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jueves, 22 de mayo de 2014

El Blog Wonalixia Arte vuelve a despertarse-POEMA DEL REGRESO- José Ángel Buesa

El Blog Wonalixia Arte vuelve a despertarse
Nuevamente,luego una larga ausencia,regreso a mi pequeño espacio dentro del gran universo de la Red.
Tantas referencias al bloqueo de autor que suelo leer por allí, y sucede que es muy cierto:cuando el silencio es interno resulta imposible dirigir palabras hacia el exterior.
Espero seguir compartiendo este conglomerado de preferencias personales,como una forma más de aporte a la cultura general y como una agradable manera de traducir la sensibilidad espiritual en imágenes,relatos y arte en general.
Muchas gracias, y bien;a trabajar.


POEMA DEL REGRESO
José Ángel Buesa

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Vengo del fondo oscuro de una noche implacable
y contemplo los astros con un gesto de asombro.
Al llegar a tu puerta me confieso culpable
y una paloma blanca se me posa en el hombro.

Mi corazón humilde se detiene en tu puerta
con la mano extendida como un viejo mendigo;
y tu perro me ladra de alegría en la huerta,
porque, a pesar de todo, sigue siendo mi amigo.

Al fin creció el rosal aquel que no crecía
y ahora ofrece sus rosas tras la verja de hierro:
Yo también he cambiado mucho desde aquel día,
pues no tienen estrellas las noches del destierro.

Quizás tu alma está abierta tras la puerta cerrada;
pero al abrir tu puerta, como se abre a un mendigo,
mírame dulcemente, sin preguntarme nada,
y sabrás que no he vuelto... ¡porque estaba contigo!


martes, 14 de enero de 2014

En memoria de Paulina- Adolfo Bioy Casares- Parte Final

"En memoria de Paulina" un relato atemporal
La idea de éste blog,es fundamentar cada post, desde el punto de vista de mi preferencia, y de aquello que me motivó a elegirlo para que estuviera aquí.
Para posteos académicos, hay muchos en la Red,que se dedican exclusivamente a los aspectos más técnicos,análisis literarios de las tramas y etcéteras; aquí se trata desde otro punto de vista, más subjetivo,más desde la opinión y de la captación sensitiva propiamente dicha.
Por ello, al incluir "En memoria de Paulina",un relato intenso y preciso,fiel al estilo de Adolfo Bioy Casares,es más interesante para mí,volcar  mis impresiones personales con respecto al texto.
Leí este cuento en mi pubertad y luego tuve que hacer su análisis literario durante la escuela secundaria
Recuerdo que  la profesora de Literatura,había traído una selección de textos para que votásemos el que más nos gustara-lógicamente luego de haberlos leído previamente a todos- y por casi unanimidad,ganó éste.
En innumerables ocasiones, observo con pesar, cómo se banalizan muchas verdaderas creaciones,cómo se bastardea el increíble concepto  de vanguardia que subyace tras las obras de grandes autores como Jorge Luis Borges,JulioCortázar,ó Manuel Mújica Lainez, inmensos escritores, en pos de algún best seller de tercera categoría, masificado por el marketing y la parafernalia del packaging.
El logro más elevado de éstas obras. son sin lugar a dudas,en mi opinión, a que todos ellos abrevaban en la lectura de otros muchos grandes autores, llevaban en sus concepciones, la impronta, la influencia de autores clásicos, y de otros vanguardistas, pero en un tiempo y en un medio circundante totalmente diferente de éste tiempo.
Hoy, en este presente, es más probable, utilizar un buscador como Google para recabar en enciclopedias ó conseguir libros y textos, relatos multimedias y e-books,
Ellos leían,se reunían en círculos literarios, debatían y se mantenían al tanto, comprando libros, dandóles ése valor que muy pocos hoy le otorgan a la palabra escrita, además traducían, sin la ayuda de el Traductor universal que también se  puede conseguir ahora en la Red, sin olvidar que no había procesador de textos,sólo contaban con su máquina de escribir y algunos, un poco más modernos, con algún grabador de cinta, donde dictarse a ellos mismos.
Y voy aún más lejos: el actual desarrollo de los sistemas audiovisuales, como cine,televisión, y otros derivados, hace que muchos argumentos ó temas resulten remanidos y repetidos por su uso intensivo, sin dejar de lado la baja calidad de los guionistas,que al adaptar alguna novela,libro ó texto mantienen sus prioridades lejos de la obtención un  producto mediamente coherente.
Cuando hablamos ( después de haberlo leído) de "En memoria de Paulina",y luego de la saga enorme -en volumen- de autores como Stephen King, éste texto puede parecer hasta naif, pero se agiganta cuando se pone atención a  su fecha de publicación: 1948.
Maravillosamente describe la acción entre ésos años,pero su tema puede ser - sin demasiados cambios-, muy actual, porque se refiere a la conducta humana en relación a los sentidos físicos y apela al aspecto sobrenatural, para resolver la trama.
La asombrosa capacidad de Bioy Casares para atraparnos en su relato está dada por la cuidada manera de colocarnos donde y cómo transcurre la acción, y de reflejar en palabras, los pensamientos y sentimientos de los personajes.
Al menos, es lo que se repite en mi percepción, cada vez que leo-otra vez- este relato exquisito,ese inmensurable sentimiento de imaginar los personajes y sus escenarios,viajando a través de su lectura.
Mi escena favorita del relato es el reencuentro entre el protagonista y Paulina, en la tarde con la lluvia de fondo,porque allí se unen todos los caminos de la historia de los personajes, y su perfecta resolución posterior, en el cual mediante todos los pensamientos y sensaciones del relator-protagonista se desemboca en la conclusión final.
Podría hacer un resumen del argumento,pero realmente quiero que disfruten del relato y que lo analicen por sí mismos;después de todo, ya lo he dicho: leer y elegir un texto es sólo una cuestión sensibilidad muy, muy subjetiva.
Hasta la próxima.

En memoria de Paulina
Parte Final
Adolfo Bioy Casares

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
—¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. 
Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo.
Todo era absurdo.
No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero.
¿O me equivocaba?
Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí.
Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos.
Me acosté en la cama, boca abajo.
Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes.
Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar.
En una esquina miré una calesita.
Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos.
En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos.
Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó.
Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor.
Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje.
Sin embargo, la noticia trascendió.
En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. 
La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
—Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición.
Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran —si no para mí, para un testigo imaginario— una intención desleal, agregó rápidamente:
—Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia.
El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. 
De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco.
Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa.
La acompañé en el ascensor.
Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.—Buscaré un taxímetro— dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
—Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos.
Me volví, tristemente. 
Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín.
El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio.
Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. 
La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios.
Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. 
Durante el viaje, casi no salí del camarote. 
Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina.
En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios.
Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones queyo le imponía en la vigilia.
Eludí obstinadamente su recuerdo.
Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina.
Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido.
Entonces tuve una revelación vergonzosa. 
No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café.
En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo —seis meses por lo menos— yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
—¿Tostado o blanco'?Le contesté, como siempre:
—Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina.
 Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
Luego —ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve— Paulina me ordenó que la siguiera. 
Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. 
Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . 
Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. 
Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron.
 Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. 
Interpreté esa lluvia—que era el mundo entero surgiendo, nuevamente—como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina.
 Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. 
Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. 
Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. 
Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. 
Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. 
Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
—Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. 
Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. 
No la encontré. 
De vuelta, sentí frío. 
Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". 
La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. 
No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. 
Preparé un poco de café. 
Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos.
 Quería hablar con Paulina.
 Quería pedirle que me aclarara... 
De pronto, mi ingratitud me asustó. 
El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. 
Esa tarde era la culminación de nuestras vidas.
 Paulina lo había comprendido así. 
Yo mismo  lo había comprendido. 
Por eso casi no hablamos. 
(Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. 
Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. 
Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. 
Resolví buscar a un amigo—Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado—y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. 
Descansado, vería todo con más comprensión. 
Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. 
Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. 
Sabía demasiado poco para comprender la situación. 
Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella.
 El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. 
Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde—Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo—y procuré evocarla. 
Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. 
Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. 
La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. 
Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa.
 Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). 
La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. 
Nunca la puse en el dormitorio. 
En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos.
 El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. 
Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. 
Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario.
 En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. 
La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. 
Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. 
Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. 
Sé que el sueño no fue inventivo. 
Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. 
Eran las cinco. 
Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. 
Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. 
El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde.
 Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. 
Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. 
Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). 
Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas.
Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. 
Antes de las once no podía presentarme en su casa.
 Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. 
Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.—¿Dónde vive Montero?—le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. 
Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan
—Montero está preso—contestó.
No pude ocultar mi asombro. 
Morgan continuó:—¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. 
Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: 
Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. 
La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. 
Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. 
Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. 
En ese momento yo le pregunté a Morgan:—¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. 
Continué:
—Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
—Nada—contestó Morgan, con cierta vivacidad—. Nada. 
Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. 
Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
—¿Sabe que murió la señorita Paulina?
—¿Cómo no voy a saberlo?—respondió—. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
—¿Le ocurre algo?—dijo, acercándose mucho—. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. 
Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. 
Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación —una equivocación atroz—y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". 
Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado.
 Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté—mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó— si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo.
 Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos.
 Estos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. 
La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones—¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?—la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. 
No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. 
Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia.
Durante la visita de la verdadera Paulina—en la víspera de mi viaje—no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. 
Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído.
Por eso anoche oí llover. 
Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita.
Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. 
Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. 
Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. 
Ni siquiera conoció Paulina.
 La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. 
Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano—en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas—obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

sábado, 11 de enero de 2014

En memoria de Paulina- Adolfo Bioy Casares-Parte2

En memoria de Paulina
Parte 2
Adolfo Bioy Casares



Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo.
Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario.
Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada.
El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida.
Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor.
Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres.
De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento).
Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos.
Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados.
Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible.
Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos.
Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero.
Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta.
Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos.
¡Cómo anhelé decirle que la quería!
Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor.
Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento.
En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo.
Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford.
Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio.
Miré hacia la ventana.
Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
—Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning.
Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
—Es muy tarde. Me voy. 
Montero intervino rápidamente:
—Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
—Yo también te acompañaré—respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. 
Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. 
Le dije: 
—Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita .
Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín.
Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado.
En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió.
Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa.
En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor.
Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer.
Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria.
 Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor.
Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina.
Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono.
Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
—Estás cambiada.
—Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
—Gracias—contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas.
Confiadamente me abandoné a ese halago.
No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido.
Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
—Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
—Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara.
No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio.
No sabía qué expresión había en mi rostro.
No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
—Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
—¿Quién?—pregunté.
En seguida temí —como si nada hubiera ocurrido— que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
—Julio Montero.

En memoria de Paulina-Adolfo Bioy Casares-Parte 1

En memoria de Paulina
Adolfo Bioy Casares


Siempre quise a Paulina.
En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. 
Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos.
Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina.
Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.
Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo.
Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.
Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos.
Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios.
Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños.
No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero.
Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos.
Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra.
En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos.
La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona.
El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines).
Después el héroe moría.
Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Le presentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación.
Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. 
Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio.
A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago.
De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo.
Montero lo vio de noche.
—Le seré franco—me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

martes, 3 de diciembre de 2013

La consecuencia Borrador para un relato de ciencia-ficción- Michael Ende

La consecuencia
Borrador para un relato de ciencia-ficción
Michael Ende

El profesor Karl-Ludwig Ehwald, premio Nobel por sus trascendentales descubrimientos en el campo de la fisiología cerebral, se queda un día dormido, en un súbito e inexplicable ataque de sueño, sobre su mesa de trabajo.
Al despertar se encuentra en un futuro no muy lejano, más o menos en el año 2237. 
El lugar sigue siendo su estudio, que no ha sufrido ningún cambio, pero que se halla ahora en el Museo Karl-Ludwig Ehwald. Es saludado por algunos científicos que se presentan a él como sus hijos espirituales. 
Le explican que no está viviendo en absoluto un sueño. 
Hasta le demuestran, en la medida en que ello es posible, que lo que le rodea es realidad. 
Tales experiencias de saltos en el tiempo se deben a un corrimiento temporal en los paralajes, que para entonces ya se puede calcular previamente pero todavía no generar a voluntad.
 Se trata de un fenómeno, por así decir, natural, que ya antes era conocido, pero mal interpretado. 
En cualquier caso -le explican- el viajar a voluntad a través de los tiempos no es posible. 
El periodo de tiempo que dura el fenómeno y del cual, por consiguiente, dispone él asciende a sesenta y dos horas y treinta y ocho minutos. 
Pasado este tiempo, deberá regresar, pero eso sucede por sí solo, le dicen, por eso no tiene que preocuparse. Ehwald decide conocer lo más a fondo posible ese para él mundo futuro y sus progresos. 
Se le da, con la mayor gentileza, toda libertad, se le procura vestimenta adecuada a los tiempos y todo lo necesario y hasta se le pone a disposición una joven intérprete (germanista), pues el lenguaje ha sufrido lógicamente grandes cambios, y muchas palabras le resultan desconocidas.
El nuevo mundo que descubre le resulta casi paradisíaco. 
Todas las personas que encuentra son de una extraordinaria mansedumbre y amabilidad, para el gusto de Ehwald todo lo más un poquito aletargadas. 
Se entera de que ya no hay criminalidad, agresiones o comportamiento inmoral, o sea, nada que haga daño a los demás o a uno mismo. 
Tampoco son posibles los accidentes de tráfico, pues para entonces todas las máquinas son de una seguridad absoluta y se adelantan a cualquier decisión de las personas. 
Tampoco existe el suicidio, y las guerras son totalmente inimaginables. 
Incluso el matar a los animales para la poca carne que se necesita (casi todos los hombres son vegetarianos) se hace por medio de máquinas que, con absoluta garantía, no causan ningún género de dolor. 
Tampoco hay combates de boxeo ni otros deportes violentos, que exciten las agresiones, sólo bailes en grupo y juegos de destreza.
Una vez, sin embargo, observa Ehwald a un grupo de jóvenes que están en un patio retirado y que con los torsos desnudos parecen entregados a un extraño juego: uno está de pie, sonriente, y grita algo, tras lo cual otro joven, igualmente sonriente, le amenaza con un afiladísimo cuchillo.  
La discusión parece que reduce un poco su inercia, finalmente el segundo joven alza el cuchillo como para clavarlo, pero en el mismo instante cae al suelo como tocado por el rayo. 
Ahora, el primero recoge el cuchillo y amenaza con él a un tercero: el mismo efecto. 
Al final todos yacen por tierra, inconscientes pero sonrientes aún, y muy lentamente van reanimándose. Algunas personas mayores observan con gesto de enfado el juego, uno murmura: «¡Qué infantilismo!». La intérprete explica que el juego es completamente inofensivo. 
En su voz, Ehwald cree notar un cierto pesar.  
Ahora, el viajero comienza a interesarse por la cultura de ese mundo: ¿cómo es el arte, cómo está conformada la ética, la religión de esos hombres?
 En primer lugar, es llevado a un concierto y sufre un shock. 
Lo que allí escucha le pone los pelos de punta. 
La llamada música es un infierno de agresividad, en comparación con la cual los más salvajes ritmos de rock actuales resultan ser canciones infantiles. 
En segundo lugar, lo llevan a un holo, lo que corresponde más o menos a nuestros cines actuales, sólo que las proyecciones son tridimensionales y completamente realistas.
 El espectador se encuentra en medio de ellas. 
Nunca hasta entonces había visto Ehwald tal acumulación de cosas repugnantes, de violencia, sadismo y brutalidad. 
Al final tiene que vomitar, pero los demás espectadores, incluida la joven intérprete, parecen habérselo pasado, muy bien.
Finalmente, Ehwald se refugia en una iglesia, esperando encontrar, al menos allí, algo distinto. 

Pero esas instituciones del futuro no tienen nada en común con las que él conoce. 
Allí tampoco encuentra sino representaciones de las más espantosas torturas y tormentos; el ritual al que asiste le parece una pura blasfemia, un ensalzamiento de la infamia y el mal. 
Completamente trastornado, Ehwald regresa a su museo.
 No entiende cómo se ha podido llegar a tal estado de cosas, qué ha sucedido.
En el tiempo que aún le queda busca respuesta en los colegas, quienes, con la amabilidad que los caracteriza, le dan todas las informaciones: no depende ya de la voluntad de los hombres -eso le explican- sino que a éstos les es literalmente imposible hacerse daño unos a otros, más aún, les es imposible obrar el mal.
 El mal existe sólo en la ficción, allí donde, por así decir, sólo puede surgir de una forma irreal, no pudiendo por eso hacer daño a nadie. 
Es sólo imaginable -y por eso como un deseo soñado-, pero no puede ser llevado a la práctica. 
Los hombres son físicamente incapaces de ello. 
En cuanto uno decide de verdad hacer algo que pudiera dañar a otro, pierde el conocimiento. 
Y justamente porque está fuera del alcance, el mal es venerado y adorado. 
A este proceso han contribuido en alto grado -le explican ahora a él- los descubrimientos de Ehwald en el campo de la fisiología cerebral. 
Ellos hicieron posible la manipulación del llamado «hielo negro» en el cerebelo, una estructura celular molecular en la que tienen lugar las decisiones morales. 
A principios del siglo XXI se supo que la recién descubierta radiación de Kelber ejerce en ese centro una influencia que imposibilita los actos criminales e inmorales pues, cuando se presenta un caso así, tiene lugar una especie de efecto retroactivo que lleva a la pérdida del conocimiento en la persona correspondiente. 


Al principio, el tratamiento se aplicó a los delincuentes. 
Su capacidad de cometer delitos pudo ser eliminada mediante una radiación continua sin secuelas de enfermedad, como pasaba antes con la lobotomía.
Justamente ellos se convirtieron después en miembros especialmente útiles de la sociedad humana.

- Bueno, sí -grita Ehwald-, con los delincuentes, pase, pero ¿qué ocurre con los otros? La humanidad no consta únicamente de delincuentes.


Indudablemente, le responden, pero de eso, en definitiva, ya no se podía uno fiar. 

Con el tiempo, el progreso científico y técnico había traído inevitablemente consigo que todos sus logros estuviesen más a disposición de todo el mundo. 
Era un proceso imparable. En los tiempos de Ehwald todavía se mantenía un cierto secreto -para mencionar esto sólo a manera de ejemplo- en lo concerniente a las armas genocidas. 
Había acuerdos sobre la prohibición de armas nucleares y cosas semejantes. 
Pero eso, lógicamente, no podía ser efectivo a largo plazo. 
Llegó un momento en que cualquier estudiante de bachillerato podía elaborar, con la técnica de los genes, su propia plaga de la humanidad, cualquier reyezuelo megalómano podía construir su propia bomba atómica con la que eliminar toda vida en la tierra. 
La humanidad estaba así sometida al chantaje de cualquier suicida celoso que quisiera vengarse del mundo injusto o de su amante infiel exigiendo cosas absurdas. 
Los secuestros de aviones en la época de Ehwald fueron sólo un inofensivo comienzo, pero cuanto más complejo era el sistema y más disponible estaba, tanto más se iba exponiendo éste a todo género de abusos. 
Por eso no quedó otra solución que ser consecuente, a la vista de ese proceso irreversible, y eliminar radicalmente cualquier posibilidad de abuso para garantizar la supervivencia de la especie humana. 
Y eso fue decidido, hace más de una generación, por el Consejo superior de Seguridad Mundial y puesto en práctica por los científicos. 
Entretanto existe ya una emisora de rayos, que se procura a sí misma energía y que por vía satélite envuelve a la tierra entera en la radiación de Kelber. 
Desde entonces, la cuestión del bien y del mal ya no existe, sólo se interesan por ella algunos historiadores.

- ¡Hay que destruir sin falta esa emisora! -tartamudea Ehwald.


Eso, le dicen, es completamente imposible. 

Se han tomado medidas preventivas para evitar de todas todas ser otra vez objeto de chantaje.
 Ningún ser vivo puede alcanzar, y menos aún desconectar, esa emisora. 
La propia radiación de Kelber lo impide. 
Y eso está bien, opinan unánimemente los colegas. 
Sólo hay que pensar, dicen, en lo que sucedería, dada la disposición de ánimo que se ha generalizado entre los hombres, dada su adoración de la violencia y de la brutalidad imaginaria, si fuese posible desconectar la emisora. 
Sería, con toda seguridad, el final de la historia humana y de todo el globo terráqueo.

- Y usted, respetado profesor Ehwald, tendrá que opinar con nosotros que una humanidad viva sin libertad de decisión moral es mejor que una humanidad que, con toda seguridad, se exterminaría a sí misma, pues para ello seria ya suficiente un único criminal, loco o falto de escrúpulos.

 El profesor Dr. Karl-Ludwig Ehwald es catapultado a su propio tiempo. 
Aquella misma tarde reduce a cenizas, en la chimenea de su estudio, los resultados, esperados por todo el mundo, de su trabajo de investigación de cuarenta años sobre el complejo celular del cerebro humano que en siglos posteriores recibiría el nombre de «hielo negro».
No sabe que en la universidad de Heidelberg un joven investigador, basándose en las publicaciones anteriores de Ehwald, descubre en ese mismo instante las mismas células.

Michael Ende
Carpeta de apuntes

sábado, 23 de noviembre de 2013

EL ASESINO INFINITO por Greg Egan (Tercera y última parte)

EL ASESINO INFINITO
por Greg Egan
(Tercera y última parte)

Choco con un muro donde solía haber una puerta, doy un paso atrás, lo vuelvo a intentar, y esta vez la atravieso.
Corriendo a través de la calle, un coche abandonado se materializa ante mí; lo rodeo, me echo al suelo tras él y me cubro la cabeza.
Dieciocho. Dicienueve. Veinte. Veintiuno. ¿Veintidós?
Ni un ruido. 
Alzo la mirada. 
El coche se ha desvanecido. 
El edificio sigue en pie... y sigue parpadeando.
Me incorporo, aturdido. Algunas bombas pueden haber - deben haber - fallado... pero debería haber estallado un número suficientemente grande de ellas como para interrumpir la corriente.
Bueno, ¿y qué ha pasado?
Quizá la soñadora ha sobrevivido en una parte de la corriente pequeña pero contigua, y ésta se ha cerrado en un bucle... del que formo parte por pura mala suerte.
¿Sobrevivido?¿Cómo?
Los mundos en los que la bomba explotó deberían haber estado dispersos al azar, uniformemente, de forma suficientemente densa como para ser eficaces... pero quizá un extraño fenómeno de agrupación ha creado un hueco.
O quizá he acabado deslizándome fuera de parte de la corriente.
Las condiciones teóricas para que esto suceda siempre me han parecido demasiado extraordinarias como para que se cumplan en la vida real... pero, ¿qué sucedería si ha pasado?
Un hueco en mi presencia, corriente abajo respecto a mí, habría dejado un conjunto de mundos sin ninguna bomba, que luego hubieran seguido fluyendo y me hubieran atrapado, una vez que me alejé del edificio y mi ritmo de cambio descendió.
«Vuelvo» al hueco de la escalera.
No hay ninguna bomba sin estallar, ni ningún rastro de que alguna de mis versiones haya estado aquí.
 Pongo el artefacto de reserva y corro.
Esta vez no busco ningún refugio en la calle, sino que simplemente me tiro al suelo.
De nuevo, nada.
Intento calmarme y visualizar las posibilidades.
Si el hueco sin bombas no hubiera pasado completamente el hueco sin mí cuando las primeras bombas explotaron, entonces aún faltaría yo de una parte de la corriente superviviente... permitiendo que el mismo fenómeno se repitiese una y otra vez.
Miro al edificio intacto, incrédulo.
Soy los que alcanzan la meta.
Eso es todo lo que me define.
Pero, ¿quién falló, exactamente?
 Si yo estaba ausente de una parte de la corriente, no había versiones de mí en esos mundos que pudieran fallar.
¿Quién es el culpable? ¿A quién repudio? ¿A aquellos que consiguieron poner la bomba, pero «deberían haberla puesto» en otros mundos? ¿Estoy yo entre ellos? No tengo forma de saberlo.
Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuán grande es el hueco? ¿Cuán cerca estoy de él? ¿Cuántas veces puede derrotarme?
Tengo que seguir matando a la soñadora, hasta conseguirlo.
Vuelvo al hueco de la escalera.
Hay unos tres metros entre piso y piso.
Para subir, uso un pequeño garfio atado a una cuerda corta; el garfio dispara una escarpia propulsada por explosivos contra el suelo de hormigón. 
Una vez que la cuerda se desenrolla, sus posibilidades de acabar en trozos separados en diferentes mundos se magnifican; es esencial moverse rápidamente.
Inspecciono sistemáticamente el primer piso, siguiendo el procedimiento al pie de la letra, como si nunca hubiera oído hablar de la habitación 522.
Un borrón de tabiques alternativos, mobiliario espartano y fantasmal, montones temporales de tristes posesiones.
Cuando he terminado, me paro hasta que el reloj alojado en mi cráneo alcanza el siguiente múltiplo de diez minutos.
Es una estrategia imperfecta: algunos rezagados se retrasarán más de diez minutos... pero eso sería cierto por mucho que esperase.
El segundo piso también está vacío.
Pero es un poco más estable; no hay duda de que me estoy acercando al corazón del torbellino.
La arquitectura del tercer piso es casi sólida.
El cuarto, si no fuera por las pertenencias abandonadas que parpadean en las esquinas de las habitaciones, podría pasar por normal.
El quinto...
Abro las puertas a patadas, una tras otra, moviéndome sin pausa a lo largo del pasillo. 502. 504. 506.
Pensé que podría sentirme tentado de olvidar la disciplina cuando llegase a una distancia tan escasa, pero en cambio encuentro más fácil que nunca el seguir los movimientos previstos, sabiendo que no tendré más oportunidades para reagruparme.
516. 518. 520.
En el extremo más alejado de la puerta de la habitación 522 hay una joven tumbada en la cama.
Su pelo es un halo diáfano de posibilidades, su ropa una neblina traslúcida, pero su cuerpo parece sólido
y permanente, el punto cuasifijo alrededor del cual ha girado todo el caos de esta noche.
Entro en la habitación, apunto a su cráneo y disparo.
La bala cambia de mundos antes de poder alcanzarla, pero matará a otra versión, corriente abajo.
Disparo una y otra vez, esperando a que la bala de uno de mis hermanos asesinos la alcance ante mis ojos... o a que la corriente se pare, a que las soñadoras con vida sean demasiado poco numerosas, y estén demasiado dispersas, para mantenerla.




Ninguna de estas cosas sucede.
- Has tardado.
Me giro.
La mujer de pelo azul está ante la puerta.
 Vuelvo a cargar la pistola; no hace ningún movimiento para detenerme.
Mis manos tiemblan.
Me vuelvo hacia la soñadora y la mato otras dos docenas de veces. La versión ante mí permanece intacta, la corriente imperturbable.
Vuelvo a cargar y agito la pistola ante la mujer de pelo azul.
- ¿Qué coño me habéis hecho? ¿Estoy solo? ¿Habéis matado a todos los demás? - Pero eso es absurdo... y si fuera verdad, ¿cómo podría ella verme? Yo no sería más que un destello momentáneo e imperceptible para cada versión de ella, y nada más; ni siquiera sabría que yo estoy ahí.
Niega con la cabeza, y dice suavemente:
- No hemos matado a nadie. Os hemos distribuido en un Polvo de Cantor, eso es todo.
Cada uno de vosotros está aún vivo... pero ninguno puede detener el torbellino.

Polvo de Cantor.
 Un conjunto fractal, inconmensurablemente infinito, pero de medida cero. 
No hay sólo un hueco en mi presencia; hay un número infinito, una serie interminable de agujeros cada vez más pequeños, en todas partes. Pero...
- ¿Cómo? Me tendiste una trampa, me entretuviste hablando, pero, ¿cómo pudisteis coordinar los retrasos? ¿Y calcular los efectos? Para eso se necesitaría...
- ¿Capacidad de computación infinita? ¿Un número infinito de personas? - Sonríe débilmente -. Soy un número infinito de personas. Todas sonámbulas con un chute de S. Todas soñando la una con la otra. Podemos actuar al unísono, sincronizadamente, como una sola, o podemos actuar de forma independiente. O de forma intermedia, como ahora: mis versiones que pueden verte y oírte en cualquier momento están compartiendo sus datos sensoriales con el resto.
Me volví hacia la soñadora.
- ¿Por qué defenderla? Nunca conseguirá lo que quiere. Está desgarrando la ciudad, y nunca alcanzará su meta.
- Quizás aquí no.
- ¿Aquí no? ¡Está cruzando todos los mundos en los que vive! ¿Qué otro lugar hay?
La mujer niega con la cabeza.
- ¿Qué es lo que crea todos esos mundos? Las posibilidades alternativas de los procesos físicos ordinarios. Pero el fenómeno no se detiene ahí; la posibilidad de movimiento entre los mundos produce exactamente el mismo efecto. El propio superespacio se bifurca en diferentes versiones, versiones que contienen todas las posibles corrientes entre los mundos. Y puede haber corrientes de nivel superior entre esas versiones del superespacio, de forma que la estructura completa vuelve a bifurcarse. Una y otra vez.
Cierro los ojos, ahogándome en el vértigo. Si este ascenso interminable hacia infinitos cada vez mayores es cierto..
- ¿En alguna parte, la soñadora siempre triunfa? ¿Haga lo que haga yo?
- Sí.
- ¿Y en algún sitio, siempre gano? ¿En alguna parte, no has podido derrotarme?
- Sí.
¿Quién soy? Soy aquellos que alcanzan la meta.
Entonces, ¿quién soy yo?
No soy nada en absoluto.
Un conjunto de medida cero.
Dejo caer la pistola y doy tres pasos hacia la soñadora.
Mis ropas, ya en jirones, se dividen en mundos distintos y desaparecen.
Doy otro paso y me paro, sorprendido por una súbita calidez.
Mi pelo y las capas exteriores de mi piel se han desvanecido; estoy cubierto en un fino sudor de sangre. Noto, por primera vez, la sonrisa congelada en la cara de la soñadora.
Y me pregunto: ¿en cuántos conjuntos infinitos de mundos daré un paso más? ¿Y cuántas innumerables versiones de mí preferirán volverse y salir de esta habitación? ¿A quién exactamente estoy salvando de la vergüenza, cuando viviré y moriré de todas las formas posibles?
A mí mismo.

FIN