 
No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café.
En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo —seis meses por lo menos— yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
—¿Tostado o blanco'?Le contesté, como siempre:
—Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina.
 Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
Luego —ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve— Paulina me ordenó que la siguiera. 
Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. 
Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . 
Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. 
Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron.
 Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. 
Interpreté esa lluvia—que era el mundo entero surgiendo, nuevamente—como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina.
 Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. 
Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. 
Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. 
Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. 
Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. 
Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
—Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. 
Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. 
No la encontré. 
De vuelta, sentí frío. 
Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". 
La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. 
No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. 
Preparé un poco de café. 
Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos.
 Quería hablar con Paulina.
 Quería pedirle que me aclarara... 
De pronto, mi ingratitud me asustó. 
El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. 
Esa tarde era la culminación de nuestras vidas.
 Paulina lo había comprendido así. 
Yo mismo  lo había comprendido. 
Por eso casi no hablamos. 
(Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. 
Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. 
Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. 
Resolví buscar a un amigo—Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado—y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. 
Descansado, vería todo con más comprensión. 
Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. 
Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. 
Sabía demasiado poco para comprender la situación. 
Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella.
 El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. 
Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde—Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo—y procuré evocarla. 
Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. 
Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. 
La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. 
Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa.
 Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). 
La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. 
Nunca la puse en el dormitorio. 
En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos.
 El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. 
Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. 
Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario.
 En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. 
La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. 
Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. 
Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. 
Sé que el sueño no fue inventivo. 
Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. 
Eran las cinco. 
Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. 
Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. 
El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde.
 Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. 
Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. 
Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). 
Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas.
Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. 
Antes de las once no podía presentarme en su casa.
 Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. 
Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.—¿Dónde vive Montero?—le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. 
Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan
—Montero está preso—contestó.
No pude ocultar mi asombro. 
Morgan continuó:—¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. 
Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: 
Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. 
La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. 
Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. 
Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. 
En ese momento yo le pregunté a Morgan:—¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. 
Continué:
—Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
—Nada—contestó Morgan, con cierta vivacidad—. Nada. 
Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. 
Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
—¿Sabe que murió la señorita Paulina?
—¿Cómo no voy a saberlo?—respondió—. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
—¿Le ocurre algo?—dijo, acercándose mucho—. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. 
Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. 
Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación —una equivocación atroz—y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". 
Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado.
 Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté—mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó— si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo.
 Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos.
 Estos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. 
La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones—¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?—la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. 
No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. 
Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia.
Durante la visita de la verdadera Paulina—en la víspera de mi viaje—no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. 
Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído.
Por eso anoche oí llover. 
Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita.
Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. 
Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. 
Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. 
Ni siquiera conoció Paulina.
 La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. 
Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano—en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas—obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

sábado, 11 de enero de 2014

En memoria de Paulina- Adolfo Bioy Casares-Parte2

En memoria de Paulina
Parte 2
Adolfo Bioy Casares



Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo.
Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario.
Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada.
El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida.
Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor.
Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres.
De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento).
Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos.
Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados.
Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible.
Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos.
Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero.
Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta.
Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos.
¡Cómo anhelé decirle que la quería!
Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor.
Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento.
En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo.
Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford.
Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio.
Miré hacia la ventana.
Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
—Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning.
Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
—Es muy tarde. Me voy. 
Montero intervino rápidamente:
—Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
—Yo también te acompañaré—respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. 
Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. 
Le dije: 
—Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita .
Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín.
Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado.
En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió.
Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa.
En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor.
Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer.
Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria.
 Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor.
Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina.
Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono.
Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
—Estás cambiada.
—Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
—Gracias—contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas.
Confiadamente me abandoné a ese halago.
No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido.
Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
—Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
—Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara.
No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio.
No sabía qué expresión había en mi rostro.
No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
—Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
—¿Quién?—pregunté.
En seguida temí —como si nada hubiera ocurrido— que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
—Julio Montero.

En memoria de Paulina-Adolfo Bioy Casares-Parte 1

En memoria de Paulina
Adolfo Bioy Casares


Siempre quise a Paulina.
En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. 
Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo.
Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios.
Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero.
Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos.
Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra.
En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos.
La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona.
El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines).
Después el héroe moría.
Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Le presentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación.
Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. 
Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio.
A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago.
De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo.
Montero lo vio de noche.
—Le seré franco—me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

martes, 3 de diciembre de 2013

La consecuencia Borrador para un relato de ciencia-ficción- Michael Ende

La consecuencia
Borrador para un relato de ciencia-ficción
Michael Ende

El profesor Karl-Ludwig Ehwald, premio Nobel por sus trascendentales descubrimientos en el campo de la fisiología cerebral, se queda un día dormido, en un súbito e inexplicable ataque de sueño, sobre su mesa de trabajo.
Al despertar se encuentra en un futuro no muy lejano, más o menos en el año 2237. 
El lugar sigue siendo su estudio, que no ha sufrido ningún cambio, pero que se halla ahora en el Museo Karl-Ludwig Ehwald. Es saludado por algunos científicos que se presentan a él como sus hijos espirituales. 
Le explican que no está viviendo en absoluto un sueño. 
Hasta le demuestran, en la medida en que ello es posible, que lo que le rodea es realidad. 
Tales experiencias de saltos en el tiempo se deben a un corrimiento temporal en los paralajes, que para entonces ya se puede calcular previamente pero todavía no generar a voluntad.
 Se trata de un fenómeno, por así decir, natural, que ya antes era conocido, pero mal interpretado. 
En cualquier caso -le explican- el viajar a voluntad a través de los tiempos no es posible. 
El periodo de tiempo que dura el fenómeno y del cual, por consiguiente, dispone él asciende a sesenta y dos horas y treinta y ocho minutos. 
Pasado este tiempo, deberá regresar, pero eso sucede por sí solo, le dicen, por eso no tiene que preocuparse. Ehwald decide conocer lo más a fondo posible ese para él mundo futuro y sus progresos. 
Se le da, con la mayor gentileza, toda libertad, se le procura vestimenta adecuada a los tiempos y todo lo necesario y hasta se le pone a disposición una joven intérprete (germanista), pues el lenguaje ha sufrido lógicamente grandes cambios, y muchas palabras le resultan desconocidas.
El nuevo mundo que descubre le resulta casi paradisíaco. 
Todas las personas que encuentra son de una extraordinaria mansedumbre y amabilidad, para el gusto de Ehwald todo lo más un poquito aletargadas. 
Se entera de que ya no hay criminalidad, agresiones o comportamiento inmoral, o sea, nada que haga daño a los demás o a uno mismo. 
Tampoco son posibles los accidentes de tráfico, pues para entonces todas las máquinas son de una seguridad absoluta y se adelantan a cualquier decisión de las personas. 
Tampoco existe el suicidio, y las guerras son totalmente inimaginables. 
Incluso el matar a los animales para la poca carne que se necesita (casi todos los hombres son vegetarianos) se hace por medio de máquinas que, con absoluta garantía, no causan ningún género de dolor. 
Tampoco hay combates de boxeo ni otros deportes violentos, que exciten las agresiones, sólo bailes en grupo y juegos de destreza.
Una vez, sin embargo, observa Ehwald a un grupo de jóvenes que están en un patio retirado y que con los torsos desnudos parecen entregados a un extraño juego: uno está de pie, sonriente, y grita algo, tras lo cual otro joven, igualmente sonriente, le amenaza con un afiladísimo cuchillo.  
La discusión parece que reduce un poco su inercia, finalmente el segundo joven alza el cuchillo como para clavarlo, pero en el mismo instante cae al suelo como tocado por el rayo. 
Ahora, el primero recoge el cuchillo y amenaza con él a un tercero: el mismo efecto. 
Al final todos yacen por tierra, inconscientes pero sonrientes aún, y muy lentamente van reanimándose. Algunas personas mayores observan con gesto de enfado el juego, uno murmura: «¡Qué infantilismo!». La intérprete explica que el juego es completamente inofensivo. 
En su voz, Ehwald cree notar un cierto pesar.  
Ahora, el viajero comienza a interesarse por la cultura de ese mundo: ¿cómo es el arte, cómo está conformada la ética, la religión de esos hombres?
 En primer lugar, es llevado a un concierto y sufre un shock. 
Lo que allí escucha le pone los pelos de punta. 
La llamada música es un infierno de agresividad, en comparación con la cual los más salvajes ritmos de rock actuales resultan ser canciones infantiles. 
En segundo lugar, lo llevan a un holo, lo que corresponde más o menos a nuestros cines actuales, sólo que las proyecciones son tridimensionales y completamente realistas.
 El espectador se encuentra en medio de ellas. 
Nunca hasta entonces había visto Ehwald tal acumulación de cosas repugnantes, de violencia, sadismo y brutalidad. 
Al final tiene que vomitar, pero los demás espectadores, incluida la joven intérprete, parecen habérselo pasado, muy bien.
Finalmente, Ehwald se refugia en una iglesia, esperando encontrar, al menos allí, algo distinto. 

Pero esas instituciones del futuro no tienen nada en común con las que él conoce. 
Allí tampoco encuentra sino representaciones de las más espantosas torturas y tormentos; el ritual al que asiste le parece una pura blasfemia, un ensalzamiento de la infamia y el mal. 
Completamente trastornado, Ehwald regresa a su museo.
 No entiende cómo se ha podido llegar a tal estado de cosas, qué ha sucedido.
En el tiempo que aún le queda busca respuesta en los colegas, quienes, con la amabilidad que los caracteriza, le dan todas las informaciones: no depende ya de la voluntad de los hombres -eso le explican- sino que a éstos les es literalmente imposible hacerse daño unos a otros, más aún, les es imposible obrar el mal.
 El mal existe sólo en la ficción, allí donde, por así decir, sólo puede surgir de una forma irreal, no pudiendo por eso hacer daño a nadie. 
Es sólo imaginable -y por eso como un deseo soñado-, pero no puede ser llevado a la práctica. 
Los hombres son físicamente incapaces de ello. 
En cuanto uno decide de verdad hacer algo que pudiera dañar a otro, pierde el conocimiento. 
Y justamente porque está fuera del alcance, el mal es venerado y adorado. 
A este proceso han contribuido en alto grado -le explican ahora a él- los descubrimientos de Ehwald en el campo de la fisiología cerebral. 
Ellos hicieron posible la manipulación del llamado «hielo negro» en el cerebelo, una estructura celular molecular en la que tienen lugar las decisiones morales. 
A principios del siglo XXI se supo que la recién descubierta radiación de Kelber ejerce en ese centro una influencia que imposibilita los actos criminales e inmorales pues, cuando se presenta un caso así, tiene lugar una especie de efecto retroactivo que lleva a la pérdida del conocimiento en la persona correspondiente. 


Al principio, el tratamiento se aplicó a los delincuentes. 
Su capacidad de cometer delitos pudo ser eliminada mediante una radiación continua sin secuelas de enfermedad, como pasaba antes con la lobotomía.
Justamente ellos se convirtieron después en miembros especialmente útiles de la sociedad humana.

- Bueno, sí -grita Ehwald-, con los delincuentes, pase, pero ¿qué ocurre con los otros? La humanidad no consta únicamente de delincuentes.


Indudablemente, le responden, pero de eso, en definitiva, ya no se podía uno fiar. 

Con el tiempo, el progreso científico y técnico había traído inevitablemente consigo que todos sus logros estuviesen más a disposición de todo el mundo. 
Era un proceso imparable. En los tiempos de Ehwald todavía se mantenía un cierto secreto -para mencionar esto sólo a manera de ejemplo- en lo concerniente a las armas genocidas. 
Había acuerdos sobre la prohibición de armas nucleares y cosas semejantes. 
Pero eso, lógicamente, no podía ser efectivo a largo plazo. 
Llegó un momento en que cualquier estudiante de bachillerato podía elaborar, con la técnica de los genes, su propia plaga de la humanidad, cualquier reyezuelo megalómano podía construir su propia bomba atómica con la que eliminar toda vida en la tierra. 
La humanidad estaba así sometida al chantaje de cualquier suicida celoso que quisiera vengarse del mundo injusto o de su amante infiel exigiendo cosas absurdas. 
Los secuestros de aviones en la época de Ehwald fueron sólo un inofensivo comienzo, pero cuanto más complejo era el sistema y más disponible estaba, tanto más se iba exponiendo éste a todo género de abusos. 
Por eso no quedó otra solución que ser consecuente, a la vista de ese proceso irreversible, y eliminar radicalmente cualquier posibilidad de abuso para garantizar la supervivencia de la especie humana. 
Y eso fue decidido, hace más de una generación, por el Consejo superior de Seguridad Mundial y puesto en práctica por los científicos. 
Entretanto existe ya una emisora de rayos, que se procura a sí misma energía y que por vía satélite envuelve a la tierra entera en la radiación de Kelber. 
Desde entonces, la cuestión del bien y del mal ya no existe, sólo se interesan por ella algunos historiadores.

- ¡Hay que destruir sin falta esa emisora! -tartamudea Ehwald.


Eso, le dicen, es completamente imposible. 

Se han tomado medidas preventivas para evitar de todas todas ser otra vez objeto de chantaje.
 Ningún ser vivo puede alcanzar, y menos aún desconectar, esa emisora. 
La propia radiación de Kelber lo impide. 
Y eso está bien, opinan unánimemente los colegas. 
Sólo hay que pensar, dicen, en lo que sucedería, dada la disposición de ánimo que se ha generalizado entre los hombres, dada su adoración de la violencia y de la brutalidad imaginaria, si fuese posible desconectar la emisora. 
Sería, con toda seguridad, el final de la historia humana y de todo el globo terráqueo.

- Y usted, respetado profesor Ehwald, tendrá que opinar con nosotros que una humanidad viva sin libertad de decisión moral es mejor que una humanidad que, con toda seguridad, se exterminaría a sí misma, pues para ello seria ya suficiente un único criminal, loco o falto de escrúpulos.

 El profesor Dr. Karl-Ludwig Ehwald es catapultado a su propio tiempo. 
Aquella misma tarde reduce a cenizas, en la chimenea de su estudio, los resultados, esperados por todo el mundo, de su trabajo de investigación de cuarenta años sobre el complejo celular del cerebro humano que en siglos posteriores recibiría el nombre de «hielo negro».
No sabe que en la universidad de Heidelberg un joven investigador, basándose en las publicaciones anteriores de Ehwald, descubre en ese mismo instante las mismas células.

Michael Ende
Carpeta de apuntes