Aristóteles
Política
Libro primero
De la sociedad civil. De la esclavitud. De la propiedad. Del poder doméstico
Capítulo I
Origen del Estado y de la Sociedad
Todo
Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma
sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que
ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser buen
ser bueno. Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a un
bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes
debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella
que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y
asociación política.
No
han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de
rey, magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a
suponer que toda la diferencia entre éstos no consiste sino en el más y
el menos, sin ser específica; que un pequeño número de administrados
constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno más
grande el magistrado o el rey; es de suponer, en fin, que una gran
familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo
que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e
independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito,
sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda
esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en
este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos,
conviene reducir lo compuesto a sus elementos indescomponibles, es
decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así cuáles son
los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué
difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos
principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de
hablar. En esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y
seguir atentamente su desenvolvimiento es el camino más seguro para la
observación.
Por
lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no
pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para
la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en
el hombre que en todos los demás animales y en las plantas existe un
deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.
La
naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha
creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que
el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también
que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes,
obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del
esclavo se confunden.
La
naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la
mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros
artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de Delfos
fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser no tiene más que un
solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven,
no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros, la mujer y
el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la
naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y
realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con
esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro,»
puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.
Estas
dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y
la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en
este verso:
«La casa, después la mujer y el buey arador;»
porque
el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación
natural y permanente es la familia, y Corondas ha podido decir de los
miembros que la componen «que comían a la misma mesa», y Epiménides de
Creta «que se calentaban en el mismo hogar».
La
primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de
relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede
llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que
componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la leche de
la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los primeros
Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo
están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos
habituados a la autoridad real, puesto que en la familia el de más edad
es el verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido
filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido
decir:
«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos.»
En
su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De
aquí la común opinión según la que están los dioses sometidos a un rey,
porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy
la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a los
dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya.
La
asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si
puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por
origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho
de ser éstas satisfechas.
Así
el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras
asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa
es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha
alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza
propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Puede
añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el
primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una
felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho
natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que
vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es,
ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y
a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero:
«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»
El
hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo
respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede
a las aves de rapiña.
Si
el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los
demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas
veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella
concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede
realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás
animales, porque su organización les permite sentir estas dos
afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida
para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo
injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales:
que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los
sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la
familia y el Estado.
No
puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y
sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la
parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay
pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se
diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una
mano real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y
pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede
decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están
comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad
natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si no
se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí
mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que
no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene
necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un
dios.
La
naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la
asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso
servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección
posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin
leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la
injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de
la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir
las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz,
porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre. La
justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida
para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que
constituye el derecho.
Capítulo II
De la esclavitud
Ahora
que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se
compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de
las familias, puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los
elementos de la economía doméstica son precisamente los de la familia
misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos y hombres
libres. Pero como para darse razón de las cosas es preciso ante todo
someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las
partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el
esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse
separadamente estos tres órdenes de individuos para ver lo que es cada
uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor,
después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra
particular para expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin,
la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay una palabra
especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar, podría
añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la administración
doméstica, y que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de
ella: la llamada adquisición de la propiedad, que también nosotros
estudiaremos.
Ocupémonos,
desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a fondo las
relaciones necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, si podemos
descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy
día.
Se
sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual
se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la
del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario,
pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la
que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza
ninguna diferencia entre ellos; y que, por último, la esclavitud es
inicua, puesto que es obra de la violencia.
Por
otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la
ciencia de la posesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica,
puesto que sin las cosas de primera necesidad los hombres no podrían
vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así como las demás
artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos especiales para
llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente los
suyos. Pero entre los instrumentos hay unos que son inanimados y otros
que son vivos; por ejemplo, para el patrón de una nave, el timón es un
instrumento sin vida y el marinero de proa un instrumento vivo, pues en
las artes al operario se le considera como un verdadero instrumento.
Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más
que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de
instrumentos y el esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en
tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento
pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada,
trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de
Vulcano, «que se iban solos a las reuniones de los dioses»; si las
lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los
empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los
esclavos. Los instrumentos propiamente dichos son instrumentos de
producción; la propiedad, por el contrario, es simplemente para el uso.
Así, la lanzadera produce algo más que el uso que se hace de ella; pero
un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además, como la
producción y el uso difieren específicamente, y estas dos cosas tienen
instrumentos que son propios de cada una, es preciso que entre los
instrumentos de que se sirven haya una diferencia análoga. La vida es el
uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para
facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra
que es preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no
sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a
una cosa distinta de ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el
señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de
él; el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino
que depende de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el
esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley natural no se
pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a
otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto que
hombre, se convierte en una propiedad, y como propiedad es un
instrumento de uso y completamente individual.
Es
preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no
existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser
esclavo, o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la
naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas
cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias,
sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en
que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en
grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora
tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige.
La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la
perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de
los obreros, y una obra se realiza dondequiera que se hallan la
autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la
autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas que
conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o
juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres
animados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente
descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en
los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de
nuestro asunto.
Por
lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos
naturalmente aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así
lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los seres
desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres degradados.
Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente sano de
espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres
corruptos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como
soberano sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento
irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es preciso,
repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una
autoridad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado;
el alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo, y la razón manda al
instinto como un magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no
puede negarse que no sea natural y bueno para el cuerpo el obedecer al
alma, y para la parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a
la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se
muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para
todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los
animales domesticados valen naturalmente más que los animales salvajes,
siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad,
el estar sometidos al hombre. Por otra parte, la relación de los sexos
es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar,
aquél para obedecer.
Esta
es también la ley general que debe necesariamente regir entre los
hombres. Cuando es un inferior a sus semejantes, tanto como lo son el
cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal que es la
condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas
corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se
es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de
que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la
autoridad de un señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede
entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es
el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra,
pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni aun
comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo
demás, la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son
poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el
auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de
nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace
los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos,
dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y
haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su
erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos
solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre
las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas
veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no
tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de
tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen siempre
diferentes unos de otros por su apariencia corporal, como lo son las
imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos
hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto,
hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es
más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.
Sea
de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres
y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la
esclavitud tan útil como justa.
Por
lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra
alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras.
Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley,
siendo esta ley una convención en virtud de la que el vencido en la
guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que muchos
legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman muchas veces los
oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte,
sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y
un esclavo.
Estas
dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La
causa de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra
parte es que la virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar
hasta de la violencia, y que la Victoria supone siempre una superioridad
laudable en ciertos conceptos. Es posible creer, por tanto, que la
fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión
estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los unos en
la benevolencia y la humanidad y por los otros en la dominación del más
fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí igualmente
débiles y falsas; porque podría creerse, en vista de ambas, tomadas
separadamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la
superioridad del mérito.
Hay
gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene
siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa
cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una
contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser injusto,
y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera, los
hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta por
efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como
prisioneros de guerra. Y así, los partidarios de esta opinión tienen el
cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no
admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo
que se llama esclavitud natural; y esto es, precisamente, lo que hemos
preguntado desde el principio.
Es
necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas
partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la
nobleza: las personas de que acabamos de hablar se creen nobles, no sólo
en su patria, sino en todas partes; pero, por el contrario, en su
opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues,
que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es
condicionalmente. Así, la Helena de Teodectes exclama:
«¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?»
Esta
opinión viene, precisamente, a asentar sobre la superioridad y la
inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo,
entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de padres
distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un hombre
produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es que
la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.
Con
razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y
hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener
que esta distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el
servir como esclavo y al otro el reinar como señor; se puede sostener,
en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigencias de la
naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente, la
autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual
no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. Y
así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha
hecho tales, existe un interés común, una recíproca benevolencia;
sucediendo todo lo contrario cuando la ley y la fuerza por sí solas han
hecho al uno señor y al otro esclavo.
Esto
muestra con mayor evidencia que el poder del señor y el del magistrado
son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las
autoridades no se confunden en una sola: la una recae sobre hombres
libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, la autoridad
doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es gobernada por un
solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre hombres libres e
iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene cierta
naturaleza: y por distinciones semejantes es uno esclavo o libre. Pero
sería posible educar a los señores en la ciencia que deben practicar ni
más ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha practicado esto
último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que estaban en
esclavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase muy
bien extender sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de
preparar las viandas o cualquiera otra de este género, puesto que unos
servicios son más estimados o más necesarios que otros, y que, como dice
el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor.
Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber
emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no
tanto porque posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta
ciencia, en verdad, no es muy extensa ni tampoco muy elevada; consiste
tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben saber hacer. Y así
tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, cede su puesto a
un mayordomo para consagrarse él a la vida política o a la filosofía.
La
ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy
diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa
algo de la guerra y de la caza.
No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del esclavo.
Capítulo III
De la adquisición de los bienes
Puesto
que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo
nuestro método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición
de los bienes.
La
primera cuestión que debemos resolver es si la ciencia de adquirir es
la misma que la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una
ciencia auxiliar. Si no es más que esto último, ¿lo será al modo que el
arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte de tejer? ¿o como el
arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servicios
de estas dos artes subsidiarias son realmente muy distintos: lo que
suministra la primera es el instrumento, mientras que la segunda
suministra la materia. Entiendo por materia la sustancia que sirve para
fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante,
el metal que emplea el estatuario. Esto prueba que la adquisición de los
bienes no se confunde con la administración doméstica, puesto que la
una emplea lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración
doméstica pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la familia?
Resta
saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta
administración, o si es una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que
posee esta ciencia debe conocer las fuentes de la riqueza y de la
propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza abrazan
objetos muy diversos. En primer lugar, puede preguntarse si el arte de
la agricultura, y en general la busca y adquisición de alimentos, están
comprendidas en la adquisición de bienes, o si forman un modo especial
de adquirir. Los modos de alimentación son extremadamente variados, y de
aquí esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los
animales, ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos;
variaciones que son, precisamente, las que diversifican la existencia de
los animales. En el estado salvaje unos viven en grupos, otros en el
aislamiento, según lo exige el interés de su subsistencia, porque unos
son carnívoros, otros frugívoros y otros omnívoros. Para facilitar la
busca y elección de alimentos es para lo que la naturaleza les ha
destinado a un género especial de vida. La vida de los carnívoros y la
de los frugívoros difieren precisamente en que no gustan por instinto
del mismo alimento, y en que los de cada una de estas clases tienen
gustos particulares.
Otro
tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos
de existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que
sin pena y sin trabajo se alimentan de la carne de los animales que
crían. Sólo que, viéndose precisados sus ganados a mudar de pastos, y
ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo vivo. Otros subsisten
con aquello de que hacen presa, pero no del mismo modo todos; pues unos
viven del pillaje y otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de
los estanques o de los lagos, o en las orillas de los ríos o del mar, y
otros cazan las aves y los animales bravíos. Pero los más de los hombres
viven del cultivo de la tierra y de sus frutos.
Estos
son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre
sólo tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir, para
atender a su subsistencia, al cambio ni al comercio: nómada, agricultor,
bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos que viven cómodamente
combinando estos diversos modos de vivir y tomando del uno lo necesario
para llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y salteadores,
cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede con los demás que abrazan el
género de vida que la necesidad les impone.
Como
puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los
animales a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar
todo su desarrollo. Ciertos animales en el momento mismo de la
generación producen para el nacido el alimento que habrá de necesitar
hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí mismo. En este caso
se encuentran los vermíparos y los ovíparos. Los vivíparos llevan en sí
mismos, durante un cierto tiempo, los alimentos de los recién nacidos,
pues no otra cosa es lo que se llama leche. Esta posesión de alimentos
tiene igualmente lugar cuando los animales han llegado a su completo
desarrollo, y debe creerse que las plantas están hechas para los
animales, y los animales para el hombre. Domesticados, le prestan
servicios y le alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la mayor
parte, a su subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades,
suministrándole vestidos y otros recursos. Si la naturaleza nada hace
incompleto, si nada hace en vano es de necesidad que haya creado todo
esto para el hombre.
La
guerra misma es, en cierto modo, un medio natural de adquirir, puesto
que comprende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que,
nacidos para obedecer, se niegan a someterse; es una guerra que la
naturaleza misma ha hecho legítima.
He
aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la
economía doméstica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo,
so pena de no poder reunir los medios indispensables de subsistencia,
sin los cuales no se formarían ni la asociación del Estado ni la
asociación de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la
única riqueza verdadera, y todo lo que el bienestar puede aprovechar de
este género de adquisiciones está bien lejos de ser ilimitado, como
poéticamente pretende Solón:
«El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.»
Sucede
todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las
demás artes. En efecto, no hay arte cuyos instrumentos no sean limitados
en número y extensión; y la riqueza no es más que la abundancia de los
instrumentos domésticos y sociales.
Existe,
por tanto, evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a
los jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto
cuáles eran sus fuentes.
Resta
ahora este otro género de adquisición que se llama, más particularmente
y con razón, la adquisición de bienes, y respecto de la cual podría
creerse que la fortuna y la propiedad pueden aumentarse indefinidamente.
La semejanza de este segundo modo de adquisición con el primero es
causa de que ordinariamente no se vea en ambos más que un solo y mismo
objeto. El hecho es que ellos no son ni idénticos, ni muy diferentes; el
primero, es natural, el otro no procede de la naturaleza, sino que es
más bien el producto del arte y de la experiencia. Demos aquí principio a
su estudio.
Toda
propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de
la misma manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un
zapato puede a la vez servir para calzar el pie o para verificar un
cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble uso. El que cambia
un zapato por dinero o por alimentos, con otro que tiene necesidad de
él, emplea bien este zapato en tanto que tal, pero no según su propio
uso, porque no había sido hecho para el cambio. Otro tanto diré de todas
las demás propiedades; pues el cambio, efectivamente, puede aplicarse a
todas, puesto que ha nacido primitivamente entre los hombres de la
abundancia en un punto y de la escasez en otro de las cosas necesarias
para la vida. Es demasiado claro que en este sentido la venta no forma
en manera alguna parte de la adquisición natural. En su origen, el
cambio no se extendía más allá de las primeras necesidades, y es
ciertamente inútil en la primera asociación, la de la familia. Para que
nazca es preciso que el círculo de la asociación sea más extenso. En el
seno de la familia todo era común; separados algunos miembros, se
crearon nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero diferentes
que los de las primeras, y esto debió necesariamente dar origen al
cambio. Este es el único cambio que conocen muchas naciones bárbaras, el
cual no se extiende a más que al trueque de las cosas indispensables;
como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.
Este
género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un
modo de adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la
satisfacción de nuestras necesidades naturales. Sin embargo, aquí es
donde puede encontrarse lógicamente el origen de la riqueza. A medida
que estas relaciones de auxilios mutuos se transformaron,
desenvolviéndose mediante la importación de los objetos de que se
carecía y la exportación de aquellos que abundaban, la necesidad
introdujo el uso de la moneda, porque las cosas indispensables a la vida
son naturalmente difíciles de transportar.
Se
convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser
útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de
la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra
sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y
después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las
marcó con un sello particular, que es el signo de su valor. Con la
moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació
igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en
el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que
reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de
ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de
adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin
principal es el de descubrir los medios de multiplicar los bienes,
porque ella debe crear la riqueza y la opulencia. Esta es la causa de
que se suponga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia
de dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las
ventas; y, sin embargo, este dinero no es en sí mismo más que una cosa
absolutamente vana, no teniendo otro valor que el que le da la ley, no
la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que
tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir
completamente su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer
ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un
hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera
necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no
impide que el que la posee se muera de hambre? Es como el Midas de la
mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en
oro todos los manjares de su mesa.
Así
que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y
el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y
la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa
muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera absoluta,
sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son precisos por
sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el
dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de
esta nueva rama de adquisición parece no tener realmente ningún límite.
La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como
ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y
pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos,
los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin
mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial
no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es
precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de
esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque
su objeto es muy diferente. Y así podría creerse, a primera vista, que
toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí
están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven
acrecentarse su dinero sin traba ni término.
Estas
dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a
que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene
por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero y la otra otro muy
diverso. Esta semejanza ha hecho creer a muchos que la ciencia doméstica
tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de
que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la
suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso
preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como
se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente
arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos
que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces
corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el
cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta
segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad
absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que
pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adquisiciones
naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que
no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es
el objeto del valor, que sólo debe darnos una varonil seguridad;
tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben
darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas
profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera
éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.
Esto
es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo
superfluo; habiendo hecho ver lo que son estos medios y cómo pueden
convertirse para nosotros en una necesidad real. En cuanto al arte que
tiene por objeto la riqueza verdadera y necesaria, he demostrado que era
completamente diferente del otro, y que no es más que la economía
natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte
que, lejos de ser infinito como el otro, tiene, por el contrario,
límites positivos.
Esto
hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a
saber, si la adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de
familia y del jefe del Estado. Ciertamente, es indispensable suponer
siempre la preexistencia de estos bienes. Así como la política no hace a
los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da y se limita
a servirse de ellos, en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos
los primeros alimentos que proceden de la tierra, del mar o de
cualquier otro origen, y después queda a cargo del jefe de familia
disponer de estos dones como convenga hacerlo; así como el fabricante no
crea la lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus cualidades y
sus defectos y conocer la que puede o no servir.
También
podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma
parte del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto
que los miembros de la familia necesitan tanto la salud como el
alimento o cualquier otro objeto indispensable para la vida. He aquí la
razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe del Estado deben
ocuparse de la salud de sus administrados, por otra parte este cuidado
compete, no a ellos, sino al médico. De igual modo lo relativo a los
bienes de la familia bajo cierto punto compete a su jefe, pero bajo otro
no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe suministrarlos. A la
naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la primera materia. A la
misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues en
efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite la
vida; y he aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza
natural, que todos los hombres saben explotar.
Siendo
doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir,
comercial y doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla
con no menos motivo despreciada, por no ser natural y sí sólo resultado
del tráfico, hay fundado motivo para execrar la usura, porque es un modo
de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el destino
para que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio, y el
interés que de él se saca, le multiplica, como lo indica claramente el
nombre que le da la lengua griega. Los padres, en este caso, son
absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero producido por
el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a
la naturaleza.
Capítulo IV
Consideración práctica sobre la adquisición de los bienes
De
la ciencia, que suficientemente hemos desenvuelto, pasemos ahora a
hacer algunas consideraciones sobre la práctica. En todos los asuntos de
esta naturaleza un campo libre se abre a la teoría; pero la aplicación
tiene sus necesidades.
Los
ramos prácticos de la riqueza consisten en conocer a fondo el género,
el lugar y el ejemplo de los productos que más prometan; en saber, por
ejemplo, si debe uno dedicarse a la cría de caballos, o de ganado
vacuno, o del lanar, o de cualesquiera otros animales, teniendo el
acierto de escoger hábilmente las especies que sean más provechosas
según las localidades; porque no todas prosperan indistintamente en
todas partes. La práctica consiste también en conocer la agricultura y
las tierras que deben tener arbolado, y aquellas en que no conviene; se
ocupa, en fin, con cuidado de las abejas y de todos los animales
volátilos y acuáticos que pueden ofrecer algunas ventajas. Tales son los
primeros elementos de la riqueza propiamente dicha.
En
cuanto a la riqueza que produce el cambio, su elemento principal es el
comercio, que se divide en tres ramas diversamente lucrativas: comercio
marítimo, comercio terrestre y comercio al por menor. Después entra en
segundo lugar el préstamo a interés, y, en fin, el salario, que puede
aplicarse a obras mecánicas, o bien a trabajos puramente corporales para
hacer cosas en que no intervienen los operarios más que con sus brazos.
Hay
un tercer género de riqueza, que está entre la riqueza natural y la
procedente del cambio, que participa de la naturaleza de ambas y procede
de todos aquellos productos de la tierra que, no obstante no ser
frutos, no por eso dejan de tener su utilidad: es la explotación de los
bosques y la de las minas, que son de tantas clases como los metales que
se sacan del seno de la tierra.
Estas
generalidades deben bastarnos. Entrar en pormenores especiales y
precisos puede ser útil a cada una de las industrias en particular; mas
para nosotros sería un trabajo impertinente. Entre los oficios, los más
elevados son aquellos en que interviene menos el azar; los más mecánicos
los que desfiguran el cuerpo más que los demás; los más serviles los
que más ocupan; los más degradados, en fin, los que requieren menos
inteligencia y mérito.
Algunos
autores han profundizado estas diversas materias. Cares de Paros y
Apolodoro de Lemnos, por ejemplo, se han ocupado del cultivo de los
campos y de los bosques. Las demás cosas han sido tratadas en otras
obras, que podrán estudiar los que tengan interés en estas materias.
También deberán recoger las tradiciones esparcidas sobre los medios que
han conducido a algunas personas a adquirir fortuna. Todas estas
enseñanzas son provechosas para los que a su vez aspiren a conseguir lo
mismo. Citaré lo que se refiere a Tales de Mileto, a propósito de una
especulación lucrativa que le dio un crédito singular, honor debido sin
duda a su saber, pero que está al alcance de todo el mundo. Gracias a
sus conocimientos en astronomía pudo presumir, desde el invierno, que la
recolección próxima de aceite sería abundante, y al intento de
responder a algunos cargos que se le hacían por su pobreza, de la cual
no había podido librarle su inútil filosofía, empleó el poco dinero que
poseía en darlo en garantía para el arriendo de todas las prensas de
Mileto y de Quíos; y las obtuvo baratas, porque no hubo otros
licitadores. Pero cuando llegó el tiempo oportuno, las prensas eran
buscadas de repente por un crecido número de cultivadores, y él se las
subarrendó al precio que quiso. La utilidad fue grande; y Tales probó
por esta acertada especulación que los filósofos, cuando quieren, saben
fácilmente enriquecerse, por más que no sea este el objeto de su
atención. Se refiere esto como muestra de un grande ejemplo de habilidad
de parte de Tales; pero, repito, esta especulación pertenece en general
a todos los que están en posición de constituir en su favor un
monopolio. También hay Estados que en momentos de apuro han acudido a
este arbitrio, atribuyéndose el monopolio general de todas las ventas.
En Sicilia un particular empleó las cantidades que se le habían dado en
depósito en la compra de todo el hierro que había en las herrerías, y
luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de distintos puntos,
como era el único vendedor de hierro, sin aumentar excesivamente el
precio, lo vendía sacando cien talentos de cincuenta. Informado de ello
Dionisio, le desterró de Siracusa, por haber ideado una operación
perjudicial a los intereses del príncipe, aunque permitiéndole llevar
consigo toda su fortuna. Esta especulación, sin embargo, es en el fondo
la misma que la de Tales; ambos supieron crear un monopolio. Conviene a
todos, y también a los jefes de los Estados, tener conocimiento de tales
recursos. Muchos gobiernos tienen necesidad, como las familias, de
emplear estos medios para enriquecerse; y podría decirse que muchos
gobernantes creen que sólo de esta parte de la gobernación deben
ocuparse.
Capítulo V
Del poder doméstico
Ya
hemos dicho que la administración de la familia descansa en tres clases
de poder: el del señor, de que hablamos antes, el del padre y el del
esposo. Se manda a la mujer y a los hijos como a seres igualmente
libres, pero sometidos, sin embargo, a una autoridad diferente, que es
republicana respecto de la primera, y regia respecto de los segundos. El
hombre, salvas algunas excepciones contrarias a la naturaleza, es el
llamado a mandar más bien que la mujer, así como el ser de más edad y de
mejores cualidades es el llamado a mandar al más joven y aún
incompleto. En la constitución republicana se pasa de ordinario
alternativamente de la obediencia al ejercicio de la autoridad, porque
en ella todos los miembros deben ser naturalmente iguales y semejantes
en todo; lo cual no impide que se intente distinguir la posición
diferente del jefe y del subordinado, mientras dure, valiéndose ya de un
signo exterior, ya de ciertas denominaciones o distinciones
honoríficas. Esto mismo pensaba Amasis cuando refería la historia de su
aljofaina. La relación del hombre y la mujer es siempre tal como acabo
de decir. La autoridad del padre sobre sus hijos es, por el contrario,
completamente regia; las afecciones y la edad dan el poder a los padres
lo mismo que a los reyes, y cuando Homero llama a Júpiter
«Padre inmortal de los hombres y de los dioses,»
tiene
razón en añadir que es también rey de ellos, porque un rey debe a la
vez ser superior a sus súbditos por sus facultades naturales, y ser, sin
embargo, de la misma raza que ellos; y esta es precisamente la relación
entre el más viejo y el más joven, entre el padre y el hijo.
No
hay para qué decir que se debe poner mayor cuidado en la administración
de los hombres que en la de las cosas inanimadas, en la perfección de
los primeros que en la perfección de las segundas, que constituyen la
riqueza, y más cuidado en la dirección de los seres libres que en la de
los esclavos. La primera cuestión respecto al esclavo es la de saber si,
además de su cualidad de instrumento y de servidor, se puede encontrar
en él alguna otra virtud, como la sabiduría, el valor, la equidad, etc.,
o si no se debe esperar hallar en él otro mérito que el que nace de sus
servicios puramente corporales. Por ambos lados ha lugar a duda. Si se
suponen estas virtudes en los esclavos, ¿en qué se diferenciarán de los
hombres libres? Si lo contrario, resulta otro absurdo no menor, porque
al cabo son hombres y tienen su parte de razón. Una cuestión igual,
sobre poco más o menos, puede suscitarse respecto a la mujer y al hijo.
¿Cuáles son sus virtudes especiales? ¿La mujer debe ser prudente,
animosa y justa como un hombre? ¿El hijo puede ser modesto y dominar sus
pasiones? Y en general, el ser formado por la naturaleza para mandar y
el destinado a obedecer, ¿deben poseer las mismas virtudes o virtudes
diferentes? Si ambos tienen un mérito absolutamente igual, ¿de dónde
nace que eternamente deben el uno mandar y el otro obedecer? No se trata
aquí de una diferencia entre el más y el menos; autoridad y obediencia
difieren específicamente, y entre el más y el menos no existe diferencia
alguna de este género. Exigir virtudes al uno y no exigirlas al otro
sería aún más extraño. Si el ser que manda no tiene prudencia, ni
equidad, ¿cómo podrá mandar bien? Si el ser que obedece está privado de
estas virtudes, ¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es intemperante y
perezoso, faltará a todos sus deberes. Evidentemente es necesario que
ambos tengan virtudes, pero virtudes tan diversas como lo son las
especies de seres destinados por naturaleza a la sumisión. Esto mismo es
lo que hemos dicho ya al tratar del alma. La naturaleza ha creado en
ella dos partes distintas: la una destinada a mandar, la otra a
obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la una está
dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se extiende
evidentemente a los otros seres, y respecto de los más de ellos la
naturaleza ha establecido el mando y la obediencia. Así, el hombre libre
manda al esclavo de muy distinta manera que el marido manda a la mujer y
que el padre al hijo; y, sin embargo, los elementos esenciales del alma
se dan en todos estos seres, aunque en grados muy diversos. El esclavo
está absolutamente privado de voluntad; la mujer la tiene, pero
subordinada; el niño sólo la tiene incompleta. Lo mismo sucede
necesariamente respecto a las virtudes morales. Se las debe suponer
existentes en todos estos seres, pero en grados diferentes, y sólo en la
proporción indispensable para el cumplimiento del destino de cada uno
de ellos. El ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su
perfección. Su tarea es absolutamente igual a la del arquitecto que
ordena, y el arquitecto en este caso es la razón. En cuanto a los demás,
deben estar adornados de las virtudes que reclamen las funciones que
tienen que llenar.
Reconozcamos,
pues, que todos los individuos de que acabamos de hablar tienen su
parte de virtud moral, pero que el saber del hombre no es el de la
mujer, que el valor y la equidad no son los mismos en ambos, como lo
pensaba Sócrates, y que la fuerza del uno estriba en el mando y la de la
otra en la sumisión. Otro tanto digo de todas las demás virtudes, pues
si nos tomamos el trabajo de examinarlas al por menor, se descubre tanto
más esta verdad. Es una ilusión el decir, encerrándose en
generalidades, que «la virtud es una buena disposición del alma» y la
práctica de la sabiduría, y dar cualquiera otra explicación tan vaga
como esta. A semejantes definiciones prefiero el método de los que, como
Gorgias, se han ocupado de hacer la enumeración de todas las virtudes. Y
así, en resumen, lo que dice el poeta de una de las cualidades de la
mujer:
«Un modesto silencio hace honor a la mujer»
es igualmente exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que no sentaría bien en el hombre.
Siendo
el niño un ser incompleto, evidentemente no le pertenece la virtud,
sino que debe atribuirse ésta al ser completo que le dirige. La misma
relación existe entre el señor y el esclavo. Hemos dejado sentado que la
utilidad del esclavo se aplicaba a las necesidades de la existencia,
así que su virtud había de encerrarse en límites muy estrechos, en lo
puramente necesario para no descuidar su trabajo por intemperancia o
pereza. Pero admitido esto, podrá preguntarse: ¿deberán entonces los
operarios tener también virtud, puesto que muchas veces la intemperancia
los aparta del trabajo? Pero hay una grande diferencia. El esclavo
participa de nuestra vida, mientras que el obrero, por lo contrario,
vive lejos de nosotros, y no debe tener más virtud que la que exige su
esclavitud, porque el trabajo del obrero es en cierto modo una
esclavitud limitada. La naturaleza hace al esclavo, pero no hace al
zapatero ni a ningún otro operario. Por consiguiente, es preciso
reconocer que el señor debe ser para el esclavo la fuente de la virtud
que le es especial, bien que no tenga, en tanto que señor, que
comunicarle el aprendizaje de sus trabajos. Y así se equivocan mucho los
que rehúsan toda razón a los esclavos, y sólo quieren entenderse con
ellos dándoles órdenes, cuando, por el contrario, deberían tratarles con
más indulgencia aún que a los hijos. Basta ya sobre este punto.
En
cuanto al marido y la mujer, al padre y los hijos y la virtud
particular de cada uno de ellos, las relaciones que les unen, su
conducta buena o mala, y todos los actos que deben ejecutar por ser
loables o que deben evitar por ser reprensibles, son objetos todos de
que es preciso ocuparse al estudiar la Política. En efecto, todos estos
individuos pertenecen a la familia, así como la familia pertenece al
Estado, y como la virtud de las partes debe relacionarse con la del
conjunto, es preciso que la educación de los hijos y de las mujeres esté
en armonía con la organización política, como que importa realmente que
esté ordenado lo relativo a los hijos y a las mujeres para que el
Estado lo esté también. Este es necesariamente un asunto de grandísima
importancia, porque las mujeres componen la mitad de las personas
libres, y los hijos serán algún día los miembros del Estado.
En
resumen, después de lo que acabamos de decir sobre todas estas
cuestiones, y proponiéndonos tratar en otra parte las que nos quedan por
aclarar, demos aquí fin a una discusión que parece ya agotada, y
pasemos a otro asunto; es decir, al examen de las opiniones emitidas
sobre la mejor forma de gobierno.
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