En memoria de Paulina
Adolfo Bioy Casares
Siempre quise a Paulina.
En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra.
Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo.
Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo.
Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios.
Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero.
Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos.
Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra.
En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos.
La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios.
Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero.
Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos.
Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra.
En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos.
La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona.
El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines).
Después el héroe moría.
Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Le presentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación.
Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle.
Después el héroe moría.
Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Le presentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación.
Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle.
Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio.
A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago.
De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo.
Montero lo vio de noche.
—Le seré franco—me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
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